domingo, septiembre 30, 2007

Una Carta (2)

México, D.F. a 2 de diciembre de 1968.
Mi amado Sebastián:

La verdad es que no entiendo la razón por la que te escribo esta carta. Ni siquiera estoy segura de que te vaya a llegar algún día, porque ni siquiera estoy segura de que estés vivo. Posiblemente es una más de las locuras que -según eso- me la he pasado haciendo desde octubre, pero en todo caso es una locura menos grave que matarme de hambre, o arrojarme desde el departamento de Fabiola del Valle. La pobre estaba blanca cuando logró asirme por la espalda. Yo ya tenía medio cuerpo afuera; miraba hacia la calle abajo, y aunque las lágrimas y la desesperación no me dejaban ver nada en realidad, de lo que sí me acuerdo es de la cara blanca de Fabiola. Gracias a ella, o a causa de ella debiera yo decir, es que puedo escribirte. Aunque solamente lo hago porque la prima Lulú, esa a la que tuve que pagarle treinta pesos porque logró sacarte a bailar una vez y con eso perdí una apuesta que hicimos; ella, pues, dice que está segura de que te vio caminando por una calle de Tampico. Iba en un taxi, y en el momento en el que según ella te vio, le ordenó al taxista que se detuviera, pero cuando logró por fin bajarse del coche ya habías desaparecido. Caminó un buen rato, buscándote, pero se dio por vencida después de un par de horas.
Esa misma tarde me llamó por teléfono: “¡está vivo!” me dijo, gritando por el teléfono, aunque al principio no pude entender nada de lo que me decía porque estaba yo bien empastillada. Los médicos me rellenan de pastillas para que ya no pueda llorar, ni reírme tampoco porque en mi estado, según ellos, eso también es muy peligroso. Ni siquiera me pude dar cuenta de que era la prima Lulú la que hablaba sino hasta después de un rato, y entonces la pobre me tuvo que repetir todo de nuevo. Aunque me pareció que entre más hablaba, más deseaba seguirme platicando. Me decía que me alegrara, que todo había sido un error; que esos hombres malvados debieron llevarte con ellos; debieron torturarte, lavarte el cerebro para que no recordaras nada: ni tu nombre, ni mi nombre, ni el nombre de tu calle, o del jardín en el que nos conocimos, ni los nombres de mis primas a las que les jugabas bromas tan pesadas. Para que no recordaras las películas que vimos juntos, o el único sabor de helado que nos gusta a los dos, porque entonces habrás olvidado también que rara vez estamos de acuerdo en algo, y que por eso a veces nos peleamos tan fuerte que nos sacamos sangre del corazón con las cosas tan hirientes que nos decimos. Te hicieron olvidar todo para convertirte en un robot, y que por eso no me has llamado, no me has buscado para hacerme feliz con la noticia de que sigues vivo.
Sebastián. Insisto en que la idea de esta carta es estúpida, pero no he podido dejar de escribir desde que comencé. Por supuesto que no tengo tu dirección, pero dice Lulú que ella me va a prestar el dinero para publicarla en los periódicos de Tampico junto a tu fotografía. Así, si tu no la ves porque probablemente no lees el periódico (sería insólito, porque no pasaba un día sin que lo leyeras de principio a fin) entonces alguien que te conoce lo hará, y te dirá quién eres: Sebastián Zúñiga, estudiante de medicina de la UNAM. Que tienes una novia que te adora, y una madre que te extraña todos los días. La misma que rehusó ir a reconocerte a la morgue porque le dijeron lo mal que te habían dejado los disparos que te dieron en la cara, y que por eso fue tu padrino en su lugar.
Tu padrino dijo que había tardado en reconocerte; así de fuerte te habían dado, amor mío; pero que después de todo no había duda de que eras tú.
El podrá estar seguro, pero yo no. Si te hubiera reconocido tu madre no habría duda en mi corazón de que te has ido para siempre, pero las palabras vacilantes de tu padrino alimentan mi esperanza casi tanto como la llamada de mi primita.
Debo terminar esta carta para mandársela a Lulú. Ella se esconde en Tampico, porque todavía la buscan para matarla como a ti. Aunque, ahora que lo recuerdo, eso fue hace muchos días ya. Antes de que se fueran todos juntos a Tlatelolco; antes de octubre. También Fabiola del Valle fue con ustedes, y nunca regresó, lo mismo que tú, lo mismo que Lulú. Ahora lo recuerdo.

He dejado un rato de escribir. Perdóname. Me he quedado pensando sobre lo que me acaba de pasar, y no he podido evitar llorar mucho antes de decidirme a terminar esta carta inútil. Inútil, ahora lo sé, porque todo lo soñé, todo: la llamada de Lulú, mi intento de suicidio, todo. ¡Dios mío! ¡Tan real se veía todo, tan real se escuchaba todo! Hasta pude oler el perfume de Fabiola del Valle. ¡Pobrecita de ella! Ahora entiendo la razón de su extremada palidez. ¿Estaba soñando realmente? ¿Estarás vivo en Tampico? ¿Por qué allá? No conozco a nadie en Tampico.
Tengo que apurarme y esconder esta carta. Nina debió de escucharme sollozar hace un momento y ya viene junto con la enorme enfermera a darme la pastilla.
Te amo. Te amo. Te amo.

Isaura.

(No se olvida)

domingo, septiembre 23, 2007

Página de mi diario

En casa el fin de semana. Presa de total desconcierto.

Hace ya dos semanas que no saco de su estuche la máquina de escribir. Las mismas dos semanas en las que mi nuevo horario como maestro del hermoso y antiquísimo Conservatorio de las Rosas me han alejado del delicioso oficio de escritor. No así del no menos delicioso oficio de lector, el cual -gracias a unos jugosos e inesperados negocios que se fueron tan repentinamente como llegaron- se ha visto provisto de una media docena de libros cuyo goce me ha tenido ocupado en los minutos del día en los que no estoy enseñando o tocando el piano.
Es en este momento en el que debo de señalar un hecho curioso. Desde mi temprana juventud me fijé la meta de estudiar lo suficiente, de modo que pudiera vivir con holgura razonable haciendo exclusivamente aquello que más amaba. Era algo importante para mí, pues mucha de mi energía juvenil la desperdiciaba despreciando de formas diferentes a todas aquellas personas que se veían en la necesidad de hacer trabajos odiosos con tal de ganar un precario sustento.
En mi caso, sin embargo, el reto más difícil ha sido, aun desde entonces y hasta el día de hoy, el decidir sin duda qué es -si acaso- aquello que más amo hacer, y concentrar en ello todas mis fuerzas y poderes creativos.
En mi niñez temprana - desde los cuatro años, concretamente- la lectura de temas tan diversos como la metafísica y la historia sirvieron de cómodo refugio a una realidad plagada de inferioridad física, soledad y enojo. A los doce años el Matías Sandorf de Verne me llevó a descubrir la novela, y con ella un mundo interminable de emociones, conocimiento e intensidad tan poderoso que, en la secundaria, decidí que iba a ser escritor.
No obstante, desde muchos años antes dedicaba de cuatro a seis horas al día a estudiar música en la UNAM, y con el paso del tiempo descubrí que -además de haberme enamorado perdidamente de ese arte también- resultaba tan eficiente en mis ejecuciones que la gente me pagaba buen dinero por tocar el piano, a pesar de mi corta edad.
Al mismo tiempo, y sin atreverme a escribir de forma constante, abandonaba las clases matutinas para leer, siguiendo inconscientemente una voz secreta que me decía que la única manera de aprender a escribir era leyendo, y que todo lo que enseñaban en la escuela era simplemente una distracción que acabaría por estropear mi sensibilidad si llegaba a tomarlo tan en serio como el resto de mis compañeros, o como mi propio padre, para quien mi afición por el arte constituyó siempre un funesto coqueteo con la holgazanería y la vagancia.
Pese a la mala impresión que la escuela en general me merecía, terminé la carrera de pianista; y ahora he descubierto que -aparte de la historia, la ciencia y los idiomas- la docencia se me da fácil y la disfruto enormemente, lo mismo que mis alumnos.
La pregunta es: ¿debo deplorar que ahora no me alcanza el tiempo para hacer todas aquellas cosas que amo porque vivo de otras actividades no menos apasionantes?
¿Debo sentirme apenado porque espero con ansiedad los lunes para ir a enseñar al Conservatorio? Y es que me espera la preparación de un quinto idioma; aprovecho cada instante disponible para leer un poco en los cuatro que ya hablo con fluidez; no puedo sino escribir breves notas para la composición de la gran novela del abuelo, que por fin -después de tantos años- parece dibujarse con claridad en mi imaginación, y finalmente, memorizo entre clase y clase el concierto de Mozart que voy a tocar como solista de la orquesta de la Universidad Michoacana apenas dentro de un mes. No es ya solamente aprender, sino encontrar tiempo para practicar lo aprendido la fuente de mi conflicto.
Y no he mencionado a los lectores del Gabinete, los que esperan una historia cada semana, y a quienes no pienso defraudar. Una razón egoísta me impulsa -empero- a no abandonar mi columna semanal, y es que a lo largo de muchos años he descubierto que no puedo vivir sin escribir, de la misma forma que no puedo vivir sin hacer todas esas cosas que hago -aunque sea unos minutos- todos los días.
Suplico a mis lectores que tengan paciencia; aun la misma paciencia con la que me han soportado desde la fundación del presente semanario.

A. S.

domingo, septiembre 16, 2007

A nuestros lectores

Quiero manifestar mi agradecimiento a los lectores de El Gabinete de Doktor Faust por la entusiasta respuesta que dieron a "Cosas para recordar"; relato por entregas cuya publicación hizo que el promedio de visitas a esta página aumentara a más del doble. Esperando poder corresponder -a partir del próximo lunes- a su preferencia con mejores y más emocionantes contenidos, les deseo a todos una semana feliz.
Juan Antonio Santoyo

domingo, septiembre 09, 2007

Cosas para recordar (octava y última parte)

