lunes, abril 17, 2017

Cruz Rojas Carranco (1934–2017)


I

"¡Yo siempre estoy bien!" Decía, en respuesta a mi saludo; era una frase inesperada por razones que no viene al caso explicar aquí, aunque el punto es que cuando se pregunta "¿Cómo está?," uno solamente espera escuchar, si acaso, un "bien" a secas, y no aquella declaración de bienestar, aquella exclamación de hombre incondicionalmente feliz que me sacudió y desconcertó las primeras veces que la enfrenté, hace muchos años. Ese grito que para un niño crónicamente frustrado y triste sonaba desvergonzado, falaz y casi agresivo; que podría haber salido de un libro de autoayuda, salvo por el hecho de que la gran mayoría de ellos no había sido escrita todavía. 
Quien la barritaba era un morenazo robusto, de abdomen redondo y prominente que aunado a su prematura calvicie le daba un engañoso aspecto de monje en camiseta, shorts y zapatos tenis. Su felicidad era, pues, real y no fingida, por mucho que la fuerza de su carácter—cualidad necesaria en los que, como él, tienen la labor de tejer nuestros destinos para siempre—lo llevó ocasionalmente a violentos exabruptos; raros, y por ello terribles de verdad. 
Así decía ese hombre, violín segundo de la Orquesta Sinfónica Nacional para más señas, a quien muchos de los mejores músicos de este país llamarán para siempre "maestro", y que todos llevaremos en el corazón junto a nuestros padres y otros personajes fundadores de la memoria: "¡Yo siempre estoy bien!"

II

Y es que nosotros fuimos una generación en muchos sentidos privilegiada en la historia de la entonces Escuela Nacional de Música. La última que hizo su examen de admisión en la antigua y venerable casa de Mascarones y la primera en entrar a los salones, muchos de ellos todavía en obra negra y sin puertas, del nuevo y hermoso edificio de Coyoacán; generación que vivió, no solamente en sentido figurado, un momento de encuentro entre la tradición que nos legaba extraordinarios y experimentados maestros y la modernidad pedagógica representada no sólo por una obra de arquitectura vanguardista, sino también por un nuevo método de aprendizaje musical llamado "Jugando con la Música", sistema integral basado en los bi, tri y tetragramas de Hindemit y el instrumental Orff, cuyo autor era el pedagogo holandés Pierre van Hauwe, en la excelente traducción de la joven pianista Adriana Sepúlveda Vallejo. Aquella edición con cuadernillos de colores y adornada con motivos prehispánicos logró, junto con la dedicación y pericia de nuestros mentores, dos objetivos primordiales con un éxito sin precedentes: aprendimos rápidamente y sin esfuerzo una gran cantidad de competencias musicales que hoy en día son consideradas raras, como la transposición a primera vista, por ejemplo; y en un lugar no menos importante hizo que un porcentaje muy elevado de nosotros eligiera después a la música como actividad profesional, al grado que cualquier intento por listar a los niños que en aquellos años comenzaron sus estudios y que ahora son intérpretes, miembros de importantes orquestas o maestros profesionales de música resultaría tardado e incompleto. En conjuntos corales nuestro maestro era un barítono de voz transparente llamado Antonio Armenta; en rítmica nos enseñaba una acordeonista talentosa pero de genio muy disparejo llamada Iduna Tuch, quien también me ayudó con la lengua alemana cuando era niño cantor, y la hermosísima maestra de Iniciación Musical era nada menos que la pedagoga María del Carmen Silva, esposa del clavecinista chileno Gastón Lafourcade, cuya hija Natalia me parece que también se dedica a la música. Al recordar a esa batería didáctica no me sorprende que hasta niños como yo, emocionalmente impedidos para cualquier cosa, se aficionaran irremediablemente al arte.  
En el centro indiscutible de este grande y fructífero esfuerzo educativo estaba sin duda la orquesta que bajo distintos nombres (OIC, Festival, OJUC, etc.), diversas dotaciones y con un desfile de niños talentosos y otros no tanto, dirigía el maestro Cruz Rojas en el salón 10 del nuevo edificio de Coyoacán, a cuyas aulas ingresé, desorientado y sin conciencia de pisar tierra santa, un día de octubre de 1979; junto a mí, como compañero de pupitre, se encontraba quien es todavía mi mejor y más viejo amigo, el Dr. Gustavo Martín, con quien compartí muchas de las vivencias que en este breve obituario han de narrarse. 

