domingo, junio 24, 2007

Parábola del egoísta reformado

A Siria T. Alvarado, en su cumpleaños



1

¿Lo dijiste tú, o lo dijo uno de tus compañeros? ¿O será que nadie lo dijo, que nada más lo pensaste? Sí, lo pensaste solamente, pero con tanta fuerza que te pareció que la voz te llegaba de otra parte.
Decía: esto no es para mí. No merezco que me pasen estas cosas. No lo voy a aceptar. Se supone que estoy aquí para divertirme. ¡Al diablo con estos imbéciles!

2

A final de cuentas tienes 12 años nada más. Tocas el violín en una orquesta formada de puros niños, niños que estudian en el mismo colegio que tú, en Santa Fe, y aunque es uno de los más exclusivos de México, tu papá puede comprarlo cinco veces con lo que gana en un mes. ¿A qué tarado, entonces, se le ocurrió que tú y tus tres mejores amigos podían pasar la noche aquí? No fue el director, porque él es de los tuyos, y sabe cómo debe de tratarte. Fue la asistente; esa muerta de hambre. Siempre te ha tenido envidia, como todos los demás, y ahora trata de sentirse mejor haciéndote esta cochinada.

3

Y es que en un principio todo se veía bien. Era una gira como las otras a las que habías ido con la orquesta. Un destino de playa; un concierto nada más, y el resto de la semana libre para hacer lo que te diera la gana. Sabes bien que el director saca dinero del departamento de arte diciendo que la gira es una misión cultural, cuando realmente de lo que se trata es de organizar unas vacaciones en un lugar carísimo para él y sus cuates de la sociedad de padres de familia, tu papá incluido. Los papás viajan por su cuenta, pero de todos modos le invitan al director la cena la copa y hasta las viejas, y a ustedes los cuidan unas muchachas muy guapas y bien vestidas. Los llevan a la playa, si hay, o a la montaña, y les dicen en dónde gastar su dinero cuando se los llevan a pasear a la ciudad. Así era siempre, una semana entera, dos veces al año. Por eso te da risa cuando alguien dice que los artistas son unos pendejos que se mueren de hambre. Pobres, piensas, no saben de lo que están hablando.

4

El problema era que, ya fuese porque el departamento de cultura se cansó de regalar tanto dinero, o porque el director se embolsó lo del hotel, a ustedes los iban a acomodar en las casas de los niños de la orquestita local, los dizque anfitriones en un festival de un día de duración. Y aun ahí todos iban de gane, porque eran niños bien, como tú, aunque, claro, ni en sueños con tanto dinero. No era como en otras ciudades que habían visitado, en donde los niños pobres se peleaban por usar instrumentos que tú no aceptarías ni regalados, y hasta los que ustedes llevaban de obsequio, y que eran más baratos que una coca, los agradecían como si fueran de oro. La escuela creía lucirse haciendo esos regalos a las orquestas pobres, porque en el papel se gastaban fortunitas en lo que en realidad terminaban siendo trompetas de lata y violines de Paracho, por lo que adivinaste que aquello era también parte del negocio del director, y ni modo que los pobres se quejaran -pensabas- o que los sacerdotes dueños del colegio supieran la diferencia entre un corno de doscientos dólares y otro de cinco mil.

La idea de dormir en casa ajena te irrita, aunque, en cierto modo, te emociona adivinar las cosas que encontrarás en la casa de tu anfitrión. Nunca sabes las curiosidades que los padres les compran a sus hijos para tenerlos entretenidos; desde las computadoras y los juegos de video hasta las motocicletas y las lanchitas de motor. Lo mejor es que como invitado te conviertes de inmediato en el dueño absoluto de todo aquello. Tu harías lo mismo si algún otro niño te visitara, aunque eso (las orquestas visitantes no eran negocio para el director) nunca había sucedido en los tres años que llevabas en la orquesta.

5

Te comenzó a dar mala espina cuando viste la ropa del niño y la su papá. Les quedaba enorme, como que eran regaladas, y de bazar, aparte. El coche te deprimió más todavía, porque estabas seguro de haber cagado mojones que se veían mejor, y nada más cruzaste miradas con los dos compañeros que iban contigo a la misma casa, como infundiéndose confianza mutuamente; seguros de que el Corvette estaba en el servicio, y el señor había tenido que pedirle prestado el coche al albañil.
Pero toda esperanza se desvaneció al llegar a la casa, pequeña y en las afueras del puerto. Hacía mucho calor, y tendrías que acomodarte en un solo cuarto junto con otros dos compañeros, tus mejores amigos, por cierto; y olerles el aliento durante toda la noche. No importaba que fuera el mejor cuarto de la casa, que los padres del niño cedieron alegremente a los visitantes; ni tampoco importaba que les prestaran el único ventilador y les ofrecieran de comer todo lo que tenían, que era más bien poco y de mal aspecto; ni menos que se la pasaran pidiéndoles disculpas por las "pequeñas inconveniencias". Aquello era una mierda. El hombre era el lava pisos del colegio y el hijo no pagaba nada por estudiar ahí; como todos los becarios, el niño era matado en el estudio, y se daba el lujo de tocar el oboe en la orquesta. No como tú, que pasabas las materias con regalos y amenazas, y en los ensayos nada más perdías el tiempo. Los malditos niños becados. Te chocaba la manera en la que todos los curas que tenían colegios descargaban su propia conciencia becando mugrosos, sobre todo en ese momento, en el que eras tú el que pagaba las consecuencias.
No tengo por qué soportar esto, dijiste entonces, sintiendo la rabia sacudir tu pecho. Se trataba de un coraje crónico y latente, el cual se inflama y te consume en un segundo para calmarse luego un poco, sin desaparecer nunca.

6

No hay problema, dijiste a tus compañeros. Mi papá está en el hotel con el director. Vamos a dar las gracias por nada, y larguémonos de inmediato, antes de que se haga noche.
Pero sí había problema, y era que los papás de tus mejores amigos no estaban en el hotel. Nunca iban a las giras, no porque no pudieran, sino porque no les interesaba, y orgullosos como eran igual que tú, ni hablar de pedir acomodo en el cuarto de tu papá.
Quédate con nosotros, le dijeron. Ya encontraremos la manera de divertirnos. Es solamente por las noches que estaremos aquí. La playa está a una cuadra. Comeremos fuera. ¡Quédate!
Pero tú ya habías tomado la decisión. ¿Qué necesidad había? De nada valieron las protestas, las súplicas de tus amigos, y como eres malo inventando pretextos, los papás del niño resintieron el desaire. Aun así, tuvieron la decencia de pedirle al vecino, quien tenía aire acondicionado, que te recibiera, pero eso te pareció aun más denigrante. Una hora después llegabas al hotel en donde estaba tu papá.
Él, por supuesto, no te esperaba. Tardó horas en llegar, y cuando apareció al anochecer, lo hizo con algunas copas encima y una mujer que no conocías colgada de su brazo.
Contra lo que te figurabas, tu papá no solamente no se alegró de verte; vaya, ni siquiera se sorprendió, sino que pasó de inmediato al enojo. Te regañó, y tomó el teléfono para llamar al director, con el que habló unos minutos. Lo viste levantar la voz, enojarse todavía más. Gritaba, sin hacerte caso: ¿y ahora qué hago con él, cabrón?
Estabas cansado de andar cargando la maleta. Eso era lo que querías decirle, que necesitabas urgentemente un lugar para dejarla, darte un baño, ponerte ropa limpia y descansar, porque estabas exhausto y empapado en sudor, al grado de no tener ganas ni de ver la televisión.
Pero él ni siquiera se volvía a mirarte. Solamente seguía gritando en el teléfono y lanzando un par de miradas a su acompañante; miradas de embarazo y disculpa. Seguramente, pensaste, tu papá no sabía cómo decirle que se fuera.
Pero cuando la llamada terminó, sentiste que tu estómago daba un vuelco, que la rabia explotaba dentro de ti al escuchar las palabras, una a una, de papá:
El director dice que tienes que regresar inmediatamente a la casa que te tocó. Es contra las normas que te quedes aquí conmigo. Además, la idea es que puedas convivir con tus amigos, y con las personas que nos reciben aquí. Lo siento.
Por más que trataste de explicarle las condiciones miserables de la familia (con un tono social: era injusto mermar sus de por sí escasos medios) y describir los trabajos que habías pasado (subir al taxi, viajar en el taxi, bajarse del taxi, esperar en el lobby tomando limonada) para encontrarlo, no pudiste sacar a papá de sus lo siento y sus te tienes que ir, hijo. No estabas listo para el ramalazo final, como que se negara a darte más dinero, dinero que pensabas usar para pagar un cuarto en otro hotel, porque era imposible que regresaras a la casa esa, no solamente porque no era lugar para ti, sino porque, al despedirte, diste a entender que no regresarías, y primero dormirías en la calle que desdecirte.

