XI El cabo
Una densa capa de niebla comenzó a cubrir lentamente los bosques cercanos a Majdanek. Hacía frío. Pronto sería hora de regresar a las barracas y Steinmayer, con un nuevo uniforme de cabo -ahora uno correspondiente al destacamento a cargo del campo- buscaba desesperadamente una manera de evadirse con sus hijas antes de que eso sucediera. Enmedio del relativo desorden del trabajo en el campo había sido fácil disimular su verdadera identidad, pero el músico estaba seguro de que no pasaría mucho tiempo antes de que algún oficial desconfiado le pidiera sus documentos o de que, simplemente, alguien lo desconociese. Por eso, una vez que hubo dado a conocer su presencia a Ute y Frieda, les impuso silencio y comenzó a pasear por los alrededores de la estación en construcción, para así encontrar la mejor ruta de escape. Era una tarea con la que debería de haber cumplido desde antes de acercarse al grupo de prisioneros y darse a conocer a sus hijas, momento a partir del cual tendría los minutos contados para escapar; no obstante, la oportunidad de aliviar el hambre insoportable que lo atormentaba a causa de su caminata sin descanso desde Varsovia se le presentó de forma irresistible cuando un cabo de guardia se separó de su puesto brevemente, y caminó hacia el bosque cercano para orinar y comer un pedazo de Sauerteigbrot que llevaba en sus alforjas.
Steinmayer llevaba ya un par de horas agazapado detrás de unos arbustos. Indeciso, confuso y exhausto hasta la nausea. Desde el comienzo de su sangrienta huída del ghetto apenas y había comido algunas sobras de tocino rancio que encontró en el café Budapest, y frutos silvestres hallados durante la larga marcha a Majdanek la cual -por caminos ocultos y escondido en un vagón de tren- le había tomado otros dos días de amarga incertidumbre. Aun así, y a pesar del estado de inhumana postración en el que se hallaba, al ver a sus hijas vivas y prácticamente al alcance de su mano su corazón extenuado saltó con infantil júbilo una vez más, impulsándolo a la acción de inmediato. La observación de los alrededores tendría que esperar. Antes era menester recuperar algo de las fuerzas perdidas, y Steinmayer lamentó solamente, cuando le daba un sólido cachazo por la espalda al desprevenido cabo, que éste no se hubiese lavado las manos antes de tomar el pan ácido de su trunco almuerzo.
Steinmayer comió con infinita fruición el magro manjar, que complementó con un poco de vino y una barra de chocolate que el cabo llevaba en preparación, quizá, de alguna celebración. A punto de darle muerte, el músico se detuvo. También estaba cansado de matar. Así, lo arrastró bosque adentro y lo ocultó, semidesnudo y perfectamente amordazado, en un cráter de mortero -recuerdo de la invasión del 39- al cual el tiempo había cubierto de nuevo con una maleza verde y generosa.
XII El Soplón
Eran muchos los obstáculos a vencer en un escape sin preparación como el que los Steinmayer estaban a punto de intentar. Primeramente, aunque de algún modo Julius pudiese escabullirse con sus hijas al bosque cercano, con el posible pretexto de llevar a las prisioneras a cortar leña, el estado de inanición y debilidad en la que ellas se encontraban hacían imposible que llegaran muy lejos caminando. Era necesario robar un transporte, primero, y luego separar a Ute y a Frieda del grupo para que lo abordaran, todo ello sin levantar sospechas de los oficiales quienes detendrían fácilmente a los fugitivos al advertir cualquier situación extraña.
En el instante en el que Steinmayer trabajaba en una solución para estos problemas, se le acercó un soldado, el cual de mal modo le preguntó en donde estaba Karl, nombre que el pianista de inmediato identificó como el del dueño del uniforme que llevaba puesto. Al parecer, Karl y ese soldado tenían un asunto pendiente, y al último le preocupaba que aquél hubiese escurrido el bulto sin desahogarlo a su satisfacción.
"Ese imbécil tiene mi dinero -dijo el soldado- y no me extraña que haya desaparecido. Seguramente salió de permiso sin avisarme, y no regresará sino hasta el fin de semana, crudo y sin un centavo. ¿A ti qué te dijo?"
"Me pidió que tomara su lugar por un rato -contestó Steinmayer calándose el tocado casi hasta la nariz- porque se sentía muy mal y necesitaba... tu sabes, había comido demasiado de ese pan de masa ácida que hornean en el sur. Quería evitar un accidente frente a los demás y salió corriendo".
