domingo, septiembre 09, 2007

Cosas para recordar (octava y última parte)

XIII La ejecución

No había tiempo que perder. Por un momento, Steinmayer pensó que lo mejor sería, regresar y dispararle a Schultz antes de que pudiese poner las manos sobre sus hijas, pero eso solamente arrojaría sobre él a los nazis como había sucedido ya en el ghetto, sin que pudiera hacer nada por liberarlas. Descartó, pues, el plan, y comenzó a caminar rumbo al edificio de la estación, el cual estaba ya semidesierto. Andaba sin prisa, afectando calma, con las manos tomadas por la espalda como había observado hacer a los oficiales de la SS; sin hacer caso del lodo que poco a poco se le amontonaba en las botas. "A fin de cuentas -pensaba- su misión no es la de arrestar a mis hijas, sino arrestarme a mí. No obstante, sabe que ellas son la carnada perfecta y desea tenerlas en su poder para cuando yo intente liberarlas. El muy bastardo". Steinmayer sonrió. Le resultaría mucho más fácil lidiar con Schultz y su escolta cuando abandonaran el campo. Tenía sus ventajas, después de todo, el ser perseguido por el alto mando.
Desde la estación era posible ver a las prisioneras formando en la explanada en la que se tendían lentamente las vías adicionales. Eran una estampa lamentable, y Julius hubiese dado los años que le restaban de vida, fuesen muchos o pocos, a cambio del poder para salvarlos a todos. Su pena se hizo más aguda cuando comenzó a caer sobre ellas y todos quienes las custodiaban una lluvia gruesa y fría que le provocó escalofríos. Estaba bajo el techo de la estación, y se había puesto un gabán de campaña, y aun así la lluvia que mojaba a sus hijas sin que él pudiera evitarlo, calaba con frío insoportable hasta la médula de sus huesos.
Abajo se observaba un orden inusual, dada la insólita presencia en el campo del oficial de alta graduación que ahora recorría la fila. El rostro de Schultz, más que calma, reflejaba resignación, como si su labor le hubiese sido impuesta por una fuerza terrible. Después de unos momentos de recorrer las filas Krump le susurró algo al oído, solícito, y ambos se detuvieron frente a Ute, quien de inmediato y de forma involuntaria protegió con su cuerpo a su hermana Frieda.
Steinmayer sintió que su cabeza comenzaba a dar vueltas, y sin darse cuenta acarició suavemente la cacha de su pistola. Frente a él, a unos cien metros de distancia, su antiguo alumno Kristian Schultz ordenaba a la cuerda de prisioneras que iniciara su marcha de regreso al campo, reteniendo junto a él a sus dos hijas.
Entonces ocurrió algo escalofriante y completamente inesperado.
Steinmayer, quien suponía que Ute y Frieda serían usadas como rehenes y así forzar su propia rendición, observó que Schultz le ordenaba a ambas jovencitas que se arrodillasen de espaldas frente a él, a lo cual ellas obedecieron sin chistar, con la frente apuntando al cielo que comenzaba a oscurecerse, sabedoras de que su dignidad era lo único que el enemigo jamás podría arrebatarles. Frente a la ominosa presencia de Krump, a quien el desarrollo de los acontecimientos parecía satisfacer en extremo, Schultz sacó su pistola, y subió con movimiento experto e instantáneo un tiro a la recámara.
El mundo de Steinmayer, basado en la lógica y dependiente del conocimiento de las fortalezas y debilidades ajenas dio un terrible vuelco, y momentáneamente se encontró sorprendido y sin saber qué hacer. Instintivamente se llevó la mano a la pistola, e iba a sacarla cuando escuchó que una voz detrás de él dijo:
"Por fin se fueron. Nunca se habían quedado hasta tan tarde. Ya lo verá; a partir de ahora tendremos paz y tranquilidad. Usted, mi amigo, no sabe lo que es trabajar escuchando todo el día el escándalo de esas mujeres tendiendo las vías. Por lo menos las mantienen calladas, habría que ver lo que pasaría si las dejaran parlotear".
Se trataba del intendente de la estación, quien de repente había salido de su oficina para charlar con ese cabo que con aire de perro extraviado había llegado de quién sabe donde. De pronto, hasta él mismo advirtió la escena que se desenvolvía frente a ellos y preso de malsana curiosidad trató de acercarse paso a paso para poder ver mejor.
Schultz, entonces, se aproximó a Ute, quien seguía de espaldas y con la frente en alto, y apoyó la pistola en su nuca. Steinmayer no tuvo ya duda de lo que se preparaba, y desenfundó para matar a Kristian antes de la ejecución. No obstante, absorto como se encontraba en lo que veía, el viejo músico fue incapaz de darse cuenta de la proximidad del tren procedente del este, el cual se cruzó ruidosa y velozmente frente a él, apenas a unos metros de distancia, en el momento de apuntar su arma.
El paso del ferrocarril duró apenas unos diez segundos, pero fueron suficientes para que Steinmayer pudiese escuchar, presa del pánico más abyecto, el trueno de dos disparos, los cuales, confundiéndose con el silbar de la locomotora, retumbaron por entre los bosques montañosos de los alrededores con eco siniestro.
Steinmayer lanzó un alarido de dolor que desconcertó por completo al intendente de la estación, para quien lo ocurrido era una escena de todos los días. En cuestión de segundos, la desesperación de ese cabo desconocido se tornó de sorprendente a sospechosa, y el intendente corrió a su oficina para dar la alarma.
Cuando el tren hubo pasado, sin embargo, Steinmayer se halló frente a un panorama completamente distinto al que temía. Sus hijas habían desaparecido, lo mismo que Kristian Schultz, y solamente podía verse el cadáver de Krump sobre la nieve. Al acercarse corriendo, Steinmayer pudo ver un rastro de pequeñas pisadas que se adentraban en el bosque, por un lado, y por el otro, dos manchas de sangre que lentamente crecieron, hasta cubrir por completo el pecho del soldado delator del campo de Majdanek.