XIII La ejecución

No había tiempo que perder. Por un momento, Steinmayer pensó que lo mejor sería, regresar y dispararle a Schultz antes de que pudiese poner las manos sobre sus hijas, pero eso solamente arrojaría sobre él a los nazis como había sucedido ya en el ghetto, sin que pudiera hacer nada por liberarlas. Descartó, pues, el plan, y comenzó a caminar rumbo al edificio de la estación, el cual estaba ya semidesierto. Andaba sin prisa, afectando calma, con las manos tomadas por la espalda como había observado hacer a los oficiales de la SS; sin hacer caso del lodo que poco a poco se le amontonaba en las botas. "A fin de cuentas -pensaba- su misión no es la de arrestar a mis hijas, sino arrestarme a mí. No obstante, sabe que ellas son la carnada perfecta y desea tenerlas en su poder para cuando yo intente liberarlas. El muy bastardo". Steinmayer sonrió. Le resultaría mucho más fácil lidiar con Schultz y su escolta cuando abandonaran el campo. Tenía sus ventajas, después de todo, el ser perseguido por el alto mando.
Desde la estación era posible ver a las prisioneras formando en la explanada en la que se tendían lentamente las vías adicionales. Eran una estampa lamentable, y Julius hubiese dado los años que le restaban de vida, fuesen muchos o pocos, a cambio del poder para salvarlos a todos. Su pena se hizo más aguda cuando comenzó a caer sobre ellas y todos quienes las custodiaban una lluvia gruesa y fría que le provocó escalofríos. Estaba bajo el techo de la estación, y se había puesto un gabán de campaña, y aun así la lluvia que mojaba a sus hijas sin que él pudiera evitarlo, calaba con frío insoportable hasta la médula de sus huesos.
Abajo se observaba un orden inusual, dada la insólita presencia en el campo del oficial de alta graduación que ahora recorría la fila. El rostro de Schultz, más que calma, reflejaba resignación, como si su labor le hubiese sido impuesta por una fuerza terrible. Después de unos momentos de recorrer las filas Krump le susurró algo al oído, solícito, y ambos se detuvieron frente a Ute, quien de inmediato y de forma involuntaria protegió con su cuerpo a su hermana Frieda.
Steinmayer sintió que su cabeza comenzaba a dar vueltas, y sin darse cuenta acarició suavemente la cacha de su pistola. Frente a él, a unos cien metros de distancia, su antiguo alumno Kristian Schultz ordenaba a la cuerda de prisioneras que iniciara su marcha de regreso al campo, reteniendo junto a él a sus dos hijas.
Entonces ocurrió algo escalofriante y completamente inesperado.
Steinmayer, quien suponía que Ute y Frieda serían usadas como rehenes y así forzar su propia rendición, observó que Schultz le ordenaba a ambas jovencitas que se arrodillasen de espaldas frente a él, a lo cual ellas obedecieron sin chistar, con la frente apuntando al cielo que comenzaba a oscurecerse, sabedoras de que su dignidad era lo único que el enemigo jamás podría arrebatarles. Frente a la ominosa presencia de Krump, a quien el desarrollo de los acontecimientos parecía satisfacer en extremo, Schultz sacó su pistola, y subió con movimiento experto e instantáneo un tiro a la recámara.
El mundo de Steinmayer, basado en la lógica y dependiente del conocimiento de las fortalezas y debilidades ajenas dio un terrible vuelco, y momentáneamente se encontró sorprendido y sin saber qué hacer. Instintivamente se llevó la mano a la pistola, e iba a sacarla cuando escuchó que una voz detrás de él dijo:
"Por fin se fueron. Nunca se habían quedado hasta tan tarde. Ya lo verá; a partir de ahora tendremos paz y tranquilidad. Usted, mi amigo, no sabe lo que es trabajar escuchando todo el día el escándalo de esas mujeres tendiendo las vías. Por lo menos las mantienen calladas, habría que ver lo que pasaría si las dejaran parlotear".
Se trataba del intendente de la estación, quien de repente había salido de su oficina para charlar con ese cabo que con aire de perro extraviado había llegado de quién sabe donde. De pronto, hasta él mismo advirtió la escena que se desenvolvía frente a ellos y preso de malsana curiosidad trató de acercarse paso a paso para poder ver mejor.
Schultz, entonces, se aproximó a Ute, quien seguía de espaldas y con la frente en alto, y apoyó la pistola en su nuca. Steinmayer no tuvo ya duda de lo que se preparaba, y desenfundó para matar a Kristian antes de la ejecución. No obstante, absorto como se encontraba en lo que veía, el viejo músico fue incapaz de darse cuenta de la proximidad del tren procedente del este, el cual se cruzó ruidosa y velozmente frente a él, apenas a unos metros de distancia, en el momento de apuntar su arma.
El paso del ferrocarril duró apenas unos diez segundos, pero fueron suficientes para que Steinmayer pudiese escuchar, presa del pánico más abyecto, el trueno de dos disparos, los cuales, confundiéndose con el silbar de la locomotora, retumbaron por entre los bosques montañosos de los alrededores con eco siniestro.
Steinmayer lanzó un alarido de dolor que desconcertó por completo al intendente de la estación, para quien lo ocurrido era una escena de todos los días. En cuestión de segundos, la desesperación de ese cabo desconocido se tornó de sorprendente a sospechosa, y el intendente corrió a su oficina para dar la alarma.
Cuando el tren hubo pasado, sin embargo, Steinmayer se halló frente a un panorama completamente distinto al que temía. Sus hijas habían desaparecido, lo mismo que Kristian Schultz, y solamente podía verse el cadáver de Krump sobre la nieve. Al acercarse corriendo, Steinmayer pudo ver un rastro de pequeñas pisadas que se adentraban en el bosque, por un lado, y por el otro, dos manchas de sangre que lentamente crecieron, hasta cubrir por completo el pecho del soldado delator del campo de Majdanek.

XIV El escape

Kristian Schultz no contaba con la extrema debilidad de las dos muchachas en la planeación de su escape. Contaba, en cambio, con la presencia de Steinmayer, a quien suponía ya en el campo, y cuya aparición esperó en vano durante toda la aventura.
Todo comenzó con su llegada al campo. Como esperaba, el general Weiss lo recibió de inmediato, y aunque el amplio salvoconducto despertó sus sospechas, accedió después de un rato a liberar a las hermanas Steinmayer, para lo cual serían útiles los servicios de Krump, conocedor del campo y de las prisioneras. Durante esos momentos, y aun después, Schultz no dejó nunca de preguntar si acaso no había sucedido nada extraño en las últimas horas, observando al mismo tiempo y con atención por todos los rincones del campo, con la esperanza de descubrir a su viejo maestro, o ser descubierto por él. Finalmente, y ya cuando salía rumbo a la estación del tren, Kristian concluyó que el lugar más probable para hallar al pianista era el mismo en el que sus hijas se encontraban, razón por la que insistió en acudir ahí de inmediato, por mucho que Weiss insistía en que se quedara a disfrutar de las comodidades de la comandancia, pues las prisioneras serían enviadas de regreso al campo en cualquier momento.
Cuando por fin logró salir de la comandancia, repicó el teléfono. Era una llamada urgente para Weiss. El rostro del jefe del campo se ensombreció mientras escuchaba la voz al otro lado de la línea, y lanzaba ocasionales miradas llenas de recelo hacia Kristian. Finalmente, colgó el teléfono. Sin mediar explicación sacó su pistola, y apuntándole al visitante le dijo: "tengo órdenes de arrestarlo. Se le acusa de cooperar en la fuga de un peligroso prisionero, causando por ello la muerte de varios soldados alemanes. !Levante las manos!" Y luego gritó, dirigiéndose a su guardia personal: "¡desarmen al Brigadeführer!"
Pero nadie acudió a cumplir la orden. Al volverse, el general Weiss se encontró solamente con la mirada fría del sargento Hagen Pankow, quien con descomunal fuerza descargó sobre su rostro un golpe seco que lo privó de la conciencia.
"A partir de este momento no hay marcha atrás", dijo Schultz, y su escolta asintió con una breve sonrisa pintada en el rostro.
Ahora, sin embargo, se veían obligados a detenerse. Ute y Frieda se habían desmayado por el esfuerzo insoportable de subir la ladera para llegar al lugar en el que el otro escolta los esperaba con un automóvil listo para partir. Sin pensarlo dos veces, ambos amigos se echaron a cuestas a las dos hermanas para recorrer los últimos metros de su alocada carrera, justo en el instante en que se comenzaron a escuchar disparos muy cercanos desde un rumbo impreciso. Al principio, Kristian creyó que estaban siendo perseguidos de cerca por los hombres de Weiss, pero al llegar al vehículo que usarían en su escape se vio forzado a desechar esa idea. Su escolta estaba en el auto, en efecto, pero ya no podría manejarlo, pues los muertos no conducen. Por lo menos eso pensaba Kristian, hasta que vio que al volante de un lujoso Phantom negro se encontraba nada menos que Kratz; maltrecho, pero vivo.
"El Führer se encuentra muy decepcionado, Herr Schultz. No hemos podido evitar que las noticias sobre el desastre en el que convirtió su sencilla misión llegaran al cuartel general, de manera que puede usted imaginarse la seriedad de su presente situación. Aun así, y considerando que usted es una persona sensata, confío en que nos acompañará por las buenas, sin hacer demasiado escándalo y, sobre todo, sin forzarnos a lastimarlo".
"Ha sido una suerte para usted mi misión, ¿no es así? Sobre todo el desastre en el que dice se ha convertido. Cuando lo conocí era un simple guardia de un sucio ghetto, y ahora conduce un gran auto oficial en virtud de sus nuevas responsabilidades de policía. Debería de estarme agradecido".
"Y lo estoy, aunque usted lo dude. Pero por la misma razón por la que he logrado salir de aquél lugar, es que debo llevarlo conmigo para comparecer ante los tribunales del pueblo y ser juzgado. Mi lealtad, a diferencia de la suya, no está comprometida con nada que no sea el bienestar de mi Patria, y mi integridad no tiene dobleces que me hagan dudar. Por eso estoy aquí, por eso estuve a punto una vez de sacrificar mi vida, y por eso la volvería a sacrificar de ser..."
Kratz no terminó la palabra. Un disparo le había hecho saltar la cabeza en pedazos. Los tres policías que lo acompañaban se parapetaron tras del Phantom, y se desató una intensa balacera en la que una mano invisible iba derribando a los nazis uno por uno, sin que ellos pudieran hacer otra cosa que disparar desesperadamente hacia todas partes, agotando su parque sin que hubiesen podido acertar sino dos de sus disparos antes de morir.
Cuando todo hubo terminado, y la nube de pólvora se disipó, Julius Steinmayer, la ametralladora aun humeante entre sus manos, corrió hasta el lugar en el que sus hijas habían sido depositadas desde el momento en el que la balacera había comenzado, y se aseguró de que se encontraran bien. Junto a ellas yacía el cadáver de Hagen Pankow, quien las protegió hasta ser derribado. A unos metros estaba Kristian. Agonizaba. Con sus últimas fuerzas, le entregó a Steinmayer el famoso salvoconducto, que sin duda le sería útil en otro lugar, y le dijo, su voz apenas un susurro: “acaba esa canción, Julius”.
Luego, tranquilamente y sin aspavientos, se murió en los brazos de su maestro.

Epílogo

Julius Steinmayer logró escapar a Suiza, en buena parte gracias al documento que había costado la sangre de uno de los mejores hombres que había conocido. Una vez terminada la guerra, la familia se estableció de nuevo en Berlín, y allá vive Frieda aun, dispuesta siempre a contar la historia de una canción, que su padre, sin saberlo, compuso para salvarle la vida a ella y a su hermana.
Adolf Hitler no se olvidó de la canción de Steinmayer, y es probable que su superstición lo obligase a modificar su manera de ver la vida y la muerte después de que -proveniente de otra fuente- le llegara la noticia de que la estrofa que Eva conocía era la única existente, lo cual interpretó como si la aniquilación y la nada debían de ser el destino de Alemania. Pocos días después de la huída del pianista, que le fue mantenida en secreto para evitar otro ataque innecesario de rabia, el Führer sufrió un atentado al que sobrevivió contra toda posibilidad, y se olvidó de todo aquello que le recordara que no era invencible, incluyendo la canción. Aun así, todavía se debate en algunos círculos históricos la posibilidad de que un compositor de canciones hubiese podido influir de alguna manera en el destino de la Patria, y las muchas ramificaciones del problema sin duda mantendrán ocupados a los estudiosos por largo tiempo. Hasta entonces, pienso, los músicos deberían de ser tomados mucho más en serio.
Por si las dudas.

AS

Tarímbaro, Michoacán; 7 de septiembre de 2007.

domingo, septiembre 02, 2007

Cosas para recordar (séptima parte)

XI El cabo

Una densa capa de niebla comenzó a cubrir lentamente los bosques cercanos a Majdanek. Hacía frío. Pronto sería hora de regresar a las barracas y Steinmayer, con un nuevo uniforme de cabo -ahora uno correspondiente al destacamento a cargo del campo- buscaba desesperadamente una manera de evadirse con sus hijas antes de que eso sucediera. Enmedio del relativo desorden del trabajo en el campo había sido fácil disimular su verdadera identidad, pero el músico estaba seguro de que no pasaría mucho tiempo antes de que algún oficial desconfiado le pidiera sus documentos o de que, simplemente, alguien lo desconociese. Por eso, una vez que hubo dado a conocer su presencia a Ute y Frieda, les impuso silencio y comenzó a pasear por los alrededores de la estación en construcción, para así encontrar la mejor ruta de escape. Era una tarea con la que debería de haber cumplido desde antes de acercarse al grupo de prisioneros y darse a conocer a sus hijas, momento a partir del cual tendría los minutos contados para escapar; no obstante, la oportunidad de aliviar el hambre insoportable que lo atormentaba a causa de su caminata sin descanso desde Varsovia se le presentó de forma irresistible cuando un cabo de guardia se separó de su puesto brevemente, y caminó hacia el bosque cercano para orinar y comer un pedazo de Sauerteigbrot que llevaba en sus alforjas.
Steinmayer llevaba ya un par de horas agazapado detrás de unos arbustos. Indeciso, confuso y exhausto hasta la nausea. Desde el comienzo de su sangrienta huída del ghetto apenas y había comido algunas sobras de tocino rancio que encontró en el café Budapest, y frutos silvestres hallados durante la larga marcha a Majdanek la cual -por caminos ocultos y escondido en un vagón de tren- le había tomado otros dos días de amarga incertidumbre. Aun así, y a pesar del estado de inhumana postración en el que se hallaba, al ver a sus hijas vivas y prácticamente al alcance de su mano su corazón extenuado saltó con infantil júbilo una vez más, impulsándolo a la acción de inmediato. La observación de los alrededores tendría que esperar. Antes era menester recuperar algo de las fuerzas perdidas, y Steinmayer lamentó solamente, cuando le daba un sólido cachazo por la espalda al desprevenido cabo, que éste no se hubiese lavado las manos antes de tomar el pan ácido de su trunco almuerzo.
Steinmayer comió con infinita fruición el magro manjar, que complementó con un poco de vino y una barra de chocolate que el cabo llevaba en preparación, quizá, de alguna celebración. A punto de darle muerte, el músico se detuvo. También estaba cansado de matar. Así, lo arrastró bosque adentro y lo ocultó, semidesnudo y perfectamente amordazado, en un cráter de mortero -recuerdo de la invasión del 39- al cual el tiempo había cubierto de nuevo con una maleza verde y generosa.

