sábado, diciembre 13, 2014

Casandra; segunda y última parte



Por el camino de León se encuentra, apenas saliendo de Purísima, una desviación que conduce (por vía de una hermosa y larga vereda arbolada cuya sombra invita al paseo y a la reflexión) a un extenso y hermoso valle. Hacia el oeste se ven las verdes colinas que limitan con Jalisco, divisandose al este las torres chaparras de San Francisco del Rincón. 
Si se camina lo suficiente hacia el fondo de este valle, que para los efectos de este reportaje llamaré "del rezo", pues ahí se reunieron algunos familiares míos para orar por las almas de los difuntos; se llega a un cerro erizado de riscos de apariencia inhóspita y agreste, en la cima del cual está una cabaña de madera con techo de lámina. Esa cabaña fue construida años atrás por doña Juana, con ayuda de su sobrino para descansar de sus largas excursiones; las que emprendía para recolectar hierbas y hongos característicos de las cercanías, que luego usaba en sus ritos y curaciones. No obstante, el día en el que la policía reveló a Gabriel Galavíz como el autor del secuestro, Casandra se hallaba en esa misma cabaña, prisionera, custodiada por Pedro, el carnicero sobrino de doña Juana.
Al atardecer de aquel día, Casandra tomaba café de un pocillo de lata, preparado en una fogata constante que Pedro encendía a esa hora y dejaba abrasando durante la noche, sabedor que nadie iría a buscarlos ahí: un lugar de fama siniestra, protegido por una alta  e invisible muralla de superstición. 
Ya estaba apaciguado, más tranquilo; casi satisfecho. No como la primera noche que habían pasado juntos y solos ahí. Noche afiebrada, de manos inquietas para Pedro y sueño tranquilo para Casandra. Y es que la vieja había sido muy clara: era menester que el hombre no la tocara, hasta no descubrir la fuente de sus poderes adivinatorios; el secreto de esas visiones que habían puesto en peligro su posición de privilegio en la imaginación del pueblo. Un lugar ganado a fuerza de muchos años de trabajo paciente; de muchos años de constante sacrificio. Pedro no entendía la razón de tan tajante prohibición. ¿No había sido él quien se había arriesgado para robarla? ¿Cuando después de tantos años de verla crecer y desarrollarse frente a él, la codiciaba ya sin ambigüedades, debía respetarla? Pero doña Juana le dijo en tono perentorio lo que era de todos sabido: que las artes mágicas de cualquier doncella se pierden con el contacto carnal.
Era cierto que no se había resistido al robo, y que tampoco se resistiría a otras cosas, tan mansamente se había portado desde un principio; y eso hacía todavía más insoportable la cercanía de esa hembra tan deseada e indefensa. Su piel blanca y delicada pedía sus caricias, y no podía apartar su vista del escote turgente y generoso de su camisón de dormir. Tanto, que era incapaz de advertir la mirada de dulce compasión con la que aquellos ojos lo miraban cuando no estaban cerrados en lo que parecían largas y silenciosas plegarias.

La segunda noche, Pedro se levantó del petate en el que se había acostado, y camino en silencio al camastro en el que Casandra dormía plácidamente. De afuera llegó la momentánea claridad de un relámpago, luego su trueno, y un copioso aguacero se desplomó desde las alturas sobre la cabaña, resonando en la techumbre. Tal vez por eso la joven no se dio cuenta de lo que ocurría sino hasta que sintió las toscas manos del carnicero recorrer sus brazos, primero, y luego sus piernas, con la torpe ansiedad de quien busca algo ahí sin poder encontrarlo. Ella se quedó muy quieta, dudando si acaso aquello era una de sus recurrentes pesadillas o, para su desgracia, estaba despierta; pero el olor acre del sudor, la respiración agitada y la cercanía del deseo ajeno le quitaron la duda de golpe. Aún así, tardó un segundo más en comprender que resistirse con la fuerza no le iba a servir de nada. Su siguiente pensamiento debió ser para la única potencia capaz de ampararla en ese supremo predicamento porque, según afirman los testimonios, logró bajarse del camastro en el momento en el que Pedro estrechaba el abrazo. Éste pensó que la muchacha haría por alcanzar la puerta, y se felicitó por haber tenido la precaución de atrancarla. Lejos de eso, sin embargo, Casandra camino en la penumbra hasta un altar en la pared adyacente, en donde unas veladoras rompían—vacilantes—las tinieblas de la cabaña; y ahí se arrojó al piso frío y oloroso a petricor para abrazar afanosamente una cruz de palo seco; cruz con un Cristo sufriente y sanguinolento la cual, embadurnada de aceites, resinas ceremoniales y hierbas milagrosas se alzaba—fija en la tierra—más alta que una persona sobre sus pies. 
Pedro pujó entonces, exasperado, y dudo por un instante. La muchacha no había gritado, y sin embargo podía escuchar, no con los oídos de su cuerpo sino con otros, un clamor que venía de todas partes y de ninguna al mismo tiempo. No se había defendido, y aún así sus manos ardían como cruzadas por heridas profundas e innumerables. En medio de su aturdimiento pudo intuir que todo aquello no era sino una maldición que la cruz que ella abrazaba estaba dejando caer sobre él.
Eso lo asustó. Pero la picazón irresistible y grata del deseo estaba ya en su sangre, y después de unos segundos de vacilación alargó los brazos, sujetó a Casandra por los tobillos y trató de separarla de la Cruz con tirones bestiales y espasmódicos que al principio no tuvieron efecto alguno. Aquella enorme cruz apenas se movía con cada poderosa sacudida, y los brazos de Casandra la ceñían como el acero de un candado. El carnicero gritaba: ¡suéltala! una vez con cada jalón, y poco a poco fue siendo obedecido. Una hora una hora después, la joven soltó la Cruz.
Exhausto, vencido en su victoria, Pedro levantó a Casandra y la puso de nuevo en el camastro. A causa del cansancio estuvo a punto de recostarse a su lado y quedarse dormido sin más avances, pero pudo más la porfía; pues el deseo implacable seguía vivo, y desvistiéndola la gozó como se gozaría con un cuerpo inerme.
Después llegó la calma. Casandra no dijo una palabra, ni Pedro le pregunto nada.

Casandra terminó su café, y Pedro avivó el fuego, justo en el momento en que una figura pequeña y saltarina se abrió cuesta arriba saliendo de la vereda arbolada. Era doña Juana montada en un jumento, el cual en pocos minutos la llevó hasta la casa. 
En cuanto desmontó, Pedro le dio un café en la olla de barro, y le puso una cobija sobre los hombros pues comenzaba a refrescar. La vieja lo miró, recelosa, y aunque la escena que veía no parecía fuera de lo que esperaba, tuvo un presentimiento. Lentamente caminó hacia donde Casandra tomaba su café, cabizbaja, y levantó su cabeza poniendo la mano en su barbilla en un gesto casi tierno. Se acercó, y miró dentro de sus ojos con la intención de los abismos en busca de la luz profética que desde su regreso de México resplandecía en ellos. La chamana de Purísima sintió un escalofrío al no ver otra cosa que las profundas tinieblas de un alma derrotada y sin esperanza. Aquella pérdida le provocó un momentáneo aturdimiento. Lentamente soltó la barbilla de la joven, dio un paso atrás y, aunque los testimonios difieren un poco en cuanto a lo que después ocurrió, podemos afirmar que doña Juana se volvió entonces hacia su sobrino y le gritó con todas sus fuerzas:
“¡Animal; malnacido, hijo del demonio! ¿no te dije cuatrocientas veces que no la tocaras ni con las intenciones? ¡Ni siquiera con las malditas intenciones!"
Fue entonces que se acercó a la fogata y tomó uno de los leños que la alimentaban, en cuyo extremo brillaba un tizón humeante que blandió, caminando lentamente hacia Pedro, sin dejar de vociferar. El sobrino retrocedió un par de pasos, y doña Juana se detuvo entonces; Como indecisa. Dejó de insultarlo y por un momento se ausentó de la escena. Casandra la contemplaba con serena atención. Sin moverse y con los labios tremolantes como si murmurara un secreto.
Doña Juana dijo: "no se puede castigar el fuego con el fuego. Es un caso ya perdido. La mujer; la magia; la profecía, ese tesoro que me hubiera alargado la vida hasta la eternidad me lo arrebató tu urgencia. Tu imprudencia." luego dejó caer al piso el tizón luminoso, anaranjado, y se sentó a merendar en silencio, en una actitud de profundo abatimiento.
Pedro se había sentado. Su rostro no traicionaba siquiera la sombra de un pesar, o un arrepentimiento. Cuando vio que la vieja se calmaba él pareció entender algo. Uno como mensaje cifrado contenido en sus palabras y movimientos. Pesadamente, el carnicero se puso de pie, caminó unos pasos hacia el cobertizo y tomó un enorme cuchillo para destazar; se sentó de nuevo, y comenzó a afilarlo parsimoniosamente.
Doña Juana se fue de nuevo al pueblo terminada su merienda, montada en el mismo cansado jumento, en tanto que Pedro y su prisionera se fueron a dormir. Casandra no se defendió ahora, cuando Pedro la tomó sin decir una palabra; tranquilo por hacer las cosas a su manera, ya a toro pasado, y sin haber sido castigado. Ni siquiera él había entendido las palabras de su tía, y aunque las hubiera entendido a él le daban lo mismo las ambiciones de poder y eternidad que la vieja pudiera tener. 
Casandra durmió cansada y presa de la pesadumbre. Al dar las tres de la mañana, sin embargo, se despertó de repente. Había tenido la visión más clara y poderosa de toda su vida, y tuvo miedo. Al ver que Pedro dormía se levantó, y cubriéndose con la cobija abrió la puerta, para en silencio tomar el camino del pueblo. 