III

No fue sino hasta fines de 1983, sin embargo, cuando el maestro Cruz y yo nos conocimos. En ese entonces los años debían durar mucho más de lo que duran hoy en día, porque en apenas tres me había convertido en una persona completamente distinta a la que había comenzado a estudiar, y era como si una vida entera hubiese para mí transcurrido en la música. En cierto sentido me sentía como un veterano porque, después de tres años como miembro de los Niños Cantores de la ENM cambié de voz, y tuve que abandonar esa agrupación en la que aprendí a amar el canto por el resto de mi vida, después de cientos de conciertos, recitales y giras que descubrieron definitivamente mi vocación artística. Aquél fue un golpe demoledor, aunque el director del coro, el maestro Alfredo Mendoza, escribió en mi última boleta de cantor después de algunas palabras sobre mis aptitudes: "debe continuar su desarrollo de forma instrumental". Se refería a mis estudios de piano con la maestra Olga Ruíz, alumna a su vez de quien luego sería mi maestro más determinante: Néstor Castañeda. 
Fue en uno de mis recitales como pianista en donde el maestro Cruz me escuchó y, sin que pueda recordar los detalles, le propuso a mis padres y a mi maestra que asistiera a los ensayos de la Orquesta Festival, su proyecto de entonces; no a tocar algún instrumento, como era de esperarse, sino con la idea de que aprendiera los rudimentos técnicos y teóricos para dirigirla. Ignoro cuales fueron las razones que lo llevaron a tomar esa decisión, pues nunca se lo pregunté y si acaso lo hice olvidé la respuesta; el hecho fue que su idea me cambió por completo la vida, aunque no siempre para bien si hemos de ser sinceros, faltándome la madurez que tales encargos requieren. 
Se trataba de una orquesta enorme, de unos ochenta niños, formada a la manera y con las características del método van Hauwe y en la que tomaba parte casi la totalidad de los alumnos del Centro de Iniciación Musical. En el lugar que ocuparían las cuerdas en una orquesta tradicional, por ejemplo, se encontraban las flautas dulces en sus diversas tesituras, desde la soprano hasta la bajo, una flauta grande y costosa que tocaba Violeta Dávalos, hoy en día una célebre cantante de ópera; detrás los violines, los chelos y los contrabajos, y como un anillo alrededor de todo se formaban los instrumentos Orff: xilófonos, marimbas, metalófonos, timbales y otra multitud de percusiones usuales. Al tratarse de una orquesta sui generis el repertorio consistía mayormente en obras del propio van Hauwe, y dirigí mi primera de ellas, el "Bolero", a mediados de 1984. A partir de entonces, el maestro Cruz me permitía compartir algunos programas con él y después, ya con la Orquesta Juvenil de Cámara de la UNAM, alternaba el podio con el piano, en otra etapa de aprendizaje acelerado en lo musical, pero de fuertes retrocesos en lo que ahora llamarían "relaciones interpersonales". Época de aprender a tratar a mis compañeros con respeto, de ubicarme en mi realidad y reconocer (con éxito desigual hasta la fecha) las funestas explosiones monomaniacas con las que he tenido que luchar el resto de mi vida. Fue un maestro atento y cuidadoso, y así como obligaba a sus alumnos de violín a repetir una y otra vez sus series (números representando digitaciones, escritos en cartulinas que dominaban la pared del salón 10) me obligaba a dar entradas con tal mano y a marcar el compás con otra, a mirar a la orquesta y no a la partitura (las entradas se preparan siempre con una mirada, decía) y otras muchas cosas que buena parte de los dizque directores de hoy en día hacen mal, sin duda porque no había nadie que les enseñara con la paciencia suficiente.  