XII El Soplón

Eran muchos los obstáculos a vencer en un escape sin preparación como el que los Steinmayer estaban a punto de intentar. Primeramente, aunque de algún modo Julius pudiese escabullirse con sus hijas al bosque cercano, con el posible pretexto de llevar a las prisioneras a cortar leña, el estado de inanición y debilidad en la que ellas se encontraban hacían imposible que llegaran muy lejos caminando. Era necesario robar un transporte, primero, y luego separar a Ute y a Frieda del grupo para que lo abordaran, todo ello sin levantar sospechas de los oficiales quienes detendrían fácilmente a los fugitivos al advertir cualquier situación extraña.
En el instante en el que Steinmayer trabajaba en una solución para estos problemas, se le acercó un soldado, el cual de mal modo le preguntó en donde estaba Karl, nombre que el pianista de inmediato identificó como el del dueño del uniforme que llevaba puesto. Al parecer, Karl y ese soldado tenían un asunto pendiente, y al último le preocupaba que aquél hubiese escurrido el bulto sin desahogarlo a su satisfacción.
"Ese imbécil tiene mi dinero -dijo el soldado- y no me extraña que haya desaparecido. Seguramente salió de permiso sin avisarme, y no regresará sino hasta el fin de semana, crudo y sin un centavo. ¿A ti qué te dijo?"
"Me pidió que tomara su lugar por un rato -contestó Steinmayer calándose el tocado casi hasta la nariz- porque se sentía muy mal y necesitaba... tu sabes, había comido demasiado de ese pan de masa ácida que hornean en el sur. Quería evitar un accidente frente a los demás y salió corriendo".
El músico rió por lo bajo, tratando de hacer humor, pero dándose cuenta al mismo tiempo de lo ridículo de su situación. No obstante, y sabedor de que las situaciones más absurdas suelen ser aquellas que preceden a los acontecimientos importantes, se preguntó la razón por la que ese soldado se daba el lujo de hablar con ese desparpajo a sus superiores; pues así se tratara de un simple cabo, en el ejército siempre se guardaban las distancias. Siguiendo un presentimiento, dijo:
"En realidad, el que debería de ir camino de Berlín sería yo. Solamente voy de paso, proveniente del frente oriental, pero me encontré con Karl y conversando con él me pidió este favor. Es una bestia, pero me pareció que no habría problema".
"Claro -respondió el soldado con actitud pensativa- ya decía yo que no me parecías conocido. Llevo dos años en este campo y creo que jamás te había visto. ¿Del frente, dices? Raro ¿Por qué traes entonces uniforme de guardia?"
Steinmayer comenzó a sudar frío.
"Me acabo de cambiar -dijo-, el uniforme que traía estaba hecho una lástima, y me permitieron usar este por lo pronto".
"¿En serio? ¿Weiss te dejó hacer eso? ¿Y qué haces aquí, fuera del campo, en lugar de estar en la comandancia? Además, deberías de haberte lavado también, y rasurado. ¿Cuál es el nombre de tu unidad?"
"¿Y con qué derecho me interrogas de esa manera, soldado?" Respondió Steinmayer con actitud desafiante, resuelto a salir de esa situación jugándose todo a una sola carta.
“Sí, es claro que vienes de fuera. De otro modo sabrías que tengo la confianza del general Weiss, el jefe del campo. Mis ojos son sus ojos, y mis oídos son los suyos. El general no tiene que salir de su oficina para estar seguro de que sus órdenes se cumplen al pie de la letra, porque de eso me encargo yo. ¿Entiendes ahora? Los oficiales son los que tienen la autoridad, pero todos sus movimientos sospechosos van a ser reportados al general de inmediato, y ellos lo saben. Ahora que, por supuesto, no todo lo que le cuanto al general es necesariamente la verdad; pero eso a él no le interesa. Es más, no ignora que todo servicio de inteligencia tiene sus fallas, y que lo que cuenta son los aciertos que le permiten mantener al campo y a los prisioneros funcionando como un relojito”.
El soldado calló por un segundo esperando ver en el rostro de Steinmayer el efecto de sus palabras, y luego agregó:
“Por lo pronto voy a ir a la comandancia para asegurarme de que tus papeles están en orden, porque supongo que ya están ahí, ¿verdad?”
“Por supuesto”.
“Excelente. Deberías venir conmigo. Es un largo camino de regreso al campo, y lo es más andando a solas”.
En ese momento llamaron a formar a los prisioneros. El gesto de Steinmayer se tornó sombrío. Su engaño sería descubierto en cualquier momento y, una vez formadas, sería casi imposible separar a sus hijas de la cuerda de trabajadoras forzadas.
“¿Me estás escuchando, cabo...?”
“Rosenkranz -complementó con urgencia mal disimulada el pianista- cabo Rosenkranz”.
“Bien. Yo soy Krump. Era sargento, pero me degradaron... dos veces”. Krump dejó salir una risita que parecía un quejido suprimido. “El general no pudo evitarlo, pero yo sé que me va a saber recompensar cuando llegue el momento”.
“Estoy seguro de que así será”. Dijo Steinmayer con impaciencia, y agregó: “será mejor que se vaya. Yo iré luego, con los demás prisioneros”.
“Como quieras. Hará mucho más frío para cuando lleguen”.
Steinmayer decidió que iría en pos de la cuerda de presos, seguramente para intentar un escape desesperado; incluso se volvió y comenzó a caminar, pero se detuvo en seco al escuchar una voz de sobra conocida.
“¿Soldado Krump? Vengo de la comandancia del campo. El general Weiss me pidió que entregara a su capitán esta orden, mediante la cual debo disponer de dos de las prisioneras que trabajan en la estación. Por cierto, ¿no ha notado nada extraño en los días pasados? ¿Algún incidente con bombas o explosiones inesperadas?”
Era la voz de Kristian Schultz.

martes, agosto 28, 2007

Cosas para recordar (sexta parte)

IX La encrucijada

El Brigadeführer Kristian Schultz le ordenó a su escolta que regresara a Berlín, y que ahí se reportara como franca al oficial de guardia, quien expediría los permisos correspondientes para así dar un pequeño descanso a sus hombres. Él mismo, en compañía de solamente dos ayudantes cuya lealtad traspasaba por mucho los límites del deber, obtuvo de la comandancia de la plaza de Varsovia -en la que se encontraba otro viejo amigo de su padre- un automóvil, tomando el camino del sur en cuanto despuntaron las primeras luces del alba.
Cuando hubo recorrido unos treinta kilómetros en esa dirección llegó a una encrucijada de dos caminos. En ella había un viejo poste con señales en polaco y en alemán las cuales, de no leerse con cuidado, podrían crear terrible confusión a causa de la repetición de nombres que para una sola ciudad había en lenguas distintas.
Para Kristian, era el momento de tomar una decisión. Frente a él estaba el camino de Majdanek. Frente a él, también, el camino de Berlín. El primero seguramente lo llevaría a encontrar a Julius Steinmayer, y el segundo habría de conducirlo a Wolfschanze, es decir, a la ominosa presencia del Führer.
El caso era que, sin importar cual de los dos caminos tomase, aquél maldito asunto iba a acabar mal de todos modos.
Por un lado, si llegaba al cuartel general sin Steinmayer, Hitler lo haría fusilar sin duda, no sin antes humillarlo públicamente por su incapacidad de hacer algo tan sencillo como arrestar a un hombre; un hombre ya de por sí prisionero en un ghetto y, además, de permitir su escape obstaculizando el trabajo de Kratz, el cual, no hay que olvidarlo, pagó con la vida los aparentes errores y torpezas de Schultz. Por otra parte, si acaso buscaba redimir su buen nombre y su honor militar cazando a Steinmayer antes de que liberara a sus hijas, entonces llevaría inevitablemente en su conciencia el peso de destruir, para satisfacer el capricho de un dictador, la vida de un hombre culto y brillante, un hombre al que respetaba y había inclusive llegado a querer. La vida de un alemán y, además, la de un amigo de su propio padre, soldado de honor y valentía de sobra probados en el campo de batalla. Eso sin contar con la patente posibilidad de que Steinmayer lo matase a él primero, como con determinación se lo había hecho saber en el café Budapest. Kristian Schultz sonrió al recordar que había sido un inocente comentario, soltado con descuido en una reunión de hombres somnolientos, el que lo había puesto en esa situación imposible.
Había una tercera opción. Era sencilla y lógica; afín a sus sentimientos e, inclusive, dentro de su esfera de acción. Por todas esas razones, Kristian se había rehusado a considerarla, pero ante la solidez de su desastre, comenzó a pensar en que probablemente era aquello lo que le correspondía hacer. De su bolsillo sacó la fotografía en la que aparecían las dos jovencitas, las hijas de su maestro, y la contempló durante largo rato. Sus dos ayudantes guardaron un respetuoso silencio mientras su jefe efectuaba una meticulosa consulta consigo mismo, en la que analizó a fondo la intrincada urdidumbre de su concepto del honor. Se preguntó si su máxima lealtad descansaba en el Führer, ya que un juramento lo obligaba a la obediencia, al ejército, al cual se había unido como resultado de muchas y muy diversas presiones o al amigo, quien en su lugar seguramente olvidaría cualquier lazo humano que le impidiera cumplir con su misión. En esencia, Schultz era un alemán. Como tal, estaba obligado a hacer aquello que, partiendo de la solidez de su carácter y la coherencia de su persona era lo mejor para la patria.
Zanjada esa cuestión, Kristian se dirigió a sus hombres, y les dijo:
“Espero que no me tomen a mal que les pida, una vez más, que me refrenden su lealtad y disposición a seguirme sin importar los extremos a los que nos lleve la naturaleza de nuestra misión. Nunca les he pedido que asesinen a otros alemanes, ya que nuestra obligación es destruir al enemigo; pero quizá sea ahora la primera vez que enderecemos nuestras armas hacia otros compatriotas. No pienso obligarlos a tal cosa. Los que deseen retirarse, pueden hacerlo en este momento, seguros de que tal cosa no repercutirá en sus hojas de servicio”.
Sus escoltas saltaron en sus asientos, sobresaltados no tanto por la posibilidad de que Schultz los obligara a terminar con vidas alemanas, como por el temor de que su reputación de hombres valientes pudiera sufrir menoscabo. Sensible a sus intenciones, dijo entonces su jefe:
"Descuiden. No repetiré nunca más esta absurda solicitud. Estoy muy agradecido con ustedes. Vamos, pues".
Los escoltas se miraron, desconcertados. El que conducía el automóvil, un robusto sargento llamado Hagen Pankow iba a decir algo; pero se arrepintió de inmediato. Giró pensativo la llave de la ignición, y se dispuso a seguir el camino indicado por Schultz.

X Los rieles de la muerte.