El músico rió por lo bajo, tratando de hacer humor, pero dándose cuenta al mismo tiempo de lo ridículo de su situación. No obstante, y sabedor de que las situaciones más absurdas suelen ser aquellas que preceden a los acontecimientos importantes, se preguntó la razón por la que ese soldado se daba el lujo de hablar con ese desparpajo a sus superiores; pues así se tratara de un simple cabo, en el ejército siempre se guardaban las distancias. Siguiendo un presentimiento, dijo:
"En realidad, el que debería de ir camino de Berlín sería yo. Solamente voy de paso, proveniente del frente oriental, pero me encontré con Karl y conversando con él me pidió este favor. Es una bestia, pero me pareció que no habría problema".
"Claro -respondió el soldado con actitud pensativa- ya decía yo que no me parecías conocido. Llevo dos años en este campo y creo que jamás te había visto. ¿Del frente, dices? Raro ¿Por qué traes entonces uniforme de guardia?"
Steinmayer comenzó a sudar frío.
"Me acabo de cambiar -dijo-, el uniforme que traía estaba hecho una lástima, y me permitieron usar este por lo pronto".
"¿En serio? ¿Weiss te dejó hacer eso? ¿Y qué haces aquí, fuera del campo, en lugar de estar en la comandancia? Además, deberías de haberte lavado también, y rasurado. ¿Cuál es el nombre de tu unidad?"
"¿Y con qué derecho me interrogas de esa manera, soldado?" Respondió Steinmayer con actitud desafiante, resuelto a salir de esa situación jugándose todo a una sola carta.
“Sí, es claro que vienes de fuera. De otro modo sabrías que tengo la confianza del general Weiss, el jefe del campo. Mis ojos son sus ojos, y mis oídos son los suyos. El general no tiene que salir de su oficina para estar seguro de que sus órdenes se cumplen al pie de la letra, porque de eso me encargo yo. ¿Entiendes ahora? Los oficiales son los que tienen la autoridad, pero todos sus movimientos sospechosos van a ser reportados al general de inmediato, y ellos lo saben. Ahora que, por supuesto, no todo lo que le cuanto al general es necesariamente la verdad; pero eso a él no le interesa. Es más, no ignora que todo servicio de inteligencia tiene sus fallas, y que lo que cuenta son los aciertos que le permiten mantener al campo y a los prisioneros funcionando como un relojito”.
El soldado calló por un segundo esperando ver en el rostro de Steinmayer el efecto de sus palabras, y luego agregó:
“Por lo pronto voy a ir a la comandancia para asegurarme de que tus papeles están en orden, porque supongo que ya están ahí, ¿verdad?”
“Por supuesto”.
“Excelente. Deberías venir conmigo. Es un largo camino de regreso al campo, y lo es más andando a solas”.
En ese momento llamaron a formar a los prisioneros. El gesto de Steinmayer se tornó sombrío. Su engaño sería descubierto en cualquier momento y, una vez formadas, sería casi imposible separar a sus hijas de la cuerda de trabajadoras forzadas.
“¿Me estás escuchando, cabo...?”
“Rosenkranz -complementó con urgencia mal disimulada el pianista- cabo Rosenkranz”.
“Bien. Yo soy Krump. Era sargento, pero me degradaron... dos veces”. Krump dejó salir una risita que parecía un quejido suprimido. “El general no pudo evitarlo, pero yo sé que me va a saber recompensar cuando llegue el momento”.
“Estoy seguro de que así será”. Dijo Steinmayer con impaciencia, y agregó: “será mejor que se vaya. Yo iré luego, con los demás prisioneros”.
“Como quieras. Hará mucho más frío para cuando lleguen”.
Steinmayer decidió que iría en pos de la cuerda de presos, seguramente para intentar un escape desesperado; incluso se volvió y comenzó a caminar, pero se detuvo en seco al escuchar una voz de sobra conocida.
“¿Soldado Krump? Vengo de la comandancia del campo. El general Weiss me pidió que entregara a su capitán esta orden, mediante la cual debo disponer de dos de las prisioneras que trabajan en la estación. Por cierto, ¿no ha notado nada extraño en los días pasados? ¿Algún incidente con bombas o explosiones inesperadas?”
Era la voz de Kristian Schultz.
