domingo, mayo 11, 2008

Amores y vida de la hermosa Josephine

II Vecinos (Leo)
primera parte

"Ésta es la gloria," murmuró Josephine. Su voz, rauca y metálica hasta unos momentos antes, se había suavizado hasta el punto de casi confundirse con la lluvia que, golpeteando rítmicamente la ventana que miraba a la Rue Saint Etienne, acompañaba el latir de su corazón. "Estar así, recostada y desnuda, contemplando al hombre que adoro después de hacerle el amor".
El hombre estaba sentado en la orilla de la cama. Callaba, más por respeto a lo que acababa de escuchar que por no saber qué decir, y para no dejar al homenaje pasar en vano decidió al fin tomar la mano que se le ofrecía de entre las sábanas para besarla luego con extremada dulzura. "¿Te gustan mis pies?" Preguntó entonces la joven, y el hombre se volvió para examinarlos a pesar de conocerlos hasta en el más pequeño detalle. "Me gustan más otras cosas", contestó él; y su mano comenzó a deslizarse camino arriba. Estudiaba una vez más cada centímetro de esa mujer yacente junto a él. Una era la caricia, larga e intensa, con los dedos que apenas tocaban la blanca piel que el crepúsculo había convertido en oro.
Fue entonces que escucharon la música. Al principio les llegó rota, despedazada por el aguacero, pero poco a poco se incorporó en una agradable y perfecta unidad.
"Es una flauta", dijo la hermosa Josephine.
"Sí", contestó el hombre, "Y tocada bellamente, como si un maestro la tuviera en sus manos".
"¿Te sorprende? No puedo creer que no te hayas dado cuenta antes".
El hombre se recostó al lado de Josephine, abrazó con suavidad su cintura, y dijo "¿darme cuenta de qué?" Antes de inclinarse sobre el pecho de su amante para mordisquear cariñosamente una de sus pequeñas y redonduelas tetas.
"De que el vecino de arriba siempre toca la flauta cuando nosotros terminamos de hacer el amor", Josephine suspiró, antes de agregar: "es como si lo celebrara, o algo así".
"¿Hacemos todo ese ruido? Me gusta la idea de la celebración -dijo el hombre- pero no la de enterar al vecindario de nuestros secretos”. Josephine acarició a su hombre con ternura. "Nosotros no hacemos ruido con el amor, sino música; como la de esa flauta. Pero de ninguna manera se escucharía hasta los departamentos vecinos. Las paredes son de ladrillo, ¿ves?" Y Josephine caminó hasta una de ellas (pues la enorme cama, mullida y redonda, estaba justo en el centro de la habitación) y la golpeó fuertemente para demostrar que ni siquiera eso la hacía vibrar. El hombre, sin embargo, se había distraído con el caminar de la mujer; ligero, flexible, hipnotizante caminar de una espalda blanca, breve y desnuda.
"No es algo de lo que se pueda enterar escuchándonos, o espiándonos -agregó, volviéndose- sino que, de alguna manera, lo sabe".
"Eso es todavía más horrible -repuso él- porque significa que es un mago, o un brujo que adivina lo que te ocurre, aunque no te esté mirando; que ve a través de las paredes o se transforma en insecto para entrar a tu habitación para espiarte todo el tiempo que se le antoje".
Josephine se echó a reír, y su hombre calló para escuchar su risa y dejarla resonar por un buen rato en su corazón. Ambos gozaban de la flauta, la cual siguió tocando por un buen rato su aire lánguido y politonal antes de desaparecer tan discretamente como había llegado. Afuera, en la Rue Saint Etienne, el sol se había ido también y las farolas se encendieron para llenar la recámara con sombras agudas y figuras planas, hijas de la luz artificial.
"No es un adivino, ni un loco, amor mío; es solamente un artista."
"¿Qué tipo de artista es?"
"Lo ignoro. Se llama Leo, o por lo menos así lo llamó madame Collard la otra mañana, cuando trató de obsequiarle una rebanada de pastel de manzana, y Leo le dijo que no, que muchas gracias, pero que la pequeña Jeanne se pondría celosa si se enteraba que había comido un postre preparado por otra mujer..."
"Esa Jeanne, entonces, debe ser su esposa".
