domingo, noviembre 26, 2006

De Divina Proportione


Existen muchas formas en las que la sección Áurea aparece en la música, la primera de ellas que vino a mi mente es la de la afinación de los grados de la escala y la práctica moderna del temperamento igual de los instrumentos de teclado.
En la práctica musical, temperamento es cualquier sistema de afinación que agranda o disminuye los intervalos de la escala natural y toma ventaja de la relativa tolerancia del oído a las imperfecciones de afinación. Para entender la necesidad de un temperamento musical debemos hablar brevemente de los hallazgos de Pitágoras de Samos (c. 500 AC), quien fue el primer pensador en ocuparse de los fundamentos físicos del arte de los sonidos, como parte de un Cosmos (el concepto filosófico opuesto al Caos) susceptible de ser comprendido, medido y delimitado. Creía que las armonías eran el fundamento del Cosmos, y que éstas se gobernaban o regían por proporciones matemáticas. Los números eran la sustancia primordial. Así, a Pitágoras se le relaciona con la aplicación de proporciones matemáticas a la afinación de sonidos en una sola cuerda vibrante, un instrumento llamado –por supuesto– monocordio.
En el sistema filosófico pitagórico, la octava era el principal intervalo a establecer al afinar un instrumento de cuerda. La razón matemática para afinar una octava, tanto en una cuerda como en los tubos de un órgano es de 2:1; el intervalo de quinta tiene una razón de 3:2 y una cuarta 4:3. Estos tres intervalos son aún llamados perfectos hoy en día. Si a estas proporciones se les asignan magnitudes lineares, tenemos que con ellas se puede construir un rectángulo con la sección Áurea inscrita en su interior, la cual es la forma más común en la que se le representa; asimismo, tenemos las líneas que forman el pentáculo, la forma sagrada que los pitagóricos usaban como identificación secreta y con la que simbolizaban la unidad del Cosmos y su perfección, y no es de extrañarse, pues, que también fuese la misma figura con la que el ingenuo Doktor Faust trató de exorcizar a Mefistófeles. Por esa razón, el monje franciscano metido a matemático Luca Pacioli le llamó sectio divina en su De divina proportione, publicada en Venecia en 1509. Ahora bien, usando el intervalo de quinta y el monocordio, todas las demás notas del modo o escala pueden ser derivadas de forma “pura” hasta una extensión de 7 octavas. Desafortunadamente, este gran círculo de quintas no nos conduce a una escala en concordancia matemática. A la fracción faltante se le llamó Logon en griego –primeramente– y luego se le conoció como “coma sincrónica”. De este modo, para cerrar esa pequeña imperfección, el intervalo de quinta debía temperarse, hacerse más pequeño, destruyendo o por lo menos amenazando con ello las armonías que sostienen el Cosmos.
En las épocas medievales se usaron los tonos perfectos pitagóricos, o un temperamento discreto para mantener la escala agradable al oído, sin embargo, a mitad del siglo XVII se desató una verdadera crisis: la afinación perfecta y el temperamento discreto eran útiles cuando se usaban en instrumentos melódicos como el violín, pero en los instrumentos de teclado permitían tocar solamente con determinados tonos e intervalos, cuando la música evolucionaba hacía combinaciones más complejas, más audaces, en la armonía y el contrapunto. Diversos teóricos y compositores experimentaban con maneras diferentes de temperar la escala, de acuerdo con sus preferencias, y los órganos y clavecines se convirtieron en un campo de batalla de las proporciones en pugna. De los muchos temperamentos que a lo largo de esos años buscaron resolver la disputa destaca el llamado de “tono medio” o “desigual”, aunque en rigor no debería llamársele temperamento, porque tiene una gran diversidad de variantes y es un paliativo insatisfactorio para el problema.
