domingo, noviembre 19, 2006

El paso de acero de Sergei Prokofiev


Prokofiev es uno de los compositores que más admiro, y cuya música más amo.
Al igual que a México, el siglo XX le dio a la Unión Soviética un grupo de portentosos compositores que serían capaces de crear lenguajes propios claramente ligados a los sonidos nacionales. Las ideas genuinas de “nueva música” de Igor Stravinski y de Sergei Prokofiev se encontraron frente a frente y por vez primera en los años en los que ambos formaban parte del equipo creativo de los Ballets Russes de Diaghilev. De inmediato quedó claro que las ideas de modernismo practicadas por diferentes compositores son caminos distintos, aunque conduzcan siempre hacia adelante, y que por esa razón es raro que se encuentren en algún punto del recorrido. No obstante, ambos compositores seguirían unidos a lo largo de sus carreras por una vocación de innovación y originalidad ligada al alma rusa, que se hacía presente en cada una de sus obras. Sin importar cuántas y cuan marcadas fueran las diferencias entre Le Sacre du Printemps y Le Pas d’Acier, ambos ballets provenían claramente de la misma veta rica en timbres metálicos, ritmos implacables y riqueza melódica; todo en el marco de una estricta disciplina creativa cuyo objetivo primario era establecer una lógica interna que normara la estructura de todos los elementos de la composición. En otras palabras, los nuevos lenguajes eran –en parte– el reflejo de las sociedades industrializadas de la entreguerra en general, y para los rusos en particular la expresión de una exuberante prosperidad técnica que se desarrollaba enmedio del estricto control ideológico soviético. La música rusa del siglo XX compartiría asimismo ambas características, una gran diversidad y riqueza de lenguajes que compartían la misma disciplina creativa (en términos de lógica compositiva) como cualidad subyacente. Dichas semejanzas se hicieron más notorias en relación con otros grandes compositores soviéticos como Aram Katchaturian, Dmitri Shostakovich y Dmitri Kavalevsky, quienes acompañaron a Prokofiev en su vida bajo el régimen totalitario de Stalin.
Así, Prokofiev consiguió junto con sus seguidores hallar la manera de hacer arte a la vez progresista y poderoso. Probablemente no siempre con la libertad de ideas o de criterio que hubiese sido ideal, pero en todo momento fiel a los parámetros antes descritos. Aquí debo hablar de las dos cosas que me conmueven más de la vida de Prokofiev. La primera de ellas es el hecho de que el compositor, a diferencia de una gran cantidad de talentosos compatriotas, decidió regresar a la Unión Soviética en lugar de emigrar permanentemente a otros países del mundo occidental en donde podría haber encontrado más libertad para crear y en donde sus esfuerzos serían mucho mejor recompensados. No quisiera entrar en detalles en cuanto a los motivos por los cuales tomó esa decisión, pues lo que resulta evidente es que su presencia surtió un poderoso efecto motivador en la joven generación de intérpretes y compositores que estaban en etapa de formación en los años que Prokofiev vivió en las cercanías de Moscú trabajando en sus últimas grandes composiciones, y se puede pensar que a su atención y apoyo se debió el posterior florecimiento de artistas de la talla de Sviatoslav Richter y Mistislav Rostropovich, a quienes dedicó algunas de las más preciadas joyas de su catálogo como la Séptima Sonata para piano y la Sinfonía Concertante para cello y orquesta. Tal compromiso con el arte de su país a costa de grandes sacrificios es, como digo, algo de lo que más admiro en la vida del maestro. Su otra, para mí admirable, cualidad es su tremenda disciplina de trabajo que en cada día de su vida lo mantuvo trabajando lleno de fuerza y de entusiasmo, y que solamente llegó a faltarle al final de su vida, debido a la enfermedad y al acoso de las autoridades culturales soviéticas.
Para ilustrar este punto y alguno de los anteriores que he mencionado, quisiera citar algunas de las palabras que el realizador Soviético Sergei Eisenstein escribió sobre el músico a propósito de su colaboración en la cinta clásica Iván el Terrible:

Prokofiev trabaja como un reloj.
Este reloj no se adelanta ni se atrasa.
Prokofiev es absolutamente puntual. La puntualidad de Prokofiev no es una cuestión de pedantería de negocios.
Su exactitud en el tiempo es algo derivado de su exactitud creadora.
De su absoluta exactitud en la formación musical.
De su absoluta exactitud al trasponer la fantasía en medios de expresión matemáticamente exactos, que Prokofiev ha enjaezado tras las bridas de duro acero.
Esta es la exactitud del lacónico estilo de Stendhal, trasladado a la música.
En la cristalina pureza del lenguaje expresivo, Prokofiev sólo es igualado por Stendhal.

[...]Y lo primero que advierto en la naturaleza del lenguaje expresivo de Prokofiev es el paso de acero de las consonantes, que resuenan como golpes de tambor, el que, por sobre todo, priva de la claridad al pensamiento en aquellos lugares en que muchos otros se hubieran sentido tentados a usar matices indistintamente modulados, equivalentes a la suave fluidez de los elementos vocálicos...

[...]Prokofiev es profundamente nacionalista.
Pero no del modo convencional de los pseudorrealistas rusos.
Prokofiev es nacionalista en el sentido severamente tradicional que data de los salvajes escitas y de la insuperable perfección de las esculturas en piedra del siglo XVIII, realizadas en las catedrales de Vladimir y Suzdal.
[1]

El texto completo de Eisenstein ofrece una lúcida interpretación de Prokofiev como personaje histórico y al mismo tiempo como el genio calculador, metódico, puntual y a la vez inspirado que debe ser un gran compositor de música para películas. Esta imagen contrasta con lo que en aquel entonces, lo mismo que ahora, se entiende por “artista revolucionario”, es decir, una persona de pensamiento atrevido que es por añadidura desordenado en sus ideas musicales y en sus procedimientos. No hablo por prejuicio; es un hecho lamentablemente documentado en los últimos años en la mayoría de las escuelas en las que se enseña composición.
Hace algunos días me encontraba esperando un trabajo de fotocopia en el patio de la ENM, y sin querer alcancé a escuchar los comentarios de dos alumnos de composición de séptimo semestre (así ellos lo comentaron) de licenciatura. Como no sabían que los estaba oyendo hablar, considero improbable que su plática estuviera destinada a jugarme una broma, por lo que me encuentro aún más preocupado de lo que estaba antes de oírla, y con ella confirmé algunas de mis ideas personales en torno a mucha de la música que hoy en día se compone.

-¿Ya tienes lo que vas a presentar de semestral? –Preguntó uno de ellos.
-No, pero creo que tengo algunas ideas que pueden servir.
-...
-O sea, el otro día estaba en la compu, con el Finale, medio aburrido, y de repente, pues que me pongo a poner notas a lo loco, pero en serio a lo loco, y un buen rato...y luego le dije a la máquina que lo tocara, y sonó chido. Así que le voy a seguir a eso y lo voy a presentar.
-¿Si?
-Si.
-Chido.

