Por causas ajenas a la redacción de El Gabinete de Doktor Faust, la entrega de esta semana se publica con dos días de atraso. Por esa razón pedimos disculpas a nuestros lectores
***********************************************
VIII Dos caminos
Segundos después se escucharon los disparos; innecesarios, por cuanto no era preciso derribar la puerta para entrar al café Budapest. Kratz se abrió paso, acompañado de varios soldados con las ametralladoras listas para disparar, por entre las mesas tiradas y las sillas amontonadas de la misma forma que lo había hecho Kristian Schultz unos minutos antes. Al llegar a él, Kratz lo miró con una media sonrisa pintada en el rostro, en la que podía adivinarse un profundo desprecio por ese superior que a él, Kratz, le parecía tan sospechoso como la misión misma que lo había llevado ahí. Una misión de la que no creería una sola palabra de no haberle sido confirmada directamente del cuartel general. Habría que pasar aun sobre ese impedimento, pues la rabia que el capitán sentía en ese momento, junto con su deseo de llevarse él mismo el crédito de capturar al ya famoso prisionero, lo reafirmaron en su recién tomada determinación de enmendarle la plana al alto mando.
"Se ha escapado de nuevo, ¿verdad?" Preguntó Kratz, su voz contaminada de majadero sarcasmo.
"¿Quién?" Contestó a su vez Kristian Schultz.
"Con el debido respeto, no se haga pendejo, Herr Brigadeführer. Usted sabe perfectamente a quién me refiero. Usted y yo sabemos perfectamente que el fugitivo estaba aquí justo antes de que yo llegara, pues uno de sus hombres, leal a diferencia de todos los demás, me lo ha notificado de inmediato. He llegado tarde de todos modos, a lo que parece, y eso me irrita, pues de haber estado con usted, el prisionero no habría escapado".
Kratz comenzó a revisar el café, sin reparar aun en la baldosa faltante del piso. El agua de la cafetera hervía ya plenamente, dejando escapar un silbido que se agudizaba por momentos.
"Por lo visto -continuó Kratz- no le fue muy difícil huir ahora. No hay huellas de lucha, sobre todo porque usted mandó lejos a sus hombres dizque para cortar la salida posterior y por eso no estuvieron aquí para realizar un arresto el cual, debido a sus heridas, no estaba en situación de hacer. El fugitivo ni siquiera tuvo que hacer estallar una de sus malditas bombas, y eso, también, es muy sospechoso".
Kratz calló entonces. Schultz estaba confundido, incapaz de ejercer cualquier autoridad que su rango pudiera conferirle; lo único en lo que podía pensar era en que le hubiera gustado no haber abierto la boca aquella tarde en el Berghof.
"Este documento -dijo Kratz, mostrando un par de hojas de papel que devolvió de inmediato a la bolsa de su casaca militar- es un amplísimo salvoconducto, con el cual es posible obtener la libertad de cualquier preso, de cualquier confinamiento en que se encontrare, con el fin de conducirlo al cuartel general. Me fue entregado después de pasar el día entero en el cuarto de transmisiones del gobernador de la provincia. Creía poder cambiar el parecer de los jefes en cuanto a capturar vivo a Steinmayer, pero me equivoqué, y en lugar de una sentencia de muerte, salí de ahí con este salvoconducto de mierda. Irónicamente, mis órdenes eran las de entregárselo a usted, para así limitar mi poder y el de mis hombres y aumentar el suyo, todo para poder conservarle la vida a ese odiado asesino".
Kratz miró a Schultz directamente a los ojos, y la media sonrisa regresó a sus labios. Más peligrosa y fría. Fue en ese instante en el que Kristian supo que las cosas terminaban ahí. Que no regresaría a Berghof jamás, y que sería ejecutado por un carcelero de rango inferior en alguna calle maloliente de un ghetto, en la lejana Europa oriental.
"Pero ahora pienso, Herr Schultz, que este salvoconducto me puede servir mucho mejor a mí. Me servirá para primero salir de esta ratonera, y luego para poder ejecutar a Steinmayer en cuanto lo encuentre. Órdenes o no, a cualquiera se le va un tiro durante una captura, sobre todo si uno puede llevarse al prisionero a donde se le antoje. Usted, por lo pronto -y aquí Kratz apuntó son su arma a Kristian- se encuentra bajo arresto por incumplimiento del deber. Tengo testigos de su renuencia a cumplir con su misión, y estoy por lo tanto facultado de sobra para ello".
"Kratz, no lo hagas. No tienes idea de lo mucho que complicas la situación haciendo esto".
El capitán abrió los ojos, estupefacto.
"¿Yo la complico? ¿Yo? ¡Todos ustedes, los del cuartel general, están perfectamente locos! De no ser por ustedes, ese desgraciado estaría bien muerto, y no habría ni siquiera una situación".
Kratz pareció meditar algunos segundos, y luego dijo: "en el palacio del gobernador escuché decir algo a uno de los operadores, y me pregunto si es verdad. Venga conmigo".
Kratz llevó a Kristian hasta una esquina del bar en donde estaba un viejo piano cubierto de polvo, lo abrió, e hizo sentar a Schultz frente al teclado, los hombres de Kratz acercaron unas sillas al lugar, y se sentaron como si se tratara de una velada musical.
"Toca". Le ordenó.
Pero Schultz no se movió. Le parecía que era Kratz el que había enloquecido.
"¡Que toques, te digo!" Repitió, amenazándolo con su ametralladora.
Sin saber bien a qué iba todo aquello, o sabiéndolo, Kristian tocó una melodía sencilla, la cual debió de escucharse mucho en ese lugar en otros tiempo más felices. Al terminar, Kratz dijo en voz baja:
"Entonces es cierto. Steinmayer es músico, y tú también. ¡Qué coincidencia! ¿Sabes? Hubieras podido salvar muchas vidas alemanas si nos hubieras avisado que tu amigo fue zapador en la guerra; experto en explosivos''.
''No lo sabía. Y, por cierto, Steinmayer es también un alemán''.
''¡No me jodas, Schultz! ¡Y lo de sus hijas! No me extrañaría que estuvieras enamorado de una de ellas, y que por eso cooperas con Steinmayer".
"Eso no -contestó Kristian- nunca las conocí".
"Supongo que no", contestó Kratz, ufano de poseer tanta información correcta. "Solamente te lo dije para que te des cuenta de que no somos tan idiotas como tú crees. Sabemos qué es lo que mueve al viejo, a pesar de que, cuando trató de robar los registros de embarque, dejó las hojas en las que sus hijas están anotadas, y se llevó otras; no sé cuales. