domingo, diciembre 31, 2006

Oaxaca, mi abuelita y el año nuevo


Estoy sentado en mi casa de Oaxaca, mi tierra amada, que últimamente se ha visto tan castigada por la maldad, la estupidez y la rapacidad de una clase política corrupta como pocas en nuestra historia. Las cosas que he visto en las pocas horas que llevo aquí han bastado para despertar mi rabia asesina, pero al mismo tiempo entiendo que el arma en la que debo ejercitarme es la pluma, y con ella habremos de derribar -como un primer pequeño paso- a la mierda humana que ocupa el cargo que alguna vez fuera de Juárez, para luego comenzar a reconstruir nuestra hermosa ciudad. Enfrente de mí está sentada mi maravillosa abuelita Justina. Mi abuelita nació en los territorios de la hacienda de Monjas, en Miahuatlán, Oaxaca, en el año de 1915; el mismo en el que Porfirio Díaz murió en Francia, y me estremece pensar en la cantidad de cosas que han pasado por sus ojos. Visto de esa manera, la historia de mi patria como nación independiente podría traducirse en la vida de dos personas, con un faltante de apenas 20 años: Don Porfirio nació en 1830, precisamente un 15 de septiembre; y mi abuela, que nació cuando Don Porfirio todavía respiraba, si bien con trabajos ya, sigue viva y esperando el siguiente aniversario patrio. Cuando ella tenía la edad que yo tengo ahora era apenas el año de 1951. Mi abuelita, durante el sexenio de Miguel Alemán, vivía ya en Oaxaca con su segundo marido y construía poco a poco la casa que todavía nos da cobijo frente al panteón del Marquesado; una casa que ocupaba en principio un enorme terreno que poco a poco se fue perdiendo hasta solamente quedar una franja en la que caben todas nuestras vidas, varios cuartos en armonioso desorden y un bello jardín de arboles frutales. Hace apenas unos meses taparon la vieja letrina del fondo, detrás del primer cuarto, semilla original a partir de la que el resto de la casa creció. Una más de las paulatinas transformaciones que van destruyendo la historia o, mejor dicho, la producen y convierten en documento y legado al dejar de ser la realidad que conocimos.
Como decía, mi abuelita Justina llegó a Oaxaca más o menos cuando tenía 26 años, y ya para entonces era viuda de un honesto panadero llamado Austreberto Alcántara, mi abuelo; quien se murió al salir de los amasijos, con el cuerpo caliente, al frío de la madrugada, pescando una pulmonía fulminante. Mi tío Toño, hermano de mi mamá, había muerto ese mismo día de problemas estomacales sin que mi abuelo lo supiese todavía, y mi pobre abuelita tenía que dividir su tiempo entre la capilla ardiente de su hijo mayor y el lecho en el que su esposo agonizaba. Cuando le llevaron a mi mamá en brazos para que se despidiera, le dijeron a don Austreberto que no podían llevarle a su niño porque "estaba enfermo", pero mi abuelo contestó -sin saber, repito, que mi tío ya había muerto- "no importa, porque Toñito se va, y Rebeca se queda".Mi abuela era joven, muy guapa, y no tardó en casarse de nuevo con un agente de seguros llamado don Salustio, y cuando éste murió también (dejándole por lo menos la casa) se llevó a mi mamá a la ciudad de México y comenzó a trabajar como ayuda doméstica en algunas casas de las Lomas, rentando al mismo tiempo un departamento en la colonia del Valle. A esa circunstancia se debe que yo haya nacido, porque en la calle de Eugenia vivía mi papá, en la casa de mi abuelo el general. Mi mamá vivía en Providencia, y poco después ambos se conocieron en la peluquería de la esquina, que ya no existe, y en la que padecí mis primeros cortes de pelo.
Mi mamá era secretaria en los laboratorios Waltz y Abbat, que ya tampoco existen por supuesto; los primeros que produjeron y envasaron -en México y sin que ya nadie lo mencione- el Isodine. Tenía que cumplir con turnos larguísimos, y por eso mi abuelita nos cuido a ambos, mi hermano Arturo y yo, de tiempo completo. El lazo entre nosotros es, pues, muy semejante al que existe entre madre e hijo, y en la solución de todas mis emergencias prehistóricas se encuentra ella, muy estricta pero amorosa y ágil, y no falta quien sugiera que mi gusto por las canciones viejitas, por la historia y mi carácter agrio y taciturno se deben a el hecho de haber sido criado por mi abuela. Bien vale la pena, en ese caso.
Ahora, sin embargo, mi abuela (siempre digo en la mente la versión zapoteca de la palabra: Xagüela) ya no es ágil, ni mucho menos. Cuando llegué anoche a la vieja casa frente al panteón, y entré a su recámara, me asustó terriblemente la inaudita, insólita presencia de un bastón colgando de la piesera de su cama. "¿Mi abuela (símbolo de longevidad, fortaleza y resistencia) usa bastón ya?" Dije. "¡No lo puedo creer!" Y entonces escuché sus tres risas roncas, pues me escuchaba aparentando dormir. Una vez más me asuste, porque la vi mucho, mucho muy viejita, como una momia -apenas un poquito de carne pegada a los huesos- embalsamada en un festivo sarape rojo. La cabeza me dio vueltas y no recuperé la serenidad hasta hoy, cuando vagabundeó con nosotros toda la mañana sin cansarse y sin usar el bastón que tanto me inquietó sino de vez en cuando.
Debo irme. Debo prepararme para cruzar con mi abuelita el mismo lugar en el cosmos que todos cruzamos cada 31 de diciembre, o casi el mismo, si se toma en cuenta el desplazamiento del sol alrededor del corazón de la galaxia. Ella lo ha cruzado más de noventa veces, desde que Carranza era Primer Jefe y la guerra moderna desgarraba por primera vez a Europa. Hitler era un cabo cuya función era transmitir órdenes de trinchera en trinchera y Don Porfirio entregaba su estafeta decimonónica a un siglo que se terminó hace ya casi siete años. Un siglo del que me tocaron nada más los últimos treinta años. Debo aceptar la destrucción, el cambio -odio hacerlo, pero así debe de ser- aceptar la muerte de mi abuelita, la de mis padres y la mía propia como si ya hubieran sucedido, pues las miro acercarse sin cesar, y sin que pueda volver la vista hacia otra parte. Encima de eso, tengo que alegrarme en la cena de año nuevo y desear, como se acostumbra en estos casos, un año nuevo feliz a los lectores de El Gabinete de Doktor Faust. Deseando sinceramente que mis temores les demuestren lo absurdo que resulta preocuparse por cualquier cosa, y vivan así cada momento de sus vidas intensa y felizmente, cada minuto del año que comienza.

domingo, diciembre 24, 2006

Feliz Navidad a Nuestros Lectores


Del lado izquierdo de la máquina de escribir está la cerveza; del lado derecho la botana de queso, y muy cerca mi hijo Emilio juega creando historias que, aunque son indescifrables para mí, a él lo entretienen enormemente. En ese sentido se me parece, pues aunque yo tenía hermanos era mi costumbre jugar solo, moviendo los brazos y hablando en voz alta conmigo mismo de fantasías tan vívidas que a los demás les resultaban aterradoras, como si se tratara de casos de posesión diabólica.El spaghetti está listo, y en el horno se cocina lentamente el pollo a la naranja. Mi mujer y dos de mis hijos están en el super, haciendo compras de último minuto motivadas por el anuncio repentino de que cuatro misioneros van a cenar con nosotros.Los párrafos anteriores implican muchas cosas que suceden y que escribo por primera vez, todas ellas muy importantes en el marco de mi historia personal. La primera de ellas es la frase "compras de último minuto". Como todos saben bien, la víspera de Navidad es cuando la mayoría de las personas se prepara para la cena, para dar regalos y todo eso. No es necesario que lo recuerde. Lo relevante del asunto es que, por primera vez desde 1994 , puedo hablar de "compras" durante la Navidad, pues hasta ahora todas nuestras celebraciones decembrinas habían estado ensombrecidas por la escasez. También es la primera vez que como familia celebramos la Navidad en nuestra casa, pues siempre habíamos sido invitados en casa de algún familiar, y aunque es algo muy agradable la mayoría de las veces, siempre queda la ilusión de ser uno mismo el anfitrión. Afortunadamente, los misioneros no tienen un lugar en el cual cenar y pasar la Navidad, y por ello tendrán su lugar en la historia de la familia al ser nuestros primeros invitados a una cena de navidad en el hogar de los Santoyo.No obstante, quizá lo más importante sea que por fin, después de contemplar distorsiones sin fin del significado de la navidad a nuestro alrededor, vamos a poder imprimirle a la celebración un sello personal, basado exclusivamente en el nacimiento de Jesucristo, dejando a un lado cualquier otra intención. Recuerdo una penosa Navidad en el restaurante en el que trabajaba hace algunos años, y en el que tenía que tocar aun en la nochebuena, en el que los miles de invitados "celebraron" la Navidad con una borrachera, con silbatos, gorros, serpentinas, globos y matracas, vistiendo ropas costosas y haciéndose mutuamente ostentosos regalos; bailando como si se tratara de un quince de septiembre o un año nuevo. Creo que desde entonces, cada Navidad, lucho en contra de ese recuerdo que me hizo sentir avergonzado.Ahora, la vida me ha regalado la oportunidad de pasar la Navidad en casa, sin que nada nos falte y sin que tenga que tocar el piano para gente que no me escucha en la nochebuena. Con regalos honestos debajo del arbolito. Es por eso que me confieso humildemente agradecido, y ruego al cielo que todos los lectores de El Gabinete de Doktor Faust gocen de una hermosa Navidad, al lado de personas amadas, con salud y llenos del espíritu de Cristo, cuyo corazón nos abraza a todos por igual, tanto creyentes como no creyentes.

lunes, diciembre 18, 2006

El Gabinete y la vida de todos los días


Ha llegado el domingo sin que haya podido encontrar, entre los quehaceres cotidianos, momentos para dedicarle al gratificante hábito de escribir. Me ocupé, sobre todo, de preparar a mis alumnos para sus examenes de fin de semestre, los cuales han enfrentado con desigual fortuna hasta el momento. Mañana toca a mis alumnos de piano -mi disciplina insignia- presentarse en público a las cinco, y espero que su recital termine a tiempo para recorrer antes de las seis y media la cuadra que me separa del Teatro Ocampo, en donde a las ocho me presentaré con los Niños Cantores de Morelia. Con esa misma agrupación habré de actuar también el miércoles, en Cuitzeo; y con eso daré por terminado mi año a falta de algún contrato fuera de temporada. No todo mi tiempo se ocupó en el conservatorio, por supuesto, y debo admitir que disfruté una vez más, después de mucho tiempo, del dulce placer de dejarme atrapar por un libro; un libro que pude leer durante horas sin sentir otra cosa que curiosidad y la íntima satisfacción que produce aprender cosas nuevas. Se trató de la deliciosa y apasionante biografía de Pancho Villa escrita por Taibo II, uno de mis escritores favoritos. Siempre espero mucho de sus libros, y siempre me da más de lo que espero. Mucho más. Por ello estoy muy agradecido.
Hasta aquí mi pequeña disculpa por no tener lista una entrega del gabinete para esta semana.
El miércoles, pues, se terminan mis encargos del Conservatorio correspondientes al 2006. Será entonces el momento de sentarme a escribir en mi diario personal una de esas meditaciones, siempre llenas de esperanza y con saldo en contra, con las que me gusta llenar página tras páginas de unos cuadernos que probablemente nadie lea nunca más. También quiero poner al día mis proyectos, relegados a causa de la preponderancia del arte musical en mis preocupaciones. Está pendiente la publicación, en el Gabinete, de una serie de relatos dedicados a la vida y las aventuras de mi abuelo el general, así como la muy anunciada entrega de mis memorias de viaje; un libro que ha crecido un poco más de lo esperado, pero que deberá estar listo a principios del siguiente año.
Debo irme por ahora. No se pueden cambiar en lo que queda del año los lamentables caminos por los que transita nuestra patria, y solamente nos queda disfrutar en lo posible del tiempo libre que nos da la temporada. Disfrutarlo en el trabajo, con la familia, y los pequeños placeres que proporcionan el amor y y la paz.