7

El olor del mar te acompañó durante tu caminata por el malecón del puerto. Como era la primera vez que no hacías tu voluntad, te encontrabas por primera vez sin saber qué hacer. Tenías mucha sed, mucho calor, pero estabas tan enojado y tu rabia era tan grande que no te diste cuenta de ello hasta que deseaste poder beber el agua que chorreaba del aire acondicionado de los hoteles.
Habías aprendido dos cosas ese día, dos cosas que estuvieron frente a ti todo el tiempo, pero que no habías visto porque tampoco te habían importado. Una era que no eras el amigo leal que pensabas ser, porque sin pensarlo, habías dejado a tus mejores amigos simplemente para poder estar cómodo; y la otra, que tu papá no iba a las giras por estar contigo, sino porque eras un buen pretexto para parrandear con el director. En las giras no eras menos estorbo que en tu casa.
Comenzaste a llorar, y lloraste durante mucho rato, hasta que dejaste de caminar porque no podías ver de tantas lágrimas. De un momento a otro, toda la amargura que sentías por dentro se te salió como se sale el agua de las grandes presas que se rompen; e inundan, arrasan, destruyen y matan.
Te diste cuenta, en un parpadeo, que no eras feliz, que nunca lo habías sido. Sabías, sí, que estabas solo. Siempre lo habías sabido. Pero hasta este instante comprendiste que no era a causa de los demás que lo estabas. ¿Cómo iban a quererte tus amigos, después de lo que habías hecho?
Ese pensamiento te hizo bajar a la playa y dejar tus cosas en la arena. No irías a buscarlos, te dijiste, porque ahora sí que no podrías recibir un reproche suyo sin empezar a llorar de nuevo.
Tenías un calor tan endiablado que te quitaste la ropa empapada de sudor, y te metiste al mar apenas con los calzoncillos puestos.
En ese momento cambió todo. Cuando sentiste el abrazo del mar, fresco y abundante, olvidaste el consejo paterno de no acercarte a la playa en la noche y te adentraste unos metros sin dejar de tocar fondo. Porque estabas cansado, porque el agua te ayudaba a cargar contigo mismo. Cuando saliste del mar, después de una hora deliciosa en la que no escuchaste otra cosa que el suave romper de las olas, todo el peso de tu cuerpo se materializó con realismo aplastante, al grado de no ser capaz de andar sino unos pasos antes de colapsarte, boca arriba, sobre la arena de la playa.
Al dormirte, observaste el cielo, y te asustó ver tantas estrellas como verías si estuvieras flotando en el espacio. Era una eternidad de estrellas. Parecía que eran las velas de un enorme palacio cuyo techo frágil estuviera muy lejos de ti, pero que te cobijaba lo mismo. De nuevo escuchaste tu pensamiento; pero ahora su voz había cambiado, y era más suave, sin enojo, sin ira. Decía: no suspires, porque el techo se vendría abajo, y todas esas luces caerían sobre el mundo, aplastándolo.
Quizá lo soñaste, pero en ese momento levantaste la cabeza y viste una casa muy lujosa sobre el mar. Era una casa que no habías visto nunca, y las estrellas iluminaban sus ventanas y techos, sus altas paredes y amplios balcones.
En esa casa quiero pasar la noche, pensaste tan fuerte que tu pensamiento se escuchó por todas partes. Alguien debió de escuchar, porque las puertas de la casa se abrieron, y entraste.
Adentro había otros jovencitos como tú, una multitud incontable de ellos, y muchachas tan hermosas que de inmediato deseaste poder llamar su atención, aunque fuese de una sola, y hablarle sobre la felicidad con la que su sola vista te llenaba el alma.
La mesa estaba servida, y recordaste que tenías hambre. Algunos de los jovencitos se acercaron a ti. Te pidieron que les ayudaras a servir la cena y, para tu propia sorpresa, sentiste una plenitud nueva cuando les dijiste que sí; cuando pasaste enmedio de las mesas depositando en ellas platos con rico pollo, papas y pescado, y luego con dulces de leche y pasteles de chocolate. Sonriente, llenando con horchata y aguas de fruta los vasos que los jóvenes y las bellas muchachas te alargaban, hasta que, satisfecho, se levantaron de la mesa.
Sentiste entonces que era tu turno, y buscaste la cocina para ver si había sobrado algo. Con un poco de pollo y algo de helado de coco te conformarías, de seguro. Y, en ese momento, aquellos quienes habían servido contigo las mesas te llamaron, y juntos entraron a otro salón, lujoso a semejanza del primero, pero más grande y espacioso.
En el salón había una mesa solamente, larga y cubierta de manteles muy blancos como todo a tu alrededor era blanco e inmaculado. Solamente el techo estaba oscuro como el cielo de la noche, pero de tal modo cuajado de estrellas que parecía un abismo de luz, un laberinto de fuego.
Cuando volviste a mirar la gran mesa, ésta se hallaba ya servida. Abundantes carnes, frutas y pan la colmaban, y un hombre moreno, alto y de porte gallardo la presidía. Ese hombre de rostro amable, al que recordabas haber visto en alguna parte, te hizo una señal para que te sentaras con los demás invitados. Ese hombre. Te daba gusto verlo como da gusto ver a los viejos amigos. Comiste hasta saciarte. Entonces, el hombre se levantó y, tras cruzar una puerta corrediza, regresó con una cubeta de helado de coco en las manos, sirviendo a todos porciones generosas, al tiempo que se disculpaba diciendo que, de sacar el helado antes, este se hubiera derretido. Al servirte, el hombre te sonrió, y esa sonrisa no la vas a olvidar el resto de tu vida. Te dijo: gracias por ayudarme a servir a mis hermanos. Son tantos, que a veces no puedo yo solo.
Tu rabia, la que te acompañó siempre como los latidos de tu corazón, cesó en ese instante, y su monótono zumbido fue remplazado con el sonido de las olas al romper en la playa.