Para afinar la escala con este método, se toma una sucesión de 4 quintas justas que se reducen de manera que dé la tercera mayor de Aristógenes (más amplia que la de Pitágoras). Una vez establecido el valor de la quinta temperada, se realizará un ciclo de doce quintas que parte de mi bemol y termina en sol sostenido. Para cerrar el ciclo es necesario tomar por enarmonía uno de los sonidos y formar una quinta con el sonido inicial; esta quinta es más grande que las otras, produciendo numerosas pulsaciones, razón por la cual se le llamó “quinta del lobo”, pues los organistas comparaban su desafinación con un aullido. No es forzoso comenzar el ciclo de quintas sobre mi bemol, pues cualquiera puede ser el punto de partida, aunque siempre será necesario cerrar el ciclo con la quinta del lobo. Algún constructor de instrumentos italiano construyó inclusive un clavicémbalo con una tecla para el re sostenido y otra para el mi bemol.
El llamado temperamento desigual siguió en uso hasta bien entrado el siglo XIX, siendo usado por Beethoven. Se sabe que hasta el mismo Bach enseñaba a sus alumnos a afinar en tono medio para la ejecución de determinadas obras. Aún así, y no obstante los esfuerzos acomodaticios de compositores y constructores de instrumentos, el tono medio era un sistema condenado a ser rebasado por una especie de negociación entre la afinación precisa de ciertos intervalos y el sentido de lo práctico: el temperamento igual o simplemente –como Bach lo llamaba- El Temperamento.
Para la época en la que Bach aprovechó sus ventajas, el temperamento igual era todo menos una novedad. Desde 1482 hubo un intento serio de sistematizarlo por el teórico Bartolomé Ramos de Pareja, si bien ya era practicado empíricamente por los vihuelistas españoles de aquel entonces. La idea de la que parte dicho temperamento es la de dividir la octava en 12 semitonos iguales, y es el sistema por medio del cual se afinan en la actualidad todos los instrumentos de teclado. El desarrollo de métodos para calcular los intervalos del este temperamento se encuentra registrado en el libro de J. M. Barbour Tuning and Temperament, de 1951, y en donde se lee: “[...] la manera más sencilla es elegir la razón correcta para el semitono y luego aplicarla 12 veces”. La razón 18:17, familiar a los teóricos anteriores al renacimiento y recomendado por Vicenzo Galilei en 1581 corresponde matemáticamente a un semitono de .99, virtualmente indistinguible del semitono 100 del temperamento igual actual. Por lo tanto, su historia práctica se ocupa de su refinamiento en varios aspectos y su aceptación gradual por parte de los ejecutantes de instrumentos de teclado, desde 1630 –cuando Frescobaldi le dio su apoyo– hasta 1870, año en el que aún las catedrales inglesas más conservadoras lo adoptaron.
Las grandes ventajas de esta forma de afinación se resumen en un interesante comentario atribuido al abate de San Martino en Sicilia, Girolamo Roselli:

Esta manera de dividir el diapasón o la octava en doce partes iguales[...]podría aliviar las dificultades de cantantes, músicos y compositores, permitiéndoles en lo general[...]tocar o cantar[...]DO, RE, MI, FA, SOL, LA en cualquiera de las 12 notas que ellos deseen, produciendo música circular, viajando por todas las notas; así, todos los instrumentos podrán conservar o mantener su afinación y tocar al unísono, y los órganos ya no estarán ni muy altos ni muy bajos de tono.


La implicación filosófica es clara: ¿debemos alterar la naturaleza para hacerla agradable a nuestro oído? ¿Por qué debemos de pervertir la ingeniería perfecta del Cosmos de modo que nuestras creaciones tengan la apariencia de belleza? ¿No nos deja esta necesidad en un lugar un tanto aparte del resto de la vida en la tierra? ¿Qué somos entonces?

domingo, noviembre 19, 2006

El paso de acero de Sergei Prokofiev


Prokofiev es uno de los compositores que más admiro, y cuya música más amo.
Al igual que a México, el siglo XX le dio a la Unión Soviética un grupo de portentosos compositores que serían capaces de crear lenguajes propios claramente ligados a los sonidos nacionales. Las ideas genuinas de “nueva música” de Igor Stravinski y de Sergei Prokofiev se encontraron frente a frente y por vez primera en los años en los que ambos formaban parte del equipo creativo de los Ballets Russes de Diaghilev. De inmediato quedó claro que las ideas de modernismo practicadas por diferentes compositores son caminos distintos, aunque conduzcan siempre hacia adelante, y que por esa razón es raro que se encuentren en algún punto del recorrido. No obstante, ambos compositores seguirían unidos a lo largo de sus carreras por una vocación de innovación y originalidad ligada al alma rusa, que se hacía presente en cada una de sus obras. Sin importar cuántas y cuan marcadas fueran las diferencias entre Le Sacre du Printemps y Le Pas d’Acier, ambos ballets provenían claramente de la misma veta rica en timbres metálicos, ritmos implacables y riqueza melódica; todo en el marco de una estricta disciplina creativa cuyo objetivo primario era establecer una lógica interna que normara la estructura de todos los elementos de la composición. En otras palabras, los nuevos lenguajes eran –en parte– el reflejo de las sociedades industrializadas de la entreguerra en general, y para los rusos en particular la expresión de una exuberante prosperidad técnica que se desarrollaba enmedio del estricto control ideológico soviético. La música rusa del siglo XX compartiría asimismo ambas características, una gran diversidad y riqueza de lenguajes que compartían la misma disciplina creativa (en términos de lógica compositiva) como cualidad subyacente. Dichas semejanzas se hicieron más notorias en relación con otros grandes compositores soviéticos como Aram Katchaturian, Dmitri Shostakovich y Dmitri Kavalevsky, quienes acompañaron a Prokofiev en su vida bajo el régimen totalitario de Stalin.
Así, Prokofiev consiguió junto con sus seguidores hallar la manera de hacer arte a la vez progresista y poderoso. Probablemente no siempre con la libertad de ideas o de criterio que hubiese sido ideal, pero en todo momento fiel a los parámetros antes descritos. Aquí debo hablar de las dos cosas que me conmueven más de la vida de Prokofiev. La primera de ellas es el hecho de que el compositor, a diferencia de una gran cantidad de talentosos compatriotas, decidió regresar a la Unión Soviética en lugar de emigrar permanentemente a otros países del mundo occidental en donde podría haber encontrado más libertad para crear y en donde sus esfuerzos serían mucho mejor recompensados. No quisiera entrar en detalles en cuanto a los motivos por los cuales tomó esa decisión, pues lo que resulta evidente es que su presencia surtió un poderoso efecto motivador en la joven generación de intérpretes y compositores que estaban en etapa de formación en los años que Prokofiev vivió en las cercanías de Moscú trabajando en sus últimas grandes composiciones, y se puede pensar que a su atención y apoyo se debió el posterior florecimiento de artistas de la talla de Sviatoslav Richter y Mistislav Rostropovich, a quienes dedicó algunas de las más preciadas joyas de su catálogo como la Séptima Sonata para piano y la Sinfonía Concertante para cello y orquesta. Tal compromiso con el arte de su país a costa de grandes sacrificios es, como digo, algo de lo que más admiro en la vida del maestro. Su otra, para mí admirable, cualidad es su tremenda disciplina de trabajo que en cada día de su vida lo mantuvo trabajando lleno de fuerza y de entusiasmo, y que solamente llegó a faltarle al final de su vida, debido a la enfermedad y al acoso de las autoridades culturales soviéticas.
Para ilustrar este punto y alguno de los anteriores que he mencionado, quisiera citar algunas de las palabras que el realizador Soviético Sergei Eisenstein escribió sobre el músico a propósito de su colaboración en la cinta clásica Iván el Terrible:

Prokofiev trabaja como un reloj.
Este reloj no se adelanta ni se atrasa.
Prokofiev es absolutamente puntual. La puntualidad de Prokofiev no es una cuestión de pedantería de negocios.
Su exactitud en el tiempo es algo derivado de su exactitud creadora.
De su absoluta exactitud en la formación musical.
De su absoluta exactitud al trasponer la fantasía en medios de expresión matemáticamente exactos, que Prokofiev ha enjaezado tras las bridas de duro acero.
Esta es la exactitud del lacónico estilo de Stendhal, trasladado a la música.
En la cristalina pureza del lenguaje expresivo, Prokofiev sólo es igualado por Stendhal.

