martes, enero 29, 2008

Las razones del olvido (segunda parte)

IV

Esa primera sesión, prometedora como había comenzado, no resulto tan productiva después de todo. En cuanto comencé a escudriñar en el pasado del maestro Lagrange, su sinceridad primera comenzó a opacarse. En ese momento pensé que, o mis instintos comenzaban a entumecerse, o el personaje público de Lagrange entraba por la puerta al tiempo que el verdadero maestro salía. Así las cosas, lo que se comentó durante el resto de la consulta podría yo haberlo leído -datos más o menos- en cualquier programa de mano o nota de prensa.
Lagrange había nacido en cuna pobre, en Linz, hijo de un burócrata de origen francés que se rehusó siempre a alemanizar su apellido, y una dama austriaca cuya familia vino a menos a la muerte del emperador Francisco José; a tal grado, que sus padres se consideraron afortunados de hallarle un marido que aceptara desposarla sin el pago de una dote. Lagrange padre llevaba entonces una vida relativamente desahogada, la cual se convirtió durante la posguerra en una mera existencia sembrada de incertidumbres, que se debatía entre la cesantía y la eventual reinstalación, nunca definitiva, en su empleo. De sus cuatro hijos, solamente uno -nuestro Friedrich- creció más allá de los ocho años, por lo que su familia debía considerarse una de las afortunadas de aquél entonces. Los amigos que servían al maestro en sus sueños provenían, justamente, de la etapa comprendida entre los ocho y los doce años de edad, y eran simplemente gente del vecindario: los dos hijos del carpintero Max; Josef, el hijo de un impresor y Sophie, la sobrina de una de las mujeres más extrañas de Linz.
Se trataba de una señora de ojos amables, ni joven ni vieja, que se la pasaba encerrada en una casona heredada de sus padres sin que pudiera saberse la fuente de su sostenimiento aunque, especulaba Lagrange, lo más probable era que junto con la casa hubiese heredado dinero suficiente como para gastarlo sabiamente el resto de su vida, pues de todos los vecinos era la única que nunca pedía prestado, ni parecía tener problemas con los cobradores de impuestos. Además, aparte de sostener a su sobrina -hija de una prima muerta en la juventud, según ella- se daba el lujo de recibir en su casa cuanto gato desamparado llegaba a ella para mendigar comida, al grado de contar a veces casi doscientos de ellos pululando por las escaleras, las buhardillas y tejados. Era algo divertido de ver, salvo por las ocasiones en las que a los animales les daba por ponerse a maullar, pues entonces la escandalera nocturna se tornaba insoportable para Friedrich, a quien no le era suficiente el tapiar las ventanas con colchones y taponarse los oídos para poder conciliar el sueño en esas noches infernales. Sophie, según eso, encontró marido bien acomodado con cierta facilidad -lo cual va de acuerdo con la teoría del dinero guardado por la tía- y fue la única, entre los demás vecinitos que abrazaron el oficio de sus padres, y Lagrange mismo, que salió de la pobreza para vivir bien en Austria y Alemania.
Jacob, por supuesto, apareció mucho después en su vida, cuando ya estudiaba en el Mozarteum de Salzburgo gracias a la generosidad del banquero Kurt Flimt quien supo (no se conoce la manera) descubrir en el niño que aseaba su calzado, y en invierno quitaba la nieve de su entrada, un inusual talento musical.
Es la historia del hombre que se forja a sí mismo, que triunfa ante la adversidad y encuentra los medios para salir adelante, ayudado sólo por un pequeño golpe de suerte. De esas historias que uno admira; historias que al escucharlas es imposible no sentirse motivado y capaz de hazañas similares.
En otras palabras, una historia muy sospechosa.