domingo, diciembre 10, 2006

Una semana de pesadilla

No ha pasado ni siquiera una semana desde el trámite sucesorio, cuando ya los poderes coloniales y oligárquicos que gobiernan México a través del gabinete calderonista asestaron un golpe demoledor a sus enemigas más odiadas y temidas: las instituciones culturales adscritas al Estado y las universidades públicas.
Como si no fuera suficiente el nombramiento de un dilettante como titular del CNCA para pulsar la actitud de desprecio del grupo gobernante para con la cultura, se viene ahora el mazazo de un brutal recorte presupuestal en contra de las ya de por sí depauperadas CNCA, INAH, IMCINE e INBA. Por otra parte, todo parece indicar que el dinero recortado, unos dos mil millones de pesos, irá a parar a las arcas del ejército en forma de aumento salarial para los miembros de las fuerzas armadas.
El mensaje no puede estar más claro. El gobierno, aquejado de la endémica debilidad que deriva de su ilegitimidad, se apoya en la fuerza real del ejército y los cuerpos de seguridad para defenderse de una sedición inexistente pero posible; reacción violenta a la ola de violaciones a las libertades políticas (el arresto a traición de líderes de la APPO que se encontraban en el DF para negociar con el gobierno) y la libertad de expresión, cual sucede con el director de Grupo Monitor, José Gutiérrez Vivó, quien ha sido amenazado por emisarios del poder con el retiro de propaganda oficial -importante fuente de ingresos- si no se "porta bien". En todo caso, no se trata sino de la continuación de las prácticas del foxismo en lo tocante a la aplicación de la ley del embudo, el adelgazamiento de las responsabilidades sociales del estado y la conversión del mexicano en una fuerza de trabajo dócil e inculta, de aspiraciones meramente económicas en el mejor de los casos.
Eso significa que toda opinión o manifestación contraria a los intereses del gobierno será castigada con órdenes de aprehensión basadas en leyes de corte diazordacista como "rebelión", o "sedición"; y que la cobertura de las actividades de candidatos rivales al oficial, como la otorgada por Monitor a Andres Manuel López Obrador, tendrá consecuencias que afectarán la supervivencia del medio que "se porte mal". Ya en los últimos estertores del anterior sexenio, la pareja presidencial se embarcó en una persecución del semanario Proceso, y este gobierno solamente continúa la práctica sin interrupción alguna.
Las universidades públicas son también objeto del odio de los Poderes Reales del Estado, quienes decretan que la educación de calidad debe ser solamente para quienes pueden pagarla. Otro recorte presupuestal, disfrazado por el gobierno como un supuesto "incremento" dizque del 4%, consiste en casi mil millones de pesos menos para las universidades del país. Los rectores de las mismas protestaron de inmediato la medida, y podrán seguir protestando durante todo el sexenio, a juzgar por lo que se ve, sin que nada cambie. Solamente los ilusos que se beben la propaganda oficial como si fuera agua de mayo creyeron la mentira dicha por el candidato panista cuando dijo, con sin igual descaro, que aumentaría la cobertura universitaria en un 35%.
Mis carcajadas deben sonar todavía en los oídos de mis amigos anti-AMLO, quienes se desvivían por hacerme votar por Calderón. Todavía la noche anterior a las elecciones conversaba con ellos, artistas todos, como el que escribe. El posible resultado de las elecciones era, como se sabe, tan incierto como lo es ahora, y aunque mi voto estaba seguro para el tabasqueño mis amigos me tomaban por uno de los indecisos al los que había que persuadir para "salvar" al país del “peligro” que se avecinaba de ganar aquél las elecciones. Angustiado, un violinista me puso al tanto de los rumores, los cuales afirmaban que los empresarios hacían maletas para salir del país dado el caso de una victoria perredista, y yo le pregunté a este amigo si acaso él era un acaudalado empresario. Al responderme que no, le pregunté entonces por qué se preocupaba. "Tu eres un productor de cultura", le dije, "tú produces conocimiento y cultura, y lo primero que van a hacer esos empresarios y banqueros por los que tanto te afanas será evitar que seas productivo. La mayoría de ellos lo harán porque no les importas en absoluto; ni tú ni tu cultura y otros, la minoría más astuta, porque te consideran su enemigo. En todo caso" dije, "nunca faltarán bancos que salvar con ese dinero". Dicho y hecho. Si fuera un poco más sinvergüenza sería analista político. Creo que toca ahora agradecerles a esos cuates que el dinero que se destinaría a una función, digamos, de ópera (con elenco estrictamente formado por extranjeros, recuérdese que Vela está a cargo) se usará ahora para comprar toletes y escudos; que en lugar de instrumentos musicales y libros vamos a tener más putas tanquetas; y que en lugar de aulas universitarias se construirán más celdas para luchadores sociales o sus semejantes, pues los banqueros ladrones, los empresarios delincuentes y sus comparsas del gobierno; ellos, pues, no van a pisar la cárcel. Ellos son el poder.
Y es que es muy fácil decir, siguiéndole la tonada a los noticiarios, que los APPOs son delincuentes también; que agredieron propiedad pública y privada y la incendiaron, que no dejaban vender a las tienditas y que "secuestraron" a una hermosa ciudad (a la que de otro modo nadie haría caso en lo que toca a sus problemas), y que por eso se merecen estar en el penal. Okay; si me esfuerzo en ignorar la historia política de mi país, la de mi estado natal y la del conflicto en sí mismo hasta yo puedo pensar eso. Lo difícil es pensar en lo que NO SE DICE en los mismos noticiarios; o sea, que mientras se detiene a quienes producen daños por algunos miles de pesos, se deja ir tan campantes a quienes saquean las arcas públicas inmoral y constantemente, llevándose impunemente botines de miles de millones de pesos. Ese es el peligro real por el que se votó el pasado abril.
Esta terrible semana cerró peor de lo que se esperaba. Con las sandeces dichas por el diputadete panista a cargo de la comisión de presupuesto (la UNAM en el banquillo de los acusados por el pecado de ser una de las mejores) y la muerte del asesino Pinochet sin haber sido nunca castigado por sus muchos crímenes.

domingo, diciembre 03, 2006

Las cosas que uno como padre tiene que decir

El poli trató de incorporarse, pero al hacerlo sintió que la cabeza se le vaciaba de sangre, y decidió recostar la espalda contra la pared unos minutos más. El revólver ya sin tiros estaba a un lado, todavía caliente, cercano al charco entre rojo y negruzco que comenzaba a crecer muy lentamente.
No tenía sentido moverse, pensó luego. Estaba en su vieja casa, ahora abandonada y a punto de ser demolida. No había otro lugar al que pudiera ir, de todos modos. Nadie a quien pedir ayuda, pues nada más levantar la bocina del teléfono iba a ser una señal para que lo fueran a rematar. Se iban a enterar de inmediato; ellos, quienes los habían emboscado, tenían sus maneras de hacerlo.
"¡Julio!", llamó; pero el periodista permaneció inmóvil; recostado en el piso sobre uno de sus costados. Se diría que estaba dormido, de no ser por la infame multitud de enormes boquetes que por todos lados atravesaban su cuerpo ensangrentado. A él si que lo habían acribillado; como si la cosa fuera en su contra, como si la idea no hubiera sido siempre la de escarmentarlo a él, al poli, y de paso mandarle un aviso a todos los que sintieran ganas de ser héroes y llamar la atención a costa de estorbar el trabajo honesto del prójimo. Al poli nada más le habían alcanzado a dar dos balazos, pero uno de ellos era de muerte. No se necesitaba ser un médico para saber que por el color de la sangre, por el lugar en el que estaban los agujeros y por lo mucho que dolía, una parte del hígado se había ido al carajo. Aparte, y esto era mucho más importante, al carajo se habían ido también las pocas ganas que tenía el poli de seguir viviendo.

El honor es la posesión más valiosa del ser humano. Es delicado como el cristal, y una vez que se rompe, una vez que se pierde, es imposible recuperarlo del todo. No existe tal cosa como "salvar el honor”, así como también es falsa la idea de que otra persona te lo puede arrebatar haciendo cosas tan estúpidas como fornicar con tu esposa, o decir en público mentiras que destruyen tu reputación. Nunca debes de confundir el honor con la fama, o con la impresión que de ti tengan los demás. En todo caso, quien realmente se deshonra es quien de esa forma te ataca, y no importa si los demás descubren su mentira, o su perfidia. Entre tú y Dios, la verdad mantendrá tu honor a flote. No. El único que puede manchar tu honra eres tú mismo: mintiendo, abusando de los demás, perdiendo el control de tus emociones, robando, calumniando a otros buscando ocupar su lugar, o apoderarte de sus bienes. Lo más importante, lo que nunca debes olvidar, es que por ningún motivo debes ponerle precio a tu honor. ¡No lo olvides nunca!

Y no lo había olvidado. Aunque nunca supo para qué había servido no solamente recordar esas palabras, sino traerlas como grabadas en el alma y en la mente a base de escucharlas una y otra vez de boca de su padre, en las más diversas circunstancias durante su infancia. Sobre todo tomando en cuenta que si alguna vez su padre había dicho todo eso, ahora era como si no lo recordara. No le habían servido de mucho, y en cambio lo habían convertido en un hombre inadecuadamente soberbio y gandalla consigo mismo, para quien hasta la más inocente mentira era motivo de remordimiento.

"Así es mejor", murmuraba por momentos, enmedio de relámpagos de dolor. "No podía ser de otra manera en este país de mierda".
El Poli. Predestinado para la destrucción, para el fracaso. Así lo había pensado siempre, y se convenció de ello cuando encontró la droga en la cajuela de esos agentes, tan pedos que ni siquiera se resistieron al arresto, y uno de ellos abrió la maleta llena de dinero y se la ofreció a cambio de dejarlos irse en santa paz. Aquellos, en su media lengua, le dijeron que eran cuatrocientos cincuenta mil pesos, aunque seguramente había mucho más que eso.

Si no eres rico, es porque nunca me hiciste caso. No eres ningún pendejo. Si fueras un pendejo te hubiera dejado en paz porque cada uno tiene su limite; su tara, como los contenedores de un tren que no les cabe sino tanto grano, tanta arena. Pero aun así hay muchísimos pendejos que son más abusados que tú; que aún sin haber estudiado se gastan en un fin de semana lo que tu no ganas en un año. ¡Chingá! ¡Y todo por no hacerme caso! Te dije: estudia eso, que ahí está el pan. Tú dijiste que querías ser actor, o cantante, o no sé qué; pero para mí esas no son carreras, sino vicios de marica. Luego te dio por ser contador. Eso estaba bien. Lo malo fue cuando te diste cuenta de que para encumbrarte en eso tenías que comprometer tu honor. Hijo, no mames. -Son tus palabras, papá-, me dijiste, y pues sí; pero no hay que ser exagerados. La lana no viene sola, hay que abrirle paso para que acabe de llegar.

Pero el daño ya estaba hecho, y hasta el cuete se les bajó a los judas cuando el Poli les dijo que hicieran rollito su dinero y se lo clavaran por el fundillo, que ellos iban a amanecer en los separos. A su compañero se le hizo chiquititito, pero aguantó vara. No en balde llevaba escuchando al Poli seis meses hablar de lo mismo, o sea, del honor, de la integridad, de que este país sería uno muy diferente si cada uno de los que viven en él simplemente hicieran bien lo que dicen que van a hacer, sin flojear y sin arrugarse. El habla del padre, pues, las palabras con las que en otros tiempos se llenaba la boca enfrente de la esposa y los hijos, y que el Poli por vergüenza solamente repetía con quien estaba seguro que comprendería.
Su compañero no solamente había comprendido, sino que hasta se sintió convertido a la imagen sin matices que de la justicia tenía el Poli, pero no por eso dejó de sugerir ese día de mala suerte una salida que mediara entre lo justo y lo razonable: "oiga, compa" -le susurró al oído, la espalda contra los indiciados que sabían lo que decía como si lo estuvieran escuchando-, "yo digo que los dejemos en paz. Con no aceptar su dinero la honra queda más que servida".
Pero el Poli hizo como que no lo había escuchado, y desarmó a los agentes, con facilidad en virtud su estado, enmedio de palabrotas y amenazas de muerte que los otros le arrojaban como furiosas pedradas.

Hijo, no digas esas cosas en la calle, a cualquiera. Es más, no las digas, punto. La gente no piensa: "ese hombre es muy honrado. Tiene integridad". Más bien piensan: "oye a ese menso. Nació ayer".