"No, bobito; Es la camarera del café de la calle Maupassant".
"¿La rubia delgadita? La conozco; tiene unos pechos tan grandes, que la hacen ver..."
"Por eso Leo la llama la 'pequeña' Jeanne," atajó Josephine con un mohín de disgusto. "En todo caso, Leo no parece estar casado; ni haberlo estado en mucho tiempo. Se le conoce por su aspecto. Ninguna mujer permitiría que su marido anduviese así, como él anda, por la calle".
"¿Lo has visto, Josephine?"
La hermosa Josephine cerró los ojos, se recostó sobre su hombre, acariciando su pecho con el índice derecho, dibujando con la mano breves círculos que se repetían uno sobre el otro.
"Hace unas tres semanas -dijo- justo después de que regresaras de México, lo vi. Yo estaba afuera del apartamento, justo frente a la puerta, con las llaves en la mano, en actitud de profunda reflexión. A la izquierda se sugiere la entrada al apartamento vecino, a la derecha una mampara alta divide el cubo de la escalera con el espacio interior del apartamento de Josephine y, en el fondo, se abre una pequeña terraza con vista a Montparnasse. Leo entra cercano a proscenio, lentamente, vestido con ropa de trabajo cubierta de mugre y manchas de pintura. Su ropa, sin embargo, no es tan desconcertante como su rostro: demacrado, de hombre maduro, casi viejo; usa una barba rubia, larga y descuidada, y el pelo revuelto y sin cortar. Comienza a subir las escaleras practicadas al centro. Lleva en brazos grandes bastidores en los cuales están pintados detalles escenográficos como espejos, medallones, armarios y hasta un gato dormido sobre un sillón. Éste guarda una sorprendente semejanza con Merlín, el gato de Josephine. Al llegar al descanso Leo observa a la hermosa joven; advierte su estado ausente, y después de vacilar brevemente, se decide a hablarle.
Leo (susurrando).- Señorita... ¡Señorita! ¿Se encuentra usted bien?
Josephine (un poco sobresaltada).- ¡Santo Dios! Sí, estoy bien. Solamente me he escapado brevemente de la realidad, (sonríe, apenada) sin querer, por supuesto.
Leo.- Me suena un poco peligroso...
Josephine.- Ocurre de vez en cuando solamente, sin nada que lo anuncie. Estoy haciendo algo, y repentinamente otra cosa me distrae, poniéndome en este estado. El problema es que, cuando sucede, salgo del mismo un poco confundida. Como ahora, por ejemplo, que no sé si estaba cerrando la puerta para ir de compras, o la estoy abriendo para entrar, pues regreso del trabajo. ¿Podría usted decirme qué hora es?
Leo (muestra sus brazos, ocupados por los bastidores).- Bueno. No con exactitud, madame; pero puedo decirle que pasa de las seis.
Josephine (aliviada).- ¡Claro! Bueno, eso quiere decir que voy llegando. Muchas gracias, ya no lo detengo más tiempo porque parece que lo que lleva pesa mucho.
Leo.- No. Estorba mucho; pero están hechos de tela, y por eso no pesan casi nada. Estos, por cierto, no deberían estar aquí, pues son para la ópera que se estrena mañana; sin embargo, las luces me han mostrado algunos defectos, y he decidido retocarlos durante la noche. Así, pues (se inclina a pesar de la impedimenta) que pase buena tarde, madame.
Leo sigue subiendo al piso siguiente, en tanto que Josephine, sorprendida por el aspecto de su vecino, lo sigue con la mirada hasta que desaparece. La luz corta el cubo de escaleras y descubre el apartamento de Josephine limitado por la mampara alta. Ella abre la puerta, y entra.
"Debió de asustarte mucho," dijo el hombre.
"¿Qué cosa?"
"Quiero decir, despertar de tu ensueño y encontrarte de pronto con un hombre así".
"No, de ningún modo. Es cierto que su aspecto es inquietante, pero su mirada es limpia y sincera... Casi dulce; como la de un niño asustado".
Ambos quedaron en silencio por un momento, y entonces el hombre lo rompió para decir: "algo sucedió cuando hablabas".
"¿Qué?"
"No lo sabría describir, pero fue como si de repente hubieras empezado a hablar raro, de la forma en la que los libretos de ópera cuentan las cosas".

(Continuará)

Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.