V


En ella podía hallarse un enorme hueco; aquél entre la disciplinada niñez en la pobreza y la juventud productiva y de excesos liberales que la historia del banquero no acababa de llenar. Era, sin embargo, demasiado tarde para seguir, y tuve que dar por terminada la consulta; ofreciendo al maestro la mera suposición de que lo suyo no era sino una neurosis temporal, provocada quizá por alguna situación reciente de gran tensión, la cual su mente había optado por olvidar de inmediato, tal y como se olvidan aquellas cosas sin importancia, sin que su impacto cesara en las enormes, remotas y laberínticas cavernas del subconsciente. No era del todo un diagnóstico apresurado aquél; en todo caso, estaba convencido de que el irracional miedo al ridículo por sí solo no era capaz de causar en un artista maduro, habituado y hasta desdeñoso de la presión ejercida por el público, un desequilibrio como el que estaba ante mí. La razón -pensé- debía de hallarse afuera, y en el pasado. Pasado cercano, apostaba. Habría de llevarme una sorpresa en ello.
Lagrange abandonaría Frankfurt el sábado siguiente para atender un compromiso en Varsovia. Los melómanos de esa ciudad habían recibido con poco entusiasmo la inminencia del concierto, y por tal razón era imperativo recuperar la atención de un público habituado a considerar las entradas al teatro como parte importante de su presupuesto familiar. El viernes por la noche la figura encorvada y prematuramente envejecida del maestro cruzó de nuevo la puerta de mi consultorio, y aun antes de saludarnos, me dijo lo que yo esperaba.
"No he mejorado absolutamente nada, doctor. Anoche volví a tener ese sueño absurdo nuevamente. Estoy nervioso, preocupado como nunca de lo que pueda ocurrir en escena la semana que viene. Me han dicho que ni siquiera una cuarta parte de los boletos ha sido vendida, y eso no ayuda en nada a que yo recupere la confianza".
"Lo sé -le dije- y por esa razón debo pedirle que se recueste aquí... Recárguese un poco solamente. Gracias. Ahora le voy a pedir que se relaje, y concentre completamente su atención en éste lápiz..."