Te despertó por la mañana el olor a huevo y pan tostado de una cafetería cercana, que había estado ahí, pero que no habías visto. Te sentiste alegre y reparado. Tus cosas seguían ahí. Palpaste tu bolsa, y solamente saber que tenías hambre y un poco de dinero para comprar pan te llenó el alma con plenitud infinita como el mar. Ningún regalo, ninguna otra cosa te había hecho sentir así. Y diste gracias.

8

Esa fue tu última gira. Tu papá se enojó, y te ordenó seguir en la orquesta. Decidiste, no obstante, regalar el violín diciendo, a manera de explicación, que tenías que mejorar tus calificaciones. Algo que nadie podía discutirte. Pensabas, y con razón, que de esa forma podrías ser más útil después a los demás.
No era que de repente te volvieras bueno, o servicial, que tú ya estabas más allá de eso, sino que así podrías cenar rodeado de amigos, cuando fuese tu turno, en la casa más bonita; en la mesa más espaciosa.

AS

Matanzas, Cuba; a 21 de junio de 2007.

sábado, junio 16, 2007

Las Campanas Mágicas (Segunda y última parte)

A causa de un nuevo viaje del autor a la hermana República de Cuba (en realidad se trata de un par de conciertos en La Habana y unas cortas vacaciones en Varadero) El Gabinete de Doktor Faust se publica anticipadamente el día de hoy. Gracias a todos los lectores por sus comentarios.
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Lejanamente, suavemente; por entre la neblina de un profundo sueño que solamente le permitía escucharla, la música permaneció a su lado por lo que al profesor le parecieron unos cuantos minutos. Perdió toda sensación del mundo, el ritmo de su respiración cesó y todos sus dolores dejaron de atormentarlo. Era una sensación maravillosa, porque ya no recordaba cómo era vivir sin sentir ningún dolor. ¿Había pensado en vivir? Lo había pensado solamente, aunque en su mente no había palabras. Por lo tanto, sin duda debía de estar muerto, porque había llegado al punto en el que podía contemplar las ideas puras sin necesidad de las palabras o de imágenes. Era una pena. Tener el secreto que los filósofos habían buscado por siglos, y no poder compartirlo; jactarse de ello. Hasta ese momento, toda idea humana tenía que ser ligada a palabras o imágenes para convertirse en conceptos en su mente, y ahora era capaz de pensar con lucidez y perfecto orden sin necesidad de ellas. Aunque solamente hasta el punto de tratar de entender el estado por el que cruzaba, porque de un momento a otro, Crawford Collins había olvidado el hallazgo de las campanas mágicas, y había olvidado también que las había encontrado en la huerta de su casa. De hecho, olvidó inclusive que tenía una casa, una hija, una familia; que estaba muriéndose de cáncer, que era una celebridad académica y un artista respetado. Olvidó todo: el amor de su vida, su juventud y su niñez, y finalmente, que era un ser humano.
Transcurrió mucho tiempo. Solamente la música de las campanas mágicas permanecía junto a la esencia de sí mismo; iluminando a su inteligencia intacta mientras transitaba por un camino sin recuerdos. No sabía quién era, pero tenía los secretos del cosmos al alcance de su pensamiento, y aunque se maravillaba a cada segundo de las cosas que comprendía, entendió que dejar de existir era un precio imposible de pagar a cambio del conocimiento. Deseó ser, una vez más.

En ese instante, por entre la música de las campanas mágicas escuchó una melodía diferente. Sabía que esa melodía entrañaba un significado, pero no alcanzaba a comprenderlo a pesar de la omnipotente capacidad de pensar de la que se sentía poseedor. Escuchó con más atención, y la melodía se abrió paso de nuevo por entre las notas de las campanas; ahora con más claridad.
Eran palabras, pero Crawford lo ignoraba. La voz que las cantaba, sin embargo, sacudió una parte de su ser cuya existencia había olvidado. Se emocionó profundamente como quien escucha una canción que ama, y que no ha escuchado en largo tiempo, y esa emoción lo arrastró de regreso a su conciencia. La melodía se articuló en palabras, sin perder su maravillosa belleza:
¡...Grace! ¡Soy Grace, papá! ¡Despierta!
Y Crawford Collins despertó. Y lo primero que vio fueron los ojos verdes de su amada hija, los cuales reconoció de inmediato así como todo lo que lo rodeaba. Grace, al ver que su padre regresaba, lo abrazó y lo besó una y otra y otra vez. Lloraba. El recuerdo de su anterior lucidez comenzó a abandonar al profesor al mismo tiempo que recobraba el dominio de su lengua materna y de los otros cuatro idiomas que hablaba con fluidez. Finalmente, dijo en inglés: "estoy bien, hija. No llores".
Grace corrió, gritando, escaleras abajo; llamando a Marge y a algunos de sus alumnos, quienes sin duda estaban en la sala de visita. Se escuchó un tropel que aumentó en intensidad hasta que cesó de repente, como si alguien -Grace, de seguro- hubiese ordenado el silencio en atención al enfermo.
Lentamente fueron entrando a su recámara -pues en ella estaba el profesor- tres de sus alumnos, su hija y Marge. Sus alumnos eran dos compositores y una pianista alemana muy joven y hermosa, de unos doce años, llamada Karin Feldman. Con el tiempo se convirtió en una maravillosa mujer, y me casé con ella en un descuido suyo. Karin se acercó a Collins, y le dio un beso en la frente. Sin darse cuenta de ello, El músico se enderezó hasta casi sentarse en la cama y la abrazó. Todos los presentes dejaron escapar un grito de asombro, y Collins se dio cuenta de que no sentía dolor. Sin soltar la mano de Karin siguió incorporándose hasta poner los pies sobre la alfombra, y antes de que Marge le alcanzara las pantunflas que llevaban meses arrumbadas se levantó. Nadie podía hablar. Con miedo, Collins le preguntó a Grace la fecha de ese día, y ella le dijo que había pasado una semana desde que había pedido que le llevaran las campanas.