[...]Y lo primero que advierto en la naturaleza del lenguaje expresivo de Prokofiev es el paso de acero de las consonantes, que resuenan como golpes de tambor, el que, por sobre todo, priva de la claridad al pensamiento en aquellos lugares en que muchos otros se hubieran sentido tentados a usar matices indistintamente modulados, equivalentes a la suave fluidez de los elementos vocálicos...

[...]Prokofiev es profundamente nacionalista.
Pero no del modo convencional de los pseudorrealistas rusos.
Prokofiev es nacionalista en el sentido severamente tradicional que data de los salvajes escitas y de la insuperable perfección de las esculturas en piedra del siglo XVIII, realizadas en las catedrales de Vladimir y Suzdal.
[1]

El texto completo de Eisenstein ofrece una lúcida interpretación de Prokofiev como personaje histórico y al mismo tiempo como el genio calculador, metódico, puntual y a la vez inspirado que debe ser un gran compositor de música para películas. Esta imagen contrasta con lo que en aquel entonces, lo mismo que ahora, se entiende por “artista revolucionario”, es decir, una persona de pensamiento atrevido que es por añadidura desordenado en sus ideas musicales y en sus procedimientos. No hablo por prejuicio; es un hecho lamentablemente documentado en los últimos años en la mayoría de las escuelas en las que se enseña composición.
Hace algunos días me encontraba esperando un trabajo de fotocopia en el patio de la ENM, y sin querer alcancé a escuchar los comentarios de dos alumnos de composición de séptimo semestre (así ellos lo comentaron) de licenciatura. Como no sabían que los estaba oyendo hablar, considero improbable que su plática estuviera destinada a jugarme una broma, por lo que me encuentro aún más preocupado de lo que estaba antes de oírla, y con ella confirmé algunas de mis ideas personales en torno a mucha de la música que hoy en día se compone.

-¿Ya tienes lo que vas a presentar de semestral? –Preguntó uno de ellos.
-No, pero creo que tengo algunas ideas que pueden servir.
-...
-O sea, el otro día estaba en la compu, con el Finale, medio aburrido, y de repente, pues que me pongo a poner notas a lo loco, pero en serio a lo loco, y un buen rato...y luego le dije a la máquina que lo tocara, y sonó chido. Así que le voy a seguir a eso y lo voy a presentar.
-¿Si?
-Si.
-Chido.