VI

"Dígame, ¿qué es lo que ve?"
"Veo mi casa, es como si estuviera parado enmedio de la calle, y la casa está frente a mí. Es extraño, porque deberían de estar pasando muchos carros de mano por aquí. Debe de ser domingo por la mañana. Muy temprano".
"¿Como cuantos años tiene?"
"Unos cinco años".
"Describa su casa".
"Es un edificio de dos plantas. Nosotros vivimos en la planta superior, son solamente dos habitaciones, en una se duerme, y en la otra se vive, se come, y recibe a las visitas. No estoy solo. Jacob se encuentra conmigo".
"¿Qué ocurre entonces?"
"No sé. Antes de que llegara Jacob sentía mucho miedo, pero en cuanto apareció el miedo se fue, y me siento mucho más seguro. Jacob es mayor, un par de años mayor, y mucho más alto que yo, y caminamos juntos por la calle. No tengo idea de hacia donde, pero no importa, lo que importa es la mirada de los otros niños de la cuadra. En especial de unos muy grandes, a quienes los pantalones cortos les quedan demasiado cortos, y los llevan sucios y lodosos. Me miran con odio. Sí. Estoy seguro de que esos niños son los que me maltratan todos los días cuando salgo de mi casa a buscar qué comer, porque lo que me dan en la casa siempre me deja con hambre. Solamente cuando llega Jacob, que a veces se escapa de la tienda de su padre nada más que para defenderme, solamente entonces dejan de molestarme. Es extraño, porque en este instante me duelo de esos golpes. ¡Me están doliendo, carajo!"
"No pasa nada -le digo al paciente- ya no le duelen. Siga usted".
"Ahora sé hacia donde vamos. Se trata de la casa de Jacob, y hay que salir de mi barrio para llegar a ella, hay que caminar durante unos quince minutos. Se trata de un edificio grande, como de cuatro pisos. Es muy bonito, el más bonito de la cuadra, pero no deja de haber en él algo triste, muy triste. En la planta baja está la tienda de su padre, que vende libros. Por eso es que lo conozco, quiero decir, a Jacob. ¡Dios mío, ahora lo recuerdo! Aquella vez voy caminando de regreso a mi casa, me habían mandado a la oficina de Johannson, el hombre que le prestaba dinero a mi padre. En esa ocasión regresaba muy triste y con las manos vacías por no haber logrado que Johannson me recibiera y, como siempre, me detuve a ver libros. Era triste cuando regresaba sin un préstamo, porque siempre me las arreglaba para limar un piquito y comprar un libro con el cual entretenerme y aunque fuera un poco olvidar toda la miseria de mi casa".
El relato comenzaba a desviarse cada vez más de la historia oficial como Lagrange la contaba hallándose despierto, pero de ningún modo me hubiese atrevido a detenerlo para preguntarle idioteces.
"Estoy viendo los libros a través de la vitrina que da a la calle. Un par de ellos me llaman la atención, pero como no llevo ni los pocos marcos que mi padre pidió prestados debo dejarlos en su lugar sin ni siquiera atreverme a entrar y preguntar su precio. Algo gruñe en mi estómago. Es algo doloroso. En ese instante llegan los enormes niños de la otra cuadra. Me rodean. Ignoro la razón por la que lo hacen, pero uno de ellos me empuja y caigo al piso. Es ahí en donde los demás me patean, se agachan para lanzarme puñetazos a la cara y patearme luego una vez, muchas veces más..."
Lagrange comenzó a agitarse en el diván. Dejó de hablar y empezó a quejarse ruidosamente, doliéndose sin duda de la paliza que estaba recibiendo en su trance profundo. Cuando estaba a punto de terminar la sesión para evitarle una crisis que pusiera en peligro su cordura, siguió hablando:
"Jacob... ¡Es Jacob! Está armado con un bastón, es un bastón algo más pequeño que los que usan los adultos, pero igualmente doloroso en manos de mi amigo. Los de la otra cuadra se alejan, sorprendidos. Algunos de ellos lloran. Yo estoy tan lastimado que ni siquiera puedo levantarme, pero Jacob me ayuda; me sostiene en sus brazos por un momento hasta que mis piernas pueden sostenerme de nuevo. En su mirada no hay una sola pizca de la compasión que temo encontrar en ellos. Una compasión a la que me hallo al parecer habituado. Me lleva al interior de la librería, y ahí una jovencita muy hermosa que lleva puesto un delantal se ocupa de vendar una cortada que tengo en la pierna. Es la primera vez que veo a Jacob. Así es como lo conocí, entonces. Por eso camino de su casa los niños de la otra cuadra me miran así, sin acercarse. Por eso la casa de Jacob es como un museo, lleno de cosas antiguas olorosas a naftalina. Dice que quiere mostrarme algo. Es un secreto suyo, tan bien guardado que ni siquiera yo, después de varios meses de conocernos, sé algo al respecto. ¡Me muero de impaciencia! ¿Qué cosa maravillosa, enmedio de tantas como las que miro a mi alrededor, me quiere mostrar?"
Lagrange guarda entonces silencio por unos segundos y puedo ver, como si fuese con mis propios ojos, el rostro de Jacob, en el que se anticipa la sorpresa que va a darle a su amigo. No obstante, en el rostro del maestro no veo sorpresa, sino dolor. Lagrange comienza a llorar, amargamente emocionado, y dice:
"Es un violín. Es la primera vez en mi vida que veo uno... ¡Jacob me está mostrando su violín...!”
(Continuará)

martes, enero 01, 2008

Las razones del olvido (primera parte)