Juro por mis antepasados muertos que no inventé la conversación, es más, ni siquiera manipulé los términos ni nada de eso; palabras más, palabras menos, chidos más o menos, pero eso es lo que les escuché decir. La verdad es que nunca supe de cuál maestro eran alumnos, ni lo quiero averiguar porque no viene al caso. Lo que quiero decir es que se trata de todos modos de un síntoma alarmante de descomposición de la disciplina creativa y de la continuación de una tendencia nacida de la mala interpretación de diversos conceptos de vanguardias estéticas y musicales. Es una percepción errónea de la composición musical como un arte por completo dependiente de la intuición y la manera en la que un artista “expresa sus ideas”, desdeñando la aplicación de patrones o reglas; y en menor medida como un campo en el cual, para ser original, es indispensable inventar nuevas formas de tocar los instrumentos, técnicas nunca antes vistas para obtener sonidos nuevos y maneras inéditas y extremas de notación musical. En conjunto y hablando en general, puede decirse que la música nueva se ha convertido fundamentalmente en algo que los intérpretes nos esforzamos grandemente en ejecutar, recibiendo sin embargo poca satisfacción a cambio. No debería ser así. ¿En qué momento se rompió la armónica relación entre compositor e intérprete, provocando cosas tales como la cacería de instrumentistas por parte de las autoridades organizadoras cada vez que se lleva a cabo un Festival de Música Nueva en México? La especie misma de compositor-intérprete está al parecer en vías de extinción, pues hace muchos años que un instrumentista –sea pianista u otra cosa– no hace carrera ejecutando su propia música, y los pocos ejemplares de esa raza que llegó a llevar los gloriosos nombres de Chopin, Rachmaninoff, Paganini y Liszt aparecen ahora circunscritos a los terrenos de la balada y el ranchero, si se me permite la estridente transliteración de géneros. Estoy consciente de que con el cambio en los tiempos deben llegar cambios en las cosas, pero no estoy seguro de querer que algunas de ellas dejen de existir, si acaso es absolutamente necesario que tal cosa suceda. Creo que la relación entre el compositor, su intérprete y el público puede mejorar mucho, y que se puede conseguir un renacimiento de la Gran Música como objeto de producción constante y consumo masivo. No me refiero a nada de lo que hay en el mercado, sino de algo nuevo y a la vez viejo: música nueva de elevada calidad que apela a un gran público a través de intérpretes que se entregan totalmente en sus ejecuciones aprovechando un material a modo para ello.
Para Prokofiev no fue nunca fácil adaptar su estilo evolucionado y sólido a las exigencias de las autoridades soviéticas, que le pedían música de acuerdo a la ideología del Partido, que a la vez fuera accesible a las masas para su comprensión y disfrute. Sin embargo, Prokofiev estuvo a la altura del encargo y produjo partituras que además de cumplir con los requisitos arriba descritos eran obras maestras de sonoridad novedosa y férrea lógica interna, por no hablar de los símbolos contenidos en ellas. Romeo y Julieta es la obra característica de este tipo de encargo, y es una obra cuya música –dejando aparte a la danza– me parece un prodigio de sencillez, de modernidad, de belleza, de colorido renacentista y poder expresivo sin paralelo, aparte de ser un claro ejemplo de música nacional rusa.
¿Por qué no seguir sus pasos?
La disciplina de Prokofiev puede enseñarnos muchas cosas. Solía comenzar las obras para orquesta haciendo primero el borrador a piano de la obra completa (es por eso que contamos con excelentes reducciones a piano de su música orquestal, tomadas de sus manuscritos) y después de terminarla a su gusto procedía a orquestarla, efectuando ocasionales correcciones en el proceso. Trabajaba de manera constante, a veces creando bocetos de una obra al tiempo de orquestar otra, como una fuente inagotable de ideas musicales. Gracias a su constancia y capacidad de concentración podía producir obras de grandes dimensiones en términos de tiempo reducidos y por muchos años trabajó reelaborando ideas de juventud que evolucionaban en obras nuevas; en adición, tenía un gran sentido del humor.
Creo que hace falta una seria reflexión en cuanto a si lo que hoy en día sucede con la producción de nuevas obras es realmente lo que deseamos. El tesoro musical de una nación jamás es el producto de la fatalidad o el destino, sino del trabajo organizado, de la disciplina, de la voluntad de ser originales, pero no a cualquier costo.


[1] Documento incluido a manera de prefacio en Prokofiev, de Alexander Nestyev, versión castellana de Héctor Alberto Álvarez. Editorial Schapire, Buenos Aires, 1960.
(1994)

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