No pecaba de ingenuidad, empero; y de inmediato buscó el cobijo que da la publicidad.
Meses atrás, durante el robo a un banco, había capturado la atención de un reportero que trabajaba para un diario nacional, quien encontró al Poli custodiando un regadero de paquetes, cada uno con cien billetes de a mil pesos, que habían salido despedidos de un costalete que los asaltantes dejaron caer en su escape. Lo observó de lejos, y se sorprendió de que a pesar de que nadie lo estaba observando -pues la atención estaba en la puerta del banco, en donde otro ladrón había caído muerto- nunca hizo el menor intento de agacharse a tocar nada, y en cambió se le puso enfrente a un mando de la bancaria que ya se arrodillaba sobre el dinero con el pretexto de "reunir evidencia", no sin antes cerciorarse que nadie más que el Poli lo veía. El reportero lo salvó del arresto apareciendo en ese instante con su fotógrafo, y desde entonces se saludaron un par de veces en otras tantas trifulcas, asegurándose mutuamente la buena disposición de cooperar.

¿Ahora vas a ser policía? Si fueras otra persona diría que no es mala idea. Eres listo, o solías serlo, y en esa profesión la gente de cerebro llega lejos, enmedio de tanta patarrajada que reclutan para matarla de hambre. Pero no es el caso, hijo, no es el caso. La policía no es lugar para alguien con ideas como las tuyas, y más te hubiera valido no echar a perder tu carrera de contador repitiendo las cosas que uno como padre tiene que decir. Cuando uno es joven dan ganas de realizar en otros, en tus hijos, lo que uno mismo no pudo ser; pero eso cambia con el tiempo, y entonces uno piensa en qué puede ser lo mejor para ustedes, sin tanto discurso y rasgadura de ropajes. Escúchame, hijo... hazme caso; y no digas que estás en esto precisamente por hacerme caso, porque esa disculpa tuya me hace encabronar. No te engañes, que la cosa es muy seria, y hasta yo puedo acabar pagando tus cuentas; o tal vez otros.

La entrevista en la que el poli narraba el incidente con los agentes alcanzó a salir en la edición del medio día, en páginas interiores, pero se hizo noticia de primera plana cuando un importante comandante de la Procuraduría de Justicia salió a hablar con los medios, indignado y exigiendo la libertad de "sus" hombres, aun después de que éstos habían sido fotografiados bien crudos, con la droga y con el dinero que el Poli rechazó, y cuyo origen no podían explicar. De inmediato se le encargó al reportero otra entrevista. El poli y su compañero estaban escondidos, y sin duda él era el único que podría contactarlos.

El poli se deslizó suavemente hasta quedar acostado en el piso, de costado como el periodista, sin quitar la mano de la herida que no dejaba de sangrar, pero que ya no dolía tanto. Con la cabeza reposando sobre la alfombra buscó ingenuamente las huellas de sus pies de niño, para encontrar solamente los destrozos del tiempo en un espacio que ya no le pertenecía. Comenzó a faltarle el aire, y deseó no haber tenido que disparar todas las balas de su revólver. Si le quedase por lo menos una, de seguro le daría buen uso ahora. Estaba seguro de haberse llevado por delante a por lo menos un par de sus asesinos. No podía ya recordar que la sorpresa, la rabia y el dolor de sus heridas habían provocado que la mayoría de sus disparos dieran en el piso, o en las paredes, y que por lo tanto su derrota era total. Porque a los agentes que detuvo los soltaron apenas tres días después de que su comandante los defendiera por televisión. Se llevaron la droga, les devolvieron el dinero y poco faltó que les pidieran disculpas.
El poli supo que lo andaban buscando, y por eso no quiso aceptar en un principio la entrevista que el periodista le solicitaba. El mismo Poli le advertía que, de publicar una entrevista, sus perseguidores no iban a detenerse hasta no sacarle, por buenas o malas, la forma de localizarlo. Solamente aceptó porque sabía que de todos modos iba a morir, y la conciencia le decía que esa era la única forma de que alguien más supiera sus razones. Que supiera que no todo era en vano, aunque él comenzara a creer lo contrario.

Ahora sufro como nunca, hijo mío. Mientras dejo caer puñitos de tierra sobre tu tumba fresca recuerdo los días en los que eras apenas un niño y tenías el corazón limpio. Cuando me amabas tanto que jurabas que siempre me ibas a obedecer, que siempre harías lo que yo te mandara, aunque fuera darme tu sangre para que yo siguiera viviendo. Fuiste a morir en la casa en la que durante tanto tiempo fuimos felices, en la que a nadie se le hubiera ocurrido buscarte. Ahora es tarde, hasta para mí, hasta para que yo me arrepienta.
Si tan sólo me hubieses hecho caso cuando era verdaderamente importante que lo hicieras.

El mundo a su alrededor se convirtió en un desolado desierto helado. Sabía que tenía los ojos abiertos, pero no podía ver nada. Para él ya se había hecho de noche para siempre. Su último pensamiento fue una pregunta triste: ¿Lo sabrán?












domingo, noviembre 26, 2006

De Divina Proportione


Existen muchas formas en las que la sección Áurea aparece en la música, la primera de ellas que vino a mi mente es la de la afinación de los grados de la escala y la práctica moderna del temperamento igual de los instrumentos de teclado.
En la práctica musical, temperamento es cualquier sistema de afinación que agranda o disminuye los intervalos de la escala natural y toma ventaja de la relativa tolerancia del oído a las imperfecciones de afinación. Para entender la necesidad de un temperamento musical debemos hablar brevemente de los hallazgos de Pitágoras de Samos (c. 500 AC), quien fue el primer pensador en ocuparse de los fundamentos físicos del arte de los sonidos, como parte de un Cosmos (el concepto filosófico opuesto al Caos) susceptible de ser comprendido, medido y delimitado. Creía que las armonías eran el fundamento del Cosmos, y que éstas se gobernaban o regían por proporciones matemáticas. Los números eran la sustancia primordial. Así, a Pitágoras se le relaciona con la aplicación de proporciones matemáticas a la afinación de sonidos en una sola cuerda vibrante, un instrumento llamado –por supuesto– monocordio.
En el sistema filosófico pitagórico, la octava era el principal intervalo a establecer al afinar un instrumento de cuerda. La razón matemática para afinar una octava, tanto en una cuerda como en los tubos de un órgano es de 2:1; el intervalo de quinta tiene una razón de 3:2 y una cuarta 4:3. Estos tres intervalos son aún llamados perfectos hoy en día. Si a estas proporciones se les asignan magnitudes lineares, tenemos que con ellas se puede construir un rectángulo con la sección Áurea inscrita en su interior, la cual es la forma más común en la que se le representa; asimismo, tenemos las líneas que forman el pentáculo, la forma sagrada que los pitagóricos usaban como identificación secreta y con la que simbolizaban la unidad del Cosmos y su perfección, y no es de extrañarse, pues, que también fuese la misma figura con la que el ingenuo Doktor Faust trató de exorcizar a Mefistófeles. Por esa razón, el monje franciscano metido a matemático Luca Pacioli le llamó sectio divina en su De divina proportione, publicada en Venecia en 1509. Ahora bien, usando el intervalo de quinta y el monocordio, todas las demás notas del modo o escala pueden ser derivadas de forma “pura” hasta una extensión de 7 octavas. Desafortunadamente, este gran círculo de quintas no nos conduce a una escala en concordancia matemática. A la fracción faltante se le llamó Logon en griego –primeramente– y luego se le conoció como “coma sincrónica”. De este modo, para cerrar esa pequeña imperfección, el intervalo de quinta debía temperarse, hacerse más pequeño, destruyendo o por lo menos amenazando con ello las armonías que sostienen el Cosmos.
En las épocas medievales se usaron los tonos perfectos pitagóricos, o un temperamento discreto para mantener la escala agradable al oído, sin embargo, a mitad del siglo XVII se desató una verdadera crisis: la afinación perfecta y el temperamento discreto eran útiles cuando se usaban en instrumentos melódicos como el violín, pero en los instrumentos de teclado permitían tocar solamente con determinados tonos e intervalos, cuando la música evolucionaba hacía combinaciones más complejas, más audaces, en la armonía y el contrapunto. Diversos teóricos y compositores experimentaban con maneras diferentes de temperar la escala, de acuerdo con sus preferencias, y los órganos y clavecines se convirtieron en un campo de batalla de las proporciones en pugna. De los muchos temperamentos que a lo largo de esos años buscaron resolver la disputa destaca el llamado de “tono medio” o “desigual”, aunque en rigor no debería llamársele temperamento, porque tiene una gran diversidad de variantes y es un paliativo insatisfactorio para el problema.
Para afinar la escala con este método, se toma una sucesión de 4 quintas justas que se reducen de manera que dé la tercera mayor de Aristógenes (más amplia que la de Pitágoras). Una vez establecido el valor de la quinta temperada, se realizará un ciclo de doce quintas que parte de mi bemol y termina en sol sostenido. Para cerrar el ciclo es necesario tomar por enarmonía uno de los sonidos y formar una quinta con el sonido inicial; esta quinta es más grande que las otras, produciendo numerosas pulsaciones, razón por la cual se le llamó “quinta del lobo”, pues los organistas comparaban su desafinación con un aullido. No es forzoso comenzar el ciclo de quintas sobre mi bemol, pues cualquiera puede ser el punto de partida, aunque siempre será necesario cerrar el ciclo con la quinta del lobo. Algún constructor de instrumentos italiano construyó inclusive un clavicémbalo con una tecla para el re sostenido y otra para el mi bemol.
El llamado temperamento desigual siguió en uso hasta bien entrado el siglo XIX, siendo usado por Beethoven. Se sabe que hasta el mismo Bach enseñaba a sus alumnos a afinar en tono medio para la ejecución de determinadas obras. Aún así, y no obstante los esfuerzos acomodaticios de compositores y constructores de instrumentos, el tono medio era un sistema condenado a ser rebasado por una especie de negociación entre la afinación precisa de ciertos intervalos y el sentido de lo práctico: el temperamento igual o simplemente –como Bach lo llamaba- El Temperamento.
Para la época en la que Bach aprovechó sus ventajas, el temperamento igual era todo menos una novedad. Desde 1482 hubo un intento serio de sistematizarlo por el teórico Bartolomé Ramos de Pareja, si bien ya era practicado empíricamente por los vihuelistas españoles de aquel entonces. La idea de la que parte dicho temperamento es la de dividir la octava en 12 semitonos iguales, y es el sistema por medio del cual se afinan en la actualidad todos los instrumentos de teclado. El desarrollo de métodos para calcular los intervalos del este temperamento se encuentra registrado en el libro de J. M. Barbour Tuning and Temperament, de 1951, y en donde se lee: “[...] la manera más sencilla es elegir la razón correcta para el semitono y luego aplicarla 12 veces”. La razón 18:17, familiar a los teóricos anteriores al renacimiento y recomendado por Vicenzo Galilei en 1581 corresponde matemáticamente a un semitono de .99, virtualmente indistinguible del semitono 100 del temperamento igual actual. Por lo tanto, su historia práctica se ocupa de su refinamiento en varios aspectos y su aceptación gradual por parte de los ejecutantes de instrumentos de teclado, desde 1630 –cuando Frescobaldi le dio su apoyo– hasta 1870, año en el que aún las catedrales inglesas más conservadoras lo adoptaron.
Las grandes ventajas de esta forma de afinación se resumen en un interesante comentario atribuido al abate de San Martino en Sicilia, Girolamo Roselli:

Esta manera de dividir el diapasón o la octava en doce partes iguales[...]podría aliviar las dificultades de cantantes, músicos y compositores, permitiéndoles en lo general[...]tocar o cantar[...]DO, RE, MI, FA, SOL, LA en cualquiera de las 12 notas que ellos deseen, produciendo música circular, viajando por todas las notas; así, todos los instrumentos podrán conservar o mantener su afinación y tocar al unísono, y los órganos ya no estarán ni muy altos ni muy bajos de tono.