Cuando John Maxwell y Gordon Sythe, los médicos del hospital universitario que lo habían tratado, llegaron a su casa, hallaron al profesor sentado en su sala tomando el té. Tenía la mirada clara y las maneras de antaño, aunque en su rostro resplandecía un brillo inédito que sorprendió todavía más a los especialistas. Era como si de repente Collins hubiese rejuvenecido diez años. Por toda la casa resonaba con delicadeza la melodía de las campanas mágicas, regalando a todos con el mismo bienestar y frescura de una ducha fría en el verano, o una cobija de lana en el más crudo invierno. Aquellos quienes pusieron pie en Tristan Manor en esos días afirmaron, sin ninguna duda y casi con las mismas palabras, que mientras sonara esa melodía, en esa casa no podía haber cosa mala. Y digo La Melodía; aunque en realidad eran una infinidad de melodías distintas, todas ellas delicadas, hermosas; todas ellas nuevas. Collins determinó que se trataba de las permutaciones que podían hacerse con las notas de la palabra GRACE con todos los ritmos posibles, invirtiendo la polaridad de los cuartos de tono en ocasiones; formando series que a su vez se prestaban a nuevas permutaciones. El resultado era tan agradable, que solamente un entendido era capaz de notar que no se trataba de una escala tradicional, sino de sonidos "desafinados" con respecto a ella.
Maxwell y Sythe lo examinaron una, dos veces. Lo llevaron en ambulancia al hospital y le hicieron estudios radiológicos, espectrográficos y -una novedad por aquellos días- de ultrasonido. Todo para decirle, de regreso en Tristan Manor y con el mismo tono de perplejidad que usarían para desahuciarlo, que estaba perfectamente sano. Y no solamente eso, sino que unas piedras que tenía en la vesícula, y que habían sido la menor preocupación durante su agonía, habían desaparecido. Los médicos le preguntaron a Collins si había recurrido a algún otro método de sanación, científico o alternativo, sin consultarlo con ellos, y el profesor les contó con detalle y sumamente exaltado la historia de las campanas y de lo poco que todavía recordaba de su experiencia cercana a la muerte. No obstante, aunque los doctores reconocían que Collins había estado en coma durante una semana, y que unas campanas algo fuera de tono, merced a cualquier artilugio mecánico, sonaban sin cesar en su recámara, se negaron a creer en cualquier relación entre todos esos portentosos fenómenos. Una cosa era segura de acuerdo con Maxwell y Sythe: los milagros no existían, y de inmediato formarían un equipo de trabajo para hallar la causa de su inexplicable y radical curación. De las campanas ni hablar. Con la musicoterapia en pañales, el instrumento milagroso no era sino una curiosidad arqueológica, y aunque The Observer y The London Times se interesaron en la curación milagrosa, cuando publicaron sus notas mencionaron a las campanas como un detalle accesorio, y no como la posible causa de la cura.
Grace rechazó las ofertas de los tabloides para entrevistar al músico cuya excelente salud era ya tema reservado en los congresos médicos, aunque de todos modos comenzaron a publicar artículos llenos de lo que les daba la gana. La verdadera historia seguía siendo prácticamente un secreto.
Mientras pensaban qué hacer con su milagroso instrumento, la vida decidió por ellos. Una tarde, recién comenzada la primavera, mientras el profesor escuchaba cerca de su ventana la versión que la Ray Noble's New Mayfair Dance Orchestra hizo de Goodnight Sweetheart (las campanas seguían sonando en la sala, sin molestar a nadie) observó que Betty Frass, la hija de nueve años de Carl Frass, un comerciante que vivía a media milla de Tristan Manor, entraba corriendo a la finca, dando voces de alarma. Su padre, decía, estaba cortando las ramas de un árbol cuando resbaló de la escalera y cayó al piso golpeándose la cabeza. En el instante en el que Betty acabó de hablar, las campanas dejaron por sí solas de sonar en la sala. Sin pensarlo dos veces, Collins tomó el instrumento y salió casi corriendo detrás de Betty, quien le mostraba el camino, en tanto que Marge llamaba a la ambulancia.
Cuando Collins llego a la casa Frass, Carl estaba tirado de espaldas debajo del árbol, enmedio de una pequeña multitud que se acercó a tratar de ayudar, o a curiosear. Aun así, no era necesario ser un médico para darse cuenta de que el comerciante ya no precisaba ayuda ninguna. No se movía, tenía los ojos bien abiertos y parecía no estar respirando. De su cabeza salía un río de sangre que ya formaba un ominoso charco a unos pasos de distancia. Desconsolado, Collins puso el martillo de las campanas en la mano exangüe de Carl y le ayudó a tocar los nombres de su hija, su esposa y su madre. Cuando realizaba permutaciones sobre este último nombre, las campanas comenzaron a sonar sin que nadie las tocara, y siguieron así un rato. Llegaron los paramédicos, examinaron a Carl meneando la cabeza, e iban a subirlo sin apresurarse a la ambulancia cuando, repentinamente, Frass cerró los ojos y luego suspiró.
"¡Mi papá se mueve!" Gritó Betty Frass.
Los paramédicos casi sueltan la camilla de la sorpresa. Carl se levantó, subió a la ambulancia, se dejó examinar y resultó que, fuera de la debilidad por haber perdido demasiada sangre -salida de quién sabe dónde, porque Frass no estaba herido- estaba en perfecto estado. Entró de nuevo a su casa porque, según dijo, había visto a su madre en sueños y ésta le había reclamado que sobre su tumba ya no había magnolias, que Betty necesitaba zapatos y que Carl tomaba demasiada cerveza. Iba, por lo pronto, a comprar las magnolias y los zapatos.

Después del incidente comenzó el declive. Tristan Manor comenzó a ser visitada por vecinos de las fincas cercanas, que tocaban las campanas para quitarse un dolor de muelas, una reuma, o para tratar de hablar con algún pariente muerto y preguntarle cosas sin importancia. Llegaron académicos y estudiosos que tocaban formulas (asignando valores numéricos), teoremas, series estadísticas, progresiones matemáticas, poesía, nombres de avatares y hasta de candidatos políticos; todo por pura curiosidad. El sonido de las campanas mágicas iba perdiendo poco a poco brillantez y se opacó hasta el punto de desaparecer por completo el día en que un rabino cabalista tocó sus propias permutaciones de la Torah "para ver qué pasaba".

Y pasó que las campanas mágicas enmudecieron.

Todos los esfuerzos por devolverlas a la vida fueron en vano, y el profesor se lamentaba de haber perdido la oportunidad de sanar al mundo por medio del amor. Con el tiempo, conocí a Karin Feldman durante una residencia como director de orquesta en Londres y me casé con ella; tuvimos una hija y la llamamos Rebeca. Al ocurrir los atentados de septiembre y la entrada de Inglaterra a la invasión Iraquí, Karin y yo decidimos venir a México para estar en un país que no tuviera tropas en esa guerra ilegal e injusta. Trajimos con nosotros las campanas silenciosas, regalo de Grace a mi esposa, testigo del milagro. Por lo que toca al maestro, Crawford Collins envejeció de nuevo los diez años que había rejuvenecido escuchando La Melodía, y luego otros diez, y entonces murió rodeado de sus amigos y alumnos una tarde de verano en el que las flores llenaban de color Tristan Manor.

Epílogo

A manera de puesta al día quisiera decir que hace dos semanas nuestra mascota, un maltés llamado Merlín, murió repentinamente de una violenta infección. Nuestra hija Rebeca estaba inconsolable, y lloró con dolor que nos parecía insoportable hasta que Karin le dio Las Campanas Mágicas en un esfuerzo por consolarla. Antes de dárselas trató de tocarlas, pero solamente obtuvo del resplandeciente instrumento el mismo sonido de piedra enmohecida que tenía desde lo del rabino. Karin y yo nos miramos, y le explicamos brevemente a Rebeca la historia y el funcionamiento del instrumento. Para nuestra sorpresa, cuando nuestra hija tocó las campanas, éstas siguieron sonando con la misma brillantez y dulzura de los tiempos del Milagro. Estábamos atónitos. Merlín respira apenas, y no ha despertado, pero eso ha bastado para mantenerlo en casa, junto a las campanas que no han dejado de sonar. La casa tiene una inusual frescura, todos nos hablamos sonrientes y con amor, sintiendo que dentro de estas paredes no puede haber cosa mala.
Solamente una cosa me intriga, y es que la palabra que Rebeca tocó en las campanas era demasiado larga como para ser el nombre de Merlín. ¿Qué nombre tocó Rebeca? Algún día se lo preguntaré, sobre todo si su mascota despierta de nuevo pasado el tiempo. Me ilusiona pensar que se trata de mi nombre, por supuesto, porque hasta en la paz uno aprende a vivir de las esperanzas.