Al día siguiente, poco antes de las 11, el carcelero abrió la celda de Gabriel, y le dijo: "puedes salir. Estás libre".
Gabriel no se movió. No había podido dormir en toda la noche, torturado por la idea siniestra de que Casandra pudiera haber huido con el carnicero; y sin embargo a esa hora, y con la luz de la mañana entrando por la rejilla, sus sospechas perdieron su filo y hasta le parecieron ridículas e infantiles. Se sorprendió de haber podido temer semejante traición  de una mujer tan buena y devota como Casandra. ¿No era acaso ella quien le decía todo el tiempo que fuera un hombre formal, sin engaño en su corazón, sin mentiras en su boca? Por eso, en medio de su aturdimiento y su fatiga, fue incapaz de escuchar lo que se le decía; y hasta después de unos segundos pudo darse cuenta de que la figura en la reja abierta no era producto de su imaginación, sino un policía real que agitaba el enorme manojo de llaves en su mano para llamar su atención.
“¡Hey, paisano!” Insistió este; "que ya te vayas".
Gabriel se enderezó en la dura tabla que hacía las veces de cama. "¿Cómo?" Preguntó, intrigado. Lo primero que pensó fue que su contacto en Guadalajara había comparecido para corroborar su coartada. "¿Por qué?”
"No sé bien" dijo el de las llaves. "Creo que apareció la muchacha".

La luz del sol lo cegó por un momento al salir de la comandancia. Hacía un poco de frío, y comenzó a ponerse el saco mientras trataba de resistirse al resplandor en busca de alguien que hubiera ido a recibirlo. Por desgracia, la persona con la que se encontró, y que reconoció tras un par de angustiosos segundos, no era su novia recuperada; como esperaba, sino la vieja chamana, doña Juana.
"Pobre muchacho" exclamó ella, pasando la mano por su traje sucio y oloroso a días de sudor y excremento. "Mira cómo te han dejado estos mal nacidos. ¡Y todo por los errores juveniles de una mujer inconstante!".
El cuerpo de Gabriel se pensó; pero no dijo nada. La vieja sintió su turbación.
"Claro" siguió diciendo, afectando una profunda decepción. "No será la primera vez que los actos libertinos de mujeres impías sean pagados por hombres inocentes y bien intencionados".
"Le pido, doña Juana" la interrumpió Gabriel, "que se explique de inmediato, porque sus habladas me caen de peso después de lo que me han hecho. Si habla de Casandra, me acaban de decir que apareció, y se encuentra bien. Voy a verla en este momento".
"De que se encuentra bien, de eso no tengas duda", le dijo doña Juana, insidiosa. "Si no habré tenido yo que ver con eso."
"Eso es imposible. ¿De qué está hablando?"
"La conciencia, Gabrielillo; es una mala consejera, y la compasión un mal sentimiento. Pero, ¿qué iba a hacer yo, viendo que por causa de la temeridad del Pedrito y, sobre todo, por la liviandad de Casandra, usted pasó tanto tiempo preso? Eso no se le desea ni a un enemigo, mucho menos a un buen vecino como lo es usted."
Al escuchar ese nombre, Gabriel sintió una corriente eléctrica que lo sacudió y lo fijó en su sitio.
"¿Qué dice?" Preguntó; en su voz había una sombra de amenaza, de peligro latente.
"Digo que, perdóname Gabriel, pero debo contártelo por tu bien y por el de tu conciencia, que cuando fui a la cabaña que tengo en el valle, camino de San Pancho, un lugar de oración en el que busco la comunión con Dios y los santos, lo encontré contaminado por la corrupción y el pecado que por vía de esa mujer ha llegado al pueblo. No; no me mires así. No es conmigo con quien tienes que desquitarte, pues nada tengo yo de culpa en este asunto. Es esa alma negra de Pedro, mi sobrino, a quien todos mis esfuerzos no han bastado para corregir, el que cayó víctima de la seducción de Casandra. ¡Malhaya el momento en el que la conociste, muchacho!"
"¿Me está diciendo…" Dijo Gabriel, la voz ahogada por un sollozo "…que mi novia fue secuestrada por ese carnicero?"
"Yo no diría que la secuestró, Gabriel; porque Pedro puede ser necio y hasta algo malvado, pero no tonto. ¿Para que conseguir por la fuerza lo que puede obtenerse por puro convencimiento?”
"¡Eso no es cierto, doña Juana!" Tronó Gabriel sin poderse contener. "¿Estaban los dos allá en la cabaña? ¡Necesita darme una prueba para que yo le crea esa barbaridad!"
"¿Prueba? ¿Qué prueba puedo yo darte si los vi ahí, abrazados y felices después de pasar la noche juntos? ¿Crees que mentiría en un asunto tan grave que te ha costado tantas horas de cárcel? Pero si no me crees, ve y habla tu mismo con ella. Yo ya lo hice, y le dije cosas tan duras como para romper su corazón de piedra y convencerla de regresar con sus padres, las únicas personas en la tierra de quienes puede esperar comprensión o piedad para su conducta."
Gabriel se tambaleó. Los testigos afirman que el mundo daba vueltas a su alrededor y por unos momentos se sintió desvanecer sobre el piso. Las pesadillas de celos que por la noche lo mantuvieron en vela regresaron de golpe a su corazón llenándolo de odio y hambre de venganza, con la cual salió casi corriendo rumbo a su casa.