La implicación filosófica es clara: ¿debemos alterar la naturaleza para hacerla agradable a nuestro oído? ¿Por qué debemos de pervertir la ingeniería perfecta del Cosmos de modo que nuestras creaciones tengan la apariencia de belleza? ¿No nos deja esta necesidad en un lugar un tanto aparte del resto de la vida en la tierra? ¿Qué somos entonces?

domingo, noviembre 19, 2006

El paso de acero de Sergei Prokofiev


Prokofiev es uno de los compositores que más admiro, y cuya música más amo.
Al igual que a México, el siglo XX le dio a la Unión Soviética un grupo de portentosos compositores que serían capaces de crear lenguajes propios claramente ligados a los sonidos nacionales. Las ideas genuinas de “nueva música” de Igor Stravinski y de Sergei Prokofiev se encontraron frente a frente y por vez primera en los años en los que ambos formaban parte del equipo creativo de los Ballets Russes de Diaghilev. De inmediato quedó claro que las ideas de modernismo practicadas por diferentes compositores son caminos distintos, aunque conduzcan siempre hacia adelante, y que por esa razón es raro que se encuentren en algún punto del recorrido. No obstante, ambos compositores seguirían unidos a lo largo de sus carreras por una vocación de innovación y originalidad ligada al alma rusa, que se hacía presente en cada una de sus obras. Sin importar cuántas y cuan marcadas fueran las diferencias entre Le Sacre du Printemps y Le Pas d’Acier, ambos ballets provenían claramente de la misma veta rica en timbres metálicos, ritmos implacables y riqueza melódica; todo en el marco de una estricta disciplina creativa cuyo objetivo primario era establecer una lógica interna que normara la estructura de todos los elementos de la composición. En otras palabras, los nuevos lenguajes eran –en parte– el reflejo de las sociedades industrializadas de la entreguerra en general, y para los rusos en particular la expresión de una exuberante prosperidad técnica que se desarrollaba enmedio del estricto control ideológico soviético. La música rusa del siglo XX compartiría asimismo ambas características, una gran diversidad y riqueza de lenguajes que compartían la misma disciplina creativa (en términos de lógica compositiva) como cualidad subyacente. Dichas semejanzas se hicieron más notorias en relación con otros grandes compositores soviéticos como Aram Katchaturian, Dmitri Shostakovich y Dmitri Kavalevsky, quienes acompañaron a Prokofiev en su vida bajo el régimen totalitario de Stalin.
Así, Prokofiev consiguió junto con sus seguidores hallar la manera de hacer arte a la vez progresista y poderoso. Probablemente no siempre con la libertad de ideas o de criterio que hubiese sido ideal, pero en todo momento fiel a los parámetros antes descritos. Aquí debo hablar de las dos cosas que me conmueven más de la vida de Prokofiev. La primera de ellas es el hecho de que el compositor, a diferencia de una gran cantidad de talentosos compatriotas, decidió regresar a la Unión Soviética en lugar de emigrar permanentemente a otros países del mundo occidental en donde podría haber encontrado más libertad para crear y en donde sus esfuerzos serían mucho mejor recompensados. No quisiera entrar en detalles en cuanto a los motivos por los cuales tomó esa decisión, pues lo que resulta evidente es que su presencia surtió un poderoso efecto motivador en la joven generación de intérpretes y compositores que estaban en etapa de formación en los años que Prokofiev vivió en las cercanías de Moscú trabajando en sus últimas grandes composiciones, y se puede pensar que a su atención y apoyo se debió el posterior florecimiento de artistas de la talla de Sviatoslav Richter y Mistislav Rostropovich, a quienes dedicó algunas de las más preciadas joyas de su catálogo como la Séptima Sonata para piano y la Sinfonía Concertante para cello y orquesta. Tal compromiso con el arte de su país a costa de grandes sacrificios es, como digo, algo de lo que más admiro en la vida del maestro. Su otra, para mí admirable, cualidad es su tremenda disciplina de trabajo que en cada día de su vida lo mantuvo trabajando lleno de fuerza y de entusiasmo, y que solamente llegó a faltarle al final de su vida, debido a la enfermedad y al acoso de las autoridades culturales soviéticas.
Para ilustrar este punto y alguno de los anteriores que he mencionado, quisiera citar algunas de las palabras que el realizador Soviético Sergei Eisenstein escribió sobre el músico a propósito de su colaboración en la cinta clásica Iván el Terrible:

Prokofiev trabaja como un reloj.
Este reloj no se adelanta ni se atrasa.
Prokofiev es absolutamente puntual. La puntualidad de Prokofiev no es una cuestión de pedantería de negocios.
Su exactitud en el tiempo es algo derivado de su exactitud creadora.
De su absoluta exactitud en la formación musical.
De su absoluta exactitud al trasponer la fantasía en medios de expresión matemáticamente exactos, que Prokofiev ha enjaezado tras las bridas de duro acero.
Esta es la exactitud del lacónico estilo de Stendhal, trasladado a la música.
En la cristalina pureza del lenguaje expresivo, Prokofiev sólo es igualado por Stendhal.

[...]Y lo primero que advierto en la naturaleza del lenguaje expresivo de Prokofiev es el paso de acero de las consonantes, que resuenan como golpes de tambor, el que, por sobre todo, priva de la claridad al pensamiento en aquellos lugares en que muchos otros se hubieran sentido tentados a usar matices indistintamente modulados, equivalentes a la suave fluidez de los elementos vocálicos...

[...]Prokofiev es profundamente nacionalista.
Pero no del modo convencional de los pseudorrealistas rusos.
Prokofiev es nacionalista en el sentido severamente tradicional que data de los salvajes escitas y de la insuperable perfección de las esculturas en piedra del siglo XVIII, realizadas en las catedrales de Vladimir y Suzdal.
[1]

El texto completo de Eisenstein ofrece una lúcida interpretación de Prokofiev como personaje histórico y al mismo tiempo como el genio calculador, metódico, puntual y a la vez inspirado que debe ser un gran compositor de música para películas. Esta imagen contrasta con lo que en aquel entonces, lo mismo que ahora, se entiende por “artista revolucionario”, es decir, una persona de pensamiento atrevido que es por añadidura desordenado en sus ideas musicales y en sus procedimientos. No hablo por prejuicio; es un hecho lamentablemente documentado en los últimos años en la mayoría de las escuelas en las que se enseña composición.
Hace algunos días me encontraba esperando un trabajo de fotocopia en el patio de la ENM, y sin querer alcancé a escuchar los comentarios de dos alumnos de composición de séptimo semestre (así ellos lo comentaron) de licenciatura. Como no sabían que los estaba oyendo hablar, considero improbable que su plática estuviera destinada a jugarme una broma, por lo que me encuentro aún más preocupado de lo que estaba antes de oírla, y con ella confirmé algunas de mis ideas personales en torno a mucha de la música que hoy en día se compone.

-¿Ya tienes lo que vas a presentar de semestral? –Preguntó uno de ellos.
-No, pero creo que tengo algunas ideas que pueden servir.
-...
-O sea, el otro día estaba en la compu, con el Finale, medio aburrido, y de repente, pues que me pongo a poner notas a lo loco, pero en serio a lo loco, y un buen rato...y luego le dije a la máquina que lo tocara, y sonó chido. Así que le voy a seguir a eso y lo voy a presentar.
-¿Si?
-Si.
-Chido.

Juro por mis antepasados muertos que no inventé la conversación, es más, ni siquiera manipulé los términos ni nada de eso; palabras más, palabras menos, chidos más o menos, pero eso es lo que les escuché decir. La verdad es que nunca supe de cuál maestro eran alumnos, ni lo quiero averiguar porque no viene al caso. Lo que quiero decir es que se trata de todos modos de un síntoma alarmante de descomposición de la disciplina creativa y de la continuación de una tendencia nacida de la mala interpretación de diversos conceptos de vanguardias estéticas y musicales. Es una percepción errónea de la composición musical como un arte por completo dependiente de la intuición y la manera en la que un artista “expresa sus ideas”, desdeñando la aplicación de patrones o reglas; y en menor medida como un campo en el cual, para ser original, es indispensable inventar nuevas formas de tocar los instrumentos, técnicas nunca antes vistas para obtener sonidos nuevos y maneras inéditas y extremas de notación musical. En conjunto y hablando en general, puede decirse que la música nueva se ha convertido fundamentalmente en algo que los intérpretes nos esforzamos grandemente en ejecutar, recibiendo sin embargo poca satisfacción a cambio. No debería ser así. ¿En qué momento se rompió la armónica relación entre compositor e intérprete, provocando cosas tales como la cacería de instrumentistas por parte de las autoridades organizadoras cada vez que se lleva a cabo un Festival de Música Nueva en México? La especie misma de compositor-intérprete está al parecer en vías de extinción, pues hace muchos años que un instrumentista –sea pianista u otra cosa– no hace carrera ejecutando su propia música, y los pocos ejemplares de esa raza que llegó a llevar los gloriosos nombres de Chopin, Rachmaninoff, Paganini y Liszt aparecen ahora circunscritos a los terrenos de la balada y el ranchero, si se me permite la estridente transliteración de géneros. Estoy consciente de que con el cambio en los tiempos deben llegar cambios en las cosas, pero no estoy seguro de querer que algunas de ellas dejen de existir, si acaso es absolutamente necesario que tal cosa suceda. Creo que la relación entre el compositor, su intérprete y el público puede mejorar mucho, y que se puede conseguir un renacimiento de la Gran Música como objeto de producción constante y consumo masivo. No me refiero a nada de lo que hay en el mercado, sino de algo nuevo y a la vez viejo: música nueva de elevada calidad que apela a un gran público a través de intérpretes que se entregan totalmente en sus ejecuciones aprovechando un material a modo para ello.
Para Prokofiev no fue nunca fácil adaptar su estilo evolucionado y sólido a las exigencias de las autoridades soviéticas, que le pedían música de acuerdo a la ideología del Partido, que a la vez fuera accesible a las masas para su comprensión y disfrute. Sin embargo, Prokofiev estuvo a la altura del encargo y produjo partituras que además de cumplir con los requisitos arriba descritos eran obras maestras de sonoridad novedosa y férrea lógica interna, por no hablar de los símbolos contenidos en ellas. Romeo y Julieta es la obra característica de este tipo de encargo, y es una obra cuya música –dejando aparte a la danza– me parece un prodigio de sencillez, de modernidad, de belleza, de colorido renacentista y poder expresivo sin paralelo, aparte de ser un claro ejemplo de música nacional rusa.
¿Por qué no seguir sus pasos?
La disciplina de Prokofiev puede enseñarnos muchas cosas. Solía comenzar las obras para orquesta haciendo primero el borrador a piano de la obra completa (es por eso que contamos con excelentes reducciones a piano de su música orquestal, tomadas de sus manuscritos) y después de terminarla a su gusto procedía a orquestarla, efectuando ocasionales correcciones en el proceso. Trabajaba de manera constante, a veces creando bocetos de una obra al tiempo de orquestar otra, como una fuente inagotable de ideas musicales. Gracias a su constancia y capacidad de concentración podía producir obras de grandes dimensiones en términos de tiempo reducidos y por muchos años trabajó reelaborando ideas de juventud que evolucionaban en obras nuevas; en adición, tenía un gran sentido del humor.
Creo que hace falta una seria reflexión en cuanto a si lo que hoy en día sucede con la producción de nuevas obras es realmente lo que deseamos. El tesoro musical de una nación jamás es el producto de la fatalidad o el destino, sino del trabajo organizado, de la disciplina, de la voluntad de ser originales, pero no a cualquier costo.


[1] Documento incluido a manera de prefacio en Prokofiev, de Alexander Nestyev, versión castellana de Héctor Alberto Álvarez. Editorial Schapire, Buenos Aires, 1960.
(1994)