IV

La vida de la orquesta era de mucho viajar, y nada nos infundía mayor entusiasmo que preparar el repertorio para una gira, lo cual era un quehacer casi continuo. El maestro Cruz tenía una Volkswagen Combi, súper equipada, que a veces se llevaba y de la que me acuerdo a menudo, pues estoy seguro de que todos la admirábamos y queríamos tener una igual. No lo sé; tal vez la razón por la que la idealizo de esta forma es porque nunca se me hizo viajar en ella en un trayecto largo. El maestro Cruz era un mago en esto de conseguir apoyo para que la orquesta pudiera salir, y no creo que exagero al decir que es gracias a él que conozco cada ciudad importante de nuestro país. Aunque eso de conocer es un decir, porque en ocasiones no daba tiempo sino de llegar a una ciudad, tocar, y luego subirse al autobús para ir al siguiente destino. Lo regular, sin embargo, era que el maestro arreglara las cosas de manera que tuviéramos tiempo de pasearnos y convivir con la gente de los lugares en donde dábamos nuestros conciertos. Para ello nos buscaba hospedaje con familias locales, las cuales nos compartían la comida y las tradiciones que les eran propias. Nos albergaban en grupos de tres o cuatro muchachos  más o menos regulares, aunque de ser necesario el maestro armaba sus propios compañerismos a modo, según lo requerían las necesidades del grupo. 
Nunca he sido alguien popular en ninguna parte, y para cuando salíamos de gira con la orquesta mis compañeros evitaban alojarse en las mismas casas que yo y me apodaban "Sam", por el águila arrogante y mandona que salía en el show de los Muppets. El maestro me ayudaba y me aconsejaba lo mejor que podía para ganarme no solamente el respeto de los muchachos, sino también su afecto, pero era yo muy cabeza dura y por más que lo intentó siempre hubo una especie de barrera que no pude traspasar, defectos de carácter que en ese momento no me pudo quitar. Algo nos quitó a todos, por cierto y eso fue el miedo a los escenarios, el temor al fracaso, al ridículo en público. No recuerdo que los nervios, lo que ahora pomposamente llaman "pánico escénico" fuera una preocupación para nadie en la orquesta. El maestro simplemente nos decía: "vas a tocar esto", y uno se lo aprendía y lo tocaba, sin mayor aspaviento. Aunque las lecciones más duras tenían que ver con la responsabilidad, de las cuales recibí varias. La primera de ellas recién llegado como aprendiz de director, cuando se me ocurrió gritarle a uno de los muchachos desde el podio que era un estúpido, por ya no recuerdo qué razón. Y no importa por qué lo hice pues, ¡Jesusito! El maestro se encargó de darme a entender, de manera inequívoca y pública, que esa no era la manera de tratar a nadie en ninguna circunstancia y por ninguna razón. Aun así, tal vez la lección más angustiante fue el viaje a Acapulco.
Se trató no de una gira, sino de la fiesta de cumpleaños de mi prima Sol, parte de una numerosa rama de mi familia que reside en Acapulco. Mi tía Hortensia me llamó para invitarnos, y me preguntó si acaso era posible que llevara la orquesta para tocar el vals de la quinceañera; de manera casual le comenté al maestro Cruz la solicitud y con mucha amabilidad me dijo que por supuesto, que la orquesta podía ir siempre y cuando ella se hiciera cargo de los gastos; otra oportunidad para viajar, pasar un buen rato juntos y hacer música, algo que siempre había disfrutado porque nunca, hasta ahora, había sido la parte organizadora. Sabía que el dinero no iba a ser problema para mi tía, y comencé a organizar el viaje partiendo del error de que la orquesta era lo único que iba a estar en su mente durante los dos días que íbamos a estar allá. Aún así logré programar un concierto en el lobby de La Palapa y varias actividades en la playa la mañana anterior a la fiesta. 
Aquello fue un desastre, aunque se trató de un desastre que la orquesta logró disfrutar gracias a la actitud luminosa y animada del maestro Cruz. Llegamos de madrugada a la casa de la calle Castillo Bretón, cuando todos estaban dormidos y no nos esperaban, y horas después fuimos enviados a otra de las casas de mi tía para que la orquesta se instalara; ¡una sola casa para toda una orquesta juvenil! Nunca antes fue tan evidente el hecho de que el maestro “siempre estaba bien” sin importar la situación como entonces, cuando tuvo que dormir en unas escaleras con vista al mar acompañado de parte de la orquesta, pues no pude conseguir mejor hospedaje por mucho que lo intenté, y el maestro nunca me quitó la responsabilidad de la organización para facilitar las cosas con su experiencia: era yo quien tenía que resolver las carencias, y rápidamente. Así, recuerdo con particular orgullo cuando conseguí que las cocineras de mi tía llegaran como huracán a la casa a preparar un tardío pero sabroso y abundante desayuno, y que tanto el vals como el concierto al día siguiente fueran un éxito. Los muchachos disfrutaron la playa y mi prima su fiesta, y en el autobús de regreso a casa la orquesta hizo una colecta para reponer lo que gasté en taxis, persiguiendo desesperadamente a mi tía a todas horas por todo el puerto de Acapulco junto con Gustavo. 