Juro por mis antepasados muertos que no inventé la conversación, es más, ni siquiera manipulé los términos ni nada de eso; palabras más, palabras menos, chidos más o menos, pero eso es lo que les escuché decir. La verdad es que nunca supe de cuál maestro eran alumnos, ni lo quiero averiguar porque no viene al caso. Lo que quiero decir es que se trata de todos modos de un síntoma alarmante de descomposición de la disciplina creativa y de la continuación de una tendencia nacida de la mala interpretación de diversos conceptos de vanguardias estéticas y musicales. Es una percepción errónea de la composición musical como un arte por completo dependiente de la intuición y la manera en la que un artista “expresa sus ideas”, desdeñando la aplicación de patrones o reglas; y en menor medida como un campo en el cual, para ser original, es indispensable inventar nuevas formas de tocar los instrumentos, técnicas nunca antes vistas para obtener sonidos nuevos y maneras inéditas y extremas de notación musical. En conjunto y hablando en general, puede decirse que la música nueva se ha convertido fundamentalmente en algo que los intérpretes nos esforzamos grandemente en ejecutar, recibiendo sin embargo poca satisfacción a cambio. No debería ser así. ¿En qué momento se rompió la armónica relación entre compositor e intérprete, provocando cosas tales como la cacería de instrumentistas por parte de las autoridades organizadoras cada vez que se lleva a cabo un Festival de Música Nueva en México? La especie misma de compositor-intérprete está al parecer en vías de extinción, pues hace muchos años que un instrumentista –sea pianista u otra cosa– no hace carrera ejecutando su propia música, y los pocos ejemplares de esa raza que llegó a llevar los gloriosos nombres de Chopin, Rachmaninoff, Paganini y Liszt aparecen ahora circunscritos a los terrenos de la balada y el ranchero, si se me permite la estridente transliteración de géneros. Estoy consciente de que con el cambio en los tiempos deben llegar cambios en las cosas, pero no estoy seguro de querer que algunas de ellas dejen de existir, si acaso es absolutamente necesario que tal cosa suceda. Creo que la relación entre el compositor, su intérprete y el público puede mejorar mucho, y que se puede conseguir un renacimiento de la Gran Música como objeto de producción constante y consumo masivo. No me refiero a nada de lo que hay en el mercado, sino de algo nuevo y a la vez viejo: música nueva de elevada calidad que apela a un gran público a través de intérpretes que se entregan totalmente en sus ejecuciones aprovechando un material a modo para ello.
Para Prokofiev no fue nunca fácil adaptar su estilo evolucionado y sólido a las exigencias de las autoridades soviéticas, que le pedían música de acuerdo a la ideología del Partido, que a la vez fuera accesible a las masas para su comprensión y disfrute. Sin embargo, Prokofiev estuvo a la altura del encargo y produjo partituras que además de cumplir con los requisitos arriba descritos eran obras maestras de sonoridad novedosa y férrea lógica interna, por no hablar de los símbolos contenidos en ellas. Romeo y Julieta es la obra característica de este tipo de encargo, y es una obra cuya música –dejando aparte a la danza– me parece un prodigio de sencillez, de modernidad, de belleza, de colorido renacentista y poder expresivo sin paralelo, aparte de ser un claro ejemplo de música nacional rusa.
¿Por qué no seguir sus pasos?
La disciplina de Prokofiev puede enseñarnos muchas cosas. Solía comenzar las obras para orquesta haciendo primero el borrador a piano de la obra completa (es por eso que contamos con excelentes reducciones a piano de su música orquestal, tomadas de sus manuscritos) y después de terminarla a su gusto procedía a orquestarla, efectuando ocasionales correcciones en el proceso. Trabajaba de manera constante, a veces creando bocetos de una obra al tiempo de orquestar otra, como una fuente inagotable de ideas musicales. Gracias a su constancia y capacidad de concentración podía producir obras de grandes dimensiones en términos de tiempo reducidos y por muchos años trabajó reelaborando ideas de juventud que evolucionaban en obras nuevas; en adición, tenía un gran sentido del humor.
Creo que hace falta una seria reflexión en cuanto a si lo que hoy en día sucede con la producción de nuevas obras es realmente lo que deseamos. El tesoro musical de una nación jamás es el producto de la fatalidad o el destino, sino del trabajo organizado, de la disciplina, de la voluntad de ser originales, pero no a cualquier costo.


[1] Documento incluido a manera de prefacio en Prokofiev, de Alexander Nestyev, versión castellana de Héctor Alberto Álvarez. Editorial Schapire, Buenos Aires, 1960.
(1994)