Al entrar, Gabriel fue por las recámaras buscando a su padre, pero no estaba en la casa. El joven se preguntó si acaso ya sabría la noticia de su liberación; de ser así ¿porque no había ido a recibirlo? Seguramente nadie se tomó la molestia de avisarle.
Entró a su recámara, y al mirarse al espejo se sobresaltó. No se reconocía en el reflejo: sus ojos afiebrados; la barba crecida, la piel seca y los cabellos en desorden le devolvían la imagen de un loco. Incapaz, sin embargo, de ligar su aspecto a su estado, abrió un cajón de su ropero y, de acuerdo con el plan que lo obsesionaba desde su encuentro con doña Juana, sacó un viejo revólver, herencia de su abuelo el maderista. Con una ansiedad que iba en aumento buscó la caja de balas, temeroso de que su padre les hubiera tomado, o escondido. Por ello soltó un ligero gemido al encontrarlas, mitad presentimiento, mitad victoria. Con manos temblorosas cargó el arma, tardándose en ello lo que a él le pareció una eternidad. Luego tomó un puño de balas y se lo puso en el bolsillo; como si en su locura imaginara que se preparaba para enfrentar un ejército, cuando lo que anhelaba era solamente matar a dos personas. 
Fue así que, siguiendo los reportes de testigos, podemos establecer que Gabriel fue a salir de su casa sin haberse cambiado de ropa, o siquiera lavado el rostro demacrado y sudoroso; y al abrir la puerta se encontró de frente con Casandra, quien se disponía a tocar la puerta.
Los dos se quedaron petrificados; silenciosos. Gabriel ya presa de incontrolable agitación y su novia con la cabeza baja y una mano sobre el corazón, batallando con el llanto que se abría paso, incontenible, hacia sus ojos.
Tras ese momento de perplejidad fue Gabriel el primero en moverse: alargó la mano, sujetó a Casandra por los cabellos y, con un tremendo jalón, la hizo entrar casi en vilo a la casa, arrojándola violentamente en el centro de la sala. Ahí estaba ella, tendida sobre el piso, doliéndose del tirón y la caída, cuando Gabriel, fuera de sí, le dio un fuerte empujón con el pie, sacó la pistola que se había fajado en la cintura y la encañonó sin compasión.
"¡Eres una puta!" Le gritó.
"¡No!" Alcanzó a decir ella en un lamento, pero Gabriel ya estaba de nuevo lanzándole una patada en las costillas la cual, aunque lanzada con más amargura que fuerza, le sacó un pujido y la hizo rodar boca arriba. 
"¿Cómo te atreves a deshonrarme a mí y a mi familia de esta manera?" Se quejó Gabriel, presa del delirio. "¡A mi! ¡Quien a pesar de todo lo que se contaba de ti, a pesar de las cosas raras que inventabas para justificar tu expulsión del noviciado estaba dispuesto a darte mi apellido!”
Casandra levantó la mano en un gesto que parecía suplicar una oportunidad para hablar, pero él la apartó de un fuerte cachazo de su pistola. Ella dio un grito mientras se sobaba angustiosamente el golpe.
"¿Ves esta casa?" Siguió Gabriel cada vez más exaltado, blandiendo la pistola para señalar los confines de la sala. "Esta casa, puta, iba a ser tuya. ¡Es la herencia sagrada de mis padres que estuve a punto de poner en tus manos mugrosas y pecadoras!".
“¡Nooooo!” Gritó ella de nuevo, sin dejar de sobarse la mano lastimada.
"¿No? ¿No qué? ¿Vas a negar que pasaste la noche con el carnicero?" Le gritó, y luego insistió: "dime, puta, ¿pasaste la noche con el carnicero?"
Casandra supo que no podía mentir.
"¡Sí!", Dijo; y luego: "… Pero escúchame, Gabriel, por favor…"
Pero aquél no la dejó terminar. Dejó escapar un bramido animal, primigenio, y fue a tomar una silla del comedor; la rompió contra el piso y tomó una de sus patas para azotar con ella a Casandra por todo su cuerpo. Nunca, ni en sus momentos de mayor enojo, Gabriel creyó tener semejante violencia dentro de sí; era como haber comido durante dos noches tanta humillación, miedo y orgullo herido como para vomitar fuego durante muchos años. Se vio, en ese momento de tormenta homicida, en un callejón sin salida. Tendría que irse del Estado, comenzar de cero en otra parte; tal vez jamás podría casarse, sus padres morirían de pena. A cada pensamiento, Gabriel dejaba caer un golpe sobre Casandra, quien repetía una y otra vez, en voz ahogada por la sangre y la piedad, que la dejaran hablar.
Finalmente, Gabriel se desplomó sobre el piso, exhausto. Jadeaba intensamente y estaba cubierto de sudor. Su novia yacía junto a él, cubierta de golpes y raspones por todo el cuerpo; la ropa desgarrada a trechos. Tenía los ojos entrecerrados y de su boca salía un hilo de sangre que comenzó a encharcarse sobre el tapete.
Gabriel pensó que la había dejado inconsciente, pero después de unos segundos ella escupió una bocanada de sangre y dijo:
"¡No lo vayas a matar!"
Gabriel se derrumbó finalmente al escuchar estas palabras. ¿Sabía Casandra que al pronunciarlas se estaba sentenciando a muerte? ¿Cuándo—se preguntaba—había tenido su novia una muestra de abnegación semejante por él, por Gabriel? Recordaba que nunca quiso darle sino un beso breve muy de vez en cuando; si lo tomaba de la mano su apretón era frío, sin entusiasmo; si él trataba de abrazarla ella lo apartaba. ¡Qué terribles momentos había pasado esperando una caricia, una palabra dulce que nunca llegaron. Él, Gabriel, era quien tenía que mendigar cada contacto, cada mirada. Su mano era incapaz de tocar la mejilla de ella sin un temblor nervioso ante el inminente rechazo; el gesto de desagrado que se le enterraba en el corazón como una estaca. ¡Y él había elegido respetarla! Sería la cercanía del noviciado; pensaba. Estaba reservando las joyas de su piel para la noche de su matrimonio. No podía hacer otra cosa. ¡Y que engaño tan diabólico había sufrido! Al carnicero se había entregado toda entera y sin reservas. Y lo amaba. Lo amaba como nunca lo amaría a él; a Gabriel. Al hombre fiel y cabal que por ella había terminado en la cárcel. Tanto así, que en el momento desesperado en el que padecía tanto dolor, Casandra no podía pensar sino en salvar a su amante de la muerte. 
"¿Y todavía lo defiendes?" Le gritó, inclinándose para atronarle los oídos. "¡Eres una cualquiera!" Y luego repitió más bajo: "una maldita cualquiera, mal nacida.”
Entonces empuñó su revólver con ciega determinación, y lo acercó a la cabeza de su novia.
"No. No es eso." Murmuró ella desde las profundidades de su cuerpo destrozado; de su conciencia en calma. Se había dado la vuelta para verlo a la cara. "Me preocupas tú. Tú, nada más. Lo vi en un sueño… Gabriel; si lo persigues… te matará."
Pero Gabriel se encontraba ya en un infierno al que las buenas intenciones no llegaban, sino solamente las palabras crudas y sin bondad que en ese abismo significaban siempre otra cosa.
"Maldita infiel. Maldita mentirosa;" Gabriel hizo una pausa para tomar aliento y gritar: "¡no te creo! ¡No te creo! ¡No te creo!"
Luego presiono el revólver sobre la frente de Casandra y disparó una; dos veces. 


Epílogo

La vereda que conduce al valle. Es de noche, y aunque hace frío ha dejado de soplar el viento. Por en medio de los árboles que, a los lados, parecen soldados enormes que se hubieran formado en una correcta valla de honor, camina apresuradamente la ruina de lo que alguna vez fue un hombre.
Se trata de Gabriel. O para mejor decir, su cuerpo que como aún autómata se dirige a cobrar venganza del carnicero. ¿Su alma? ¿Su inteligencia? Ésas y otras cosas que hacen de un hombre tal ya no las lleva consigo. Quedaron desperdigadas; olvidadas por partes en distintos lugares por los que ha pasado en las últimas horas. Una parte reposa sobre el cadáver de Casandra, después de que como un golpe, como un mazazo lo sacudió la conciencia de su delito. Otra parte, tal vez la última, sobre las manos de su padre, quien al ver el extremado desastre le dijo que no se preocupara, que él mismo asumiría la autoría del crimen y luego, al negarse Gabriel a ello sin dejar de llorar, lo exhortó con amor a que se entregara para enfrentar su culpa, sin lograr convencerlo. 
Por eso es que sólo un cuerpo vacío recibió la primera cuchillada, urdida por la espalda,  de Pedro, quien se acercó en total sigilo, aprovechando la turbación de esa cabeza sin pensamientos ni deseos; ocupada si acaso por la obsesión de la muerte. A ese golpe siguió otro, y otro más; y no cesaron hasta que Gabriel no era sino un confuso montón de piel rota y sangre derramada del que Pedro se alejó perdiéndose en la noche para siempre. Al momento de escribir estas palabras continúa prófugo de la justicia. Eso si hemos de creer los testimonios a nuestra disposición y pienso: ¿por qué no los creeríamos? 

AS 

Morelia; Septiembre—Octubre de 2014. 

sábado, noviembre 22, 2014

Casandra; primera parte



Conocí la historia de Casandra Sierra por casualidad; una casualidad nacida de la nostalgia pues, cuando me encontraba en León trabajando para el Teatro del Bicentenario, dediqué una tarde libre a caminar por el centro de esa ciudad en la que serví como misionero a los 20 años. Cuando vagaba por la calle Justo Sierra pase por enfrente del archivo histórico y, llevado por una extraña fuerza más allá de la curiosidad, me dirigí a la bella hemeroteca. 
Casandra me esperaba en una de las mesas de consulta; en la forma de un cuadernillo abandonado que había sido publicado por el Heraldo de León en el año de 1957; el mismo de su fundación. Tal vez alguien lo estaba consultando y había ido a comer algo, o estaba siendo recatalogado, no lo sé. El caso es que lo tuve a mi disposición el tiempo suficiente para hojearlo y encontrar la peculiar historia que me electrizó y que aquí reproduzco.
Se trata de un reportaje que llamó mi atención por dos razones: su inusual extensión, y el peculiar estilo con el que fue escrito, tan ajeno y al mismo tiempo emparentado con el estilo habitual del la nota roja en la que fue originalmente encuadrado en la edición del 6 de mayo de aquél año. El reportaje está firmado por el corresponsal en San Francisco del Rincón, Sam Larios, y lo reproduzco sin cambios, a excepción de errores evidentes y mexicanismos que han caído en desuso reemplazándolos con equivalentes más actuales.
Espero que los lectores de El gabinete de Doktor Faust lo disfruten y encuentren en sus páginas lecciones importantes de vida.

La verdad sobre el caso de las Profetisa de Purísima, en el testimonio de quienes la presenciaron

Por Sam Larios, corresponsal del Heraldo de León.

Afirman los testigos que los trágicos acontecimientos pudieron haberse evitado; que todos en Purísima se encuentran destrozados ante la magnitud de la tragedia, pero que cuando Dios decide hacer las cosas de una determinada manera, ni la ley ni los hombres pueden hacerlo cambiar de opinión. Afirman que no era para tanto; que casos como ese pasan todo el tiempo sin llegar a semejantes extremos pero que, de cuando en cuando, del cielo bajan ejemplos vivos y patentes del mucho daño que algunos pecados pueden causar.

Los testigos afirman que, a fines de enero del presente año, la señorita Casandra Sierra volvió a su natal Purísima después de pasar una temporada en la Capital de la República. En dicha ciudad, dicen, había vivido durante dos años enteros; de los 17 a los 18 de su vida, con el propósito de ingresar a la congregación de las Hermanas Franciscanas de la Inmaculada Concepción (HFIC). Afirman que vivió en paz y armonía en la Casa General de la congregación hasta terminar su noviciado si bien, al ser invitada a tomar los hábitos, Casandra confesó no sentirse llamada a la vida en comunidad, y regresó entonces a casa para tristeza de las franciscanas, quienes ya se habían encariñado con esa novicia atenta y servicial.
Otros testigos, sin embargo, desmienten esta versión, afirmando que el noviciado de Casandra fue todo menos tranquilo; que frecuentemente llegaban a casa de la familia Sierra, en la calle de Libres Núm. 2501, cartas en las que la madre preceptora relataba llena de preocupación las extrañas e inexplicables visiones y los constantes presentimientos por cuya causa Casandra llevaba una vida inquieta y miserable. Los testigos, lamentablemente, no pueden aportar más detalles sobre el particular. 