Hace poco tiempo decidí escaparme brevemente de mi labor académica la cual, sin importar el gusto que de ella recibo, en ocasiones me cansa un poco, lo mismo que los caramelos cuando los tomo en exceso. Para ello cancelé mis clases una tarde de jueves, y encaminé con calma mis pasos a la venerable Hemeroteca de la Universidad Nicolaíta, lugar al que acudo ocasionalmente para hojear durante horas viejos ejemplares de la prensa local como si fuesen los encabezados del día. Pienso que, al hacerlo, voy inventando un pasado, una ficticia cotidianeidad hecha de papel que me hace falta en esa ciudad a la que pertenezco más cada día que pasa. Al repasar con la vista los catálogos de la poca prensa internacional ahí resguardada, me sorprendió encontrar 24 ejemplares del desaparecido Frankfurter Allgemeine Morgenblatt, correspondientes al mes de noviembre de 1938. La solicité de inmediato a los encargados, pues me pareció relevante que se tratara de números consecutivos, dado que del resto de la prensa alemana se preservan solamente algunos ejemplares desordenados.
La razón de esta rara circunstancia me sorprendió aun más.
Los veinticuatro números del diario alemán contienen la publicación seriada de un interesante artículo escrito por el psicólogo suizo Karl Hass, renombrado precursor de terapias como la autosugestión y la hipnosis, aceptadas hoy en día como de enorme efectividad en infinidad de padecimientos emocionales. Lejano a la pedantería asociada a los escritos académicos, el que tenía frente a mí estaba escrito en el lenguaje sencillo de quien relata una historia que le es entrañable; sin un solo término medico, sin tecnicismos o palabras artificiosas. Interesante como una novela, comencé su lectura, sorprendiéndome una vez más al darme cuenta de que aparecía ahí el nombre del gran violinista de origen austriaco Friedrich Lagrange. Ahora bien, la sola idea de que dos personajes como Hass y Lagrange, de personalidades tan contrastantes y cuyos caminos no tenían por qué haberse cruzado estuviesen de alguna manera relacionados detonó mi curiosidad, y de inmediato hice fotocopiar todas las entregas del artículo, las cuales devoré en dos noches sin sueño que de otra manera hubiesen resultado indescriptiblemente solitarias.
Así, decidí traducir el texto, cuyo título original es "Wahrheit und Vergessenheit" (verdad y olvido), para el goce de los lectores de El Gabinete de Doktor Faust; quienes podrían pensar que los he olvidado, por mucho que eso no sea así.


I

Los miércoles son un día difícil para mí. Comienzan con el mal humor de mi asistente, el Dr. Santuzzi, quien aprovecha la ausencia de su esposa -quien no falta nunca a la reunión semanal del té- para tomarse libre la tarde del martes. Al día siguiente, como es de esperarse, llega a nuestro consultorio atormentado por los efectos de una terrible resaca, siendo inútiles todos mis esfuerzos por aliviarlo de sus malestares. El resto de la mañana trascurre en recibir a los pocos pacientes cuyo bolsillo les permite distraer la atención de un investigador hacia problemas familiares que podrían resolver fácilmente si se lo propusieran, sin que para mí exista el consuelo momentáneo de escaparme a mis amadas aulas de clase, como procuro hacer de fijo. Por disposición de la misma universidad, debo dedicar al ejercicio de mi profesión por lo menos un día a la semana. Es una exigencia que no deja de tener cierta lógica, pero que no hubiese aceptado de haberme tomado la molestia de leer mi contrato antes de firmarlo.
Un miércoles en particular -hará de eso ya tres años- el doctor Santuzzi entró a mi consultorio a la salida del penúltimo paciente de la mañana, y me anunció que el maestro Friedrich Lagrange esperaba en la antesala. Santuzzi esperaba que le preguntara quién era ese Lagrange, pero no le di tal gusto. Para mi fortuna, la noche anterior había tenido el privilegio de ser invitado por la Condesa de X al Teatro Nacional para compartir su palco vitalicio, y disfrutar así del tan esperado recital que maestro había prometido dar en Frankfurt muchos años antes, pero que a causa de los bien conocidos conflictos de la pasada década se había pospuesto de forma indefinida. Lo que -ciertamente- me intrigaba, era la razón por la que un personaje como Lagrange esperaba en la antesala, si bien no me encontraba del todo a oscuras en ese punto: sin ser un experto en música, fue para mí evidente que la noche anterior el gran violinista no las tenía todas consigo. Un aplauso frío fue la justa recompensa que el público le otorgó por una actuación vacilante, en la que el patente sufrimiento del artista nos hacía desear que terminase lo antes posible su tormento. En vano esperé los cataclismos musicales que lo habían hecho famoso en el resto de Europa y en las principales ciudades americanas; y sin autoridad para dudar del buen gusto de tantos entendidos que respaldaban su fama, tuve que concluir que algo andaba muy mal en lo tocante a su arte.
Sin saberlo, en el instante de tal pensamiento había comenzado a tratar al más famoso de mis pacientes.
"Hágalo pasar de inmediato, por favor". Le pedí al doctor Santuzzi quien, en un último intento de probarme un neófito en cuestiones musicales, me subrayo: "¡pero es que se trata de Lagrange, no es cualquier paciente!"
Lo miré, compasivo: cada cual tiene sus placeres.
"En efecto", le dije con un murmullo, "y ten por seguro de que no viene a pedirme consejos sobre cómo tocar mejor el violín". Pero entonces Santuzzi se ganó a ley su revancha: "quizás sí", dijo con mirada de complicidad, y desapareció.