AS

Tarímbaro, Junio de 2007.

lunes, junio 11, 2007

Las Campanas Mágicas (Primera parte)

Es a petición de mi querida amiga Grace Lindsay Collins que escribo este breve artículo, dada la inminente publicación en algunos diarios de México -sobre todo aquellos afiliados a una importante cadena mediática- de una nota aparecida semanas atrás en The Independent, intitulada "The Secret of the Magic Bells". Dicha nota busca conmemorar, con datos erróneos por completo y dando crédito a rumores sin fundamento, el aniversario veinticinco del entonces famoso "milagro de las campanas", uno de cuyos protagonistas fue su padre, el difunto compositor y pianista Dr. Crawford Collins. Siendo tal historia un hecho poco conocido en nuestro país, conviene poner al corriente a los lectores de sus detalles, aportando después una actualización que quizá ayude a explicar muchos de los misterios que en aquellos días ensombrecieron el incidente, contando para todo ello con la información veraz y de primera mano de la que probablemente carecieron los redactores del diario estadounidense.

En las páginas centrales del Indiana University Monthly Academic Report, correspondiente al mes de abril de 1980, se publicó la noticia de la jubilación del Dr. Crawford Collins como presidente de la academia de composición de dicha universidad. El hecho provocó -ante la preeminencia y buena salud del sabio profesor- una reacción de fuerte rechazo y extrañamiento en los círculos artísticos de todo el mundo; al grado que, en los meses posteriores, un sinfín de cartas provenientes de los cuatro rumbos del orbe se amontonaron en su escritorio vacío. Algunas de ellas estaban firmadas con nombres tan sonoros como Xenakis y Conlon Nancarrow, y todas habían sido escritas con el propósito de exhortarlo a reconsiderar su decisión de abandonar una silla tan principal y vitalicia por tradición.
El Dr. Collins, sin embargo, se encontraba ya caminando por los senderos de Tristan Manor, su finca de Eynsham. Saludaba la llegada de las lluvias del verano, que sin duda le permitirían cultivar las mejores legumbres y los jardines más hermosos del Oxfordshire, y por las tardes había tomado la costumbre de sentarse a conversar con los pocos alumnos de la cercana universidad que sabían de su retiro, y que lo visitaban después de recibir su cura. Es probable que ni siquiera esos muchachos agudos y observadores fueran capaces de descubrir en el cáncer la razón secreta y verdadera del repentino interés del maestro por la paz de los campos, la agricultura y la jardinería. La razón no importaba en realidad, sino que Crawford Collins lamentaba todos los días el no haber descubierto antes el sublime placer de vivir los días como si fueran los últimos de su vida.

Fue precisamente en su huerto, cuando con el azadón preparaba una cama de composta para las calabazas, que tropezó con lo que pensó sería una piedra escapada al barbecho. Estuvo a punto de dejarla en su lugar, temeroso de dañar las raíces tiernas, pero pudo más su natural perfeccionista y con extremo cuidado comenzó a quitar la tierra que cubría el obstáculo.
Al escarbar, empero, advirtió que no se trataba de una piedra, sino de algo más grande y metálico: una caja algo más grande que las usadas para guardar zapatos, que sacó de una pieza y sin molestar a sus calabazas unos minutos antes de que se pusiera el sol.
Grace recuerda claramente la inusual perplejidad de su rostro al verlo entrar a la casa, pasada la hora de la cena y sin quitarse las botas de trabajo, llevando en las manos la caja sin lavar que subió de inmediato a su estudio sin pedirle a su hija que lo siguiera, pero sin impedírselo tampoco.
Adentro hallaron, para su sorpresa, un juego de 24 campanas de plata en forma de hongo, sujetas por la parte de abajo a una placa de oro que tenía grabada una inscripción en símbolos de apariencia insólita, cubriendo sus cuatro orillas a la manera de un friso inclinado. Nada más había en la caja, ningún documento que indicara su procedencia o propósito, ni tampoco el percutor con el cual, de tratarse realmente de un juego de campanas, había de tocarse. Era una pieza de hechura antigua y exquisita que se encontraba en muy buen estado a pesar de que su caja estaba sencillamente cerrada y sin sello. Grace se aplicó de inmediato a limpiarla con el pulidor de plata que había en casa, y a copiar cuidadosamente los símbolos de la inscripción en una hoja que su padre se llevó al otro día y muy temprano a Oxford para que la examinase su viejo amigo Nicholas Templar, el heredero de la cátedra de Tolkien en Lenguas Antiguas de la Universidad.

Sin éxito.
Sacrificando su erudición y orgullo profesional, Templar se sumió en las profundidades de la biblioteca para buscar solución a su embarazosa e inaudita ignorancia en lo tocante a la inscripción que Collins le había llevado. Su desconcierto iba en aumento al ver que ni el gran compendio de Thompson-Lewis (Londres, 1917) ni el enciclopédico catálogo lingüistico (El Inglés, Celta y Galés, un estudio comparativo; Cambridge, 1965) de Milton Cowdray contenían nada parecido; al grado de acusar al compositor -poco después de tomar el té juntos- de jugarle una pesada broma de estudiante inventando esos símbolos, por muy lógica que fuera su secuencia y auténtico su trazo, para escapar del tedio del retiro. Más tranquilo, le confesó al amigo que regresaba a Eynsham que la única explicación de la presencia de ese artefacto en su jardín sería el paso por Oxfordshire de alguna tribu de navegantes que habían escapado de la costa cantábrica en tiempos de la ocupación romana, y que tal era la única huella que habían dejado tras de sí. Quedaban sin explicar los misterios de su conservación y fácil descubrimiento, y mucho ayudaría el que Collins pudiese llevar el instrumento a la Universidad para su estudio. Después de todo, esa era su obligación. Collins asintió, pero le rogó a Templar que no dijese una sola palabra a nadie del descubrimiento, por lo menos en unos días. Para el maestro, las campanas tenían mucho menos que ver con la arqueología que con la música, y en esta última, él era el especialista.