Afirman, sin embargo, que Casandra regresó a Purísima como la misma muchacha sonriente y amigable que se había ido; lo cual quiere decir que, tormentoso o tranquilo, el noviciado no había sellado su corazón o afectado sus costumbres, a diferencia de otras aspirantes que luego visitaban a sus familias y trataban a sus amigos o conocidos con exagerada mansedumbre algunas, y otras con apenas disimulada soberbia; dos extremos que acusaban, de acuerdo con otro testigo, la falsedad de sus vocaciones; ello sin importar si se trataba de novicias o religiosas que habían ya tomado los hábitos: "todas son lo mismo, o casi todas" sentenció el informante anónimo, “se van de monjas para que las admiren. Nadie les reconocería casarse y tener hijos; eso no es ninguna hazaña, pues luego ni tus hijos te saben dar las gracias; lo mismo cuidar un marido o mantener limpiar una casa. Ellas, hambrientas de elogios, pero huevonas lo mismo, se van de monjas para, sin afanarse tanto, sentir que hicieron algo especial".

A pesar de ello, personas cercanas a la familia dicen que los problemas que afligían a Casandra en la casa general continuaron en Purísima. Su madre contaba que la joven vivía noches muy inquietas y pasaba horas meneándose de un lado a otro de su cama, murmurando palabras en lenguaje fuereño, de sonido muy antiguo; como de ángel o de diablo. Despertaba de esos sueños extrañamente fresca y descansada, recordando con detalle cada cosa que había visto sin olvidarlo lo cual, como se sabe, le ocurre a muy pocas personas.
Aún así, eso no era lo más alarmante, lo más escalofriante de todo; sino que una mañana en la que estaba desayunando con su familia, Casandra contó que había visto en sueños a Simón, el talabartero de la calle Zarco, que hacía las más hermosas sillas de montar, albardas y aparejos de ahí hasta San Juan de los Lagos. Lo vio muy enojado; tanto, que en un arranque de furia ayudada por la bebida tomó una cortadora curva y se la encajó a su mujer en la espalda cuando fue a pedirle dinero, hiriéndola de mala forma. Su madre escuchó el sueño con la misma actitud, entre cavilosa y circunspecta, con la que había escuchado los anteriores; sin prestarle demasiada atención, ello a pesar de que por primera vez hablaba de persona conocida, cuando hasta entonces la muchacha había soñado a tipos que, más que gente común, parecían el producto de su mente afiebrada. 
¡Imaginen la sorpresa de la señora al enterarse de que el delito se produjo esa misma tarde, justo como su hija lo había contado! Aunque supersticiosa como la mayoría de las lugareñas, la mujer comenzó por darle al suceso el tono de una casualidad, pero luego se sintió tentada a indagar sobre noticias semejantes a las que su hija había visto en sueños, y en cuatro de cinco casos encontró a alguien que le dio detalles de un acontecimiento ocurrido en el pueblo o en sus cercanías, demasiado parecidos a las visiones correspondientes como para no tomarlos en cuenta.

Afirman los testigos que la primera persona en saber sobre los hechos, fuera de la familia, fue el señor cura de San Francisco del Rincón, quien fue por cuatro años confesor de Casandra. Hombre maduro y santo, de mucho ayuno y lecturas, quien escucho la historia desde su origen, negándose luego a darle crédito y mucho menos importancia. Creía, eso sí, que Casandra vivía atormentada por aquellos sueños, por mucho que su familia los padeciera más que ella misma, y declaró en tono pontifical que de ningún modo podían predecir el futuro. Eso, dijo, era un don de Dios, y esos sueños eran inspirados por el diablo y sus demonios. No era de sorprenderse, agregó; porque el que su antigua hija espiritual hubiese dejado el noviciado había sido un feo desaire para Dios. Como si se hubiera prometido en esponsales a Jesucristo y el día de la boda lo dejara plantado frente al altar.
Esas palabras hicieron que la joven regresara a Purísima en un estado de fuerte agitación. Esa misma noche soñó a su confesor montado sobre un Pegaso (sin conocer tal nombre lo describió, es natural, como “un caballo con alas de ángel") el cual no podía alzar el vuelo, por más que lo intentara. Una de sus alas estaba rota. 
Lo primero que hizo al amanecer del siguiente día fue ir de nuevo a San Pancho para contarle al señor cura el sueño. Apenas y lo alcanzó, pues iba saliendo rumbo a León y Silao, y el cura soltó una risa benevolente cuando Casandra le suplicó que no viajara pues, aseguró, sufriría un gran contratiempo. Palmeo a la muchacha en la mejilla, ensimismado en su propia superstición, y sonriendo se subió al automóvil; no sin antes aconsejarle amorosamente que rezara el rosario cada noche antes de dormir, si era posible con su madre; meditando solemnemente los misterios gloriosos. 
Así lo hicieron, y no se sorprendieron ya cuando les dijeron que, de regreso de Silao, el chofer del señor cura se había dormido al volante, saliéndose del camino y volcando el auto de fea manera. Afortunadamente él había salido ileso, pero el presbítero quedó inmóvil por tres meses, con una pierna rota y mucho en qué pensar.

La segunda persona que escuchó noticias acerca de los recién descubiertos dones de Casandra fue, de acuerdo con los testimonios a nuestra disposición, una mujer anciana llamada por los lugareños doña Juana. Nacida y criada en Purísima, era desde el amanecer del siglo la partera que había ayudado a nacer a medio pueblo; curandera y consejera; cartomanciana, celestina, huesera, ayudadora de venganzas y amores desgraciados; yerbera lo mismo que alquimista según se terciara la cuestión y, de acuerdo con el párroco, quien no quiso dar su nombre porque “todos saben quien soy”, también hechicera y bruja. 
Ahora bien, de cómo trabó conocimiento doña Juana con los hechos hasta donde han sido aquí narrados ningún testigo lo ha declarado, pero es fácil suponer que el criado del señor cura, quien estaba presente cuando su hija espiritual le predecía el desastre, no pudo evitar ver todo el asunto con ojos de superstición y referirlo, aumentado y distorsionado, a la única persona de las cercanías (y la fama de doña Juana trascendía el Bajío, para atraer consultantes de ciudades tan lejanas como la mismísima Morelia, o Guadalajara) que podía explicarlo.
Así; tres días después del accidente del señor cura, doña Juana interceptó como si fuera casualidad a Casandra y le pidió que por favor la acompañara al mercado para ayudarle con un bulto de carbón. Dicen los testigos que la muchacha regresaba de oír misa y aceptó con gusto, no sin antes advertirle a la curandera: "pero vamos rápido, porque tiene que despabilar la veladora de San Miguel Arcángel".
Doña Juana cayó, asustada o, mejor dicho, presa de un temor religioso completamente nuevo para ella; porque tenía años de no recibir a su casa ni a Casandra ni a nadie que la frecuentara, y por ello no había forma de que supiera que, en efecto, tenía una imagen de San Miguel frente a la cual ardía una vela perpetua cuyo pabilo recortaba para evitar que la flama se inclinara sobre el aceite más de la cuenta. Aún así, doña Juana aparentó calma y pasó por el carbón que, sin necesitarlo, había puesto como pretexto, encaminándose luego a la casa que lo mismo le servía de vivienda que de consultorio. Antigua casa de adobe era aquella, con una pequeña huerta al frente, herencia de su padre muerto en la cristiada. Ahí, en el cuarto de opresivo ambiente reservado para el oscuro ritual de los demonios estaba el Santo alado y, a unos centímetros, la veladora cuyo aceite chisporroteaba furiosamente, la flama inclinada sobre éste, amenazando con encender la brea mineral con la que estaban calafateadas las paredes.
“Cuéntame, Casandra"; le dijo la vieja, el alma ennegrecida por un presentimiento; incapaz de agradecer la oportunidad del aviso. "Cuéntame cómo es que sabías que el San Miguel estaba a punto de prender llama". 
Y la muchacha le contó todo, sin saber que con sus palabras invocaba la muerte y el dolor.