domingo, noviembre 12, 2006

Bach como maestro

Uno de los primeros libros que un alumno de piano debe adquirir para su estudio –una vez que ha logrado aprender las posiciones básicas de las manos sobre el teclado- es un álbum que contiene selecciones del Klavierbüchlein –o pequeño cuaderno para teclado– que Bach escribió para ser usado por su esposa, Anna Magdalena, en la educación musical de sus hijos. En dicho cuadernito se encuentran varias obras para instrumento de teclado (originalmente fueron pensadas para el clavecín) de extraordinaria belleza y sencillez, la mayoría de ellas danzas cuyo uso era común en el siglo XVIII como minuetos, mussettes y sarabandas, así como piezas características tales como marchas y preludios. Cuando los alumnos, usualmente niños, comienzan a trabajar en el Cuaderno, se encuentran con algunas de las melodías más famosas que existen, las cuales van poco a poco dándoles los elementos de ejecución musical más apreciados: la melodía cantada, el legato, la independencia de las voces, la gradación y el fraseo, entre otros. Las obras son enormemente atractivas (a los 10 años es difícil, realmente difícil que algo que te exige disciplina y trabajo te parezca atractivo), hermosas, y terminar de aprender una de ellas te llena con el deseo ferviente de aprender la siguiente; así, podría decirse que –debido a todo lo que he mencionado y a muchas otras características- en casi todos los métodos que existen para enseñar a tocar el piano, si no es que en todos, el Cuadernito de Anna Magdalena es un paso obligado antes de abordar piezas de repertorio; y gracias al cielo que así es, porque una de las mejores etapas en mis primeros años estudiando el piano fue cuando aprendía y tocaba en público sus pequeñas danzas y marchas. Las marchas, sobre todo, eran muy emocionantes. ¿Como es, entonces, que un compositor que aparentemente recibió poca o ninguna educación musical, y que casi todo lo referente a la composición lo aprendió por sí mismo, ha resultado ser un tan grande maestro no sólo en su época, sino a lo largo de los siglos?
Las obras del cuaderno de Anna Magdalena no son, por supuesto, las únicas que pueden ser consideradas como obras dedicadas a la enseñanza. El mismo Bach hizo algo que a la fecha sigue provocando admiración y sorpresa, o sea, reunir prácticamente la totalidad de sus obras para teclado en una monumental colección llamada Klavierübung, o Ejercicios para Teclado (nombre tomado de una obra de Kuhnau, su antecesor en la Thomaskirsche) de la misma forma en que Balzac reunió casi toda su narrativa en La Comedia Humana. En su gran colección, Bach incluyó obras tan importantes como las Variaciones Goldberg, las Partitas, las Suites inglesas y francesas, los pequeños preludios y fugas y las invenciones a dos y tres voces. Todas estas obras tienen en común –aparte de la maestría de su composición y su belleza- la cualidad de poder ser ordenadas por grado de dificultad para su estudio a lo largo de los años que toma aprender el piano.
Hay una pregunta que nos hacen a los pianistas en algún momento de la carrera, y no siempre hay una buena respuesta para ella en la cabeza. Nos preguntan por qué ponemos tanto interés en estudiar la obra de Bach, si Bach ni siquiera había sido pianista; es más, en su época el piano era apenas un instrumento experimental y su desarrollo estaba en pañales. En una ocasión, inclusive, me enfrasqué en una discusión con otro alumno, quien afirmaba que era un error el que los alumnos de piano usáramos las obras de Bach para aprender a tocar el piano, pues nuestros instrumentos en la actualidad no tenían nada que ver con los que el maestro había usado (salvo tener un teclado semejante) y por lo tanto lo que hacíamos era distorsionar su pensamiento musical para un dudoso beneficio sin consecuencias legítimas en lo musical. Yo era muy joven.
El argumento me sorprendió sobre todo por su carácter temerario (hoy en día, y por la misma razón, ni siquiera lo habría tomado en serio) dado que desafiaba una práctica generalizada y ponía en duda lo hecho por grandes artistas que habían realizado grabaciones consideradas como muy importantes. Sabía que el argumento era falso y que debía tener un montón de fallas, pero lo único que se me ocurrió decir fue que no importaba que los instrumentos no fueran los mismos, siempre y cuando el teclado de uno y otro se vieran iguales. Honestamente, una muy floja respuesta para un asunto tan importante y al mismo tiempo tan sencillo.
Cómo es posible que no fuera capaz de hacerle ver a esta persona cosas tan simples como que los estudiantes de piano no somos los únicos en tocar las obras de Bach aún cuando no fueron pensadas para nuestro instrumento particular. En la misma Escuela de Música se ven por todas partes contrabajistas tocando las suites para cello al igual que lo hacen los violistas. Se ven también estudiantes de flauta tocando atrevidas transcripciones de las Partitas, e inclusive instrumentos mucho más modernos como el corno francés y por supuesto las percusiones como la marimba se benefician de las cualidades de las obras de Bach. El mensaje y el contenido de su música se encuentran más allá de los medios que se usen para su ejecución. Mi maestro de piano me recomendó en una ocasión que estudiara las invenciones a dos voces con la parte de la mano izquierda tocada por un cello y la de la mano derecha tocada por mí, para poder apreciar el verdadero significado de la independencia de las voces, una de las metas establecidas por el propio Bach.



Pero volviendo al pequeño libro blanco y a su efectividad a lo largo de las épocas, he llegado a la conclusión de que el éxito de Bach como maestro es que en cada una de sus partituras –sobre todo aquellas agrupadas dentro de los Übungen– aparece un problema interesante, ya sea musical o técnico, y en la misma obra aparece la solución o la clave para encontrar la solución a dicho problema; lo más hermoso es que a veces el intérprete no se da cuenta de que hay un problema a resolver y tampoco se da cuenta de que acaba de resolverlo; todo el proceso se lleva a cabo dentro de la dinámica misma del estudio y la ejecución de la obra siempre y cuando el trabajo sea serio y cuidadoso, aunque, a decir verdad, hay ocasiones en las que la obra es tan noble como para permitirnos aprender de ella incluso con un estudio descuidado.
Aunque esta observación es válida para cualquier instrumentista o cantante, los pianistas lo ven más claramente en obras como las Suites Francesas o las Partitas, en las que en cada una de las danzas aparecen pasajes en los que a menudo sostener una voz, o respetar una articulación presenta problemas, pero basta con destacar una determinada voz para que la articulación mejore, o es suficiente con respetar la articulación para que una voz que no sonaba logre destacar. Por supuesto se trata de un ejemplo un tanto burdo, pero sirve para ilustrar lo que sucede durante el trabajo real. Se podría decir que, para el caso, cualquier obra de cualquier autor tiene en sí misma la solución a sus dificultades, pero lamentablemente eso no es así, para desgracia de muchos estudiantes que desdeñan el estudio de escalas, arpegios y ejercicios de índole semejante. Para mencionar otros ejemplos en versión simplificada: Beethoven puso los problemas y Czerny las soluciones, pero si no se ha trabajado a Czerny con seriedad, es difícil aprender los Estudios de Liszt, que abren el camino del repertorio romántico; aunque no importa qué tan bien se toque la música de Liszt, es difícil tocar la música de Chopin si no se ha trabajado con seriedad en sus Estudios primero, y así sucesivamente. Después de Bach, hay que apoyarse en los estudios y ejercicios para tocar la música de repertorio. Bach es el ejercicio y el repertorio al mismo tiempo.
En la práctica pianística estudiantil mexicana de hoy en día se observa una cierta predilección por abordar el repertorio sin estar técnicamente preparado para ello. Un alumno de otro maestro de piano me dijo que su maestro no lo hacía practicar escalas porque “las practicaba al tocar Mozart”, y tal cosa puede ser posible, pero no correcta; la práctica de las escalas es una de las bases de la técnica pianística, pues con ella se obtienen tanto el conocimiento de las tonalidades y las digitaciones como la igualdad del sonido y de la articulación. Ojala y se tuviera más cuidado antes de decidir que un alumno está listo para abordar obras de un nivel superior. Es cierto que –como afirma Busoni– la preparación técnica no hace al pianista, pero si Bach le prestaba tanta atención y la consideraba como parte orgánica de toda su obra para teclado, ¿por qué nosotros no hemos de hacerlo?

(1994)


domingo, noviembre 05, 2006

Una Carta


Espero que cuando recibas esta carta no asome a tu pensamiento la idea estúpida de que la escribí porque te extraño. Hoy en día ya nadie escribe cartas como ésta; y a veces pienso que tampoco es muy común que se extrañe a personas como tú. Antes sí, porque las mujeres éramos más crédulas y fantasiosas. Creíamos que los canallas eran hombres buenos que habían sufrido demasiado, que lo único que piden a gritos un poco de comprensión y de cariño, y que por lo tanto es posible convertir a un canalla en un buen hombre, y a un buen hombre que se le puede conmover para que no se vaya. De todos modos ¿quién quiere verlos quedarse a la fuerza? Yo no creo esas idioteces. Un canalla es siempre un canalla, aunque tenga los ojos como los tuyos, o camine como tú lo haces. Solamente ahora me doy cuenta, muy tarde, de que eso no me importa.

¿Recuerdas esa nochebuena que plantaste la navidad pasada? Vivió. A pesar de que juraba que no eras capaz ni de trasplantar una nochebuena la tuya esta floreciendo de nuevo. Lo bueno (para ti) es que ahora no pasarás malos momentos conmigo y con mi familia en la cena de navidad.

Hace un año te molesto que mis primos hicieran comentarios a tus espaldas, sobre todo acerca de tu corbata. Supongo que no soportaban que un joven guapo y que no sólo era popular con los compañeros de clase, sino hasta con los maestros, usara corbata para la cena de navidad con su novia. ¡Tu novia! Yo.

Ahora no tendrán de quien burlarse, pero te repito que eso no me importa: he regado la nochebuena y la he podado solamente por la pena de que una flor tan bonita se muriera, no por otra cosa.

Ahora que lo pienso, nunca me diste una razón, o un pretexto para irte. Ninguna explicación. Simplemente desapareciste y ya. Quiero que sepas algo: aquella vez que nos peleamos, (sí, nos peleamos; por más que digas que yo era la que te había gritado en la cena, y que no te hablaba, ni te escuchaba) me fui a mi recámara para dejar que te fueras a tu casa a la hora que quisieras y buscaras tú solo la puerta. Es algo que hacía muy seguido. Siempre que lo merecías, pues. Subía y esperaba. Tú te ibas y al otro día me pedías perdón; yo te perdonaba y todos felices. Pero la última vez no te fuiste, sino que subiste a mi recámara pensando en que yo estaba dormida, y por supuesto que no lo estaba. Sólo a ti se te ocurre que hubiera podido dormirme. Te digo que estaba esperando a que te fueras para luego bajar y hacer otra cosa. O sea, hablar por teléfono, leer una revista o hacer cualquier otra cosa que me sacara de la cabeza las ganas de ir a buscarte y pedirte una disculpa. No porque en realidad tuviera que disculparme. Eso sería tanto como aceptar que tu tenías la razón; sino porque me sentía triste; y tú sabes qué hacer cuando me siento triste. Sabes qué decirme, aún después de que me voy a la recámara sin despedirme de ti.

El caso es que estaba acostada, con la luz apagada; así que me hice la dormida a ver qué pasaba. Pensé que ibas a despertarme para pedirme perdón. Ya no recuerdo la razón por la que te grité, pero debió ser grave, y esperaba que estuvieras arrepentido. No me pediste perdón, como yo esperaba; solamente te acercaste y me diste un beso en la mejilla. Muy largo. Juraba que estabas llorando. No pensé en otra cosa, sino en que me hubiera gustado en que ese mismo beso me lo dieras en la boca; así acostados como estábamos. Tan largo y tan dulce lo sentí sobre mi piel; aunque eso a lo mejor lo pensé hasta pasados los días; porque después de besarme te fuiste y no te he vuelto a ver.

Es curioso: ni siquiera se donde van a mandar esta carta. Podría buscar a tu mamá, porque seguramente ella sabe donde vives ahora. Ella podría leerla antes de dártela y eso no me gustaría. Quién sabe si querrá darme la dirección o entregarte la carta. Así es ella. Pienso que si a caso consiguiera hacértela llegar, la romperías sin leerla al saber de quien viene, así eres tú.

Nada de eso me interesa. Ojalá y no tuviera que escribir todo esto, pero no pude evitarlo. Se suponía que la carta era para no tener que oír tu voz por teléfono; hay unas cosas tuyas aquí y quiero que vengas por ellas. Ya no las quiero ver, y esconderlas no sirve. No son muchas, pero de todos modos quiero que vengas, para que hagas las cosas bien, aunque te cueste trabajo. ¡Ni siquiera sé porque me abandonaste! ¡Ni siquiera me llamaste, ni me dijiste nada! Pero olvídalo, has de cuenta que esto último no lo escribí, o que lo taché. No lo tacho obviamente porque la carta se vería fea, pero has de cuenta que lo hice. La carta con palabras bonitas, pues, esa ya no te la escribiré nunca, y de eso tú tienes la culpa. Tu fuerza, tu voluntad de hombre y tu tierna capacidad para sufrir.

Debo terminar. No pienses que te extraño. Ven por tus cosas, pero no lo hagas después de la noche de navidad, por favor… ni antes de ella.
10 de abril, 2003

domingo, octubre 29, 2006

El trompo roto


Hace unos meses iba caminando de la casa al pequeño centro comercial del pueblo, y al pasar la mitad de nuestra larga cuadra me encontré con una camioneta de la policía del municipio estacionada. En ella estaba sentado un hombre, custodiado por un par de agentes y lloriqueando de manera harto convincente. Estaba evidentemente ebrio, y le rogaba a su esposa que impidiera su arresto y que le permitiera quedarse. Era claro que la policía estaba ahí debido a una denuncia de su mujer, la cual -visiblemente enternecida, pero sin intenciones de ceder- le repetía que no tenía caso; que él nunca iba a cambiar, que era la última vez que la golpeaba, y que era mejor así. Su hijo, de unos siete años, observaba desde la puerta de la casa. Mientras me alejaba, se llevaron al hombre, y me olvide de un asunto que me hizo sentir momentáneamente enfermo, como todo lo que tenga que ver con golpear mujeres enfrente de sus hijos, algo que pasa demasiado a menudo para mi gusto en nuestra sociedad, y que de hecho no debería pasar nunca. Lo que más me asqueaba al seguir mi camino hacia la tienda era recordar el lloriqueo del malnacido. Podía incluso imaginar, con dolorosa e indignante claridad, la idea que aquellas personas tienen de sí mismas: hombres incomprendidos; que sufren de violentas pasiones y que por lo tanto no son responsables de los que les pasa. Su violencia es producto del castigo de la sociedad y de sus familias, que siempre han sido injustas con ellos. Su esposa es también injusta, pues no comprende su tristeza y su frustración; pues cuando el pobre hombre finalmente explota bajo toda esa presión lo trata como a un extraño y lo entrega a las autoridades quienes, mucho más comprensivas, lo liberan casi de inmediato.
Tan concentrado estaba interpretando la actitud de los cobardes, que olvidé pensar en los inocentes, y seguí con mi vida sin hacerlo.