II

Después de las presentaciones de rigor, le hice al hombre una señal para que se sentara frente al escritorio, pero se rehusó sin decir palabra y caminó lentamente hacia la ventana. A través de la gasa entraba la luz mortecina del invierno, como si su gentileza hablase de las facultades eclipsadas del maestro. Fiel a mi costumbre, dejé que Friedrich se tomara su tiempo. Hay conversaciones que uno jamás desearía tener que comenzar, parecía decirse. Finalmente, confesó lo que yo por entonces ya sabía.
"No sé como debo comenzar". Murmuró. En ese momento, Lagrange representaba el temperamento opuesto al que esperaba encontrar en un artista. En lugar del aplomo que vence multitudes, y la seguridad que resiste la implacable presión de miles de miradas, Friedrich dejaba escapar por cada poro el miedo. No el miedo electrizante al peligro inminente, sino un temor sordo y constante a algo cuya naturaleza se desconoce, y que amenaza con causar más que un daño temporal: la destrucción total de los engranajes de la vida misma. Mi voz sonó inusualmente profesional cuando le dije:
"Si de algo le sirve saberlo, maestro, anoche estuve en su concierto, y aunque es el primero al que asisto en muchos años, estoy seguro que no es así como se supone que ocurran las cosas".
Lagrange se estremeció y por un segundo cerró sus ojos.
"No, ciertamente, -dijo- y es por eso que he venido a verle, pues me ha sido dicho que no hay en el mundo una eminencia que se le compare cuando se trata del conocimiento de la mente humana".
Le señalé una vez más el cómodo sillón frente a mi escritorio para que se sentara, sin desmentirlo. Yo soy así. Además, no es apropiado que el terapeuta le diga al paciente -por modestia falsa o verdadera que sea- que no es tan bueno como él cree. "Dígame usted, maestro. Me sentiré honrado si acaso puedo servirle en algo."
"Estoy seguro de que así es, doctor. Verá; se trata de un sueño".
"¿Un sueño?" Dije, sinceramente extrañado. Esperaba palabras como nerviosismo, neurosis, miedo, tensión o inseguridad. Ya vendrán después, pensé entonces.
"Sí. Un sueño que desde hace meses me atormenta, y que comienza a afectar mi arte y, por lo tanto, mi carrera. Usted sabe. Son muchos conciertos al año, y por cada uno de ellos recibo una importante suma en metálico. Quizá piense que lo que más preocupa a un artista como yo son las multitudes que llenan las salas de conciertos, o los críticos que asisten con la consigna de no dejar pasar un solo detalle, y así poder jactarse de haber sorprendido al gran Lagrange en tal o cual error..."
Creo que, sin quererlo, asentí con la cabeza a las palabras del violinista. Eso era lo que yo pensaba, por supuesto.
"Claro que no", exclamó; "¡Al diablo con todos ellos! Lo que realmente está en mi mente antes de entrar al escenario, en el instante trascendental en el que el empresario pone su mano en mi espalda para darme, apenas insinuado, el ligero empujoncito con el que ha de comenzar mi actuación; en ese segundo lo que me electriza es pensar: ¿estará llena la sala? ¿Ha recogido el empresario la cosecha esperada, después de sembrar la semilla de mi fama por toda la comarca? ¿Soy aun capaz de atraer a las multitudes? Entro entonces al escenario. Es el lugar más solitario del mundo. Una luz muy brillante va marcando mi camino rumbo a mi sitial frente a la orquesta, que me espera después de afinar sus instrumentos, y su resplandor me impide ver al público para calmar mi ansiedad. El camino es corto, unos cuantos metros solamente, pero pareciera que cada paso tiene la extensión de muchos siglos, de muchas vidas muy cansadas. Cuando voy a la mitad, el aplauso -un torrente vibrante- me sale al encuentro, y me hace saber que sigo vivo, que el mundo me ha dado una oportunidad más a pesar de todo. El empresario debe de estar satisfecho, pienso entonces. He ganado mi salario, un cheque abultado que importa más dinero que el que usted -con el debido respeto- debe ganar en un año; es la primera parte de mi recompensa, siendo la segunda la ovación final. El público fiel es, ciertamente, el que me otorga ambas”.
Yo escuchaba al maestro con creciente excitación. Siempre me había preguntado gran cantidad de cosas sobre el funcionamiento de la compleja mente del artista, llegando al convencimiento de que la única manera de saber al respecto era la de penetrar profundamente en la mente de uno. Ciertamente, muchos músicos, pintores y escritores habían visitado mi consultorio, y sin embargo, en ninguno de esos casos logré que me dijesen la verdad. Era como si todos ellos llevasen a la consulta a un personaje fabricado, un producto de su imaginación, un impostor que siempre se interponía entre nosotros, evitando así que descubriera la verdadera razón de su dolor; del dolor del artista, de mi paciente real. Lo único que lograba descubrir en esas sesiones era que aquellos que han sido bendecidos por el cielo con algún talento artístico adquirían junto con él, como si se tratara de una marca, la necesidad de imaginarse personas distintas a las que eran en realidad, dando como resultado a un personaje que sufría terriblemente, pero que a la vez era un ser poderoso y seguro de sí mismo, que no necesitaba tratamiento, y hasta lo desdeñaba.
En este caso sin embargo, era claro que el impostor se había dado por vencido, y se había hecho a un lado para dar paso al hombre que sufría, y que estaba dispuesto a hablar con la verdad. Mentalmente, me relamí como si estuviese a punto de saborear un suculento banquete, y le dije al gran Lagrange: "hábleme usted de ese sueño".