domingo, noviembre 12, 2006

Bach como maestro

Uno de los primeros libros que un alumno de piano debe adquirir para su estudio –una vez que ha logrado aprender las posiciones básicas de las manos sobre el teclado- es un álbum que contiene selecciones del Klavierbüchlein –o pequeño cuaderno para teclado– que Bach escribió para ser usado por su esposa, Anna Magdalena, en la educación musical de sus hijos. En dicho cuadernito se encuentran varias obras para instrumento de teclado (originalmente fueron pensadas para el clavecín) de extraordinaria belleza y sencillez, la mayoría de ellas danzas cuyo uso era común en el siglo XVIII como minuetos, mussettes y sarabandas, así como piezas características tales como marchas y preludios. Cuando los alumnos, usualmente niños, comienzan a trabajar en el Cuaderno, se encuentran con algunas de las melodías más famosas que existen, las cuales van poco a poco dándoles los elementos de ejecución musical más apreciados: la melodía cantada, el legato, la independencia de las voces, la gradación y el fraseo, entre otros. Las obras son enormemente atractivas (a los 10 años es difícil, realmente difícil que algo que te exige disciplina y trabajo te parezca atractivo), hermosas, y terminar de aprender una de ellas te llena con el deseo ferviente de aprender la siguiente; así, podría decirse que –debido a todo lo que he mencionado y a muchas otras características- en casi todos los métodos que existen para enseñar a tocar el piano, si no es que en todos, el Cuadernito de Anna Magdalena es un paso obligado antes de abordar piezas de repertorio; y gracias al cielo que así es, porque una de las mejores etapas en mis primeros años estudiando el piano fue cuando aprendía y tocaba en público sus pequeñas danzas y marchas. Las marchas, sobre todo, eran muy emocionantes. ¿Como es, entonces, que un compositor que aparentemente recibió poca o ninguna educación musical, y que casi todo lo referente a la composición lo aprendió por sí mismo, ha resultado ser un tan grande maestro no sólo en su época, sino a lo largo de los siglos?
Las obras del cuaderno de Anna Magdalena no son, por supuesto, las únicas que pueden ser consideradas como obras dedicadas a la enseñanza. El mismo Bach hizo algo que a la fecha sigue provocando admiración y sorpresa, o sea, reunir prácticamente la totalidad de sus obras para teclado en una monumental colección llamada Klavierübung, o Ejercicios para Teclado (nombre tomado de una obra de Kuhnau, su antecesor en la Thomaskirsche) de la misma forma en que Balzac reunió casi toda su narrativa en La Comedia Humana. En su gran colección, Bach incluyó obras tan importantes como las Variaciones Goldberg, las Partitas, las Suites inglesas y francesas, los pequeños preludios y fugas y las invenciones a dos y tres voces. Todas estas obras tienen en común –aparte de la maestría de su composición y su belleza- la cualidad de poder ser ordenadas por grado de dificultad para su estudio a lo largo de los años que toma aprender el piano.
Hay una pregunta que nos hacen a los pianistas en algún momento de la carrera, y no siempre hay una buena respuesta para ella en la cabeza. Nos preguntan por qué ponemos tanto interés en estudiar la obra de Bach, si Bach ni siquiera había sido pianista; es más, en su época el piano era apenas un instrumento experimental y su desarrollo estaba en pañales. En una ocasión, inclusive, me enfrasqué en una discusión con otro alumno, quien afirmaba que era un error el que los alumnos de piano usáramos las obras de Bach para aprender a tocar el piano, pues nuestros instrumentos en la actualidad no tenían nada que ver con los que el maestro había usado (salvo tener un teclado semejante) y por lo tanto lo que hacíamos era distorsionar su pensamiento musical para un dudoso beneficio sin consecuencias legítimas en lo musical. Yo era muy joven.
El argumento me sorprendió sobre todo por su carácter temerario (hoy en día, y por la misma razón, ni siquiera lo habría tomado en serio) dado que desafiaba una práctica generalizada y ponía en duda lo hecho por grandes artistas que habían realizado grabaciones consideradas como muy importantes. Sabía que el argumento era falso y que debía tener un montón de fallas, pero lo único que se me ocurrió decir fue que no importaba que los instrumentos no fueran los mismos, siempre y cuando el teclado de uno y otro se vieran iguales. Honestamente, una muy floja respuesta para un asunto tan importante y al mismo tiempo tan sencillo.
Cómo es posible que no fuera capaz de hacerle ver a esta persona cosas tan simples como que los estudiantes de piano no somos los únicos en tocar las obras de Bach aún cuando no fueron pensadas para nuestro instrumento particular. En la misma Escuela de Música se ven por todas partes contrabajistas tocando las suites para cello al igual que lo hacen los violistas. Se ven también estudiantes de flauta tocando atrevidas transcripciones de las Partitas, e inclusive instrumentos mucho más modernos como el corno francés y por supuesto las percusiones como la marimba se benefician de las cualidades de las obras de Bach. El mensaje y el contenido de su música se encuentran más allá de los medios que se usen para su ejecución. Mi maestro de piano me recomendó en una ocasión que estudiara las invenciones a dos voces con la parte de la mano izquierda tocada por un cello y la de la mano derecha tocada por mí, para poder apreciar el verdadero significado de la independencia de las voces, una de las metas establecidas por el propio Bach.