XIV El escape

Kristian Schultz no contaba con la extrema debilidad de las dos muchachas en la planeación de su escape. Contaba, en cambio, con la presencia de Steinmayer, a quien suponía ya en el campo, y cuya aparición esperó en vano durante toda la aventura.
Todo comenzó con su llegada al campo. Como esperaba, el general Weiss lo recibió de inmediato, y aunque el amplio salvoconducto despertó sus sospechas, accedió después de un rato a liberar a las hermanas Steinmayer, para lo cual serían útiles los servicios de Krump, conocedor del campo y de las prisioneras. Durante esos momentos, y aun después, Schultz no dejó nunca de preguntar si acaso no había sucedido nada extraño en las últimas horas, observando al mismo tiempo y con atención por todos los rincones del campo, con la esperanza de descubrir a su viejo maestro, o ser descubierto por él. Finalmente, y ya cuando salía rumbo a la estación del tren, Kristian concluyó que el lugar más probable para hallar al pianista era el mismo en el que sus hijas se encontraban, razón por la que insistió en acudir ahí de inmediato, por mucho que Weiss insistía en que se quedara a disfrutar de las comodidades de la comandancia, pues las prisioneras serían enviadas de regreso al campo en cualquier momento.
Cuando por fin logró salir de la comandancia, repicó el teléfono. Era una llamada urgente para Weiss. El rostro del jefe del campo se ensombreció mientras escuchaba la voz al otro lado de la línea, y lanzaba ocasionales miradas llenas de recelo hacia Kristian. Finalmente, colgó el teléfono. Sin mediar explicación sacó su pistola, y apuntándole al visitante le dijo: "tengo órdenes de arrestarlo. Se le acusa de cooperar en la fuga de un peligroso prisionero, causando por ello la muerte de varios soldados alemanes. !Levante las manos!" Y luego gritó, dirigiéndose a su guardia personal: "¡desarmen al Brigadeführer!"
Pero nadie acudió a cumplir la orden. Al volverse, el general Weiss se encontró solamente con la mirada fría del sargento Hagen Pankow, quien con descomunal fuerza descargó sobre su rostro un golpe seco que lo privó de la conciencia.
"A partir de este momento no hay marcha atrás", dijo Schultz, y su escolta asintió con una breve sonrisa pintada en el rostro.
Ahora, sin embargo, se veían obligados a detenerse. Ute y Frieda se habían desmayado por el esfuerzo insoportable de subir la ladera para llegar al lugar en el que el otro escolta los esperaba con un automóvil listo para partir. Sin pensarlo dos veces, ambos amigos se echaron a cuestas a las dos hermanas para recorrer los últimos metros de su alocada carrera, justo en el instante en que se comenzaron a escuchar disparos muy cercanos desde un rumbo impreciso. Al principio, Kristian creyó que estaban siendo perseguidos de cerca por los hombres de Weiss, pero al llegar al vehículo que usarían en su escape se vio forzado a desechar esa idea. Su escolta estaba en el auto, en efecto, pero ya no podría manejarlo, pues los muertos no conducen. Por lo menos eso pensaba Kristian, hasta que vio que al volante de un lujoso Phantom negro se encontraba nada menos que Kratz; maltrecho, pero vivo.
"El Führer se encuentra muy decepcionado, Herr Schultz. No hemos podido evitar que las noticias sobre el desastre en el que convirtió su sencilla misión llegaran al cuartel general, de manera que puede usted imaginarse la seriedad de su presente situación. Aun así, y considerando que usted es una persona sensata, confío en que nos acompañará por las buenas, sin hacer demasiado escándalo y, sobre todo, sin forzarnos a lastimarlo".