En las cercanías del campo de Majdanek-Lublim, los prisioneros trabajaban sin descanso en la construcción de un enorme entronque ferroviario. Para Frieda y Ute Steinmayer era el cuarto día de trabajo bajo la lluvia incesante, y sus cuerpos, si bien llenos de la fuerza que dan la juventud y la inquebrantable voluntad de vivir, desfallecían por momentos. Aterrorizadas ante la idea de que cualquiera de ellas pudiera colapsarse y morir bajo el arma impaciente de uno de los guardias se animaban la una a la otra, bendiciendo a su Dios por la fortuna de poder seguir juntas, cuando tantas familias habían sido separadas; y vivas, cuando con sus propios ojos habían visto la muerte de tantas otras.
Desde su llegada al campo se había repetido siempre la misma rutina infernal: el despertar de madrugada, el salir del campo con las primeras luces del alba, caminar cinco kilómetros, casi descalzas y sobre el suelo lodoso y frío. Trabajar en el tendido de las vías, cargando tablones, baldes de agua y enormes cajas de remaches. Todo para no poder comer al final del día sino un espantoso caldo de quién sabe qué, aguado e insípido a más no poder, acompañado a veces de un mendrugo de pan. Se aprovechaba en el trabajo hasta el último momento de luz, y solamente al acercarse la noche las alineaban de nuevo en una fantasmagórica columna, para de inmediato regresar a las inmundas barracas en las que tenían que pasar la noche. Por el camino, algunas mujeres caían, víctimas del hambre y el agotamiento agudo, solamente para ser rematadas por los guardias que no permitían rezagadas. Cada paso era una lucha entre vivir o morir. Es en esos terribles momentos, sin embargo, cuando morir no parece tan malo después de todo, y abandonarse al propio destino se convierte en una tentación difícil de resistir. Se ha perdido la esperanza, y lo único que parece claro es la inutilidad de cualquier resistencia que prolongue la miseria en la que la vida se ha convertido. Era en esos momentos en los que las hermanas Steinmayer se decían, la una a la otra, aquellas razones, por muy lejanas e inverosímiles que pudieran de momento parecer, por las que no era aceptable morir. Sí. Su padre les había enseñado muy bien a resistir el desconsuelo. "El que vive, siempre tiene otra oportunidad", repetían una y otra vez. "Papá nos juró que no nos abandonaría, y él siempre cumple con sus promesas".
"Probablemente está ya preso", decía Frieda, la menor, mientras juntas transportaban un enorme durmiente de madera hacia su lugar en la vía. La lluvia no dejaba de caer, y ambas tenían que medir cuidadosamente cada paso para no caer por lo resbaladizo del barro. "O quizá hasta esté muerto".
"Eso no tenemos manera de saberlo. Papá es un hombre muy astuto. Sabe defenderse, y no me extrañaría que a estas horas tuviera al ghetto levantado en armas en contra de los nazis".
"Ute, por Dios. Papá es un caballero. Ni por error levantaría la mano para lastimar a otra persona".
"Eso lo dices porque no lo conoces tan bien como yo".
"Por supuesto que lo conozco bien. Por eso te lo digo. De niña me gustaba escuchar sus historias sobre la guerra, y en ninguna mencionó cosas tan espantosas como las que nos están sucediendo. A lo mejor es que, como él dice, esos eran otros tiempos, y la guerra seguía siendo asunto de hombres de honor. En realidad, a él no le gustaba pelear. Me lo dijo muchas veces. Hasta me contó qué, en la primera navidad que pasó en la guerra, su comandante pactó una tregua con los ingleses que estaban del otro lado de las trincheras, apenas a unos pasos de ellos, y acabaron todos jugando futbol, cantando y tomando cerveza hasta el día siguiente. Ingleses y alemanes juntos, como si no fueran enemigos y nunca lo hubieran sido. Así es mi papá, y no como tú dices. Es valiente, pero detesta la violencia".
"¿Y quién ganó?" Preguntó Ute, a quien la palabrería de Frieda había devuelto al mundo de los vivos, llenándola de una dulce y secreta alegría.
"¿Cómo?"
"Papá te contó que se pusieron a jugar con los ingleses en la navidad. ¿Quién ganó el partido?"
"Alemania, por supuesto. 2 a 1."
Ambas sonrieron. Ese recuerdo les había comprado un día más de vida, y ambas lo sabían. Ute dijo:
Piensa en las demás mujeres que están aquí, sobre todo en las polacas, que son la mayoría. Ellas llegaron desde mucho antes, y han resistido pese a todo. Ellas construyeron el campo: las barracas, los cuarteles y todo lo demás. Supongo que después de un tiempo tu cuerpo se acostumbra, y los días pasan más rápido. Ahora recuerdo lo último que me dijo papá la mañana en la que nos vimos por última vez. Tú ya estabas abajo, en la calle. Íbamos a la casa de Rosenthal a vender un anillo para cambiarlo por comida, ¿recuerdas? Yo iba bajando las escaleras, y de repente regresé por una chalina, porque me había entrado frío. Cuando abrí la puerta, encontré a papá arrodillado en el piso. Seguramente no me había escuchado subir, porque yo siempre he caminado muy ligerito, como si no tocara el piso."
"¿Estaba rezando?"
"No, tonta. Estaba inclinado sobre la duela. Había una como trampita debajo de la alfombra, y de ahí sacaba su pistola, o la estaba poniendo de nuevo, quién sabe. Desde entonces he tratado de figurarme cómo le hizo para que los nazis no se la quitaran".
"El viejo es muy bueno para los escondrijos, ya lo sabes. De que esconde algo, no hay nadie que lo encuentre".
"Pues sí. El caso es que yo esperaba que papá la guardara y se pusiera a explicarme cosas, pero en lugar de eso la llevó a la mesa. Todos los que compartían la casa con nosotros habían salido, y por eso la desarmó para limpiarla con toda la calma del mundo. Cuando me despedí de nuevo para alcanzarte, papá me dijo, abrazándome con mucha fuerza: 'recuerda, hija, que pase lo que pase, aquí no se rinde nadie'. No lo he vuelto a ver desde entonces, porque al regresar ya nos estaban esperando para subirnos en los trenes''.
"Ve tú a saber qué otras cosas había en esa trampita".
Ute asintió. Para ese momento habían llegado hasta el lugar en el que debían depositar el durmiente. Era un milagro que hubieran podido cargarlo tantos metros ellas solas. Sus manos se hallaban insensibles, entumecidas; sus piernas temblaban a causa del esfuerzo y cuando descargaron el pesado bloque de madera la mayor de las hermanas Steinmayer resbaló, y cayó de espaldas en el lodazal. Ute iba a levantarse, porque sabía que, de no hacerlo inmediatamente no tardaría en caer un latigazo o, quizá, hasta un disparo sobre ella. Horrorizada, miró que un cabo salía de la valla que resguardaba a los prisioneros y se dirigía directo hacia ella. Estaba a punto de suplicar clemencia cuando abrió los ojos de manera desmesurada. El cabo había comenzado a gritonearle, subiéndose apenas su gorra, calada hasta los ojos. Frieda, de pie junto a su hermana, soltó un grito que para su fortuna fue tomado por los otros soldados como una muestra de temor.
No lo era.
Había reconocido a su padre.
(Continuará)

miércoles, agosto 22, 2007

Cosas para recordar (quinta parte)

Por causas ajenas a la redacción de El Gabinete de Doktor Faust, la entrega de esta semana se publica con dos días de atraso. Por esa razón pedimos disculpas a nuestros lectores
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VIII Dos caminos

Segundos después se escucharon los disparos; innecesarios, por cuanto no era preciso derribar la puerta para entrar al café Budapest. Kratz se abrió paso, acompañado de varios soldados con las ametralladoras listas para disparar, por entre las mesas tiradas y las sillas amontonadas de la misma forma que lo había hecho Kristian Schultz unos minutos antes. Al llegar a él, Kratz lo miró con una media sonrisa pintada en el rostro, en la que podía adivinarse un profundo desprecio por ese superior que a él, Kratz, le parecía tan sospechoso como la misión misma que lo había llevado ahí. Una misión de la que no creería una sola palabra de no haberle sido confirmada directamente del cuartel general. Habría que pasar aun sobre ese impedimento, pues la rabia que el capitán sentía en ese momento, junto con su deseo de llevarse él mismo el crédito de capturar al ya famoso prisionero, lo reafirmaron en su recién tomada determinación de enmendarle la plana al alto mando.
"Se ha escapado de nuevo, ¿verdad?" Preguntó Kratz, su voz contaminada de majadero sarcasmo.
"¿Quién?" Contestó a su vez Kristian Schultz.
"Con el debido respeto, no se haga pendejo, Herr Brigadeführer. Usted sabe perfectamente a quién me refiero. Usted y yo sabemos perfectamente que el fugitivo estaba aquí justo antes de que yo llegara, pues uno de sus hombres, leal a diferencia de todos los demás, me lo ha notificado de inmediato. He llegado tarde de todos modos, a lo que parece, y eso me irrita, pues de haber estado con usted, el prisionero no habría escapado".
Kratz comenzó a revisar el café, sin reparar aun en la baldosa faltante del piso. El agua de la cafetera hervía ya plenamente, dejando escapar un silbido que se agudizaba por momentos.
"Por lo visto -continuó Kratz- no le fue muy difícil huir ahora. No hay huellas de lucha, sobre todo porque usted mandó lejos a sus hombres dizque para cortar la salida posterior y por eso no estuvieron aquí para realizar un arresto el cual, debido a sus heridas, no estaba en situación de hacer. El fugitivo ni siquiera tuvo que hacer estallar una de sus malditas bombas, y eso, también, es muy sospechoso".
Kratz calló entonces. Schultz estaba confundido, incapaz de ejercer cualquier autoridad que su rango pudiera conferirle; lo único en lo que podía pensar era en que le hubiera gustado no haber abierto la boca aquella tarde en el Berghof.
"Este documento -dijo Kratz, mostrando un par de hojas de papel que devolvió de inmediato a la bolsa de su casaca militar- es un amplísimo salvoconducto, con el cual es posible obtener la libertad de cualquier preso, de cualquier confinamiento en que se encontrare, con el fin de conducirlo al cuartel general. Me fue entregado después de pasar el día entero en el cuarto de transmisiones del gobernador de la provincia. Creía poder cambiar el parecer de los jefes en cuanto a capturar vivo a Steinmayer, pero me equivoqué, y en lugar de una sentencia de muerte, salí de ahí con este salvoconducto de mierda. Irónicamente, mis órdenes eran las de entregárselo a usted, para así limitar mi poder y el de mis hombres y aumentar el suyo, todo para poder conservarle la vida a ese odiado asesino".
Kratz miró a Schultz directamente a los ojos, y la media sonrisa regresó a sus labios. Más peligrosa y fría. Fue en ese instante en el que Kristian supo que las cosas terminaban ahí. Que no regresaría a Berghof jamás, y que sería ejecutado por un carcelero de rango inferior en alguna calle maloliente de un ghetto, en la lejana Europa oriental.
"Pero ahora pienso, Herr Schultz, que este salvoconducto me puede servir mucho mejor a mí. Me servirá para primero salir de esta ratonera, y luego para poder ejecutar a Steinmayer en cuanto lo encuentre. Órdenes o no, a cualquiera se le va un tiro durante una captura, sobre todo si uno puede llevarse al prisionero a donde se le antoje. Usted, por lo pronto -y aquí Kratz apuntó son su arma a Kristian- se encuentra bajo arresto por incumplimiento del deber. Tengo testigos de su renuencia a cumplir con su misión, y estoy por lo tanto facultado de sobra para ello".
"Kratz, no lo hagas. No tienes idea de lo mucho que complicas la situación haciendo esto".
El capitán abrió los ojos, estupefacto.
"¿Yo la complico? ¿Yo? ¡Todos ustedes, los del cuartel general, están perfectamente locos! De no ser por ustedes, ese desgraciado estaría bien muerto, y no habría ni siquiera una situación".
Kratz pareció meditar algunos segundos, y luego dijo: "en el palacio del gobernador escuché decir algo a uno de los operadores, y me pregunto si es verdad. Venga conmigo".
Kratz llevó a Kristian hasta una esquina del bar en donde estaba un viejo piano cubierto de polvo, lo abrió, e hizo sentar a Schultz frente al teclado, los hombres de Kratz acercaron unas sillas al lugar, y se sentaron como si se tratara de una velada musical.
"Toca". Le ordenó.
Pero Schultz no se movió. Le parecía que era Kratz el que había enloquecido.
"¡Que toques, te digo!" Repitió, amenazándolo con su ametralladora.
Sin saber bien a qué iba todo aquello, o sabiéndolo, Kristian tocó una melodía sencilla, la cual debió de escucharse mucho en ese lugar en otros tiempo más felices. Al terminar, Kratz dijo en voz baja:
"Entonces es cierto. Steinmayer es músico, y tú también. ¡Qué coincidencia! ¿Sabes? Hubieras podido salvar muchas vidas alemanas si nos hubieras avisado que tu amigo fue zapador en la guerra; experto en explosivos''.
''No lo sabía. Y, por cierto, Steinmayer es también un alemán''.
''¡No me jodas, Schultz! ¡Y lo de sus hijas! No me extrañaría que estuvieras enamorado de una de ellas, y que por eso cooperas con Steinmayer".
"Eso no -contestó Kristian- nunca las conocí".
"Supongo que no", contestó Kratz, ufano de poseer tanta información correcta. "Solamente te lo dije para que te des cuenta de que no somos tan idiotas como tú crees. Sabemos qué es lo que mueve al viejo, a pesar de que, cuando trató de robar los registros de embarque, dejó las hojas en las que sus hijas están anotadas, y se llevó otras; no sé cuales. Lo hizo, evidentemente, para confundirnos, pues le bastaba con leer la hoja de destino para saber el lugar al que mandamos a sus hijas. El pobre imbécil. Cuando llegue al campo de trabajo de Miluzc lo vamos a estar esperando".
Kratz soltó una carcajada, y luego escupió sobre el piso. Luego gritó a sus hombres: "¡Registren todo el lugar! Debe de haber un pasadizo, un escondite o algo así. Steinmayer no se esfumó en el aire. ¡Rápido!"
El silbido de la cafetera se había hecho insoportable, y Schultz se levantó, sin que nadie se lo impidiera, y fue a apagarla. A su alrededor, los hombres de Kratz revolvían mesas y sillas en busca de alguna vía de escape. A Kristian le parecía mentira que no hubieran visto todavía la baldosa faltante del piso. También pensaba en la hoja que le había mostrado Steinmayer justo antes de desaparecer. Hubiera jurado que se trataba de una hoja de registro auténtica, que los nombres de sus hijas estaban ahí y, sobre todo, que el nombre del campo no era Miluzc, sino Majdanek-Lublim, muy cerca.
Al llegar a la cafetera, una reliquia de principios de siglo, la apagó; pero al mismo tiempo se dio cuenta de que de una de las válvulas colgaba un pedazo de papel. En él decía, sencillamente: "bunker, debajo de la barra".
Mientras pensaba en lo que podía significar ese mensaje, seguramente dejado ahí por su maestro al encender la cafetera, escuchó cortar cartucho a sus espaldas. Kristian Schultz se volvió para encontrarse con el cañón de la ametralladora que le apuntaba, con la media sonrisa de Kratz, y con la cercanía de la muerte.
"No sabes lo mucho que voy a disfrutar cuando cuente tu muerte en la comandancia. Cuando les diga la manera en la que el fugitivo te disparó al escapar, y solicite para tí los honores de un héroe. Lo voy a disfrutar tanto como cuando encuentre a Steinmayer y lo mate también a él".
Y levantó la ametralladora. Estaba por jalar el gatillo, cuando uno de sus hombres llamó su atención:
"Jefe, mire: aquí falta una baldosa... parece que hay algo... ¡encaja ahí la bayoneta! Voy a empujar, jefe..."
Kratz le hizo seña de detenerse, pero era demasiado tarde y ya el soldado había levantado la tapa de una pequeña trampa que conducía a los sótanos del edificio, liberando al mismo tiempo y sin saberlo la espoleta de una bomba de demolición. Se escuchó el metálico ''clinc'' de la espoleta al saltar, y Schultz apenas tuvo tiempo suficiente para quitar la tapa de la gran coladera que hay detrás de toda barra que se respete, y arrojarse dentro de ella justo antes de que la enorme explosión borrara definitivamente del mapa al café Budapest, a Kratz y a todos sus hombres, tanto los que estaban adentro, como los que esperaban afuera, en la calle. Fue, de hecho, un milagro que el edificio no se colapsara y se viniera abajo, y tuvieron que pasar varios minutos antes de que el humo, el polvo y los escombros comenzaran a asentarse.
Fue entonces que Kristian Schultz salió de la coladera, sucio, pero ileso, y comenzó a buscar entre los escombros los restos calcinados de Kratz.
Los encontró a unos veinte metros del café. Sorprendentemente, la explosión había arrojado su cadáver sin dañarlo demasiado, y dentro de su chaqueta estaba aun el preciado salvoconducto en un estado razonable de conservación.
“Lo siento”, dijo, dirigiéndose al cadáver de Kratz, “pero yo aun tengo dos caminos que seguir. Dos lugares que visitar”.
Se levantó entonces, y seguido de cuatro de sus hombres, se alejó caminando lentamente de los restos humeantes del Budapest.