Apenas el viernes pasado llegué a la casa después de una semana llena de confusión, en la que los momentos de anhelo y esperanza por la cercanía de un nuevo y mejor destino para mis esfuerzos, se intercalaron violentamente con múltiples derrotas, las cuales no por aparentes (toda derrota es momentánea, dice Milucz Furbacz) fueron menos terribles. Estaba extenuado físicamente, y en lo emocional había recibido una verdadera paliza sin el derecho a tirar la toalla y declararme vencido. Para colmo, en la mañana me di cuenta de que mi esposa se había llevado mis llaves, y aunque le llamé varias veces y le dejé recado en su celular no me contestó nunca. El colmo fue que al medio día se fue y cerró con llave, a sabiendas de que iba a regresar tarde y yo no tenía manera de entrar.
Ahí estaba yo, pues; cansado, sudoroso y deseoso de entrar a mi casa a descansar sin poder hacerlo. La luz del sol se iba escondiendo poco a poco detrás de los montes, y al mismo tiempo legiones de moscos hambrientos comenzaron a volar a mi alrededor en busca de alimento.
Poco a poco sentí cómo el rencor y el desprecio en contra de mi esposa iba en aumento dentro de mi corazón. Pensaba que ella había sido muy inconsciente en cerrar la puerta con llave sin importarle que yo me quedara afuera, sin contestar mis llamadas o por lo menos dejarme un mensaje para que yo supiera la hora de su regreso. En un intento por liberarme de la plaga de los mosquitos me fui a una tienda y compré un refresco, tomándomelo despacio mientras miraba en la televisión una de esas espantosas y vulgares telecomedias que están de moda, y que demuestran que la cultura y la inteligencia del mexicano se encuentra sujeta a un estricto control que la mantiene en cero. La inteligencia y la conciencia, me dije, cuando regresé a la casa que seguía vacía. Me decidí entonces a decirle a mi esposa lo que pensaba de ella en cuanto llegara, sin importar que mis hijos anduvieran por ahí, con lo cual quizá les daría una buena lección en cuanto al respeto y la consideración que deben a los demás miembros de la familia. Encima de la situación, de por sí deprimente, de tener que vivir sólo con lo más esencial después de todo el trabajo duro que se ha hecho; ahora debo de soportar a los mosquitos, al frío y la pena de que todo el vecindario se entere de que me dejaron afuera, como a vil borrachito. Me iba a encargar, sin duda y esa misma noche, de descargar toda mi frustración en la persona adecuada.
Justo en ese instante apareció a mi lado, acercándose lentamente, un niño.
No lo reconocí de inmediato, hallándonos ambos en la penumbra; pero luego de unos segundos reconocí al hijo que aquél hombre al que la patrulla se había llevado semanas atrás. Con paso titubeante se puso a mi lado y, alargando la mano, me ofreció un trompo roto, a todas luces usado de una a mil veces por su dueño.
"Mire, ¡Cómpreselo a sus hijos!: Nuevo le cuesta veinte pesos, pero yo se lo dejo a diez".
Estudié el rostro del pequeño vendedor. No tenía más de siete años, y sin embargo en sus ojos estaba la luz de la adelantada madurez que brilla en los niños muy listos, o en los que han sufrido mucho.
"A ver", dije; y examiné el juguete con recelo, advirtiendo de inmediato las muchas raspaduras y el pedazo que le faltaba. El niño casi me lo arrebató.
"Se lo pruebo. Mire: se pone aquí, se le da la vuelta y se suelta. Solito baila. Es muy divertido".
"Está bien", le contesté, casi molesto. "Pero será otro día". Seguramente el niño se había encontrado ese juguete tirado en la basura, y ahora me lo quería vender. A mi negativa, el vendedor se entristeció visiblemente, algo que sucede a menudo cuando se considera cerrada una venta y de repente todo se cae por los suelos a causa de una duda del cliente.
"Es que..." dijo, vacilante, "es que necesito el dinero ahorita..."
Eso me llamó la atención. Una cosa es querer el dinero, y otra necesitarlo. Si no lo sabré yo, que en mi propia infancia decir "quiero" o "necesito" era la pura diferencia entre quizá obtener y no obtener de plano.
"¿Lo necesitas?" Pregunté, genuinamente intrigado ahora. "¿Para qué?"
El niño entonces sí que dudó deveras. Se quedó callado, y lo vi deseoso de dejar todo por la paz y largarse a otra parte. No obstante algo en mi persona lo detuvo; quizá la idea de que yo mismo tenía hijos casi de su edad; no sé. El caso es que me miró a los ojos por primera vez durante la charla y dijo en voz baja:
"Es que no tenemos nada que comer".
Me sentí, por supuesto, instantáneamente avergonzado. No solamente por el hecho de que en un principio pensé que me quería estafar, sin darme cuenta de que estaba haciendo el sacrificio de sus propios juguetes; sino también por el rencor vivo que estaba guardando en mi corazón podrido para la hora en la que mi esposa llegara. Rencor que se desvaneció repentinamente, como los ladrones que temen ser atrapados con las manos en la masa.
Me llevé de inmediato las manos a los bolsillos, y saqué una moneda de a diez. La pena no me hizo por obra de encantamiento un hombre lo que se dice caritativo, así que no saqué más que eso; y se lo di al niño que se alejó gozoso de haber hecho la venta. Sin saberlo, el pequeño inocente me había salvado, esa noche solamente quizá, de dejar yo mismo sin padre -el padre que conocen y aman- a mis propios hijos.

domingo, octubre 22, 2006

Las vidas lejanas

Bueno. Yo soy el que escrivo lo de hoy. No es que pase nada malo con el lisenciado porque unque a el no le gusta que le digan lisenciado yo soy bienasido manque lo que digan otras personas que no me quieren. Son pocos, los que no me quieren y que resollan toavia pero es que asies la vida asta que se acaba.
Y esquel lisenciado esta de malas porque la cosesa quiusa para escrebir y que parese una maquina describir quese dobla puesesa ya se fuea la mierda y no sirbe.
Yo soy Jorge Cuerbo, quel lisenciado nombra Perberso Gueorg a quemi lisenciado tan mamón y no save por que ya no sirbe, y le digo agasea un lado que muy difisil no a deser que los jugetes son comolos ojetes malnasidos, que nomas a madrasos entienden y mireque ya sirvio peroa medias no escriben todas las letras peroa si son los ojetes tanbien, que despues deuna madrisa tanpoco sirben vien o de planono sirben denada.
Como el tacsista deoy en Balle de Vrabo, quese puso de pallaso con el lisenciado y que lo bajodel taqcsi y asta mamita me dijo pero ya no pudo manejarel tacsi despues. Y pueblo sesos tan bonitos queasta gusto dan, que una guera se sube en Siudad Idalgo y le digoal lisenciado aguadomi lic quesa guera esta bien muerta yel que dice pueque porque nopagó pasaje. Le digo no, lisenciado yose destas cosas, mire que alo mejor nos quiere decir algo y nosotros aquide vavosos. Pobres muertos digo yo todos palidos y caminando despasito muchos dellos como dise don Juan el de Comala ni cuenta sean dado de que yano viben. Peroesta si porque nos sonrio cuando se suvio y estava vien chula peroel alludante del chofer ni cuenda se dio cuandose suvio yeso que sela paso molestandoa otra povre gorda dea tras. Toda bestida de negro, como cuando laen terraron que mujeres tan ricas nose deverian morir.

Hasta aquí las ideas del Perverso Georg tal y como él mismo las escribió ayer durante el viaje de regreso de Valle de Bravo. La herramienta a la que se refiere es, por supuesto, el teclado infrarrojo de la palm, que ha estado fallando en los últimos días, y que ayer simplemente dejó de funcionar. Es un aparato imprescindible si es una persona que carece de lugar de trabajo como tal, y que anda de un lado a otro por las necesidades del oficio; alguien como yo, cuyo tiempo para escribir se reduce a unos cuantos minutos repartidos a lo largo del día en patios, jardines, salones de clase y bibliotecas, en el mejor de los casos.
No obstante, he tenido oportunidad de hablar, así sea brevemente, de los poderes de persuasión del Perverso Georg, no solamente con los vivos, sino hasta con los que ya no viven y ahora, para mi absoluta incredulidad, con las cosas inanimadas. Bastaron unos cuantos minutos a solas con Georg para el que teclado recuperara su antigua elocuencia; para que, a la manera de los prisioneros fuertemente interrogados, comenzara de un momento a otro a derramar palabras como cerveza espumosa se derrama de una botella recién agitada. Sin gemido, sin llanto, solamente una pronta obediencia a los enormes dedos del sicario en los momentos en los que, justo frente a mis ojos, escribió el texto que inicia la presente entrega, y que decidí dejar tal y como estaba, con todo y sus coloridas faltas de ortografía.
La jovencita que menciona Georg es, efectivamente, una pelirroja de tez blanquísima y marcadas ojeras que abordó el autobús de segunda clase en el que viajábamos, a nuestro paso por ciudad Hidalgo. En realidad, aunque el autobús era de segunda parecía de tercera, y aquello acentuaba el contraste entre la bella muchacha, su elegante vestido negro, y el entorno en el que suavemente y en silencio se movía.
Todo comenzó en el hermoso poblado de Valle de Bravo, al que fuimos como invitados a una boda. En ella noté otra cosa extraña y es que, a pesar de haber asistido a más bodas en mi vida -en mi carácter de músico, por supuesto- que semillas hay en un costal, nunca antes había visto una a la que asistieran tantas mujeres y tan hermosas todas. Adonde quiera que se mirara, aparecían ojos, cuerpos, bocas plenas de gracia y tentación. Se lo hice ver a Georg, pero él no hizo por mirar mujeres a pesar de que ellas no le quitaban la vista de encima. Solamente dijo: a quemi lisenciado, a deandar vien urjido.
En lugar de regresar a Morelia por la vía de Toluca, ocupada como está la Terminal por los ambulantes desalojados por el gobierno (¿los desalojará de nuevo?) tomamos el camino de las montañas, por el solitario monumento a Miguel Alemán cercano a Villa de Allende, luego Zitácuaro y Ciudad Hidalgo. Tomamos taxis colectivos, que recorren la montaña como si de calles se tratara, y un ruinoso autobús que nos regaló uno de los más hermosos paseos que recuerdo, pasando por parajes que la autopista hizo remotos y los ranchos olvidados que todavía rodean a los pueblos fantasmas enmedio de los bosques.
Desde que salimos de Zitácuaro, el ayudante del chofer se puso a cortejar a una exuberante pasajera, muy maquillada, que usaba ese vestido corriente que a duras penas ocultaba, resaltando más bien, sus múltiples lonjas. Algo vio ese ayudante que yo -urgido como según Georg estaba- no pude ni quise ver. Ambos se fueron al fondo del camión, y no volvimos a ocuparnos de ellos hasta Hidalgo, y es que me sorprendió que nadie le hiciera caso a la bellísima y sobriamente ataviada pelirroja. Ni siquiera el zafio casanova.
La mujer se sentó en la misma fila que nosotros, del otro lado del autobús. Después de sentarse no se movió. No dijo palabra; no leyó, ni tejió, ni hizo absolutamente nada por que las tres horas de camino pasaran más rápido. Solamente contemplaba el paisaje que pasaba por la ventanilla con un gesto serio, sin sonreír más, ni una sola vez; pero tampoco triste. Sin decir nada, me pregunté si mi poderoso guardaespaldas tendría razón.
Se bajó a la entrada de Morelia, junto con otros pasajeros que pidieron la parada en el crucero de Charo, alejándose como si sus pies no tocaran el suelo. De repente se volvió, nos vio, y se inclinó casi imperceptiblemente a manera de despedida. Recordé entonces las palabras que Doktor Faust me dijo al compartir conmigo su poder para convocar a las almas descarnadas: "podrás verlos, escucharlos; a veces sin quererlo. Te verán y escucharán si tú lo quieres, también; pero nada más debes tomar sus historias y alejarte. No vayas con ellos a ninguna parte." En este caso, no obstante, solamente pensar en esa vida lejana provocó en mi alma una ventisca helada, y volví mis ojos al libro que estaba tratando de leer sin conseguirlo desde las remotas veredas de las montañas.