Determinó que estaban afinadas en cuartos de tono casi perfectos, en orden cromático ascendente, con la nota más grave en la esquina inferior izquierda y la más aguda en la superior derecha de la placa. Entre ambas había una distancia de una octava menos un cuarto de tono. La nota más grave quedaba a caballo entre el la bemol y el la natural de acuerdo con la afinación a 440 hz. Esto desilusionó un poco a Collins al pensar que podría tratarse simplemente de un instrumento barroco, aunque pronto tuvo que descartar esa posibilidad, merced a las cosas tan raras que sucedían cuando lo tocaba: las gallinas enloquecían en el gallinero, los pájaros que volaban cerca perdían su rumbo y chocaban contra las ventanas, las cosas aparecían muy lejos del lugar en el que las habían dejado y la leche se agriaba sin razón aparente. ''Podría ser el Glockenspiel de Papageno'', le dijo a su hija un día en el que el dolor de su enfermedad lo obligara a buscar esperanzas imposibles. ''La afinación un tanto baja es consistente con esa idea''. Grace le contestó a su padre que relacionar esos incidentes con las campanas era señal de que su curiosidad por ellas había llegado demasiado lejos. ''Además, en ese caso las campanitas pertenecerían al Egipto antiguo, y no al clasicismo europeo''.
Pero el profesor no se amilanó, y siguió experimentando con las melodías poco usuales que se conseguían con los cuartos de tono. Una vez le preguntó a Marge, la ama de llaves, si acaso sentía algo extraño al escuchar la música. "Me siento mareada después de un rato", fue su respuesta.
Sin una razón de por medio fuera de las coincidencias mencionadas, Collins estaba convencido de que había algo de sobrenatural en las campanas; y aunque no tenía duda de ese poder, no tenía idea de su naturaleza, o de la forma de liberarlo. Como compositor, sabía que solamente hacía falta una regla de transformación, y dedicó meses enteros a probar algunas ideas relacionadas con la longitud de onda, la circunferencia de las campanas y hasta su relación con los colores primarios y sus combinaciones elementales. Su búsqueda lo llevó a considerar las posibilidades estadísticas sobre cuales campanas serían las primeras en ser tocadas en una tarde de lluvia cualquiera si el instrumento se dejara a la intemperie; aunque el cálculo le llevó varios días que declaró perdidos, pues obtuvo el mismo monótono resultado que con el resto de los experimentos.
Finalmente, el día de Epifanía de 1981, Collins encontró lo que había estado buscando por tanto tiempo. Se hallaba recostado en la sala de su casa. Ya no podía hacer otra cosa, pues el cáncer había rebasado su origen y afectaba todo su cuerpo, impidiéndole hablar y moverse, aunque insistía con señas en ser llevado a la planta baja para poder ver la nieve sobre los tilos de la loma cercana. Cerca de su mano, sobre la cama, tenía una tarjeta que su hija le había dado en navidad, y con un esfuerzo que a él le parecía humillante la levantó para mirarla. En ella estaba una fotografía en la que aparecían Collins, Grace y Sophie, su madre; la amada mujer que había perecido en el mar años atrás, cuando iba a reunirse con su esposo en el Nuevo Mundo. Era una imagen llena de paz y felicidad. El trabajo no era un obstáculo entonces para pasar juntos días enteros entre conferencias y conciertos, y Grace abrazaba a su padre; iba a darle un beso, pero se volvió justo antes de que el fotógrafo disparara, con la sonrisa más hermosa del mundo pintada en su boca de niña.
Collins amaba esa foto, y la conservaba cerca en las que sabía sus horas finales, decidido a tenerla frente a sus ojos en el momento de la muerte. Debajo, en letras muy pequeñas, decía: "Nunca cambiará. Con amor de tu hija, Grace".
En el instante de leer el nombre de su hija, Collins cerró los ojos y llamó con un timbre a Marge para pedirle que le llevara las campanas.
Era una idea descabellada, pero que valía la pena intentarse. Había razonado que cada una de las 24 campanas podía corresponder a las letras del alfabeto latino, concepto que su mente debió descartar sin avisarle, obsesionada por el origen bárbaro atribuido al hallazgo, que el mismo profesor asociaba a un aspecto sobrenatural que nadie más compartía.
Comenzó por asignarle a la nota más baja la letra "A", siguiendo el orden del alfabeto hasta la "X", omitiendo la "Ñ", y tocó en las campanas el nombre G-R-A-C-E. El resultado, sin embargo, fue una mas de las absurdas e incómodas melodías que hasta entonces había obtenido del instrumento y la explosión de una bombilla.
Su desconsuelo fue devastador. Collins sentía que había desperdiciado sus últimas fuerzas en seguir buscando -en unas campanas halladas por casualidad en su huerto, y cuyo estudio había consumido los últimos meses de su vida- un secreto del que no sabía absolutamente nada, salvo el hecho de que tal secreto existía. Exhausto, invirtió el orden de las letras, comenzando el alfabeto por la campana más pequeña, y mareado por el mero esfuerzo de levantar el martinete, tocó una vez más el nombre de su amada hija Grace.

Y entonces ocurrió el milagro.

Collins se había colapsado por la fatiga, y su respiración se hizo mucho más difícil. Comenzó a jadear trabajosamente, y supo que se estaba muriendo en la soledad de su sala y sin nadie que pudiera acercarle de nuevo la foto para mirarla con sus ojos que se oscurecían. Iba a perder la conciencia cuando se dio cuenta de que la Música seguía sonando.

(Continuará)

lunes, junio 04, 2007

Una pequeña historia de amor

I

Sí. Lo recuerdo bien.

Era la cuarta vez en esa noche, y mis movimientos eran ya una parte de una instantánea rutina -¿quién dice que las rutinas no pueden forjarse, vivirse y odiarse en minutos?- que repetía sin pensar: dejar el violín sobre la silla, abandonar el escenario, bajar las escaleras hasta la oficina, entrar al baño, bajarme los pantalones cuidando de hacer a un lado los tirantes, sentarme en el retrete y defecar un plasma parduzco y maloliente, padeciendo al mismo tiempo el dolor de una daga encajada en las costillas. Mejor ni me pregunten si comí algo echado a perder, o hice algún coraje, pues de eso si de plano ya no me acuerdo, si bien tengo aun presente el temor -escalofriante por momentos- a morirme con la mano en la cadena de la letrina.
Esta vez, la cuarta, pensaba empero tomarlo todo con más calma. Era el descanso, y pensaba aprovecharme de ello a pesar de que no había tocado mucho que digamos en los turnos, dejando mis melodías a cargo del pianista en los momentos de ansiedad, en los que tenía que desaparecer sin tiempo de hablar con nadie, ni de cambiar a una pieza sin solos de violín. Imagínense nada más.

Carajo.

Era el descanso como dije
; estaba en el baño en el que solía defecar el jefe, y el jefe no estaba en el cabaret, o por lo menos no debía estarlo, ya que unos minutos antes lo habíamos visto salir con la linda morenita a la que los muchachos de la orquesta llamábamos, a falta de mayores datos, "la de los jueves". Era jueves, pues; un jueves cualquiera durante el sexenio, creo, de Miguel Alemán.

II

Para mí, el retrete del jefe era algo más que un simple sanitario. Con su alto techo, los blancos azulejos de las paredes, su piso de mosaico y abundante papel, se trataba de un recinto apto -en momentos de sana evacuación- para la lectura y la meditación, para el goce perfecto de la única soledad necesaria del hombre moderno, y al mismo tiempo la mejor.
El disponer de un retrete así convirtió mi crisis en algo mucho más llevadero, aun cuando ésta entraba en una fase más aguda. Es decir, sudaba copiosamente por el esfuerzo de esperar, tan sólo, el siguiente asalto de mierda.
A un lado, detrás de mí, había una pequeña ventana, porque ningún excusado que se respete debe carecer de una discreta ventilación. En este caso, la ventana daba a la cerrada de Vergara, en el centro de la capital de la República; cerca de la esquina en la que esperaban algunas de las mujeres más bellas y más perversas de la vida nocturna de aquél entonces. Aunque la ventana quedaba a la altura de mi cabeza, se hallaba a un par de metros del piso del callejón, a salvo de miradas indiscretas.

No estaba a salvo, sin embargo, de otras cosas. Más sutiles, más etéreas.