Una densa capa de niebla comenzó a cubrir lentamente los bosques cercanos a Majdanek. Hacía frío. Pronto sería hora de regresar a las barracas y Steinmayer, con un nuevo uniforme de cabo -ahora uno correspondiente al destacamento a cargo del campo- buscaba desesperadamente una manera de evadirse con sus hijas antes de que eso sucediera. Enmedio del relativo desorden del trabajo en el campo había sido fácil disimular su verdadera identidad, pero el músico estaba seguro de que no pasaría mucho tiempo antes de que algún oficial desconfiado le pidiera sus documentos o de que, simplemente, alguien lo desconociese. Por eso, una vez que hubo dado a conocer su presencia a Ute y Frieda, les impuso silencio y comenzó a pasear por los alrededores de la estación en construcción, para así encontrar la mejor ruta de escape. Era una tarea con la que debería de haber cumplido desde antes de acercarse al grupo de prisioneros y darse a conocer a sus hijas, momento a partir del cual tendría los minutos contados para escapar; no obstante, la oportunidad de aliviar el hambre insoportable que lo atormentaba a causa de su caminata sin descanso desde Varsovia se le presentó de forma irresistible cuando un cabo de guardia se separó de su puesto brevemente, y caminó hacia el bosque cercano para orinar y comer un pedazo de Sauerteigbrot que llevaba en sus alforjas.
Steinmayer llevaba ya un par de horas agazapado detrás de unos arbustos. Indeciso, confuso y exhausto hasta la nausea. Desde el comienzo de su sangrienta huída del ghetto apenas y había comido algunas sobras de tocino rancio que encontró en el café Budapest, y frutos silvestres hallados durante la larga marcha a Majdanek la cual -por caminos ocultos y escondido en un vagón de tren- le había tomado otros dos días de amarga incertidumbre. Aun así, y a pesar del estado de inhumana postración en el que se hallaba, al ver a sus hijas vivas y prácticamente al alcance de su mano su corazón extenuado saltó con infantil júbilo una vez más, impulsándolo a la acción de inmediato. La observación de los alrededores tendría que esperar. Antes era menester recuperar algo de las fuerzas perdidas, y Steinmayer lamentó solamente, cuando le daba un sólido cachazo por la espalda al desprevenido cabo, que éste no se hubiese lavado las manos antes de tomar el pan ácido de su trunco almuerzo.
Steinmayer comió con infinita fruición el magro manjar, que complementó con un poco de vino y una barra de chocolate que el cabo llevaba en preparación, quizá, de alguna celebración. A punto de darle muerte, el músico se detuvo. También estaba cansado de matar. Así, lo arrastró bosque adentro y lo ocultó, semidesnudo y perfectamente amordazado, en un cráter de mortero -recuerdo de la invasión del 39- al cual el tiempo había cubierto de nuevo con una maleza verde y generosa.
XII El Soplón
Eran muchos los obstáculos a vencer en un escape sin preparación como el que los Steinmayer estaban a punto de intentar. Primeramente, aunque de algún modo Julius pudiese escabullirse con sus hijas al bosque cercano, con el posible pretexto de llevar a las prisioneras a cortar leña, el estado de inanición y debilidad en la que ellas se encontraban hacían imposible que llegaran muy lejos caminando. Era necesario robar un transporte, primero, y luego separar a Ute y a Frieda del grupo para que lo abordaran, todo ello sin levantar sospechas de los oficiales quienes detendrían fácilmente a los fugitivos al advertir cualquier situación extraña.
En el instante en el que Steinmayer trabajaba en una solución para estos problemas, se le acercó un soldado, el cual de mal modo le preguntó en donde estaba Karl, nombre que el pianista de inmediato identificó como el del dueño del uniforme que llevaba puesto. Al parecer, Karl y ese soldado tenían un asunto pendiente, y al último le preocupaba que aquél hubiese escurrido el bulto sin desahogarlo a su satisfacción.
"Ese imbécil tiene mi dinero -dijo el soldado- y no me extraña que haya desaparecido. Seguramente salió de permiso sin avisarme, y no regresará sino hasta el fin de semana, crudo y sin un centavo. ¿A ti qué te dijo?"
"Me pidió que tomara su lugar por un rato -contestó Steinmayer calándose el tocado casi hasta la nariz- porque se sentía muy mal y necesitaba... tu sabes, había comido demasiado de ese pan de masa ácida que hornean en el sur. Quería evitar un accidente frente a los demás y salió corriendo".