domingo, agosto 12, 2007

Cosas para recordar (cuarta parte)

VI Berghof

Era el final del turno nocturno, y el operador del teletexto dormitaba después de una noche agitada; una noche en la que las comunicaciones no habían cesado de atronar la pequeña habitación con los chirridos y el acelerado traquetear de la impresora. Ahora, sin embargo, se había hecho el silencio. Durante algunos deliciosos minutos las agujas se detuvieron y el papel lleno de palabras en clave dejó de manar de la impresora como leche derramada. El operador, novato, poco acostumbrado a las desveladas, se recargó en su asiento y cerró los ojos, pensando que en pocos minutos podría subir al comedor, desayunar, y luego acostarse a dormir en las cómodas literas destinadas al personal de apoyo. Así, con esas dulces imágenes en el pensamiento, se iba sumiendo en un ligero duermevela del que fue violentamente sacado segundos después por el chirrido del teletexto que de esa manera alertaba al recibir una señal. Sobresaltado por el ruido, el operador se inclinó sobre la impresora, y con sorpresa vio que en el papel aparecía el principio de un mensaje sin cifrar dirigido al secretario personal del Führer, Martin Bormann.
Intrigado, el operador comenzó a leer el mensaje tan pronto aparecía frente a sus ojos. Al principio se le vio sonreír, divertido, pero hacia el final de la transmisión se puso muy serio, y abriendo los ojos con inusitada sorpresa se puso de pie, arrancó la hoja del teletexto y salió corriendo hacia la sala de juntas del Berghof, pasando a un lado del cabo de guardia, quien dormía apaciblemente en un sillón y a quien correspondía la obligación de poner el mensaje en manos de su destinatario.
En la sala de juntas acaba de terminar la discusión sobre el estado de la guerra, y el Führer se había dejado caer en una cómoda poltrona, dudando si acaso tenía ganas de tomar el té con sus secretarias como era su costumbre. Hitler obligaba a sus colaboradores más cercanos a vivir de acuerdo con su horario excéntrico y en buena parte nocturno. Posiblemente encontraba mucho más fácil trabajar en la oscuridad y el silencio de la noche, como muchos artistas están acostumbrados a hacerlo, y a las cinco de la madrugada apenas terminaba de trabajar. Se relajaba unos momentos, y hasta después de un rato se iba a sus habitaciones a descansar. Fue precisamente en ese momento de reposo, después del agobiante trabajo de convencer a todos los generales de que las cosas iban a pedir de boca, o que por lo menos podían resolverse sin tanto problema, que Bormann entró a la sala de juntas con el mensaje sin cifrar en su mano. Intrigado, el líder lo escuchó hablar de la misión especial de Schultz, de la canción (¿se acuerda, mein Führer?) que cantaba la mamá de Fraulein Eva y del Judío Steinmayer, la única persona que recordaba el final de dicha canción, y por lo tanto la única persona que conocía el destino del Reich. Hitler asintió, aliviado de escuchar las primeras palabras sensatas de la noche, se acordaba. Bormann comenzó entonces a leer el contenido del mensaje.
"¿Sabes, Martin?" Dijo el Führer cuando su secretario acabó de leerle el documento, "me parece que tuve razón en pedirle a Herr Schultz que buscara a Steinmayer. Después de escuchar lo que leíste estoy más que nunca convencido de que se trata de un ser único, poseedor de un extraño poder. ¿Cuando habías visto a un Judío haciendo un daño semejante a una unidad tan bien entrenada como la que lo busca? Yo no lo entiendo".
"Nadie lo entiende, mein Führer".
''Por eso ahora tengo más interés en conocerlo, escuchar lo que tiene que decirme y entonces, solamente entonces, podré ejecutarlo por la muerte de mis soldados. ¿Entiendes cuales son ahora las órdenes?"
"Perfectamente, mein Führer; aunque, si me lo permite, quisiera mencionar que los compañeros de los hombres muertos buscan al judío para matarlo de inmediato, por mucho que sus órdenes sean las de arrestarlo vivo. Ese puede ser un problema".
Hitler calló. Hasta esa sala, hasta esa casa enclavada en el centro mismo de Europa podían oírse con toda claridad los crujidos del frente oriental, que se resquebrajaba bajo el peso de la colosal maquinaria bélica de la Unión Soviética. En todo caso, pensó, no había mucho tiempo, ya fuera para ganar, o para preparar un final glorioso para el Reich, y había que quitarse esa pequeña pero molesta duda de la cabeza lo antes posible. Los sueños de Eva a menudo anunciaban sucesos que andando el tiempo se cumplían con sorprendente exactitud, y ese en particular, el que tenía que ver con su destino, lo había inquietado de manera inusual.
"Schultz sabrá qué es lo que debe hacerse. Dile que debe de apresurarse. ¡Dile que me traiga a ese judío con vida, o le haré llegar una pistola cargada con una sola bala! En cuanto llegue, quiero que tú mismo lo interrogues".
"Así se hará, mein Führer", dijo Martin Bormann.