En el instante en el que abrí la pequeña ventana, escuché voces provenientes de la cerrada de Vergara. Eran dos personas, un hombre y una mujer, discutiendo agriamente. Se trataba de una escena que se veía a menudo en las cercanías del cabaret; lugar de copas y de baile, de música suave y canciones de amor. Los ingredientes perfectos de un rompimiento, o bien de una noche de arrebato, según la suerte de cada quien.

III

Por las prisas no me había sido posible llevar al excusado algo para leer, razón suficiente para escuchar la discusión del callejón pese a mi noble costumbre de no meterme en lo que no me importa.

"Déjame en paz", dijo la voz.

Y la reconocí de inmediato. Cómo no hacerlo, si al escucharla por primera vez unos minutos antes no pude evitar una violenta y notoria rebelión en mi bajo vientre; algo inusual y embarazoso, pero natural en un varón apasionado, con seis meses de total abstinencia carnal. Era la voz cálida, húmeda y aterciopelada de una mujer de piel blanquísima y cabello rojo, la cual se me acercó al final del turno con una petición escrita en una hoja rosa y perfumada, persuadiéndome con una sonrisa, y la vista amenazadoramente cercana de sus hombros desnudos y pecosos. Moneda irreprochable, más valiosa que cualquier otra para comprar el favor de un artista.
La hermosa jovencita, a la que no pude adivinarle más de 19 años, deseaba escuchar una canción famosa, que estaba de moda en los veintes, más o menos cuando yo tenía su edad. Debo reconocer que tenía buen gusto, pues aunque era una melodía de arrastre en su tiempo no era un rudo two step, ni tampoco un tango simplón, sino un fox de compás moderado y melodía seductora llamado, apropiadamente "Canción de Amor". Esa niña afrutada y el fox-trot solicitado debían de tener mucho más que una simple preferencia en común, porque en el momento de aceptar tocarla, ella se dio la vuelta y le dedicó una mirada de complicidad a un sujeto de corbata roja y saco pachuco que la miraba desde una mesa cercana a la pista. Ese -pensé- debía ser el mismo con el que la bellísima muchachita estaba discutiendo justo ahora, apenas unos pasos alejada de mi trono doloroso, de mi potro de tortura. Ni qué decir de lo mucho que su voz me reconfortó entonces. Sin importar que ahora sonara enojada, y no dulce como hacía un rato; el mismo alboroto se levantó de nuevo en mis partes más privadas al escucharla. No era, por supuesto, la voz solamente; sino el recuerdo de su rostro perfecto, sus ojos claros, su lacio cabello largo hasta la cintura, su pecho abundante y enhiesto. Su cintura breve que se balanceaba sobre piernas que se adivinaban portentosas debajo de la falda que cubría apenas más allá de la línea de la decencia.

Era una mujer de milagro.

Una mujer para las que se escriben himnos.

Una mujer de esas por las que los hombres se matan entre ellos.

O por las que los hombres se hacen matar, simple y sencillamente.

IV

"¡Ya lárgate! ¡Déjame en paz! "
Dijo la mujer.
"Estás loca".
Dijo su acompañante, el del saco de pachuco.
Debían de estar a solamente unos centímetros de la pared. Seguramente el desgraciado la tenía arrinconada contra ella. Tomaba su barbilla con una mano para obligarla a mirarlo a los ojos, el muy cabrón.
"Vamonos, Regina; preciosa joya de mi amor. No tiene importancia eso que..."
"¡Por supuesto que la tiene! ¿Qué soy yo de ti? ¿Una querida? ¿Una puta, o qué demonios? ¿Cuánto tiempo nos hemos amado, cerdo, y todavía no eres capaz de reconocer la canción con la que nos conocimos, la primera que bailamos juntos?"
"¿Cuál canción, Regina? ¡No me chingues...!”
"¡Sí te chingo, cabrón, y ahora de una vez por todas!" Dijo la muchacha. Sin gritar, hasta en voz baja; sabedora de que no es necesario alzar el tono para decir las cosas más terribles del mundo. "Tú y yo ya somos historia. Dile a la portera que pasaré por mis cosas el martes; que ahora me voy a la casa de mi madre, a decirle que tenía razón cuando me dijo todo lo que pensaba de ti".
Caramba!" Pensé yo, un segundo antes de que un retortijón me recordara mi lugar en el mundo.
"No puedo creer que haya sido yo tan tonta al pensar que alguien como tú podía entender mis sentimientos. Mira, tienes razón si piensas que contigo me dejé llevar por el deseo, por las ganas insoportables que tenía de ser amada por una macho de verdad. Pero entérate: no es tan simple. También tengo una parte romántica, como todas las demás mujeres bien nacidas, y esa parte ha estado muerta de hambre desde que te conocí. Es más -y aquí Regina moduló su voz hasta convertirla en un llamado de animal deseo- me parece que el violinista al que le pedí esa canción logró despertar ese rincón de mí del que tú te has olvidado, con una fuerza que jamás creí posible. Cuando tocaba ese hombre -Regina bajó la voz al punto en el que tuve que inclinarme en donde estaba sentado para acercarme aun más a la ventanita- comprendí que lo que busco en un amante va mucho más allá de la atracción salvaje que no satisface sino la pura necesidad del cuerpo. Gracias a ese artista enviado por el cielo ahora entiendo que lo que tu me das, cualquiera puede darlo. ¿Qué hombre -me la imaginé sonriendo diabólicamente, recorriendo con su mano las formas enloquecedoras con las que naturaleza la había bendecido- qué hombre no se volvería un león en celo al verme como solamente tú me has visto, Sebastián?"
"Cierto, Regina -concedió el otro-, el hombre tendría que estar muerto para no reaccionar como dices".
"Por eso me voy, Sebastián. Porque cualquier hombre me puede dar lo que tú me das. Honestamente, mi mamá tiene razón cuando dice que en la oscuridad todos ustedes son iguales; pero la pasión y el sentimiento que verdaderamente pueden colmar mi alma ¡eso nada más me lo puede dar el violinista que, con su arte maravilloso, me acaba de abrir los ojos!"
Sebastián soltó entonces una estentórea carcajada que retumbó en el callejón.
"¡Vaya, vaya! -dijo en tono insoportablemente burlón- ¡Regina, amorcito! ¿Me vas a decir que te acabas de enamorar de un músico de cabaret? ¡Por Dios, no me fastidies! ¡Y eso nada más porque te gustó cómo toco nuestra canción!"

Digan lo que quieran, pero en ese momento me imaginé perfectamente la sonrisa del pachuco: superior y suficiente; la sonrisa del que se sabe indispensable más allá de toda duda.
"Ven, Regina -dijo Sebastián suavizando las palabras- vamos adentro de nuevo; déjame invitarte otra copa antes de irnos a casa. Ya basta de reñirme solamente por no saber distinguir entre una canción y otra. Ándale, nena. No es tan grave, ¿verdad?”

Se produjo entonces un silencio infernalmente largo. El dolor de mi atormentado vientre era entonces una suave caricia comparado con la ansiedad que me hizo buscar entre los murmullos de la noche algo; una señal que me indicara la forma en la que la hermosísima Regina respondería al cambio de actitud de Sebastián.
¿Se estaban dando un beso? ¿El muy ladino la había ganado de vuelta de forma tan sencilla?