Pero volviendo al pequeño libro blanco y a su efectividad a lo largo de las épocas, he llegado a la conclusión de que el éxito de Bach como maestro es que en cada una de sus partituras –sobre todo aquellas agrupadas dentro de los Übungen– aparece un problema interesante, ya sea musical o técnico, y en la misma obra aparece la solución o la clave para encontrar la solución a dicho problema; lo más hermoso es que a veces el intérprete no se da cuenta de que hay un problema a resolver y tampoco se da cuenta de que acaba de resolverlo; todo el proceso se lleva a cabo dentro de la dinámica misma del estudio y la ejecución de la obra siempre y cuando el trabajo sea serio y cuidadoso, aunque, a decir verdad, hay ocasiones en las que la obra es tan noble como para permitirnos aprender de ella incluso con un estudio descuidado.
Aunque esta observación es válida para cualquier instrumentista o cantante, los pianistas lo ven más claramente en obras como las Suites Francesas o las Partitas, en las que en cada una de las danzas aparecen pasajes en los que a menudo sostener una voz, o respetar una articulación presenta problemas, pero basta con destacar una determinada voz para que la articulación mejore, o es suficiente con respetar la articulación para que una voz que no sonaba logre destacar. Por supuesto se trata de un ejemplo un tanto burdo, pero sirve para ilustrar lo que sucede durante el trabajo real. Se podría decir que, para el caso, cualquier obra de cualquier autor tiene en sí misma la solución a sus dificultades, pero lamentablemente eso no es así, para desgracia de muchos estudiantes que desdeñan el estudio de escalas, arpegios y ejercicios de índole semejante. Para mencionar otros ejemplos en versión simplificada: Beethoven puso los problemas y Czerny las soluciones, pero si no se ha trabajado a Czerny con seriedad, es difícil aprender los Estudios de Liszt, que abren el camino del repertorio romántico; aunque no importa qué tan bien se toque la música de Liszt, es difícil tocar la música de Chopin si no se ha trabajado con seriedad en sus Estudios primero, y así sucesivamente. Después de Bach, hay que apoyarse en los estudios y ejercicios para tocar la música de repertorio. Bach es el ejercicio y el repertorio al mismo tiempo.
En la práctica pianística estudiantil mexicana de hoy en día se observa una cierta predilección por abordar el repertorio sin estar técnicamente preparado para ello. Un alumno de otro maestro de piano me dijo que su maestro no lo hacía practicar escalas porque “las practicaba al tocar Mozart”, y tal cosa puede ser posible, pero no correcta; la práctica de las escalas es una de las bases de la técnica pianística, pues con ella se obtienen tanto el conocimiento de las tonalidades y las digitaciones como la igualdad del sonido y de la articulación. Ojala y se tuviera más cuidado antes de decidir que un alumno está listo para abordar obras de un nivel superior. Es cierto que –como afirma Busoni– la preparación técnica no hace al pianista, pero si Bach le prestaba tanta atención y la consideraba como parte orgánica de toda su obra para teclado, ¿por qué nosotros no hemos de hacerlo?

(1994)


domingo, noviembre 05, 2006

Una Carta


Espero que cuando recibas esta carta no asome a tu pensamiento la idea estúpida de que la escribí porque te extraño. Hoy en día ya nadie escribe cartas como ésta; y a veces pienso que tampoco es muy común que se extrañe a personas como tú. Antes sí, porque las mujeres éramos más crédulas y fantasiosas. Creíamos que los canallas eran hombres buenos que habían sufrido demasiado, que lo único que piden a gritos un poco de comprensión y de cariño, y que por lo tanto es posible convertir a un canalla en un buen hombre, y a un buen hombre que se le puede conmover para que no se vaya. De todos modos ¿quién quiere verlos quedarse a la fuerza? Yo no creo esas idioteces. Un canalla es siempre un canalla, aunque tenga los ojos como los tuyos, o camine como tú lo haces. Solamente ahora me doy cuenta, muy tarde, de que eso no me importa.

¿Recuerdas esa nochebuena que plantaste la navidad pasada? Vivió. A pesar de que juraba que no eras capaz ni de trasplantar una nochebuena la tuya esta floreciendo de nuevo. Lo bueno (para ti) es que ahora no pasarás malos momentos conmigo y con mi familia en la cena de navidad.