Porque los testigos afirman que los poderes adivinatorios que parecía poseer no eran el único secreto de Casandra. Había otro, que la joven había ocultado a todos y ni siquiera su confesor conocía. Por eso, después de escuchar la historia de los sueños y las visiones que hasta en pleno día le presentaban escenas que luego ocurrían con escalofriante precisión; doña Juana se dio cuenta, con esa intuición que algunas personas tienen para detectar la secreta turbación de las almas jóvenes, de que no todo estaba dicho en esa conversación.
“Mi niña; a ti te pasa algo", dijo la vieja. Había salido del cuarto de los ritos para ir a conversar en el patio; un lugar sombreado y fresco, que invitaba a la confianza y el descanso. Se acercó sonriendo, y le puso la mano huesuda y arrugada sobre el hombro.
“A él no lo vi en sueños ni apariciones", dijo entonces Casandra, bajando la voz. "Sino estando bien despierta; pero debe creerme, doña Juana, cuando le digo que ninguna visión me impresionó más que sus ojos; y ninguna profecía podía compararse al poder de sus palabras.
Y le contó como Gabriel, el hijo del doctor Martín Galavíz, uno de los tres médicos del pueblo, le había hablado, y tras poca charla se habían enamorado. No era un hombre guapo, y sin embargo había en sus maneras apostura, y compromiso en lo que decía. De inmediato la muchacha le había correspondido, con las reservas y distancias de un noviazgo honesto; pero estaba indecisa en cuanto al momento y a la manera de decírselo a sus padres, asunto delicado y pedregoso. Ahí se produjo una pausa en el relato y a Casandra se le iluminó la mirada con una idea. ¿Sería doña Juana tan amable de ayudarla? Sin duda ella había conocido casos como ese en el que la vocación matrimonial había seguido por muy poco al abandono de la religiosa, y tendría mejor idea de qué palabras harían más fácil a unos padres devotos aceptar su nuevo estado.
La vieja comenzaba a protestar para rechazar semejante encargo cuando la joven la interrumpió con un gesto de la mano: había algo más. Gabriel no era su único pretendiente. Pedro, el carnicero del mercado, se había entregado a la tarea de perseguirla desde su regreso a Purísima; endulzando con requiebros malsonantes sus inaceptables requerimientos de amor carnal. Gabriel conocía sus intenciones y le tenía una brutal ojeriza al carnicero. Sus deseos de violencia contra él se calmaban sólo cuando Casandra le prometía que, hecho público su noviazgo, aquel dejaría de molestarla.
Doña Juana era madrina y protectora del carnicero, quien le servía con la solicitud y ferocidad de un esclavo sin que, al parecer, la exnovicia estuviera al tanto de esa relación por lo dilatado de su ausencia, y oída la historia la vieja mudó su actitud de inmediato. Le dijo a la enamorada que no se preocupara. Le agradeció haber pensado en ella para tan delicada cuestión, pero entendía la incapacidad del confesor o el señor párroco, quienes sin duda esperaban aún que cambiara de opinión y regresara a tomar sus votos, para comprenderla y ayudarla.
La despidió dándole una infusión para bien dormir, recomendándole encarecidamente que no dijera a nadie una sola palabra sobre esa entrevista.

Pocos días después, en la ruinosa comandancia de policía, se recibió la escandalosa denuncia de que Casandra había desaparecido. De acuerdo con los testigos, fue su madre la que acudió a declarar que la noche anterior su hija había llegado a casa después de la misa, como siempre tranquila, y comentando los chismes del atrio con el desinterés habitual por las vidas ajenas. Preguntó, sin embargo, si acaso no se habían recibido visitas durante su ausencia; pregunta extraña tomando en cuenta, primero, que las visitas eran raras para esa familia y, segundo, que era la segunda vez que la hacía en la semana. La señora respondió que no, y Casandra se sentó a merendar sin volver a mencionar el asunto. La joven habló poco de frente al pan (concha y chilindrina) y el chocolate (con leche, muy dulce y espeso, a la manera española que acostumbran los religiosos). Dijo que el párroco se había exaltado mucho en su sermón, que si continuaba haciendo semejantes corajes antes de la merienda se le iba a derramar la bilis; algo que, de acuerdo con los testigos, ocurrió la semana siguiente sin tener nada que ver con esta historia. Casandra, finalizó entonces la mujer, fue a su cuarto tras despedirse y a la siguiente mañana, al ir arriba el sol sin que ella bajara, la fue a buscar. La habitación estaba vacía; la cama destendida y la ventana abierta. A pesar de ver algunas muestras de leve violencia (una botella de glicerina tirada; la mesa de noche fuera de sitio) afirmó categóricamente que no escuchó ruidos durante la noche.

La policía, pues, comenzó a investigar; y las mujeres a chismear, y los testigos afirman que fueron los dichos y comentarios que se decían lo mismo en las calles que entre negocios y casas los que abastecieron a la autoridad con información, y no el serio y verdadero trabajo policial que se esperaba de ella. Tal vez por eso el primer arrestado como sospechoso del secuestro—porque te secuestro y robo se hablaba—de Casandra, fue Gabriel Galaviz, a quien una de las de muchas habladurías señalaba como enamorado de la muchacha o su novio oficial, inclusive; por mucho que sus padres negaran insistentemente la existencia de cualquier compromiso formal de su hija con nadie. 
Como suele ocurrir en estos casos, sin embargo, la palabra informada de la familia inmediata parecía tener menos peso que la del vulgo boquiflojo, y los investigadores se negaron a soltar a Gabriel, aunque era claro que el pobre hombre, a juzgar por su angustia y desesperación, se había enterado de la desaparición de la novicia hasta cuando lo estaban interrogando; pues había sido arrestado, y en esto los testigos están de acuerdo, cuando bajaba de su coche. Según su propia declaración había llevado un paquete importante a Guadalajara, pero lamentablemente no había encontrado al destinatario lo cual, al decir de la autoridad, comprometía gravemente su coartada. 

Con el poblado severamente alebrestado, de poco sirvieron los reclamos del doctor Galavíz para que dejaran a su hijo en libertad por falta de pruebas. Las sospechas bastaban por el momento, le dijeron; ya irían apareciendo las evidencias. Y así fue.
Tras unos pocos interrogatorios hechos como Dios manda el reo comenzó a despepitar su propia condena. Se afirma que, para el segundo día de su arresto, Gabriel había confesado que amaba a Casandra. Al tercero, un pequeño apretón de las tuercas de la maquinaria indagatoria lo hicieron revelar que entre los dos había cierto entendimiento y luego, pocos minutos después, que ella correspondía plenamente a sus sentimientos. Finalmente, al amanecer del tercer día, el pobre muchacho le dio a sus torturadores la pieza que les faltaba: ambos estaban desesperados al darse cuenta de que los padres de ella rechazarían cualquier pretendiente. Conservaban, se aferraban a la esperanza de que su hija se curara de sus espantosas (para ellos) visiones y regresara a México a renovar sus votos y terminar su noviciado. De no ser así, preferían que llevara una vida de celibato y recogimiento pues, en su torcida manera de ver su relación con la divinidad, era ya muy malo que Casandra dejara a Jesucristo vestido y alborotado frente al altar, como para añadirle la injuria del matrimonio o siquiera un noviazgo con alguien más a tan pocos días de su infidelidad. Así, Gabriel confesó que tanto él como la novia robada al redentor del mundo buscaban la forma de ganar la aprobación de aquellos viejos para sus propósitos.
Minutos después, los investigadores anunciaban los sensacionales resultados del investigación: todos los elementos, incluida la declaración del detenido, apuntaban a un hecho bochornoso. Los jóvenes, Gabriel y Casandra, impedidos para realizar sus amores con la bendición de la iglesia, la familia y la sanción del estado, habían consumado su fuga al cobijo de la noche. Todo había salido bien hasta el momento en el que Gabriel fue arrestado cuando regresaba para recoger alguna cosa, ropa o documento de uno de los dos amantes; pues cosa común es que se olviden dichos objetos al escapar deprisa. La historia del viaje a Guadalajara para entregar un paquete era, por supuesto, falsa, y los interrogatorios continuarían hasta que el escondite de los amantes fuera revelado.

Podría pensarse que Gabriel Galavíz no revelaría el paradero de su novia sin importar cuanto lo torturasen porque sencillamente lo ignoraba. Aún así, después de escuchar las preguntas de los agentes; de su descripción que hicieron de la escena y las circunstancias de su desaparición, además de lo que esperaban que él mismo dijera, al muchacho le había quedado en la mente una duda; pequeña al principio, pero que poco a poco fue creciendo hasta llenarle todo el pensamiento.
Solo, en su celda, dolido por los golpes (no muchos, pero dados con arte y entendimiento) y acurrucado bajo la cobija que su padre le había llevado, Gabriel consideró una nueva posibilidad. Hasta ese momento no había pasado un instante sin que lo atormentara la ansiedad, sabiendo sin ninguna duda que a Casandra le había pasado algo muy grave; pero ahora el dolor había embotado un poco esa ansiedad, ayudándolo a calmarse y comenzar a hacerse sus propias preguntas.
¿Por qué se había indignado tanto al escuchar a los agentes hablar de su novia como si fuera una mujer ligera, capaz de cualquier cosa? ¿por qué los acusó de difamarla con tanto fuego y determinación? Era cierto que nunca le había dado ocasión de dudar de ella, pero ese "nunca" no valía mucho tratándose de una relación joven. Además, sabemos que las mujeres disimulan bien, y lo que es imposible a nuestros ojos suele ocurrir a nuestras espaldas. ¿No había abandonado, pues, el noviciado? Eso decía ella, pero ¿qué tal que todo ese asunto de los sueños y las visiones que ya algunos supersticiosos llamaban "profecías" no era sino una mentira, una tapadera que ocultaba una transgresión más grave?
Nadie sabía realmente lo que pasaba en esos lugares; ni siquiera los mismos capellanes que se tenían que largarse al caer de la noche… según eso. Nadie, además de las monjas, que también saben guardar los secretos. Tontas relamidas. Palomas histéricas. Además, pensaba, no estoy tan seguro de que el carnicero le fuera indiferente. ¿Cómo lo miraba? Recuerda, Gabriel; cómo lo miraba cuando nos cruzábamos por la calle, cuando los tontos celos y el enojo no te dejaban pensar claro. Sí. Recuerdo que había cierta lucha en ella. No eran los ojos de alguien que ve un perro, un mojón de caca u otra cosa que no le importara; sino que eran ojos que se entendían con otros ojos, una boca que se apretaba para no dejar salir palabras que pudieran traicionarla y un cuerpo que; ahora puedo verlo, un cuerpo que se tensaba, pero no por enojo o desprecio, emociones que a la mujer se le dan fácil y todo el tiempo, sino de deseo, lujuria; tal vez hasta amor. Porque el carnicero no está feo. A la manera de los nativos es bien parecido, y mucho más fuerte que yo mismo.
Gabriel apretaba los puños; se hacía bolita bajo su cobija con una estaca que poco a poco se le iba clavando sobre el abdomen; un dolor real e insoportable.
"Ahora si la hicieron buena, dijo en voz baja y llena de ira. Los dos se salieron con la suya en todo. Los agentes dijeron que no había regadero en su cuarto. Sólo la ventana abierta y un par de cosas tiradas, como para disimular. Ni siquiera tuvo que robársela. Ni siquiera tuvo que… y aquí me quedaré yo a pagarlo todo, como el fiel idiota que soy."
Poco a poco, de acuerdo con los testimonios, el reo se fue quedando dormido. Creyendo con amargura saber en dónde estaba Casandra; y nosotros diríamos, sabiéndolo realmente.