III

"Al principio es como si me encontrara a la mitad de una de mis giras: estoy en mi cuarto de hotel, el cual por supuesto desconozco, aunque las personas que me atienden -camareras, bell boys y meseros- son amigos de la infancia que vi crecer mientras seguíamos caminos distintos en la vida. Me sirven sonrientes, felices, al parecer, de poder compartir mi éxito aunque sea de esa forma. Uno de ellos en particular, un viejo amigo llamado Jacob, es mi mayordomo. Sus movimientos son elegantes y refinados como los de cualquier profesional del servicio, y a mí no me sorprende que en el sueño sea el encargado de vestirme para la actuación, a pesar de que en la vida real nos distanciamos debido, en buena parte, a que él nunca pudo controlar sus celos con respecto al violín. Nunca entendió que prefiriera practicar a divertirme con él, y siendo un violinista muy talentoso prefirió enseñar a realizar una carrera internacional. No sé. Probablemente tuvo miedo. Probablemente me envidiaba demasiado y por eso no soportó mi despegue a la fama. Quién sabe, toca el piano también, y no lo hace mal, así que probablemente pensaba que lo iba a llevar conmigo como mi acompañante personal y que así íbamos a vivir, a lo grande y por todo el mundo, las mismas alegres parrandas de nuestra juventud. No obstante, esas decisiones las toma en buena medida mi representante, y no le pareció adecuado hacerme acompañar por un desconocido cuando ya el prestigio me permitía contratar a quien yo quisiera. Es así como finalmente nos separamos, de eso ya muchos años, por supuesto.
Pero siguiendo con el sueño: en ese instante el mundo a mi alrededor se transforma, y de repente estoy tras bambalinas en la sala de concierto. Me encuentro vestido, concentrado, listo para entrar a actuar. Mis viejas amistades son ahora operadores de luces, tramoyistas, ayudantes y hasta atrilistas. A Jacob no se le ve por ninguna parte. Feliz, pienso en el concierto que he de tocar esa noche. En ocasiones es el Tchaikovsky, en otras, sueño que voy a tocar mi favorito: el concierto de Mendelssohn. En eso siento la presión suave de una mano en mi espalda. Es la hora. Entro a escena preocupado, como siempre, por la cantidad de localidades que se han vendido esa noche. De nada sirve preguntarles a los empleados del teatro, porque siempre te mienten con tal de tranquilizarte; la confirmación se consigue solamente a la vista de la luneta llena, los palcos llenos, el anfiteatro lleno, la gayola a reventar y con espectadores de pie. Satisfecho, constato mi éxito una vez más, y me preparo para tocar, sabedor de que esa es la parte más sencilla de todo el contrato y al mismo tiempo la que más amo realizar.