Hace un año te molesto que mis primos hicieran comentarios a tus espaldas, sobre todo acerca de tu corbata. Supongo que no soportaban que un joven guapo y que no sólo era popular con los compañeros de clase, sino hasta con los maestros, usara corbata para la cena de navidad con su novia. ¡Tu novia! Yo.

Ahora no tendrán de quien burlarse, pero te repito que eso no me importa: he regado la nochebuena y la he podado solamente por la pena de que una flor tan bonita se muriera, no por otra cosa.

Ahora que lo pienso, nunca me diste una razón, o un pretexto para irte. Ninguna explicación. Simplemente desapareciste y ya. Quiero que sepas algo: aquella vez que nos peleamos, (sí, nos peleamos; por más que digas que yo era la que te había gritado en la cena, y que no te hablaba, ni te escuchaba) me fui a mi recámara para dejar que te fueras a tu casa a la hora que quisieras y buscaras tú solo la puerta. Es algo que hacía muy seguido. Siempre que lo merecías, pues. Subía y esperaba. Tú te ibas y al otro día me pedías perdón; yo te perdonaba y todos felices. Pero la última vez no te fuiste, sino que subiste a mi recámara pensando en que yo estaba dormida, y por supuesto que no lo estaba. Sólo a ti se te ocurre que hubiera podido dormirme. Te digo que estaba esperando a que te fueras para luego bajar y hacer otra cosa. O sea, hablar por teléfono, leer una revista o hacer cualquier otra cosa que me sacara de la cabeza las ganas de ir a buscarte y pedirte una disculpa. No porque en realidad tuviera que disculparme. Eso sería tanto como aceptar que tu tenías la razón; sino porque me sentía triste; y tú sabes qué hacer cuando me siento triste. Sabes qué decirme, aún después de que me voy a la recámara sin despedirme de ti.

El caso es que estaba acostada, con la luz apagada; así que me hice la dormida a ver qué pasaba. Pensé que ibas a despertarme para pedirme perdón. Ya no recuerdo la razón por la que te grité, pero debió ser grave, y esperaba que estuvieras arrepentido. No me pediste perdón, como yo esperaba; solamente te acercaste y me diste un beso en la mejilla. Muy largo. Juraba que estabas llorando. No pensé en otra cosa, sino en que me hubiera gustado en que ese mismo beso me lo dieras en la boca; así acostados como estábamos. Tan largo y tan dulce lo sentí sobre mi piel; aunque eso a lo mejor lo pensé hasta pasados los días; porque después de besarme te fuiste y no te he vuelto a ver.

Es curioso: ni siquiera se donde van a mandar esta carta. Podría buscar a tu mamá, porque seguramente ella sabe donde vives ahora. Ella podría leerla antes de dártela y eso no me gustaría. Quién sabe si querrá darme la dirección o entregarte la carta. Así es ella. Pienso que si a caso consiguiera hacértela llegar, la romperías sin leerla al saber de quien viene, así eres tú.

Nada de eso me interesa. Ojalá y no tuviera que escribir todo esto, pero no pude evitarlo. Se suponía que la carta era para no tener que oír tu voz por teléfono; hay unas cosas tuyas aquí y quiero que vengas por ellas. Ya no las quiero ver, y esconderlas no sirve. No son muchas, pero de todos modos quiero que vengas, para que hagas las cosas bien, aunque te cueste trabajo. ¡Ni siquiera sé porque me abandonaste! ¡Ni siquiera me llamaste, ni me dijiste nada! Pero olvídalo, has de cuenta que esto último no lo escribí, o que lo taché. No lo tacho obviamente porque la carta se vería fea, pero has de cuenta que lo hice. La carta con palabras bonitas, pues, esa ya no te la escribiré nunca, y de eso tú tienes la culpa. Tu fuerza, tu voluntad de hombre y tu tierna capacidad para sufrir.

Debo terminar. No pienses que te extraño. Ven por tus cosas, pero no lo hagas después de la noche de navidad, por favor… ni antes de ella.
10 de abril, 2003
Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.