VII La canción

De nada habían servido las súplicas de médicos y enfermeras, que le dijeron a Schultz que no debía levantarse de su cama hasta que la herida no hubiera cicatrizado del todo. Al día siguiente, pasado el medio día, Kristian estaba ya de pie, uniformado, y listo para acudir a su cita con Steinmayer. Ello dado el caso de que siguiera vivo, y así debía ser, a juzgar por la agitación que prevalecía en la comandancia de la franja norte, lugar al que fue a buscar a Kratz sin poder encontrarlo. Mientras esperaba, y tratando de no llamar la atención, Schultz fue al cuarto de mapas de la comandancia, y se sentó a examinar uno de los tres planos del ghetto que estaban colgados en la pared. En uno estaban señaladas, con lápices de colores, las casas destinadas a los habitantes, con las divisiones de cuartel, las llegadas, las salidas y el número exacto de personas en cada casa. El otro era un registro minucioso de tuberías y alcantarillas que servía para evitar el tráfico de bienes y personas, en tanto que el último, el más siniestro de todos, especificaba los lugares de trabajo, con el número de personas que habían muerto en ellos anotadas en rojo. Cifras solamente. Ningún nombre. En el segundo mapa Schultz pudo encontrar, después de un rato de pasar el dedo por la línea que señalaba la muralla norte, una casa marcada con negro, el color de los negocios y establecimientos. Era una de dos que había justo frente a la muralla, y un sentimiento indescriptible le hizo saber que ese era el lugar al que debía dirigirse.
Y así lo hizo.
No fue una caminata muy larga, pero sí extraordinariamente dolorosa. La herida del hombro se le abrió de nuevo y había comenzado a sangrar ligeramente en el momento de llegar a la calle Lodz, lugar en el que se encontraba el café Budapest.
Como era usual desde que la búsqueda había comenzado, Schultz dejó a su escolta en la calle, y entró solo al establecimiento desierto. La puerta estaba cerrada con candado, pero los vidrios estaban rotos, y no le fue difícil, a pesar de su hombro vendado y el brazo en cabestrillo, agacharse lo suficiente para pasar al interior. Era evidente que el café había sido saqueado varias veces desde que esa sección del ghetto fue evacuada, y por el piso había vasos y tazas rotas, sus fragmentos esparcidos por todas partes, hasta sobre las mesas cubiertas de polvo y el mostrador arruinado. Schultz se acercó a una de las cafeteras y la tocó. Estaba fría. La otra, empero, se sentía tibia, a pesar de que no había una sola huella en el polvo de meses acumulado sobre ella.
"¿Julius?" Dijo Kristian en voz baja. Su vista entonces se fijó en una loza fuera de lugar en un piso que en lo demás se mantenía extrañamente intacto, y se acercó para examinarla. El polvo había sido movido. Había huellas de calzado, y justo cuando alargaba la mano para tomar la loza, Schultz oyó una voz a sus espaldas.
"No te muevas".
Kristian levantó la única mano que era capaz de mover, y otra mano experta, pero que no era suya, le quitó su pistola en menos de lo que se cuenta.
"¿Tus hombres?"
"Están afuera".
"Diles que se vayan".
"No te preocupes. No van a entrar, a menos que se les ordene".
"Llaman la atención hacia este lugar. Diles que se vayan".
Schultz lo hizo así, ordenándoles a sus hombres ir a cubrir el edificio por la otra calle.
"Ahora sí -dijo al regresar- ¿me vas a decir qué es lo que está pasando?"
"Dímelo tú -Steinmayer seguía uniformado y bien peinado, con la ametralladora al hombro, y descargaba la pistola de su antiguo alumno para quedarse con su parque-. Qué es lo que sucede que de un día para otro me quitan todo lo poco que poseo, nos sacan a mi familia y a mí de nuestra casa, luego nos sacan de nuestro país para traernos a vivir a este maldito basurero, y finalmente secuestran a mis hijas, las suben a un tren que va a no sé dónde, y lo mismo hacen con todos los demás judíos que aun vivíamos a pesar de todo en Berlín. Dime ¿Qué diablos pasa?"
Schultz callaba, apenado. La herida del hombro, que había mejorado un poco, comenzó a dolerle una vez más con mayor fuerza que antes.
"Y ahora, cuando estoy por fin haciendo algo al respecto, defendiéndome, contestando como se debe a los atropellos de tus camaradas, llegas tú y me dices que Hitler quiere hablar conmigo, y que si no me entrego la vas a pasar muy mal, como si yo no hiciera otra cosa que disfrutar de unas agradables vacaciones".
"En efecto -dijo Schultz- y todo hubiese sido mucho más sencillo si no hubieras empezado a matar alemanes por todas partes. Ahora ni siquiera estoy seguro si mi deber sigue siento conservarte la vida, o acabar de una vez por todas con ella. Por Dios, Julius, ¿en donde aprendiste a hacer todas esas cosas; a disparar así (Schultz se sobó el hombro), a saltar por las ventanas arrojando granadas y todo eso?"
"En la guerra, por supuesto". Contesto Steinmayer. "Yo soy tan alemán como tú, Kristian; lo soy al grado de haber estado dispuesto a defender con la vida a nuestra amada patria. Mis hijas son alemanas también. Mis padres, mis abuelos; todos lo fueron, pero ahora nos persiguen de forma violenta sin que sepamos bien qué es lo que hemos hecho para merecer la muerte. En el año 14 peleaba en las trincheras de Francia. Había lodo en esas trincheras. Llovía todo el día y aquellas zanjas malditas se anegaban sin que nosotros pudiésemos salir de ellas ni un minuto. Era el único en mi familia que se había enlistado de forma voluntaria y, aunque nunca he sido un hombre religioso, en esos momentos pensaba que con ese sufrimiento pagaba el pecado de no hacerle caso a mi padre cuando me dijo que me quedara en casa.
No obstante, el valor de los demás soldados me sacaba de esos tristes razonamientos. Mis amigos, mis hermanos. Tu padre entre ellos. Era un héroe, un jefe arrojado y valeroso, que ponía la nobleza de su sangre por delante y jamás permitió que se nos lanzara a un ataque si no iba él en la primera línea. Si en aquellas trincheras lodosas, en las que tu padre se unía a nosotros al final del día para llorar a los camaradas muertos, alguien me hubiese dicho que llegaría el momento en el que dispararía mi arma contra otro soldado alemán lo hubiera tomado por loco, y lleno de indignación lo hubiese matado de inmediato.
Ahora veme. No solamente he matado a otros soldados, sino que lo he hecho con el mismo odio con el que ellos han asesinado a los de mi raza. Ahora solamente me queda la esperanza de encontrar a mis hijas, de salvarlas, y quizá entonces, si no he muerto en el intento, pensar en hacer las paces con mi patria, que me ha quitado todo lo que soy, y todo lo que poseo. Aquí -y entonces sacó del bolsillo de su chaqueta un pedazo de papel- está lo que necesito para hacer eso, y espero que no te interpongas, porque entonces, aunque eres una de las personas que más estimo, y eres además el hijo de uno de los hombres que más admiro, aun a pesar de ello tendré que matarte".
"¿Que hay en esa hoja?"
"Es el registro del tren en el que se llevaron a mis hijas, y su destino".
La palabra destino despertó en Kristian el recuerdo de su misión. Él también tenía un documento en su bolsillo, y el lodo del que hablaba su maestro se encontraba ahora en sus propias botas.
"Julius", dijo, "Necesito que me digas como termina una de tus canciones".
Steinmayer miró a Kristian con recelo. Había repasado durante todo el día su conversación en la calle Maritzky, y había llegado a la conclusión de que el asunto de su arte, como lo había llamado Schultz, no era otra cosa que un invento para despistarlo.
"¿Canción? ¿Cuál canción?" Dijo. Por primera vez, Steinmayer se veía desconcertado. Kristian se la canturreó tal como la recordaba y la música, fuera de lugar como aparecía en ese momento, llenó el escenario de desastre con su frescura y despreocupación.
"Sí. Recuerdo bien esa canción. La escribí poco después de regresar del frente, y nunca la grabé".
"Así es -dijo Schultz- eso es lo que sabemos. Lo que no sabemos es cómo acaba".
"No entiendo".
"Julius, la estrofa que te canté ahorita es la única que recuerdo, y según un sueño absurdo que tuvo Fraulein Braun, las siguientes estrofas contienen el destino de Alemania".
"Steinmayer sonrió ante lo demencial que sonaba todo aquello, y luego dijo:
"Kristian, lo que cantaste es todo. Esa es la única estrofa. Después de cantarla, siguen cinco minutos de música instrumental para que la gente baile, se repite la misma estrofa y se acaba la canción".
En ese instante se oyó el ruido de un automóvil afuera del café. Kristian se asomó por una de las ventanas y vio a varios transportes llenos de tropa estacionarse justo enfrente de la entrada. De uno de ellos saltó Kratz, quien con cara de pocos amigos caminó hacia la puerta para abrirla a tiros de pistola.
"Julius, ¡ocúltate!" Gritó Schultz. Pero en el café no había nadie más. La cafetera que había sentido tibia unos minutos antes comenzaba a lanzar un vapor apenas perceptible, y en el piso la loza suelta había desaparecido.

(Continuará)




lunes, agosto 06, 2007

Cosas para recordar (tercera parte)

V Se escapa de nuevo

"¡Soy yo, Julius, Schultz; no dispares!"
Se hizo un breve silencio, roto de inmediato por los gritos enardecidos de la tropa que ya se precipitaba por el cubo de la escalera. Sin perder tiempo, Kristian subió algunos peldaños más, y se sorprendió de nuevo al ver al viejo Steinmayer en el alfeizar de una ventana, como si se preparara para saltar. En ese momento se hicieron evidentes los muchos detalles que se le habían escapado en el primer encuentro. Su viejo maestro empuñaba una Luger que sin duda había robado a alguna de sus víctimas, lo mismo que el uniforme, y llevaba además una subametralladora colgada a la espalda. Tenía el rostro tiznado por la explosión, aunque su cabello y su barba se mantenían incongruentemente bien peinados. Salvo por ese detalle, al pianista se le hubiese podido confundir con un guerrero, extrañamente sereno enmedio de una batalla. Apuntaba a Kristian, pues aunque había reconocido su voz por sobre la gritería de los soldados, aun hacía esfuerzos por ver a través de la humareda sin dejar de lanzar miradas impacientes hacia el callejón abajo.
"¿Kristian?" Preguntó, incrédulo; "¿Qué haces aquí? Carajo, ¿te encuentras bien? No pareces estar herido. Bien, me alegro".
E iba a saltar sin decir más, porque ya los pasos de la soldadesca resonaban en el piso de abajo. Schultz estuvo a punto de gritarle que no lo hiciera, pero tuvo una intuición, y en lugar de ello susurró:
"Vengo a ayudarte. No te vayas", y luego, levantando más la voz, ordenó a los soldados:
"¡Alto! ¡Alto y silencio! Que nadie suba o lo perdemos. ¡Esperen mis órdenes!"
Los pasos se detuvieron, si bien solamente para que los soldados pudiesen discutir entre ellos si acaso Schultz tenía autoridad como para ordenarles eso. No era mucho tiempo el que se ganaba, pero algo era.
Steinmayer, mientras tanto, se había preguntado cuál era la razón de que Schultz estuviese ahí. Sabía muy bien la alta posición de la que gozaba, y no tenía sentido, por mucho que se hubiera convertido en un dolor de cabeza para los alemanes a cargo del ghetto, que lo hicieran venir a ese mugrero desde tan lejos -aun suponiendo que su amistad fuera de alguien conocida- nada más para persuadirlo a que se entregase. Víctima de su propia curiosidad, pues, detuvo su escape y bajó el arma, invariablemente cuidándose las espaldas con la pared más cercana.
"De modo", dijo, "que han decidido mandar a un líder de brigada a matar al viejo Steinmayer. La alta oficialidad de las SS debe de estar muy sin quehacer para que algo así suceda".
"Por el contrario, Julius, he venido a sacarte de aquí. Tengo órdenes del mismo Martin Bormann de llevarte a su presencia. Parece que tu arte ha llegado a los oídos del jefe, de una manera muy inusual, si es que puedo decirlo de ese modo".
Steinmayer meditó durante algunos segundos, al principio pareció no entender la razón por la que Hitler lo buscaba, pero luego, atendiendo a materia práctica, preguntó:
"Y ¿cuántos hombres traes contigo para cumplir esa misión? ¿Un pelotón? No sabes, hijo, cómo han estado las cosas por aquí en los últimos días. He tenido que hacer cosas verdaderamente terribles nada más para mantenerme con vida e ir de la casa a la estación de ferrocarril, la nueva que construimos dentro del ghetto, y de ahí... ¡oh, santo Dios! Esa ha sido la parte más difícil. Todavía no estoy ni a medio camino, no he comido casi nada en tres días, y a cada momento que pasa es mucho más difícil moverme por entre las patrullas. En fin, el asunto es que, a menos de que traigas un batallón para resguardarme, no creo poder salir de aquí sobre mis pies, no contigo, por lo menos".
"Escucha, traigo..."
"No importa lo que traigas. Aunque mostraras como una bandera un papel firmado por el mismo Hitler, las cosas que he hecho son tales que durante mi traslado a un soldado se le iría por error un disparo, o encontrarías de repente que me suicidé colgándome en el baño. Lo único que siento es no poder quedarme a contarte todo lo que ha sucedido, que en cierto modo ayudaría a descargar un poco mi conciencia. Tú lo sabes. Sabes muy bien que yo no estaba acostumbrado a estas cosas. Debo irme".
"¡Escucha, Julius, no te vayas aun! Ninguno de los dos estaba acostumbrado a nada de esto, pero lo realmente importante es que no eres el único aquí en problemas. Mi misión es una de esas en las que no se puede reportar un fracaso sin consecuencias graves. Mira, yo tampoco puedo explicarte nada. Ven conmigo, y ya veremos la forma de sacarte de aquí, de llevarte al cuartel general como me han ordenado. Ahí las cosas son distintas, no se ve la barbarie que se dice reina por aquí..."
Steinmayer miró hacia el callejón. Se llevó la mano a la espalda y de ahí extrajo un racimo de tres enormes granadas atadas entre sí. Se volvió luego hacia Schultz y, dedicándole una mirada de dulce complicidad, le dijo:
"¿Qué te parece tomar un café cerca de la muralla norte? No es un lugar a tu altura, pero por lo menos se puede conversar sin prisas. A tus amigos de escaleras abajo diles... diles que me tenías acorralado, pero que me escapé abusando de tu buena fe".
"¿Estás loco? ¡Nadie me va a creer eso!"
"No te preocupes", dijo Steinmayer con calma, "te creerán". Y entonces levantó la Luger, apuntó en un santiamén y con pulso firme le disparó a Kristian, hiriéndolo limpiamente en el hombro. Sin perder un segundo, el pianista cebó una de las granadas y arrojó todo el bulto al callejón, de donde provino el estruendo ensordecedor de una explosión, la que cimbró de nuevo el edificio, que amenazaba con derrumbarse. Cuando el humo se hubo disipado Steinmayer había desaparecido, y Schultz miraba hacia el callejón, presionándose la herida con fuerza, sinceramente encabronado por el dolor del disparo. Sus hombres llegaron de inmediato y se lanzaron de nuevo a la persecución del fugitivo quien para entonces llevaba ventaja suficiente, contando con que conocía el terreno a la perfección y sabía, con toda seguridad, cosas que sus perseguidores ignoraban. Abajo, en la calle, Kratz se ocupó de subir a Kristian en una ambulancia y llevarlo al hospital, cruzando la muralla. Al observar el rostro del teniente, sin embargo, y al escuchar la forma en la que se lamentaba de haber perdido de nuevo el rastro de su prisionero, Schultz se convenció de que Steinmayer tenía razón en cuanto a la imposibilidad de sacarlo a la luz del día, enmedio de una multitud enloquecida de SS que habían jurado vengar la muerte de quién sabe cuántos compañeros. Kratz no era en absoluto como él. No era un miembro de la cada vez más diezmada aristocracia prusiana, ni se encontraba en el ejército en un desesperado intento por demostrar que la nobleza no era, como se decía, completamente inservible. Kratz era un soldado profesional, un agente especializado en administrar el orden y la muerte, en un orden que podía variar, pero cuyos factores eran siempre los mismos. Su carrera no había comenzado en un palacio de Berlín, sino en las calles de Frankfurt; golpeando comunistas en los callejones, asesinando anarquistas en broncas de cervecería y marchando incansablemente al ritmo que el jefe le marcaba. Kristian se preguntaba si acaso Kratz no tendría tantas ganas de matarlo a él como las que tenía de matar a Steinmayer y le apenaba, una vez más, el haber confiado de manera tan ciega en un sistema que lo decepcionaba una y otra vez. Un sistema sobre el que, cada vez era más claro, era imposible tener completo control. Kristian pensó en el Führer. Lo imaginó rodeado de sus ayudantes, de los comandantes de las fuerzas armadas, inclinado sobre sus cartas en las que los millones de hombres bajo su mando no eran sino pequeñas banderitas de colores que él movía de lado a lado en un intento de detener el derrumbe que todos, menos él, consideraban inminente. A Kristian siempre le había llamado la atención que, mientras Hitler expresaba el movimiento de sus hombres por la numeración de sus unidades, tanto en la tierra como en el mar, llamaba a la artillería y a las ametralladoras por su nombre y calibre con una precisión que a todos los presentes sorprendía. Esa era la persona que le había ordenado encontrar a un solo hombre, entre millones, y llevarlo a su presencia. Un hombre perteneciente a una raza odiada por él, que sin embargo -y de ello a Schultz no le quedaba duda- tenía dignidad e integridad de sobra para enfrentar la presencia del jefe supremo.
Kristian se preguntó entonces si sus órdenes serían las mismas si acaso se supiera en el cuartel general lo sucedido en el ghetto. ¿Se admitiría a la presencia de Hitler, o de Eva, a un judío que debía la vida de varios soldados alemanes? Kratz debió de adivinar sus pensamientos, porque le dijo:
"En cuanto se sienta mejor, veré la manera de ponerlo en contacto con el secretario personal del Führer. Debe de liberarlo de inmediato de la responsabilidad terrible de llevar a un hombre así fuera del ghetto. Ellos entenderán. No siempre lo hacen, pero ésta es una situación muy especial".
"Sin duda lo es", dijo Schultz sin pizca de ironía en su voz.
"A propósito", replicó Kratz con duda sincera, "¿de que se trata todo eso? Es la primera vez que alguien de arriba se toma la molestia de preguntar por una de estas pobres ratas".
El líder de brigada Kristian Schultz no encontró ningún motivo para mentir.
"Se trata de una canción", dijo, y ante la mirada de vacía incomprensión de Kratz agregó: "sucede que el Führer tiene curiosidad por saber cómo acaba una canción. Es tan vieja, que al parecer nadie más que Fraulein Braun la recuerda, pero solamente a la mitad. Por alguna razón, eso es muy importante para la seguridad del estado".
Kratz ya no se mostraba sorprendido. "Y luego preguntan el por qué estamos perdiendo esta maldita guerra", dijo.