sábado, octubre 11, 2014

Solamente estoy de paso




Mis días en la corte de Su Majestad La Reina (démosle ese título con legitimidad, sin sarcasmo alguno) me han hecho recordar lo que mi segundo consejero (mi padre es el primero) el gran maestro CT, me dijo una vez. Hablábamos de mi costumbre de rasurarme todos los días con la navaja de hoja libre; escuchando música de los años 20's o la novela de Manzoni “I Promessi Sposi”; leída en la voz sensual, expresiva y bella de Silvia Cecchini. “¿Por qué ponerte todos los días en la garganta un arma con la que los gángsters irlandeses solían matarse entre ellos?”, preguntaba. “Es más tardado, más doloroso y hasta peligroso. La tecnología ha inventado instrumentos finísimos para rasurarse rápida y fácilmente ”. 
Creo que mi vida ha dado un giro. Mis inclinaciones tienden a ser otras con la experiencia. 
Le contesté, pensando sin querer en la mirada dulce que Su Majestad me regala de cuando en cuando: “por el placer de hacerlo”; y luego agregué: 
“Porque el pequeño dolor es parte de ese placer. También por el lujo de tomarme las cosas con calma, sin apresurar los finales de frase; por el refinamiento en la técnica y la emoción de sentir la navaja cerca de un manantial de sangre que no podré detener si cometo un error, lo mismo que el fuego se torna inapagable si te prende en la piel viva o el amor te arruina la vida una vez que te abandonas a él. Por eso pero, sobre todo, porque vale la pena". 

Eso pienso en la corte de la Reina. 

sábado, septiembre 27, 2014

Sobre la tumba de Cirilo


Se acerca otro aniversario de la muerte, ocurrida en Octubre de 2011, del columnista del semanario Umbrales Cirilo Siria, y aunque se impone recordarlo, es necesaria una aclaración si hemos de narrar su circunstancia: hay que decir—a la manera de las novelas—que toda semejanza de los personajes con personas reales es puramente accidental. Se trata de un despropósito para todos quienes tuvimos el privilegio de conocerlo y militar a su lado, pero un paso necesario si deseamos proteger la identidad de personas aún vivas. 
Sin importar la manera en la que presente, creemos necesario este homenaje a la vida de ese sindicalista ejemplar que fue Cirilo, un hombre que resistió valientemente las agresiones y violencia propias de la lucha de clases, pero que sucumbió penosamente a la engañosa delicadeza de la pasión amorosa.


I

¿Por qué el amor debería estar ausente de la vida de un luchador social? El socialismo, y en cierto modo también el sindicalismo, son una labor de amor; entendido éste como una renuncia al interés propio en beneficio de otra persona o una causa común. Esa es, esa debe ser una manifestación del amor.
Y no es que Cirilo no hubiese amado antes. Muchas veces me contó que, durante la huelga de Pascual que tantos años resistió hasta la victoria final, vivió acompañado de una bella estudiante universitaria a la que llamaba Carmen. Era delicada, algo más alta que él (casi cualquier persona lo era), de cabello castaño y ojos dorados cuando les daba el sol. Estudiaba sociología, aunque prefería la acción política a cualquier cosa que le enseñaban en la escuela. Su atracción hacia Cirilo fue inmediata. Carmen llegó a medio día a la planta de Insurgentes Norte, cerca de Lindavista, con la intención de levantar algunos testimonios de las mujeres cercanas al movimiento. Entonces lo vio: joven (en aquellos días contaría con unos 20 años o un poco más) parado sobre unas cajas de madera, dando un largo discurso sobre las razones para quitarle al patrón la maquinaria a cuenta de los salarios caídos. Era—el discurso—una mezcla bien articulada de razones prácticas y justificaciones ideológicas para la demolición de prejuicios morales, y los compañeros lo escuchaban en silencio, aunque atendiendo las labores cotidianas del campamento.
A Carmen—quien olvidó de repente la razón de su visita—le llamó la atención el lenguaje que usaba: claro, preciso, y al mismo tiempo cercano a los camaradas; un lenguaje aprendido en la infancia, y transformado en un arma eficiente a través de muchas lecturas. Se prendó de su cuerpo, delgado y pequeño, pero que en el trance oratorio se pensaba como la aguja de una trampa lista para dispararse. La espoleta de una granada arrojada hacia otra parte.
“Sus manos nunca dejaban de moverse”, me dijo Carmen en el funeral. ”Eran unas manos que podían empuñar el aire para proferir una terrible amenaza, que describían con precisión las palabras de un discurso o acariciaban durante horas mi espalda con ternura inacabada. Amaba esas manos. Amaba esa palabra, y esa humanidad pequeña y frágil”.

II

Cirilo dejó una nota de despedida sobre su mesa de madera, comprada en Pátzcuaro, y la encontré de milagro enmedio de los montones de libros y cuadernos en los que garabateaba esos escritos que nunca publicaba, o casi nunca. 
En la nota, Siria pidió, entre otras cosas, que se le hiciera un funeral sencillo y sin ostentaciones ideológicas. De hecho, prohibió expresamente la presencia de cualquier símbolo en su capilla ardiente, ya fuera religioso (cruces, estrellas de David) o político con una sola excepción: su féretro debía cubrirse con una bandera del SUTRACON; de preferencia aquella que había tremolado durante el histórico levantamiento del 2010.
A partir de dicha solicitud pude confirmar algo que ya sospechaba: la desilusión de Cirilo por todos los sistemas de pensamiento político por los que había luchado a lo largo de su vida. Según sus propias palabras, había caído en una bancarrota ideológica de la que ya no se recuperaría sino parcialmente.
Al principio de su activismo, abrazó al comunismo como una forma de vida, aunque el derrumbe de la Unión Soviética lo hizo repensar las posibilidades de extender su doctrina al resto de la población. Ya para entonces era un desengaño extraordinariamente tardío, y con todo fue necesaria la lectura de Solzhenitsyn para que el desencuentro fuera total. Intentó luego con una forma intensa y antidogmática de la democracia social, aunque la imposición del neoliberalismo por parte de Salinas y sus sucesores destruyó por completo su confianza en los sistemas representativos en tanto mecanismos de control para una oligarquía avorazada y mafiosa. Su confusión y desconsuelo no son para ser descritos. Era evidente que, al margen de su coraje reprimido y el torrente de energía vital que no hallaba cauce o desahogo, Cirilo padecía una suerte de horfandad; un desamparo político cuya fuente emocional era la impotencia, y en virtud del cual se veía orillado cada vez más hacia el Fascismo. 

III

Fue en esa encrucijada que tuve la idea (él diría, la "iluminación") de asociarlo al SUTRACON como activista con voz, pero sin voto, en la organización de las bases.
Cirilo abrazó el sutraconismo con pasión religiosa. Como un náufrago a punto de ahogarse se aferra a una tabla para mantenerse a flote, de ese ansioso modo se aferró Cirilo, nuevamente, a un proyecto sindical, el nuestro. Su valor y entusiasmo pronto se contagió a las bases, y la oportunidad de escribir su propia columna en UMBRALES para comunicar su vasta experiencia dentro del sindicalismo lo emocionó como a un niño. Desde sus primeros borradores supo darse cuenta—para mi asombro y satisfacción—de que el nuestro es un sindicato sui generis, de factura inédita y única, y debía adaptar sus vivencias de modo que resultaran comprensibles dentro del marco de la realidad conservatoriana. 
Otra motivación, sin embargo, agitó su pluma desde la primera entrega de su Almanaque Sutraconista. Más allá de su misión social, de sus objetivos claramente didácticos y casi evangelizadores y la experiencia dolorosa del revolucionario inveterado, la columna era el vehículo sencillo para la intensa pasión amorosa del articulista. El mensaje lanzado en una botella, la bengala multicolor disparada al aire con la intención—ingenua, si se quiere—de llamar la atención de su sol, su paloma, su "adorada güerita" a la que dedicaba sus pensamientos y todas las entregas de su Almanaque. No había una sola en la que no escribiera siquiera un par de frases dulces para la amada secreta.
Yo estaba conmovido; sinceramente conmovido, pues nunca—hasta ese momento—sospeché que Siria pudiera expresarse con esa juguetona dulzura. Después de leer un par de entregas me aventuré, como muchos otros, en el juego de adivinar la identidad de la misteriosa beldad que de ese modo había impactado el corazón del amigo, aunque sin éxito. Su natural reserva para con su vida interior se tornó en este caso una muralla impenetrable. Tal vez, me digo, ni la misma güerita se supo encarnada en las páginas de nuestro semanario.