El músico rió por lo bajo, tratando de hacer humor, pero dándose cuenta al mismo tiempo de lo ridículo de su situación. No obstante, y sabedor de que las situaciones más absurdas suelen ser aquellas que preceden a los acontecimientos importantes, se preguntó la razón por la que ese soldado se daba el lujo de hablar con ese desparpajo a sus superiores; pues así se tratara de un simple cabo, en el ejército siempre se guardaban las distancias. Siguiendo un presentimiento, dijo:
"En realidad, el que debería de ir camino de Berlín sería yo. Solamente voy de paso, proveniente del frente oriental, pero me encontré con Karl y conversando con él me pidió este favor. Es una bestia, pero me pareció que no habría problema".
"Claro -respondió el soldado con actitud pensativa- ya decía yo que no me parecías conocido. Llevo dos años en este campo y creo que jamás te había visto. ¿Del frente, dices? Raro ¿Por qué traes entonces uniforme de guardia?"
Steinmayer comenzó a sudar frío.
"Me acabo de cambiar -dijo-, el uniforme que traía estaba hecho una lástima, y me permitieron usar este por lo pronto".
"¿En serio? ¿Weiss te dejó hacer eso? ¿Y qué haces aquí, fuera del campo, en lugar de estar en la comandancia? Además, deberías de haberte lavado también, y rasurado. ¿Cuál es el nombre de tu unidad?"
"¿Y con qué derecho me interrogas de esa manera, soldado?" Respondió Steinmayer con actitud desafiante, resuelto a salir de esa situación jugándose todo a una sola carta.
“Sí, es claro que vienes de fuera. De otro modo sabrías que tengo la confianza del general Weiss, el jefe del campo. Mis ojos son sus ojos, y mis oídos son los suyos. El general no tiene que salir de su oficina para estar seguro de que sus órdenes se cumplen al pie de la letra, porque de eso me encargo yo. ¿Entiendes ahora? Los oficiales son los que tienen la autoridad, pero todos sus movimientos sospechosos van a ser reportados al general de inmediato, y ellos lo saben. Ahora que, por supuesto, no todo lo que le cuanto al general es necesariamente la verdad; pero eso a él no le interesa. Es más, no ignora que todo servicio de inteligencia tiene sus fallas, y que lo que cuenta son los aciertos que le permiten mantener al campo y a los prisioneros funcionando como un relojito”.
El soldado calló por un segundo esperando ver en el rostro de Steinmayer el efecto de sus palabras, y luego agregó:
“Por lo pronto voy a ir a la comandancia para asegurarme de que tus papeles están en orden, porque supongo que ya están ahí, ¿verdad?”
“Por supuesto”.
“Excelente. Deberías venir conmigo. Es un largo camino de regreso al campo, y lo es más andando a solas”.
En ese momento llamaron a formar a los prisioneros. El gesto de Steinmayer se tornó sombrío. Su engaño sería descubierto en cualquier momento y, una vez formadas, sería casi imposible separar a sus hijas de la cuerda de trabajadoras forzadas.
“¿Me estás escuchando, cabo...?”
“Rosenkranz -complementó con urgencia mal disimulada el pianista- cabo Rosenkranz”.
“Bien. Yo soy Krump. Era sargento, pero me degradaron... dos veces”. Krump dejó salir una risita que parecía un quejido suprimido. “El general no pudo evitarlo, pero yo sé que me va a saber recompensar cuando llegue el momento”.
“Estoy seguro de que así será”. Dijo Steinmayer con impaciencia, y agregó: “será mejor que se vaya. Yo iré luego, con los demás prisioneros”.
“Como quieras. Hará mucho más frío para cuando lleguen”.
Steinmayer decidió que iría en pos de la cuerda de presos, seguramente para intentar un escape desesperado; incluso se volvió y comenzó a caminar, pero se detuvo en seco al escuchar una voz de sobra conocida.
“¿Soldado Krump? Vengo de la comandancia del campo. El general Weiss me pidió que entregara a su capitán esta orden, mediante la cual debo disponer de dos de las prisioneras que trabajan en la estación. Por cierto, ¿no ha notado nada extraño en los días pasados? ¿Algún incidente con bombas o explosiones inesperadas?”
Era la voz de Kristian Schultz.
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