Es en este punto en el que el sueño se transforma en una terrible pesadilla. Cuando la orquesta está tocando los primeros compases de la introducción miro mis manos, y me doy cuenta de que en ellas no sostengo un violín, sino un enorme fagot, con su brillante y retorcido tudel apuntando a mi boca. La caña está húmeda, pero yo estoy convencido de no poder sacar de ella una sola nota agradable. En ocasiones sueño que se trata de un corno, pero nunca en mi vida he sostenido uno; en otras sueño que llevo un violoncello, pero en mi sitial no hay ni siquiera una silla en la cual sentarme a tocar un instrumento del que, de cualquier modo, no conozco sino su hermoso sonido. Sueño tras sueño me he visto en la pavorosa situación de tener que tocar no mi violín sino, sin saber cómo, casi todos los instrumentos de la orquesta exceptuando, por cierto, las percusiones. Y aun así, en este momento tiemblo pensando en que algún día puedo soñarme en escena sosteniendo en mis manos nada más que un par de maracas".
Recompensé la inocente gracejada del maestro con una media sonrisa. Por lo menos, pensé, no había perdido el humor.
"¿Le divierte lo que le cuento? -Dijo, amable, adivinando quizá mis pensamientos-. Lo entiendo perfectamente. Yo mismo me reiría de la situación de no ser algo terrible y atemorizante. Siempre que padezco esos sueños malditos despierto de inmediato presa de una malsana agitación, respirando agitadamente y cubierto de sudor frío... ¡Son tan reales! Lo son al grado de no poder diferenciarlos de la realidad. Además, no se trata solamente de las noches en vela que esas pesadillas dejan tras de sí. Ayer por la tarde, por ejemplo, al tocar mi concierto no podía apartar de mi mente lo soñado y, contra mi costumbre, mantuve los ojos bien abiertos todo el tiempo, temeroso de que si los cerraba pudiera aparecer en mis manos un instrumento desconocido".
"¿Cómo termina el sueño?" Pregunté.
"¿Disculpe?"
"¿El sueño termina en ese momento? Quiero decir, ¿Qué sucede después de que descubre el instrumento desconocido en sus manos?"
"No lo sé. Solamente recuerdo el abyecto terror, la vergüenza y la frustración como las que ahora me siguen insidiosamente en todas mis presentaciones... no, espere; me parece que sucede algo más, pero no debe de ser muy importante, pues no lo recuerdo".
"Lo que más me preocupa en este momento no son los sueños que usted padece -le dije a Lagrange después de una breve reflexión- sino que el recuerdo de los mismos lo asedia en sus presentaciones. Eso es lo verdaderamente atípico, aunque en casos como éste, en los que el terror onírico se repite periódicamente, es más entendible. Aun así, creo que hay una conexión entre lo que usted sueña y la razón por la cual no puede dejar de pensar en sus pesadillas en el momento clave de la actuación en público. ¿No ha pensado usted en eso? ¿Alguno de sus recuerdos puede iluminar esa situación? Me gustaría que me hablara, por ejemplo, de sus amigos; los que ve ayudándole en sueños. Me parece que han sido importantes en su vida, de otro modo, no tendrían por qué aparecer de nuevo después de tanto tiempo. ¿Conocían a Jacob? ¿Son músicos también? También lo envidiaban a usted, ¿verdad? Vamos, cuénteme".
Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.