domingo, octubre 15, 2006

De Huandacareo a San Ángel


Escribo a unos cuantos pasos de una bonita y azul alberca en el balneario de Agua Caliente, en Huandacareo, un pueblo en las cercanías del lago de Cuitzeo. Se trata de un lugar que conocí a los pocos meses de vivir en Michoacán, y que he llegado a querer, merced al suave descanso que sus aguas dan a mi corazón. No es el hallarme aquí, sin embargo, la única razón para sentirme contento. He disfrutado ayer y hoy de la visita de mi hermano Arturo, que vino desde México junto con su esposa y su hijo Julián, aceptando mi modesta hospitalidad a pesar de haber podido quedarse a dormir en un lugar mucho más cómodo y espacioso que mi pobre casita de cascarón. Estoy muy agradecido por ello, pues aunque visito a mi hermano cada vez que voy a la Ciudad de México, son pocas las veces en las que realmente tenemos tiempo de conversar sin presiones, o simplemente quedarnos en silencio, sentados uno junto al otro, mientras contemplamos a nuestros hijos que se divierten en los chapoteaderos. A nosotros nos toca también acompañarlos en la medida en la que nos lo permiten nuestras fuerzas disminuidas por la edad y la vida sedentaria: subimos a los toboganes y nos arrojamos a la alberca, levantamos -para nuestro embarazo- una cantidad indigna de agua, la cual forma una ola que está a punto de ahogar a los más pequeños, y tal cosa me hace sentir realmente pesado y sobredimensionado. El gran motivo de celebración es que Arturo y yo no estamos en guerra. No siempre fue así. Durante mucho tiempo estuvimos alejados, despreciando la forma de vida del otro, incapaces de tolerar las muchas diferencias que ahora nos han unido de nuevo, casi sin que nos demos cuenta. En ese sentido hemos sido como cualquier pareja de hermanos, contando siempre con el cariño incondicional de nuestra hermanita Adriana, quien vive en Oaxaca, y con la que es muy difícil tener cualquier problema.
Es impresionante lo azul que puede verse el cielo por estos lugares. Hasta las brasas que mueren lentamente en el asador tienen un color y un olor especial y poco común, como si el aire de pureza perfecta intensificara todas las sensaciones.
De cualquier modo, es una paz y un gozo de corta duración. Así lo entiende también el Prof. Thinmar, quien aceptó venir de último momento y mientras escribo disfruta de los chorros de agua pura y tibia que azotan su espalda ya encorvada, cansada por años de trabajo y vida. Cierra los ojos, sonríe; se deja llevar por esas como manos gigantes que le aplican un masaje intenso; reparador. Está muy quemado de la espalda debido al sol, y de la barriga, porque pasó demasiado tiempo cerca del fogón, avivando la flama y cuidando la carne asada, el chorizo, las cebollitas y las quesadillas. El muy sonso no se puso ni siquiera una camiseta, y se cocinó el ombligo marinándoselo continuamente con la cerveza que a cada trago le chorreaba por la barbilla y luego por el pecho. El agua le gusta mucho a Thinmar, aunque admite que no es su elemento natural. Prefiere vivir tierra adentro, pero comparte conmigo la asociación del mar con el amor y la nostalgia. Durante el camino de regreso, me sorprende darme cuenta de que hay muchas cosas de su vida que ignoro, pues al dormirse los niños casi de inmediato, rendidos de cansancio, nos regaló con algunos recuerdos para hacer menos pesado el sopor de la tarde.
El Prof. Thinmar es el primer republicano en cuatro generaciones de algodoneros demócratas del sur de Alabama. También fue el primero de su familia en terminar sus estudios, y el primero en casarse con una mujer nacida y criada a norte de las Carolinas: Sophie Marsh, a quien conoció cuando estudiaba leyes en Philadelphia y uno de sus compañeros (el mismo que lo sacaría años después de la cárcel como senador por Massachusetts) se lo llevó a caminar por los muelles en una noche en la que la luna iluminaba tanto que se podía leer tranquilamente y sin esforzarse bajo su resplandor.
Thinmar no estaba sin quehacer, y la preocupación por regresar a su dormitorio y seguir trabajando le impedía disfrutar del paseo. No obstante todo cambió cuando, un poco más adelante, se encontraron con una jovencita que lloraba de pie, cerca de un viejo café. Así fue como el prof. conoció a Sophie. Al verlo, ella dejó de llorar de inmediato, convencida de que ya no había razón para ello, y como Thinmar por pura decencia evitó preguntarle la razón de su tristeza, tal cosa permaneció como uno de los grandes secretos en el matrimonio del abogado sureño. En los años siguientes, los Thinmar acostumbraban celebrar su aniversario en el café frente al cual se habían conocido, y en ninguna de esas ocasiones el profesor hizo la aparentemente inofensiva pregunta: y a propósito, darling, ¿por qué llorabas aquella noche? La luna hizo que tus lágrimas fueran como diamantes sobre satín delicado. Pero siempre acababa pensando -nos explicó el profesor cuando ya el Audi de mi hermano se estacionaba frente a la casa en Tarímbaro- que la pregunta no valía la pena, pues posiblemente era mejor ignorar ciertas cosas. Sophie Marsh, que en paz descanse, pensaba lo mismo seguramente, pues nunca mencionó el asunto. Se limitaba a decir lo que arriba escribí; o sea, que solamente ver a Thinmar frente a ella, con sus cejas tupidas y su mirada gris asomando de debajo del sombrero calado con elegancia, la convenció de que no había razón para seguir llorando.
En lo personal, pienso que no soy tan bueno como el Prof. para refrenar mi curiosidad y si acaso, aunque es poco probable, Mrs. Thinmar pasa por el gabinete, le haré sin duda la pregunta a la que su esposo nunca se atrevió. Algo importante puedo aprender de ello.

Hasta aquí lo escrito hace una semana, en Huandacareo. No lo publiqué entonces porque deseaba poner algo de poesía en El Gabinete, primero, y segundo porque no estaba muy seguro de querer comenzar a revelar el pasado de los asistentes a las reuniones, o por lo menos partes de su pasado. Hoy pienso que no hay razón para no hacerlo, y ahí está.
Unas palabras, abusando de su paciencia, sobre el día de hoy.
Estoy sentado exactamente en la misma mesa en la que, hace más o menos dos años, escribía las últimas palabras de mi novela Noria. Son las ocho de la mañana y hace unos minutos entré aquí, al Starbucks de San Àngel, para hacer un poco de tiempo antes de encontrarme con mi amigo Carlos Ramírez a las 9:30, para ir a tocar a San Gabriel de las Palmas (nombre digno de aparecer en una buena novela), en Morelos.
Ha sido una escala afortunada y reparadora. Salí de Morelia a las dos y media de la madrugada de hoy, y apenas pasadas las seis me puse a quitarme las lagañas en el casi decente baño de la espantosa terminal de Observatorio. Pensaba, con razón, que es la última vez que hago esto de tratar de pasar la noche en el ETN. Antes, me consolaba con la idea de no tener que hacerlo sino un par de veces a año, pero he cambiado de opinión y deseo nunca más tener que despertar y ver uno de los lugares más asquerosos del planeta en el acto de abrir los ojos a un nuevo día.
Ya pasó. Ya estoy en San Ángel, tomando un delicioso chocolate en la misma mesa en la que hace dos años, como ya dije, me acercaba al punto final de una historia sincera y amada. ¡Que su semana sea bella y productiva, queridos amigos!

domingo, octubre 08, 2006

Canción de las Esperanzas



Que compuso Juan Antonio Santoyo
para la señorita Mercedes Martínez.
México, 1996.




DEDICATORIA


Atado estoy a un destino; un misterio.
Y mi lucha es un clamor
De temores en silencio;
De hombres muertos
Y naufragios.
De almas rotas
Y pecados.

¿A donde he de ir con ello;
Tristes historias de un soñar despierto?
¿A donde ir que mi cauda de miseria
No obnubile mi radiante luz?
¿A donde llegaré; radiante y pleno?

¿No he nacido acaso de los huesos
De mis padres muertos?
Y los sudarios que sus yertos cuerpos cubrieron
¿Serán cantos que anhelan vivir más?

Y vivo absorto en la alborada de mis tiempos.
Pero acaso con temor
De dejar morir al miedo,
La nostalgia,
Y sus lunas
En mi cuerpo.

Pero; ven aquí,
Mujer que te gozas en las flores.
Espera un momento
Y no te vayas; sólo escucha
Las palabras que cantando entrego
Suplicando
Si pudiese dedicarte el sueño
Que escondido mora, y en silencio
Amarte tanto,Olvidando acaso que soy verbo
De mi propio canto.

Ven aquí
Mujer que eres playa tranquila,
Flor de vida.
Ven aquí. ¡Germina
El trigo que nos da sustento!
¡Vive Dios en un lugar secreto!
¡Y el candor que mi regalo anima,
Con agua oculta y con piedad olvida
A mi alma rota en su orfandad dormida!

Atado estoy a un destino, a un misterio.
Y mi lucha es un temor.
Y ha muerto.



I

He sido niño.
Y en un texto herido, de dolor enfermo
Me descubro amigo
Del que ayer, vencido,
Suplicaba un Dios para vengar desprecio.
Yo fui aquél.
Y un niño he buscado en mi memoria,
¡Espejo de luces recobrado! Al menos
Un momento, sin duda lo preciso,
Para hallar consuelo.
¡Pequeño niño!
¡Aún corres por las calles junto al viento!
Te busco y encuentro en esa historia
Que devora poco a poco a tus deseos.
No estás solo
Y tienes miedo,
Y despiertas en la noche sollozando,
Aterrado de haber visto, en sueños,
Tu figura sedente en un peñasco.
De pie un hombre contigo, y juntos
Ven pasar las nubes sin descanso.
Es un río, un mar de nubes; te preguntas
Cuando entonces morirás, para ignorarlo.
¡Pánico que ahoga tu alma joven!
¡Te vuelves, mas no puedes esconderte!
Y es que el hombre te ha hecho ver que, eternamente,
Sin que puedas dormitar o distraerte
Las nubes pasarán; se ha decretado.
Eres eterno.
Eres eterno, ¿lo comprendes?
No morirás, aunque estés muerto.
“¡Que no pasen las nubes de éste mar sin freno!”
“¡Que esconda mi mente de su atroz desvelo!”
“Es una frontera que alcanzar no puedo
Y llena de nada me da sus secretos.”
¡Pequeño niño!
Ahora temes a la muerte eterna.
Pues lo eterno te persigue;
No recuerdas
Que en los brazos de tu madre, que, intranquila,
Llenaba tu frente de ternura
Encontrabas la paz
La sencillez, y la inefable sensación
De estar dormido.
¡Pequeño niño!


II

Espero.
Y en la esperanza encuentro ya
Tu andar secreto.
Tu balancear de amor a la deriva.
El tierno roce de tu falda, altiva flor
Que bajo el sol suspira.
¡Tan blanca es tu sonrisa que me deja ciego!
Y quisiera creer, pero no puedo,
En un tiempo que llegue
Sin despedirse luego,
En un monte tranquilo,
En un carro de luz,
¡En un beso de amor
Para llevar al cielo!
¡Tan dulces son tus manos que besarlas quiero!
No será menos tu cuerpo, para besarlo entero.
Y encontrar en ello el perfil del cielo
Y la luna llena bañando tu pecho.
¡He sido robado del tranquilo valle
Donde tantas veces te soñé despierto!
Y vago intranquilo
Buscando sediento
El venero santo de tus aguas pleno.
Y así espero.
Y en la esperanza encuentro ya
Tu andar secreto
Y tu voz que canta
Todo el tiempo.


III


Me recuerdo de pie
En una plaza,
Donde el sol daba voces de alegría,
Donde globos, dulces, panes, nieves,
Frescas aguas y labios de sandía,
Precipitan en el tiempo
A todo aquello que mis padres,
Y hablo aquí de los padres
De mis padres y quizá sus padres;
Miahuatecos cuyo idioma no comprendo
Azorados y felices contemplaron cada día.
Por que la historia que renace aquí en mi vida,
Es un libro eterno de sagrados bordes,
No es un lento andar
Por caminos con desérticos lugares
Ni sus nubes, ni sus cielos sobre valles.
Pues camino sin descanso por las calles
De la ciudad levantada en piedra verde,
Y en mí siento vivir la esperanza vehemente;
Del que vivir espera
Nuevamente.