V

El enigma se resolvió en el instante mismo en el que un espantoso chorro de materia fecal salió despedido de mi persona mucho antes de que pudiera darme cuenta de ello. Regina dijo:
"No, Sebastián. Creo que tienes razón. Aunque te parezca ridículo me siento por fin enamorada... ¡uuups! ¡Perdón! -Regina se apropió entonces del tono burlón de su amante- ¡Ahora recuerdo que ni siquiera en las locas alturas de placer a las que me hiciste llegar te confesé mi amor! No hacía falta, supongo, porque suspiraba y gemía tanto como solamente una mujer perdida de amor lo puede hacer. Es cierto. Mal por ti, que nunca preguntaste."
Se escuchó una sonora bofetada en el callejón, sin que yo pudiese saber quién se la había dado a quién. Empecé a sentir nuevamente un calor del carajo. Estaba a punto de comenzar el siguiente turno de la orquesta, pero no tenía la menor intención de separarme de esa ventana, no por lo menos hasta que Regina hablara de nuevo para decir:
"¡Maldito seas, Sebastián! ¡Vete al diablo! En este momento me regreso al cabaret. Voy a buscar a ese violinista de quien no conozco ni siquiera el nombre ¡y por mi madre que lo voy a seducir! ¡En honor a su canción le voy a hacer el amor como nunca en la vida lo he hecho a nadie! No me importa si le gusto o no, si está casado o no. Lo único que sé es que mañana temprano voy a amanecer junto a ese hombre. ¡Primero lo llevo al paraíso antes que permitirte que me toques de nuevo, animal! Ya me conoces. De sobra me conoces, cabrón; que una vez que digo algo es imposible que me vuelva atrás ¡como cuando tuve la mala idea de abandonar mi hogar por seguirte, Sebastián!”

VI

Salté.

O casi. Porque mis posaderas seguían fijas en su sitio a pesar de que el resto de mi cuerpo volaba por los aires: mis pies en violenta agitación, y mis brazos con velocidad y confusión inusitada sacudidos, en la frenética búsqueda de un pedazo de papel.
Imaginé a Regina, curvilínea e indignada Eva en busca de revancha, persiguiendo con ansiedad mi presencia en la orquesta, que justo en ese instante comenzaba el penúltimo turno de la noche.
¡Carajo! ¡¡¡Tenía que estar ahí, tocando su canción con toda la emoción de la que era capaz!!!
Y me limpié, por supuesto, lo más rápido que pude; pero en el instante en el que iba a subirme los pantalones, otro chorro de mierda se hizo paso a través de mi cuerpo fatigado, a tal grado de no poder hacerle frente a tan inoportuno cataclismo.
Fue escandaloso, porque ahora la violencia del chorro había lanzado sendas gotas de turbio líquido bien lejos de la taza; provocando una vez más un insoportable dolor en la zona en la que debían de estar mis malditos intestinos.

"¡Regina! ¡¡¡Regresa!!!" Escuché gritar al idiota de Sebastián, cuya inteligencia no alcanzaba para comprender que solamente se trataba de una venganza. Que Regina me daría la noche de mi vida para luego regresar con él... si acaso me las arreglaba para levantarme del maldito retrete lleno de mierda que me sujetaba como una furia sin control.

VI

Debía de estar entrando ahora al cabaret, pensé.
Las voces en el callejón habían cesado justo después del típico tlac-tlac que los tacones de mujer producen sobre las calles desiertas.
Me levanté de nuevo, ahora con más cuidado; después de una meticulosa limpieza que había tardado muchísimo más tiempo del que disponía para regresar al escenario, incorporarme a la orquesta de nuevo y repartir los papeles. Todo para poder tocar de nuevo la "Canción de Amor" que me ganaría la gloria -momentánea si se quiere- de yacer junto a la mujer más hermosa que hubiese visto hasta entonces.

VII

No obstante, en cuanto logré subirme los pantalones y salir del baño, me encontré de bigote a bigote con el patrón, con el jefe, con el dueño del cabaret.

¡Carajo!

"¡Zapatitos! -me dijo el muy cabrón, sabedor de que odiaba el apodo- ¿Qué haces aquí? Ya empezó el turno de la orquesta y no sé qué mierda estás esperando. Te vine a buscar porque preguntaron por ti, maestro ¡Ni siquiera en mis sueños más candentes imaginé que una diosa como la que te anda buscando pudiera existir! ¡Maestro! Pero espera...coño... aquí huele muy mal. ¡Santo Dios! ¡Maestro! ¿Qué coño de ramera pasó en mi water? ¡Parece que dos mojones se pelearon a cuchilladas y acabaron por descuartizarse entre ellos sobre el mosaico...! ¡Eh, ven acá...!"

Yo, por supuesto, tomé por piernas la salida, pues no era ese el momento de ponerse a dar detalles sobre las acciones de los minutos precedentes.
"¡¡¡Ven acá, o te pongo el culo en la calle, gilipollas!!!"
Escuché gritar al patrón mientras corría por el pasillo hasta llegar al salón principal, y su voz resonaba en mi cabeza aun en el momento de subir al escenario en pos de mi violín, mientras derramaba la vista por todos los rincones del cabaret con la esperanza de ver a Regina.

VIII

Y la vi.
O mejor dicho, vi su espalda blanca y deliciosa alejarse con rumbo a la salida.
Todavía se detuvo un par de segundos en el guardarropa, como si le preguntara a Rosita, la encargada, si no sabía en donde podía encontrar al violinista de la orquesta, al muchacho alto y delgado que había tocado para ella, tan amablemente, su canción favorita.
Pero la pinche Rosa ni siquiera hizo el intento de buscarme. Seguramente le dijo a la joven que esas cosas a ella no le importaban, y se limitó a tomar la ficha que Regina le alargaba, y darle a cambio un abrigo fino y costoso como las perlas de la Virgen.
"¡¡Zapatitos!! -Gritó el leader de la orquesta; un cuate, trompetista él, que por lo general era simpático, pero que en ese momento se convirtió en un dictador para mí- ‘Morir por tu amor'. Tú marcas".
"Ni madre que marco", dije, soltando el violín, ante la general protesta de la orquesta, que no aceptaba otorgarme el privilegio de cobrar la noche sin haber tocado sino unos cuantos minutos nada más.
Pero la cosa era de vida o muerte.

IX

Eché a correr rumbo a la salida.
Por desgracia, cuando por fin logré alcanzar la calle no pude ver otra cosa que la silueta de un taxi -un Ford Prefect 1950, lo recuerdo como si hubiese sido ayer- desvaneciéndose en las sombras de la noche. El ujier a cargo de la puerta todavía se acercó y me dijo: "daría el sueldo de un año con tal de poder darle un beso a la pelirroja que se acaba de ir en ese taxi".
"Yo también", Dije.

X

No hizo falta ser un detective para encontrar al pachuco en la fila de beodos que descabezaban la desvelada bebiendo su depresión de espaldas al show, en la barra.
"La siguiente corre por mi cuenta", dije, poniendo mi mano de forma amigable sobre el hombro de Sebastián y señalando con la otra mano su copa semivacía. Caminé luego, mis intestinos por fin en su lugar, rumbo a mi lugar en la orquesta; pensando con resignación que las contrariedades pasan siempre en este mundo por una buena razón; razón que no siempre es evidente para quien las padece.

Y así sea.

AS

Tarímbaro, Michoacán; a 4 de junio de 2007.
Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.