(Continuará)

domingo, julio 29, 2007

Cosas para recordar (segunda parte)

IV Steinmayer

Eso había sido todo. O mejor dicho, el principio de todo. Eva recordaba a su madre mucho durante el día; su familia era muy importante para ella, y cuando empezaron a bombardear München podía pasarse horas en el teléfono tratando de saber si acaso su casa había sido alcanzada por las bombas, y si todos estaban bien. Su sueño, por lo tanto, no era extraño; así como tampoco lo era el hecho de recordar particularmente esa canción que formaba parte de un ritual doméstico placentero y lleno de buenos recuerdos. No obstante, al contar lo que había soñado, Eva no hizo sino alimentar tanto la curiosidad como la superstición del Führer en un momento crítico de la guerra, como se decía durante las juntas en el cuartel general, si bien a Schultz le parecía que, desde la invasión a la Unión Soviética, Alemania pasaba solamente de una crisis grave a otra más grave todavía.
Lo que al ayudante de campo sí le parecía extraño era que, al igual que la amante de Hitler, era incapaz de recordar el resto de la canción, a pesar de conocerla.
Al ver la seriedad con la que el Führer había tomado la cuestión, Schultz se arrepintió de haber hablado; pero ya era demasiado tarde. Un segundo después tenía frente a sí a un iracundo Hitler, quien había montado en cólera de nuevo, ahora por no poder escuchar el resto de la canción, la parte en la que seguramente se hablaba de su destino y el de Alemania, y que exigía de inmediato (Sofort, sofort!!! Gritaba) conocer el nombre del autor. Al jefe del Estado casi le da una embolia al enterarse de que el autor, el supuesto profeta de su futuro, era de ascendencia hebrea, y presa de una malsana inquietud dio por terminada la velada de esa noche.
Una semana después, Kristian Schultz tenía lodo en las botas y esa ominosa orden en el bolsillo. Con sobrada razón prefería escuchar a hablar en las veladas del Berghof, pensó al dar a su escolta la orden de avanzar. Era muy sencillo. Debía encontrar a Steinmayer, llevarlo a la presencia del jefe y sacarlo vivo de ahí una vez que hubiese satisfecho su curiosidad. Más fácil de decir que de hacer. Por lo menos, sabía en donde empezar a buscar.
En cuestión de minutos llegó a la calle Sarko. Schultz sintió que un escalofrío le subía por el espinazo al darse cuenta de que estaba completamente desierta. Pésima señal, de acuerdo con lo que hasta entonces había escuchado del asunto. Dio orden de que la tropa lo esperara en la calle, precaución inútil dada la situación, y entró solo al ruinoso edificio con el num. 75, una antigua e imponente construcción de mampostería que alguna vez debió de pertenecer a la nobleza local. No obstante, el lujo y buen gusto que debió de adornar aquellos lugares había sido invadido por la desgracia, la pobreza, la suciedad y el desastre. En el segundo piso, Schultz halló vestigios de la presencia del viejo Steinmayer en un par de fotografías que yacían en el piso, sorprendentemente intactas a pesar de los marcos rotos, con los cristales esparcidos por los restos de lo que sin duda había sido un desalojo violento y un posterior saqueo. Uno de ellos llamó la atención del oficial. En él podía verse a Steinmayer, mucho más joven de lo que él lo recordaba, sentado al piano, frente a un micrófono, cantando. Se adivinaba la presencia de la banda en alguna parte. En el otro estaba retratado con dos hermosas jovencitas desconocidas. La mirada de ambas lo hizo olvidar por un momento el terror reflejado en todo lo que lo rodeaba, y sin trabajo las imaginó a ambas cruzando la calle con los mismos vestidos dominicales que llevaban puestos en la fotografía, conversando con otras muchachas de su edad, en una escuela, quizá; o tocando algún instrumento, lo cual hacían sin duda si tenían algo que ver con Steinmayer.
Schultz hubiese podido permanecer ahí más tiempo, de no ser por los ruidos que le llegaron en ese momento de calle abajo.
Eran disparos.
Guardó el retrato de las dos jóvenes en su bolsillo, en el mismo lugar en el que llevaba la orden de arrestar al músico, y salió lo más pronto que pudo a la calle. Ahí ordenó a su escolta:
"¡A la estación!"
Pensaba que quizá el desalojo era reciente, y en ese caso tenían tiempo; aunque también podía tratarse del hombre que buscaba, y en ese caso habían llegado demasiado tarde.
La respuesta llegó de inmediato. Justo antes de llegar a la esquina con la calle Maritzky, un hombre vestido como un soldado alemán entró corriendo a la bocacalle, y al encontrarse de frente con Schultz y su tropa lanzó una maldición. Después de un segundo de duda, decidió regresar sobre sus pasos, siguiendo su loca carrera por la misma calle. En cuanto lo hizo se escucharon disparos de nuevo, ahora mucho más cercanos. Schultz estaba horrorizado. El hombre que corría era nada menos que Steinmayer grotescamente disfrazado, y por muy malos que fueran sus perseguidores para disparar, era poco probable que fallaran otra vez. Sin medir las consecuencias de su acción, el oficial cargó con su tropa, cruzándose frente al pelotón, y deteniéndolo a punta de ametralladora.
"¡¡No disparen!!" Gritó Schultz, sin que sus hombres supieran de cierto si la orden era para ellos o para los otros SS, quienes no tenían la menor intención de detener la persecución y ya levantaban sus armas para deshacerse del molesto estorbo que se les había puesto enfrente. Fue mucho más claro cuando dijo: "por órdenes del Führer debo arrestar vivo a ese hombre. Desde este momento estoy a cargo de la situación''.
Sin embargo, Schultz había perdido segundos preciosos. Kratz, el teniente que los mandaba sonrió, e hizo una señal a Schultz para que se volviera. Al hacerlo, el oficial se dio cuenta de que un grupo mucho más numeroso de soldados entraba a la carga en un edificio a la mitad de la cuadra.
"No tengo idea de cuales puedan ser tus estúpidas órdenes", dijo Kratz mientras ambos se lanzaban de nuevo a la caza, seguidos de sus hombres, "pero no te van a servir de nada. Ese perro debe demasiadas como para que lo dejemos ir..."
"¡Es una orden del Führer!" Gritó Schultz.
"Díselo a ellos", le contestó Kratz señalando a los demás soldados, que esperaban parapetados en la calle a los que habían entrado para acabar con el fugitivo, los mismos que les impidieron el paso con el argumento de que había ya demasiados hombres adentro para cazar un maldito perro. "Cuando comenzó el desalojo hace dos días, ese cabrón se las arregló, nadie entiende cómo, para sorprender a un cabo de la bandera Dresde. Era demasiado el maldito alboroto, también; estos imbéciles se tomaron demasiado en serio lo de ejecutar la operación lo más rápido posible. No sé. El caso es que nadie echó de menos al cabo. El judío ese -suponemos- lo mató y -también esto lo suponemos- lo ocultó en su propio escondite, vistiéndose con su uniforme. Pero ahí no acaba todo. En realidad, lo más sorprendente del caso comienza aquí, y es que el judío, en lugar de aprovecharse del tumulto para escapar, se fue a meter a la estación, a ver los trenes y a hurgar en los escritorios buscando yo no se a quién o qué cosa. Lo hizo bien, hasta eso. Nadie se hubiera dado cuenta de nada de no ser por que una empleada de sanidad se dio cuenta de que tenía sangre en una pierna. No era mucha sangre; digo, el hombre debió de haberse rasguñado al luchar con el cabo; pero fue suficiente para que le ordenaran ir a la enfermería. Y aun ahí no hubo problema, sino hasta que le ordenaron entregar los documentos que llevaba en la mano. Preguntó: ¿estos documentos?" Como si el pendejo no entendiera de qué se trataba. Ya para ese momento se había reunido un grupo de soldados que se preguntaban lo que un cabo de esa bandera podía estar haciendo en ese lugar y con esos documentos en la mano. En ese instante, bien sonriente y como si fuera a dar los buenos días, el perro aquél sacó su arma y le disparó a un sargento que ya lo tenía tomado del brazo, echando a correr". Kratz miró a Schultz a los ojos, con aguda expresión que indicaba lo mismo cansancio que sorpresa.
"Eso fue hace dos días", dijo.
Extrañamente, al ayudante de campo le pareció que todos esos soldados se tomaban demasiadas precauciones cubriéndose de ese modo, en la calle, cuando de lo que se trataba era de matar a un hombre solamente, un hombre que probablemente para entonces estaba ya desarmado, cansado e indefenso.
"No es sino un pianista de Berlín".
Schultz no terminaba de murmurar, pensativo, esas palabras, cuando una terrible explosión los lanzó a todos rodando por el piso, cubriéndolos de grandes pedazos de escombro, vidrios rotos, polvo y cuerpos desmembrados. Cuando la nube se hubo asentado y el humo comenzó a disiparse, aquellos que habían sobrevivido se dieron cuenta de que una buena parte de la fachada había desaparecido del edificio de enfrente.
Schultz recordó entonces la fotografía de Steinmayer frente al micrófono, y le pareció imposible reconciliar la pacífica imagen de su maestro de piano, serio y formal, aunque jovial cuando entraba en confianza; con el infierno de fuego y violencia que al parecer había desatado a su alrededor. Su familia nunca fue partidaria del odio racial de los Nazis, ni siquiera después de su entrada al ejército y, gracias a la posición acomodada de su familia, al grupo de ayudantes cercanos al Führer. Por eso, desde un principio Steinmayer fue recibido en la familia como lo que era: un hombre sobresaliente en su arte, sabio y de cálida presencia. Era alto de cuerpo, robusto, de facciones nobles y barba completa y perfectamente recortada. Más que un miembro de su estirpe, se asemejaba a un lord inglés.
En realidad, Schultz recordaba los días en los que recibía sus lecciones de piano como algunos de los mejores de su juventud. No era que le gustara mucho el piano, aunque sin duda acabó gustándole mucho más que si nunca hubiese conocido a Steinmayer, sino que rara vez hablaba de música con su maestro. Más que su eso, había sido su mentor; el consejero que lo había devuelto a la cordura después de haber perdido a Sophie, regalándole de paso la certeza de que para un hombre seguro de sí mismo es posible conquistar a cualquier mujer en el mundo, sin importar lo hermosa o adinerada que sea, siempre y cuando esa mujer tuviera lo necesario para hacerlo feliz.
Recordaba sus palabras amigables, sin engaño o condescendencia, su natural pacífico siempre, aunque con momentos en los que se exaltaba y daba vueltas por la sala del viejo palacete de los Schultz, en la capital del Reich; intentando persuadirlo a creer en una idea, un principio de vida, o cualquier otra cosa. Aquello, lo que estaba viendo, era simplemente demasiado.
De sus pensamientos lo sacó la tropa misma la cual, recuperada de los golpes y el asombro, se lanzó rugiendo a la entrada de lo que del edificio quedaba, sin orden ni acomodo, animados únicamente por la urgencia enloquecida de matar.
Schultz le arrebató a uno de sus hombres la ametralladora, y lanzó una ráfaga que derribó al soldado que casi alcanzaba los restos de la puerta y detuvo al resto. Era claro que no tenía tiempo, y que era altamente improbable impedir el linchamiento de Steinmayer, con Führerbefehl o sin ella. Por eso, sin más argumento que la ráfaga misma, se lanzó escaleras arriba gritando: "¡Julius, Julius! ¿Te encuentras bien?" Pero como única respuesta resonaron dos disparos, y luego otros dos. Luego hubo silencio.