IV

¡Una canción de amor!
Adivino la marimba tras las flores,
Las maderas, los olores; vendedores
Con mil cosas que se acercan insolentes.
Yo soy el que juego con las notas en el aire
Y con gritos mis anhelos se confunden;
Con razón, aquí en mi tierra,
Los que el canto viven
No temen a los truenos por la noche;
Sus desvelos son de amor y son de vida,
Son de recios licores, negros moles
Y furiosas danzas en los montes.
¡Todo esto quisiera yo ofrecerte,
Para darte, tierna niña, regocijo!
Tanta vida, tanto amor, tanta alegría
Que un poema ya no puede contenerlo.
Quizá será también melancolía,
Pues las ollas bien conocen sus hervores,
Soy la tarde que en los cerros viejos pinta
Sus doradas caudas vivas y sus ocres.
¡Canción de amor que llegas a mi vida
Borrando el polvo gris de mis senderos!
El triste caminar de un misionero
Que sin valor renuncia y cruel depone
Sus sagrados deberes, y sus dones.
Mi voz es la voz del que renace
Bajo el peso de su propia sed de culpas
Y al caer, al saber ya la fe perdida
Se hace fuerte en sus baluartes,
Sus pendones.
¡Una canción de amor!
Yo la escucho sintiendo una caricia,
Acércate, mujer,
¿Por que me miras?
Tus ojos son los mismos
Que he visto en los niños,
Y tus hombros la nieve
De un volcán dormido,
Ven aquí,
Mujer que te gozas en las flores,
Ven y dame tus cantos,
Tus dolores,
Ven a hacerme feliz
Con tus amores.


V

Ésta es la canción de las esperanzas.


Porque atado me hallé
Y me siento libre.
Porque con mi cargar incesante
Vi un lugar de paz, y de dulzura.
Y se me ha dicho:
“Ve hasta él y busca bien el poseerlo,
Pues herencia es para ti un paraje de hermosura.”
Yo lo he visto con placer, embelesado,
(Pues comprendo el por qué de su existencia)
Es inmenso, es divino y es eterno,
Es un verde huerto henchido de ternura
Donde al centro se levanta una eminencia,
Es una tumba. Si;

Y sobre ella una roca, que la cubre;
Dando humilde un breve texto que sucumbe
bajo el peso de los años en silencio:

Atado estoy a un destino, un misterio;
Y mi lucha es un clamor
De temores en secreto;
De nostalgia
Por hombres muertos
Y naufragios.
De castigos,
Y pecados.


Esta es la canción de las esperanzas.
Sept. 1996.

viernes, septiembre 29, 2006

Número Equivocado

Por causas ajenas a El Gabinete de Doktor Faust, la entrega del lunes 2 de octubre se hace anticipadamente el día de hoy. Gracias por su comprensión.
Aquél miércoles de ceniza, el profesor Rodolfo Lerma despertó presa de una extraña zozobra. Se había soñado solo, bajo un cielo sin nubes, en una hermosa playa cuya extensión se perdía en el horizonte. Al parecer esperaba a alguien, pero el tiempo deshonesto de los sueños transcurría sin que nadie llegase a la cita: seguía solo frente al mar.

Lo que más le preocupaba era que en la tradición de la familia soñar con playas era siempre un presagio de largas ausencias. Su tía Irma, quien cantaba de contralto en un coro parroquial soñó que iba a la playa a nadar, y una semana después la contrataron para una sorpresiva gira por Europa de la que ya no regresó. Se quedó a vivir en Suiza como parte de una pequeña compañía de ópera de Basilea, y se olvidó de México mucho muy pronto. Algo parecido le pasó a su primo Blasco, quien decidió irse a buscar trabajo a Los Ángeles poco tiempo después de soñar que tomaba el sol frente al mar -sin sentir su brisa-, y murió de sed en un paraje cerca de la frontera, abandonado a su suerte por el pollero que lo había pasado al otro lado. Empero, la más extraña de las anécdotas se refería a su abuela materna -cantante también- llamada Lucía, quien soñó que se hundía poco a poco en las arenas blancas de una playa muy lejana, sin poder respirar por más que tratara de apartar la arena de su rostro. De ella se cuenta que despertó enferma de un género de asma tan extraño que ningún doctor pudo curarla, y murió apenas una semana después, maldiciendo la hora en que había tenido ese sueño absurdo.

A Clara, su esposa, le pareció muy extraño que Lerma se reportara enfermo al trabajo sin estarlo, por lo menos en apariencia. Cuando le preguntó si se sentía mal, o si quería que llamara al médico, él solamente contestó que había amanecido un poco cansado, y deseaba pasar a ver a su madre para llevarla, de ser posible, a tomar la ceniza a San Hipólito.

“He pensado mucho en ella desde el fin de semana” dijo, preparándose para salir.

En los días que siguieron, Clara se preguntó si acaso había presentido algo esa mañana. No obstante ella, que presumía de tener un sexto sentido especialmente desarrollado y que podía mirar a los ojos a perfectos desconocidos y adivinar su pensamiento, no encontró motivo de alerta en la inusual ruptura en la rutina de su marido, quien jamás faltaba a la facultad a no ser que estuviera tan enfermo como para no poder levantarse de la cama.

El profesor salió como a las diez y no llegó a comer, faltando a su costumbre de nuevo. Clara se sintió tentada a llamar a casa de su suegra para asegurarse de que Lerma había comido ahí, pero decidió no hacerlo por temor a interrumpir un momento de intimidad: su esposo visitaba poco a su madre, y cuando lo hacía era común que su conversación tocara lugares lejanos de la memoria, recuperando los años que Lerma no había vivido en el mundo reconstruidos por su madre, con devoción para con los hombres que ya no estaban presentes. Palabras importantes. Esas cosas que sólo se pueden hablar con una persona en el mundo; conversaciones que la muerte destruye para siempre.

Clara se sentó a leer en el sillón de su recamara y se quedó dormida. Cuando el teléfono la despertó era ya de noche, y recordaba perfectamente haber visto la hora en el reloj de la cómoda al ir a contestar. Eran las ocho. Volvió a sorprenderse una vez más, pues había dormido 4 horas y ella dormía poco o nada durante el día. Al otro lado de la línea escuchó la voz del profesor Rodolfo Lerma y lo notó nervioso y algo agitado, como si acabara de subir unos tres pisos por las escaleras. Decía sentirse confuso: estaba en una colonia desconocida y no podía encontrar el camino a casa. ¡Ni siquiera podía llegar a la calle en donde había dejado estacionado el coche!

Clara pensó que aquella voz era la de Lerma; de eso no había duda; pero lo que decía no tenía sentido en absoluto. Trató de calmarlo, le dijo que buscara algo que le ayudara a ubicarse, como un edificio, o el nombre de una calle; pero el profesor parecía demasiado turbado como para hacerlo, y esto -aun más que el mero hecho de que su esposo se hubiese perdido– angustió a Clara como nunca antes en su vida de casada. Iba a preguntarle si había estado con su madre, si la había llevado a misa y habían comido juntos, cuando de manera inesperada la comunicación se cortó.


En ocasiones, Dios se da el lujo de tomarnos en serio por un momento, y entonces nos regala esa vida dentro de la vida misma que recordaremos luego con infinita nostalgia. El teléfono sonó de nuevo una hora después. Clara esperaba que fuese el Prof. Lerma de nuevo, llamando para decir que había encontrado el camino de regreso y pronto estaría en casa. La voz –sin embargo- era la de su padre: tranquila, amorosa, inusual. Clara supo que algo andaba terriblemente mal cuando le dijo: “Clarita, hija; debo hablar contigo. ¿Has estado bien?”
“No mucho”, contestó sin tratar de disimular su alarma, “estoy preocupada; Rodolfo llamó hace un rato diciendo que estaba perdido en un lugar extraño, y que no hallaba el modo de regresar a la casa. Tengo miedo de que haya tenido un accidente y se haya golpeado en la cabeza, o algo así. Nunca le había pasado algo como eso… ¿Papa? ¿Estas ahí?”.

Del otro lado de la línea hubo un momento de silencio.

“Hija; tu marido tuvo un problema. Un problema de salud… algo grave. Parece que sufrió un ataque al corazón. Lo llevaron a un hospital y lo atendieron rápido…”

“¡Santo Dios! ¿En dónde está? ¿Cómo sigue? ¡Ay, papá! La manera en la que dices las cosas espanta a cualquiera…”

“¡Clara! No es todo…” y repitió más bajo “no es todo. A Rodolfo lo atendieron rápido, pero los médicos no pudieron hacer nada. Dicen que el ataque lo… pues... no sufrió; fue muy rápido; dicen que murió sin darse cuenta. Pero murió. Escucha: ahorita voy para allá. En este momento salgo rumbo a tu casa. Trata de serenarte y espérame ahí…”

Clara había dejado de escuchar. Ni siquiera sintió el impulso natural de hacerse repetir la mala noticia, quizás porque los augurios habían sido muy claros. Sentada sobre la cama empezó a desgranar un llanto paulatino que le supo bien, porque pensó que si podía seguir llorando así tardaría mucho más tiempo en volverse loca de dolor. Sobre la cama vio extendida la pijama de su esposo; limpia y lista para que el profesor se la pusiera al llegar a casa. Clara la tomó en sus manos con cuidado, casi con cariño; y la puso en el cajón de la cómoda que cerró de nuevo tratando de no hacer ruido.


Se mostró fuerte durante los funerales. Su alma, no obstante la aparente calma, era un lodazal. Como suele suceder en estos casos las palabras que más odiaba escuchar eran las que le repetían con más insistencia: todos parecían estar de acuerdo en que el profesor era muy joven para morir, que algo debió de haberse descuidado gravemente en su salud para que sucediera lo que sucedió; que ella aun estaba joven y que ella debería ser fuerte y rehacer su vida, pues eso era lo que el Prof. hubiera querido; y así una y otra vez. Oía todo sin escuchar y asentía con los ojos cerrados a los pésames de los muchos alumnos del profesor, casi todos perfectos desconocidos, hasta que su suegra se acercó a ella para decirle algo que la despertó de plano: “me hubiera gustado poder hablar por última vez con él.”

“¿Cómo?” Clara sintió frió bajo su ropa “al salir me dijo que iba a verla a Ud.”

“Sí. Pero no alcanzó a llegar; me fueron a llamar de la farmacia por que parece que ahí se sintió mal. Cuando pude verlo ya se había desmayado. La ambulancia no se tardó ni…

“¿Qué hora era?”

“¿Cómo?”

“¿Qué hora era cuando se lo llevaron?”

“Serian las once… te digo que iba llegando”

Clara palideció. Sintió que estaba apunto de desmayarse y solamente haciendo un esfuerzo tremendo por no perder el control de sí misma fue que logró disculparse con su suegra y sentarse en el sillón que estaba junto al ataúd.

Lloró de nuevo. Sintió una infinita pena por Rodolfo Lerma. La había llamado al anochecer, horas después de morir, y hasta ahora comprendía su voz desamparada, su extraña actitud de niño perdido, su desconcierto que era como si de repente se hubiera quedado ciego en medio del desierto. No se esforzó por hallar coincidencias entre el lugar que el profesor le había descrito y las ideas que sobre el sitio al que van los muertos le habían enseñado en la iglesia, pues eso no tenía importancia. Lo que más preocupaba era que Rodolfo pudiera estar sufriendo; que a pesar de estar muerto sintiera frió, dolor, hambre o miedo a no encontrar el camino de regreso. A nadie le dijo nada acerca de la llamada. Era su manera de mantener a salvo lo sagrado.


Ya en casa, después del entierro, su papá la acompañó un rato mientras tomaban café, y platicaban. No estaban cansados a pesar de la desvelada y hablaron del profesor; de su gusto por los libros y de su amor por su Clara, de su malogrado deseo de tener hijos y verlos crecer.

Mientras hablaban, sonó el teléfono.

Su padre contestó. “Es para ti, Clara” -no había reconocido la voz de Rodolfo Lerma.

Clara contestó. El profesor le dijo que seguía perdido; tenia la impresión de que debía tomar el tren; un tren que esperaba en la estación cercana, próximo a salir. No quería tomarlo: él quería ir a su casa.

Clara, enmedio del torrente de lágrimas invisibles que la rodeaba, tuvo un gesto de misericordia.

“Es número equivocado,” dijo, y colgó.


México, 1999-2003
Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.