"Ha sido una suerte para usted mi misión, ¿no es así? Sobre todo el desastre en el que dice se ha convertido. Cuando lo conocí era un simple guardia de un sucio ghetto, y ahora conduce un gran auto oficial en virtud de sus nuevas responsabilidades de policía. Debería de estarme agradecido".
"Y lo estoy, aunque usted lo dude. Pero por la misma razón por la que he logrado salir de aquél lugar, es que debo llevarlo conmigo para comparecer ante los tribunales del pueblo y ser juzgado. Mi lealtad, a diferencia de la suya, no está comprometida con nada que no sea el bienestar de mi Patria, y mi integridad no tiene dobleces que me hagan dudar. Por eso estoy aquí, por eso estuve a punto una vez de sacrificar mi vida, y por eso la volvería a sacrificar de ser..."
Kratz no terminó la palabra. Un disparo le había hecho saltar la cabeza en pedazos. Los tres policías que lo acompañaban se parapetaron tras del Phantom, y se desató una intensa balacera en la que una mano invisible iba derribando a los nazis uno por uno, sin que ellos pudieran hacer otra cosa que disparar desesperadamente hacia todas partes, agotando su parque sin que hubiesen podido acertar sino dos de sus disparos antes de morir.
Cuando todo hubo terminado, y la nube de pólvora se disipó, Julius Steinmayer, la ametralladora aun humeante entre sus manos, corrió hasta el lugar en el que sus hijas habían sido depositadas desde el momento en el que la balacera había comenzado, y se aseguró de que se encontraran bien. Junto a ellas yacía el cadáver de Hagen Pankow, quien las protegió hasta ser derribado. A unos metros estaba Kristian. Agonizaba. Con sus últimas fuerzas, le entregó a Steinmayer el famoso salvoconducto, que sin duda le sería útil en otro lugar, y le dijo, su voz apenas un susurro: “acaba esa canción, Julius”.
Luego, tranquilamente y sin aspavientos, se murió en los brazos de su maestro.

Epílogo

Julius Steinmayer logró escapar a Suiza, en buena parte gracias al documento que había costado la sangre de uno de los mejores hombres que había conocido. Una vez terminada la guerra, la familia se estableció de nuevo en Berlín, y allá vive Frieda aun, dispuesta siempre a contar la historia de una canción, que su padre, sin saberlo, compuso para salvarle la vida a ella y a su hermana.
Adolf Hitler no se olvidó de la canción de Steinmayer, y es probable que su superstición lo obligase a modificar su manera de ver la vida y la muerte después de que -proveniente de otra fuente- le llegara la noticia de que la estrofa que Eva conocía era la única existente, lo cual interpretó como si la aniquilación y la nada debían de ser el destino de Alemania. Pocos días después de la huída del pianista, que le fue mantenida en secreto para evitar otro ataque innecesario de rabia, el Führer sufrió un atentado al que sobrevivió contra toda posibilidad, y se olvidó de todo aquello que le recordara que no era invencible, incluyendo la canción. Aun así, todavía se debate en algunos círculos históricos la posibilidad de que un compositor de canciones hubiese podido influir de alguna manera en el destino de la Patria, y las muchas ramificaciones del problema sin duda mantendrán ocupados a los estudiosos por largo tiempo. Hasta entonces, pienso, los músicos deberían de ser tomados mucho más en serio.
Por si las dudas.

AS

Tarímbaro, Michoacán; 7 de septiembre de 2007.

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fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.