V

El maestro Cruz encontró un complemento perfecto para sus proyectos en la persona de los maestros Mauro y Juventino Ramírez, los fundadores y directores de la Orquesta Libertad de la ciudad de Oaxaca; una orquesta con formato similar a la OJUC pero que dependía enteramente de sus propios recursos, aportados por los padres de familia, y que ensayaba en la casa de uno de ellos, el Sr. Eliodoro Arellanes, cuyas hijas tocaban también en la orquesta: Enriqueta el violín y Manuela el fagot. En Oaxaca, el maestro Cruz se sentía completamente en casa, y siempre que viajábamos allá se llevaba instrumentos y partituras para dejar a manera de obsequio, pues seguramente sentía una especie de comunión con esos hombres quienes, al igual que él, consagraban su vida a la formación de nuevas generaciones de artistas. Fue en Oaxaca también cuando lo vi (cosa rara, como dije) montar en cólera. El conductor del autobús se había estado portando muy grosero durante todo el viaje y en un momento dado se negó a llevarnos a unas ruinas; las de Mitla, supongo; y el maestro de plano se puso a gritarle, fuera de sí, que nos iba a llevar a ese lugar lo quisiera o no. Yo estaba hasta el fondo del autobús y aun ahí los gritos acabaron por aturdirme después de unos momentos. Ya no recuerdo lo qué pasó después, ni quiero recordarlo.
A pesar del tradicional aislamiento de mi patria oaxaqueña, y de los pocos recursos con los que contaban, varios miembros de esa orquesta son ahora músicos profesionales también, y tocan en importantes orquestas por todo México. Las vocaciones artísticas que en otras partes del mundo son fruto de grandes inversiones económicas y fatigosas cacerías de talento, en Oaxaca y en México se dieron como resultado del raro poder de esos hombres para poner en nuestros corazones la profunda, intensa, eléctrica y arrebatadora emoción de entregar nuestra música y, al mismo tiempo, entregarnos a nosotros mismos al tocar en público. Una emoción que traspasa tu piel como un tatuaje, que se queda circulando en tus venas como parte de tu propia sangre y te lleva a considerar esos años como los mejores de toda tu vida, a pesar de los sacrificios, a pesar de los sinsabores, fatigas y las desilusiones amorosas; porque todos nosotros éramos unos románticos entonces y cualquier actividad juntos era pretexto para dejarnos llevar por la belleza y las ilusiones instantáneas y catastróficas. Cuando salimos a nuestra primera gira de Oaxaca, por ejemplo, hice lo que pude para viajar con la familia Petrides Madrid porque estaba locamente enamorado de Avril, una morenita de rasgos redonduelos, talle delicado y buena puntería con el rifle, a la que traté por todos los medios de impresionar, pero sin lograrlo. Ya para cuando fuimos a Acapulco iba yo preso de un afecto más duradero, el de Karina, a quien nunca pude conquistar porque nunca se separaba de su amiga Deborah Oropeza; fuimos novios un par de días, pero creo que me dijo que sí solamente para poder librarse de mi molesto cortejo. Nunca lo consiguió. 
En una ocasión, cuando estábamos hospedados en un hotel de Tlaxcala que tenía un bello patio interior, salimos envueltos en cobijas para tratar de escapar del aire helado y nos reunimos para platicar con el maestro de estas cosas, sentados en bancas, deseosos de poder hacer una fogata. No sé cómo fue que apareció un violín cuando estábamos hablando de mujeres (o las que llamábamos así a pesar de ser casi todas unas niñas) y el maestro Cruz tocó una versión de "Estrellita", de Ponce, que en ese momento nos enseñó más sobre el amor que cualquier discurso. 


Epílogo

Lo vi muy poco en sus últimos años. Recuerdo que lo visité en su casa de Cuernavaca y luego en los funerales de su esposa, la maestra Milla Domínguez, una hermosa soprano que parecía una versión clara y dulce de él mismo. Hace poco, en la casa del director de coros Jorge Medina (otro forjador de generaciones), dicho maestro me mostró una extraordinaria fotografía en blanco y negro en la que aparecía una especie de grupo versátil. Había dos violinistas y dos cantantes además del maestro Medina que llamaron mi atención; los violinistas eran el gran Hermilo Novelo y el maestro Cruz, y las cantantes, que parecían estar bailando un ritmo a go-gó, eran Milla Domínguez y Lupita Campos, tan jóvenes y guapas que casi me da un ataque cardiaco. La vida y el entusiasmo que se respiran en la foto explica el por qué ambos maestros nos cuidaban, respetaban y querían a pesar de todas nuestras sinvergüenzadas, en lugar de pensar que todos éramos simplemente una bola de locos. Tanto Hermilo Novelo como Milla murieron en accidentes de carretera, la segunda cuando iba con el maestro Cruz rumbo a Cuernavaca. Yo asistí, como he dicho, a las exequias, y fue impresionante ver llegar al maestro a la funeraria de García López, caminando lentamente a causa de los golpes recibidos en el choque y con el torso tieso por llevar puesto un collarín, para luego acercarse al ataúd abierto en el que descansaba su esposa para siempre. Lentamente, presa de una intensa emoción, se inclinó lentamente como si quisiera darle un beso; acarició luego con la mano el cristal que la cubría y murmuró sollozando, con lo que me pareció un avasallador remordimiento: "¡Perdóname, Millita! ¡Perdóname!" Repitiéndolo varias veces. Hoy en día, con el corazón aun roto por aquella escena, me sigo preguntando qué era eso que el maestro quería que le perdonara.
Después supe que se había vuelto a casar con una mujer muy joven y había tenido un hijo a los 70 años. Eso me dio mucho gusto porque mi padre, el último de sus hermanos en nacer, llegó cuando mi abuelo superaba incluso esa edad, y estoy seguro de que la circunstancia inusual de tener al astuto general de tiempo completo, aun fuerte y en el colmo de la sabiduría y la experiencia lo hizo el hombre exitoso que es hoy en día. Dicen que el tiempo y ciertas batallas legales pasaban de largo junto a él sin hacerle daño alguno y que, salvo una pequeña parálisis facial, su salud era extraordinaria. Así lo imagino y así quiero recordarlo.
Tenía 83 años cuando manejaba su automóvil y lo embistieron en un crucero. Con todo, sobrevivió al siniestro junto con su familia (su esposa resultó con un hombro roto), y a pesar de no haber tenido la culpa del accidente, la influencia de quien sí la tuvo medió para que pasara varios días en los separos del Ministerio Público, de donde salió ya con neumonía y algunas costillas rotas. Su fortaleza era tanta que resistió varias operaciones, pero hasta los hombres más fuertes eligen levantarse de la mesa cuando salen mal los naipes. Cuando de cualquier modo hay personas amadas en ambos lados del velo.
Lamenté mucho no poder ir a su funeral por hallarme en Morelia, pero estoy seguro de que es otra cosa más que Cruz Rojas me perdona. No importa. Si quiero verlo, solamente cierro los ojos y ahí está, con su chemisse, sus pantalones cortos y todo de blanco; se acerca a mí sonriendo y me extiende la mano que no sostiene la raqueta de tenis. Sé perfectamente lo que le voy a preguntar, porque quiero que me conteste esa única verdad de la que estoy completamente seguro, esa frase que a partir de hoy quiero repetir para imitarlo siempre que alguien quiera saber cómo estoy; hasta que el maestro, tal vez pronto, pueda decírmela en persona otra vez: "¡Yo siempre estoy bien!"

Morelia, Abril 17 de 2017. 
Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.