IV

El amor, como todos los desastres, tomó a Cirilo mal parado, fuera de balance. De haberle ocurrido siquiera una década atrás, las potencias de su alma y de su intelecto se hubieran abierto camino en el corazón de la güerita; pero cuando—una mañana de otoño—el viejo combatiente, el orador de las cien mil batallas, se atrevió a cruzar con ella unas cuantas palabras, el corazón le dijo con toda claridad que la lucha sería desesperada e inútil si de lo que se trataba era de conquistarla. 
Y no es que la güerita hubiera tenido malas palabras para el sutraconista, o que de sus ojos saliera un mensaje inequívoco de rechazo o desprecio. De ningún modo. Convencido estoy de que Cirilo jamás hubiera dado su vida por alguien que abrigara esos sentimientos. No, por el contrario, se trató de una charla "dorada, como las hojas que caían de los árboles; un momento de dicha a en el que escuché como un privilegiado sus palabras de canela y contemple sus alemanes de hada azucarada". No obstante su azoro, o tal vez a causa del mismo, nunca más volvió a buscarla, y volcó su pasión en la composición de baladas y poemas; única fuente que nos permite adivinar lo que pasaba por su mente cerca del final.
"Soy un vaso de días pasados, y todo lo que llegue a mi envejecerá de pronto". Decía una reflexión, garabateada bajo un poema llamado "Rebeldía del tiempo". Su alma, considero, se reusaba a abandonar el amor, pero su corazón de luchador le impedía someter a su amada a la esclavitud contra la que siempre había luchado. Su cuerpo, aún cuando magullado por su historia, se hallaba fuerte y nuevo aún; pero su mente era un laberinto que la güerita jamás lograría cruzar a salvo.
El día en que su pronóstico se cumplió, y su partido fue brutalmente derrotado, Cirilo se conectó a la corriente como una lavadora, y abandonó el mundo montado en un rayo. Fue un final que no puede ni debe entristecer a nadie; aunque no dejo de preguntarme qué hubiera ocurrido si, como otras tantas veces en el pasado, Cirilo se hubiese empecinado como cuando se trataba de vencer a un patrón de maneras bruscas y villanas, organizar un plantón de la nada o arrastrar a todo un pueblo al boicot; y se hubiera propuesto reconstruirse a sí mismo para conquistar a su amada sin admitir derrota, con arte y brillantez en su amorosa estrategia. 
Si tal hubiese acontecido ¿sería Cirilo un hombre feliz? Tal vez; aunque conociéndolo, hubiera encontrado en la felicidad de una compañera un nuevo dictador del cual emanciparse.

Tal vez, pienso, tuvo razón.

AS

Morelia, Noviembre de 2011 — Septiembre de 2014

domingo, septiembre 07, 2014

Una nueva forma de tomarnos de las manos (segunda y última parte)



Leandro pensó que no importaba en absoluto el poder destructor del tiempo frente al poder reparador de esa sonrisa, lo mismo que de los ojos grandes y avellanados de Raquel. De su esbeltez, que de enfermiza se tornó estilizada y sus manos delgadas, recatadamente tomadas al frente, sobre el regazo. Él se quedó callado. No recordaba a esa mujer, aunque reconocía haber vivido con ella tiempo atrás. Era como si un velo que la hubiera mantenido oculta e intacta en la oscuridad se hubiera levantado de pronto. El velo de tristeza y melancolía que lo angustiaba.
Fue tan encantadora y sencilla la aparición de su mujer, tan claro el regreso de las cosas que en ella amaba, que Leandro olvidó por un dulce momento que tenía la firme intención de abandonarla; y no lo recordó sino después, cuando se dejaba guiar de la mano escaleras arriba. Pensó por un instante que lo llevaba a la recámara, y el deseo de que así fuera borró por completo su anterior designio. Se sintió estúpido por haber estado a punto de escapar de una persona tan amada. Es así como nuestra mente traiciona al corazón. Cuando tiene motivos para creer que nuestro afecto no es bienvenido nos dice que es mejor alejarnos antes de someternos al tormento del desamor y la tristeza. Y con esa facilidad se desengaña al hombre, que una sonrisa, unos ojos iluminados repentinamente tras meses de oscuridad, convierten en gozo el sufrimiento, la melancolía en un suave carnaval. ¿Quién había dicho que Raquel lo amaba de nuevo? ¿Quién dijo que su tristeza había quedado atrás? Nadie. Tal vez era su imaginación de nuevo; tal vez el desastre era ya inevitable y en esos minutos contemplaba al moribundo levantarse en un último estertor antes de partir para siempre. ¿Era su imaginación también la mano tibia y delgada que lo llevaba furtivamente, como si su destino fuera un lugar secreto?
"Gracias por el pan", dijo Raquel. "Huele delicioso; aunque yo traje un poco hace rato". 
Entonces ella, pasando de largo la recámara entró al estudio. Leandro no tuvo tiempo de sentirse decepcionado, porque cuando siguió a su mujer al interior lo que vio le quitó por un momento el aliento.
El pequeño espacio, que durante los meses anteriores había ido cubriéndose de polvo y cayendo en el desorden se veía renovado y acogedor: los libros ordenados, los muebles limpios y amorosamente adornados con tres floreros llenos de margaritas, la flor favorita de ambos. El piano había sido limpiado también y sobre la tapa—era un Petrof vertical, siempre afinado—Raquel había puesto tres velas sin amenazar la madera del instrumento. Había otras velas alrededor, en los libreros y, sobre unas mesitas a cada lado del teclado, dos copas llenas de vino tinto. Era como la alcoba de un poeta enfermo de romanticismo en su noche de bodas. En las mesas, junto al vino, Leandro vio platos con rebanadas de pan—el mismo que solía comprar—cubiertas de aderezo y filetes de salmón.
"Ven", dijo ella. "Debes estar cansado".
Leandro se dejó quitar el saco y cuando Raquel lo hubo colgado regresó a darle un abrazo estrecho y cálido, hundiendo la cabeza en su cuello y suspirando profundamente, como si quisiera reparar con el aliento las piezas rotas de algo  que se hubiera estropeado, muy adentro. Él seguía sin poder hablar. Sorprendido, pero temeroso de que las palabras le impidieran gozar de todo aquello. Pensó en separarse del abrazo; pedir una explicación de todo ese montaje, de toda esa repentina ternura que era como lluvia en torrente después de una larga sequía, pero no quiso. Si había una razón no tardaría en saberla.
"Perdóname", dijo Raquel riendo de nuevo; y su risa era brillante como el tintineo del oro. "Yo sé que vienes cansado, pero desde la mañana tengo ganas de tocar contigo un poco. ¡Tantas ganas! He traído esta pieza en la cabeza durante todo el día y por eso contaba los minutos esperando a que regresaras".
Hasta en eso era la de antes, pensó él: corriendo y saltando, apurándose para terminar su trabajo y tener tiempo de tocar un rato juntos. El vino era parte del ritual, aunque las velas acentuaban más la calidez y cercanía de esa, la forma más íntima de la música; alianza de intenciones en la que los artistas compartían no solamente la misma obra, sino aun el mismo instrumento musical.
Entonces Leandro sonrió. Tocar con su mujer era una de las cosas que más gozaba en el mundo, apenas después de hacerle el amor; algo que ocurría ya poco. Era un amor triste e infructuoso, aunque ambos deseaban un hijo desde hacía tanto tiempo; aunque sólo él se había resignado ya a no tenerlo.
"¿Qué quieres tocar?" Preguntó sonriendo, paternal.
Ella dijo, aplaudiendo rápido como una chiquilla: "¡Dolly, Dolly!"
Leandro se sentó al piano y Raquel junto a él. En el atril estaba esa obra que Gabriel Fauré, ya en los linderos de la vejez, compuso para celebrar a la hija de su amante. Él se preguntó si acaso la elección de la música iba más allá del deleite infalible de hacerla juntos, y sin contestarse comenzó a tocar los compases que sirven de introducción a la primera pieza; una Berceuse por el cumpleaños de esa tal Dolly, la futura esposa de Debussy. Un motivo de cinco notas, cuatro cortas y una larga acompañadas por un bajo arpegiado y constante; suave, sencillo.
Al escucharlo Raquel se irguió con solemnidad, subió las manos al teclado y, tras llevarse el cielo en un suspiro, comenzó con la encantadora melodía; un mensaje de candor y curiosidad lleno de esperanza. Canto en frases largas que hacía saltar a la vista aquella niña sin necesidad de una frase o una palabra.
Leandro era feliz. La música fluía con facilidad y los acariciaba como una brisa pura y afectuosa. Ahora todo era como antes, mejor que antes. De repente Raquel cometía un error y se detenía. Se disculpaba riendo, tomaban un trago de vino y se besaban con ternura para seguir tocando luego. A veces Leandro miraba a Raquel sin dejar de tocar; contemplaba su nuca delicadamente curvada, sus orejas pequeñas que a la luz de las velas le parecían la creación de un pintor renacentista que no había nacido, que no nacería jamás.
"¡Ay, qué dicha!" Exclamó ella entonces, elevando el rostro al cielo y dejando de tocar.
"Soy tan feliz", contestó entonces Leandro. "¿Por qué dejamos de hacer esto por tanto tiempo? ¡Es delicioso!"
"Sí. ¡Es como si pudiéramos pasar horas tomados de las manos..." susurró ella y agregó luego, riendo apenas, "...los tres!"
Leandro, quien estaba a punto de seguir tocando sufrió un sobresalto y se quedó con los dedos suspendidos sobre el teclado. Se asustó ante la idea de que hubiera alguien más en la vida de ella, un hombre tal vez; e iba a levantarse cuando Raquel acarició su mejilla para obligarlo dulcemente a mirarla a los ojos.
"Estoy embarazada". Dijo. Luego lo abrazó para poder hablarle al oído: "no es la primera vez, porque lo estuve hace como cinco meses, pero perdí al bebé. Lo perdí tan suave y tan rápidamente que preferí no decirte. Hoy vi al doctor Silva, y dice que ahora no hay peligro, que todo va a salir bien. Sé que no te he tratado como se debe; que me alejé del piano. ¡Estaba tan desilusionada que me sentía de luto, Leandro! Soy una tonta. Sé que debí decirte; que hubieras entendido. Pero ahora veo que fue mejor así. Ojalá y que, si entre nosotros hubo una sombra, se vaya de inmediato. Ojalá y siempre puedas sentarte junto a mí, frente al piano, tesoro. Mira, te prometo una cosa: cuando sientas deseos de tocar conmigo sólo dime. Yo acostaré temprano a nuestra hija, traeré el vino y la velas, y el tiempo será nuestro. Después, si quieres, llevaremos la música a la recámara. ¡Soy tan feliz!"
Leandro, abrumado; avergonzado por su debilidad y por su miedo recordó, como una revelación, la noche aquella de ansioso deseo que se transformó en danza agónica de amor. Raquel lloró mucho antes de quedarse dormida, y la bendición de su llanto había llegado por fin sin que la acompañara la esperanza. Estrechando el abrazo recordó que la palabra Berceuse significaba "canción de cuna", y recogiendo un puñito de ternura del fondo de su corazón susurró al oído de esa flor estremecida: "yo también soy feliz; porque estas conmigo, y porque aun te amo".