(Continuará)

domingo, julio 22, 2007

Cosas para recordar (primera parte)



I El documento

PRÄSIDIALKANZLEI DES FÜHRERS UND REICHKANZLERS

Sicherheitdienst Operativer Befehl 00489...
...es ist mein Befehl... Herr Julius Steinmayer zu verhaften und zum Führerhauptquartier zu schicken. Die gesamte Verhaftungsaktion ist innerhalb von drei Tagen abzuschließen...
...unter keine umstande muß der Verhaftet getötet werden...!

Martin Bormann


II Schultz

El Brigadeführer Kristian Schultz dobló el documento para ponerlo en el bolsillo de su chaqueta, y al hacerlo se dio cuenta de que sus botas nuevas estaban atascadas de lodo. Para él, un militar a la antigua tradición, la suciedad en el uniforme aun en tiempos de guerra era muestra de estupidez y descuido.
"Mierda", dijo.
Y es que había lodo por todas partes. El piso estaba hecho lodo; había lodo en los edificios y en la muralla que separaba al ghetto del resto de la ciudad. Había lodo en la ropa de las personas, en sus sombreros, en sus carros de mano, y los cadáveres de dos niños que habían muerto de frío, acurrucados en una esquina, estaban cubiertos de lodo también. Amenazaba lluvia, por añadidura, y tenía solamente tres días para encontrar a un judío llamado Steinmayer, arrestarlo -a pesar de que, en teoría, se encontraba ya preso en el ghetto- y llevarlo vivo hasta Wolfschanze, en la Prusia oriental.
El cuartel general de Adolf Hitler.
No era, por cierto, la primera vez que recibía de manos de Bormann mismo un encargo incomprensible. Ya en una ocasión, el secretario particular del Führer le había ordenado -por medio de un documento oficial como el que llevaba en su bolsillo- buscar a un perro de raza indefinida que se había colado a los escarpados terrenos boscosos del Berghof, la casa de descanso de Hitler. El pecado del animal había sido acercarse a Blondi, la pastor alemán del jefe, para olisquearla sin ocultar sus románticas intenciones, y la misión de Schultz era la de encontrar al perro, torturarlo, y finalmente fusilarlo sin ningún tipo de ceremonia; por mucho que para Schultz la orden constituía una ceremonia en sí misma.

Después de todo, esas no son las cosas que uno espera hacer como ayudante de campo del hombre más poderoso de Europa.
Al Brigadeführer, hay que decirlo, no le importó mucho lo sucedido con el perro, salvo por el hecho de haberse hallado en una situación de la que no escribiría nada en sus cartas a casa. Ahora, sin embargo, le preocupaba que sus órdenes tenían que ver con una persona, y que el nombre de esa persona había sido mencionado por él en primer lugar; de manera casual y sin malas intenciones, con inesperadas; verdaderamente inesperadas consecuencias.

III La historia

Fue durante una tarde apacible en Berghof; después de la comida, cuando junto con el Führer y otras personas de su círculo personal, entre las que se encontraba Eva Braun, tomaba Schultz el té junto a la chimenea. Era la costumbre en esos momentos la de evitar hablar de política o de la guerra, que por aquellos días comenzaba a ir mal para el Reich, y el tema era, por lo general, la vida de Hitler, sus recuerdos de juventud, sus ideas acerca de la pintura y la arquitectura. Schultz, al igual que los demás, prefería escuchar a hablar, y por ello la voz de Hitler, hipnotizante y monótona, solía resonar durante horas en la sala sin interrupción alguna; hasta el momento en el que Eva, sorprendida o indignada por alguna opinión de su amante, lo detenía y decía, realmente, cualquier cosa.
Aquella tarde en particular, la conversación, por llamarla así, trataba sobre música; otro de los temas en los que Hitler se consideraba un experto. No hablaba, por cierto, de Wagner, o de algún otro gran compositor alemán, sino de las tonadillas -valses cantados, melodías y canciones- que estaban de moda en los restaurantes y cervecerías de München en los años veintes, cuando Hitler comenzaba su ascenso en la política. Decía, entre otras cosas, que era una lástima que tantos buenos compositores hubieran desperdiciado su talento en escribir melodías para textos francamente obscenos, con el único fin de ganar dinero. Lo que era aun más denigrante, a veces la misma melodía era usada -literalmente usada, con todas las humillantes implicaciones del término- para entonar diferentes textos, dependiendo del público al cual se buscaba halagar o complacer. Eso no estaba bien en absoluto. Ya los grandes genios habían demostrado que palabras y música debían de formar una unidad perfecta; y no era excusa para su vilipendio el hecho de tratarse de música considerada ligera, porque toda creación alemana, sin importar su origen, debía compartir el mismo principio. Hitler mencionó, a manera de ejemplo, un tango que -a pesar de no bailar ni haber bailado nunca- amaba desde sus años de juventud. Lo amaba por su deliciosa y sencilla melodía, por su rítmo afable aunque vigoroso, y por su letra, cuya perfecta ingenuidad lo conmovía, recordándole que tal vez, después de todo, tenía hermosos recuerdos para atesorar.
El tango en cuestión se llamaba "Zwei heimliche Tränen" -"Dos lágrimas secretas"-, y Hitler mandó que un asistente pusiese el disco en un fonógrafo que se mantenía a la mano, pero que se usaba muy de vez en cuando, para que los invitados pudieran escucharlo. Schultz pensó que, en efecto, la pieza era muy bella, y se sorprendió de ver al Führer cantarla bajito, paladeando el texto que hablaba de un amor perdido. No obstante, en cuanto el disco hubo terminado, Hitler se lanzó en una tremenda perorata. Su voz era aguda, tonante, llena de indignación. Declaraba su odio a todos los malditos mercaderes capitalistas del arte, que convertían en basura las cosas hermosas sobre las que ponían sus manos. Fuera de sí, narró la ocasión en la que, contra su costumbre, estaba escuchando en la radio la música de moda, y repentinamente comenzaron a tocar "Zwei heimliche Tränen", o por lo menos eso pensó, porque se trataba de la misma hermosa melodía, la misma sencilla instrumentación. Cuando entró la voz, empero, el horror se apoderó de él, porque la letra que cantaba estaba llena de porquerías, de obscenidades inauditas. ¡Su amado tango se había convertido en una basura decadente llamada "Du schwarzes Zigeunerin" ("Tú, negra gitana")!
Todos los presentes guardaron silencio, mientras Hitler se sentaba de nuevo en su poltrona, junto al fuego, permitiendo que su agitada respiración se calmara poco a poco, recordando quizá el atroz castigo que los hombres de Himmler destinaron al perpetrador de aquella indecencia.
"Mein Führer", dijo entonces Eva Braun, "es curioso que nos refieras justo ahora esa historia; porque hace varias noches que tengo el mismo sueño, el cual quisiera contarte, pues probablemente signifique algo".
El hombre fuerte del Reich levantó su mano en señal de aprobación, y su amante comenzó a narrar el sueño de la manera siguiente:
"Me encontraba caminando por un bosque desconocido, lentamente, como si estuviera perdida. Era mucho más joven, pues en el sueño tenía aproximadamente veinte años, y deseaba salir de ese bosque para llegar rápido a la casa. Tenía hambre, y deseaba descansar.
A pesar de eso, pasaba el tiempo y no encontraba el camino de regreso, a pesar de ver aquí y allá algunas cosas conocidas, como el coche abandonado de mi padre y una fotografía, colgada de un árbol, en la que aparezco junto a mi madre. El sol estaba cada vez más bajo; había niebla, y comencé a sentir mucho miedo.
Justo en ese instante, escuché la música. Se oía lejana, pero aun así era fácil de seguir, de manera que caminé sin perder su rastro, hasta que finalmente salí del bosque, y vi frente a mí un hermoso valle cubierto de pastizales, en el que podían verse algunas casas cuyas chimeneas encendidas dejaban salir humo blanco y abundante. Frente a la puerta de una de ellas estaba sentado el Führer. Se veía tranquilo, satisfecho, como si no buscara otra cosa en la vida que estar sentado frente a esa casa, con un fuego ardiendo dentro, en el atardecer de ese hermoso valle.
Al verlo, de inmediato corrí a su encuentro para decirle que había estado perdida y finalmente había hallado el camino de regreso, pero él me hizo seña de que me detuviera, y luego puso un dedo sobre sus labios, para indicarme que guardara silencio. La canción que me ayudó a salir del bosque se escuchaba entonces mucho más fuerte, y podía distinguir la melodía y la letra perfectamente, aunque de un pequeño fragmento solamente, el cual se repetía una y otra vez, mientras el Führer me decía, siempre que la canción comenzaba de nuevo: 'es ist mein Schicksal, und Deutschlands auch!' Es mi destino, y también el de Alemania".
Cuando hubo terminado de narrar el sueño, uno de los asistentes a la velada le preguntó a Eva si acaso recordaba en ese momento la letra de la canción, y ella contestó que sí. En realidad, dijo, se trataba de un viejo Schottisch que su madre cantaba al cocinar, habiéndolo escuchado en un restaurante, o salón, durante los años terribles de la inflación y el desempleo. Recordaba que habían tratado de comprar el disco, pero en todas las tiendas les habían dicho que esa canción no estaba grabada, y que solamente su autor la interpretaba en compañía de su banda.
"Esa es la razón por la que no sabemos sino un pedazo de la canción, el pedazo que mi madre recordaba, y nada más".
"¿Cómo se llama su autor?" Preguntó Frau Christian, una de las secretarias del Jefe.
"No lo sé", contestó Eva. "Solamente recuerdo que su banda se llamaba 'Mondlicht Serenade'".
Frau Christian le rogó entonces a Eva que cantara aunque fuese el fragmento que conocía de la canción y ésta, no sin sonrojarse, canturreó:

"En noches bellas me arrulla el canto,
Y a la mañana, llega el amor;
En el ocaso siento un quebranto,
Que me atormenta en el corazón".

Ach so!" Dijo Kristian Schultz, quien ya dormitaba, enderezándose en su asiento. "Yo he escuchado esa canción. La tonada me es familiar. De hecho, me parece que conozco al autor... aunque me temo que no puedo mencionar las circunstancias en las que nos conocimos".
Eva se volvió entonces hacia el Führer, para preguntarle lo que pensaba acerca del sueño, y se sorprendió, lo mismo que todos los demás, al ver que estaba sentado en el borde mismo de su poltrona, con el cuerpo en tensión y pintada en el rostro una expresión de cruel incertidumbre.

(Continuara)
Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.