Epílogo

Tocaron poco esa noche, sobrecogidos por el gozo; y luego se regalaron con la pasión y el entusiasmo de los primeros días. Sin poder dormir, Leandro se levantó en la madrugada, encendió un cigarro y salió al balcón. Miró al cielo, y se alegró al darse cuenta de que la noche silenciosa y estrellada era como un espejo de su corazón en calma. No pensó, curiosamente, en el futuro; como suele ocurrir a quienes reciben la noticia de que van a ser padres, o ya lo son en cierto modo. Ni en el pasado, que como sus dudas había dejado de existir. 
Pensó en Raquel y en la feliz costumbre que había nacido esa noche; esa nueva forma de pasar horas tomados de las manos, entre la música y el amor. 

AS 

Morelia, 16 de mayo de 2014.

sábado, agosto 23, 2014

Una nueva forma de tomarnos de las manos (primera de dos partes)



Cuando terminó el ensayo, Leandro bajó las manos y se quedó muy quieto mirando el teclado. En silencio, ajeno al alboroto del coro que se desbandaba. Un tenor amigo suyo se acercó para palmearlo en el hombro, pero se detuvo al ver su semblante reconcentrado, ausente. Convencido de que en esa cabeza se libraba una especie de batalla, retiró la mano y se alejó rumbo a la salida.
En realidad, Leandro había pasado las dos horas de trabajo convenciéndose de que tenía que abandonar a Raquel, a la hermosa Raquel; esa misma tarde.
El problema era que el camino de las razones, que al principio se le había presentado recto y despejado, se hallaba ahora desdibujado por una selva de contradicciones, y lo que ahora quedaba de todos los argumentos era un sentimiento solamente; sólido, como los sentimientos que nos hacen tropezar aparecen siempre, aunque ajeno a la cordura: ya no quería; no, ya no debía seguir viviendo con ella. Eso era todo. 
Hubiera podido dar razones, claro, si se las hubieran exigido. Diría, ya no la amo; por mucho que su corazón aun le pertenecía, y aunque en el fondo supiera que, para él, el amor no era algo que existía o no sin poder controlarlo, dependiente de ajenos factores, o que cayera del cielo a la manera de una bendición, sino un verbo, una acción que podía ejecutar cuando el corazón se lo pedía. Amar, para Leandro, era una decisión que ahora hacía a un lado: por eso la razón era falsa, y disimulaba esa emoción insoportable.
"Debo irme". Pensó. Caminaba con calma hacia su casa, no muy lejos de la vieja sala de ensayos en donde la había conocido. No había motivo para apresurar las cosas. Después de todo era el tiempo, ese dios inmisericorde que había creado los cielos y la tierra y todo lo que hay en ellos, el que lo había echado todo a perder. El tiempo, gran creador y gran destructor, como el amor. 
De la sala a su casa era un camino agradable, arbolado, de banquetas enlozadas que pasaba por la panadería tradicional del barrio. Era su costumbre entrar, saludar al panadero y tomar dos bizcochos y una hogaza para la merienda. Al entrar, una tela bordada y enmarcada decía a los clientes: "El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy". Como siempre, Leandro lo leyó devotamente y en voz baja, agradecido por lo menos por esa bendición. Eran costumbres también, pensó enmedio del aroma de la hornada; hijas del tiempo. Una sola vez, no por olvido, había fallado en llevar el pan y Raquel—encerrada ya entonces en el silencio que lo había demolido todo—ni siquiera preguntó la razón. Solamente se puso un suéter ligero y fue por el pan.
Ahora llegaría una vez más y pondría la bolsa de papel sobre la mesa de la cocina; después de saludar a Raquel, quien sin duda estaría en la sala, leyendo. Él diría: "ya llegué, amor"; y ella: "gracias a Dios". Convenciones de matrimonio viejo y sin hijos, aunque no llevaran juntos más de seis años, aunque ella tuviera solamente 27 y él 40.
Esa tarde, sin embargo, Leandro se sorprendió porque Raquel no estaba en la sala, ni en la cocina tampoco, como esperaba.
"Tal vez salió". Se dijo, poniendo la bolsa de pan sobre la mesa de la cocina. En un instante Leandro se dio cuenta de que era mejor así. Temía no saber qué decir llegado el momento de partir. No podría irse en silencio si ella estaba presente, y ahora tenía la oportunidad de tomar unas cuantas cosas indispensables y salir, para decretar con ello la separación. No hacía falta mucho. Viajar ligero era una de sus virtudes.
Sería lo mejor. Imposible decir: "me voy porque desde meses atrás eres una mujer triste". ¿No era su deber interesarse en su tristeza, tratar de remediarla? Sí. Lo había intentado una vez, pero ella había guardado silencio. En un momento abrió la boca como para decir algo, pero el llanto se llevó en torrente sus palabras y él no volvió a insistir con ello. Podría decirle: "Tú no eras así. Siempre fuiste eléctrica, llena de vitalidad y fuerza, y lo sigues siendo tal vez. Sólo que entonces había fuego en tus ojos. Todo lo que hacías era hermoso, luminoso por el entusiasmo de tus manos. Reías, hablabas sin parar". Pero, ¿no era él causa de ese cambio? Por supuesto que lo era. ¿Cómo reclamar después de apagarle la sonrisa con sus nostalgias; sus costumbres y preocupaciones de hombre entrado en años? No hacía falta mucho más para acabar con una juventud; aun una como esa, brillante y cálida como el sol.
A pesar de todo, no había culpa en su pensamiento. Solamente la admisión de un hecho doloroso. Tampoco le preocupaba irse sin una despedida. Ya después, tal vez, explicaría su acción. Raquel era todavía joven y muy linda. No estaban atados. Ambos podían intentarlo de nuevo con alguien más. Se había enamorado de su dicha, de su locura por la vida. Dejar que ambos se perdieran por su causa era un precio imposible de pagar a cambio de seguir juntos. Sería una verdadera bancarrota del mundo.
En ese instante, Leandro sintió la mirada de Raquel. Se volvió y ahí estaba ella, sonriéndole desde el marco de la puerta.
Raquel.
Sonriendo.

Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.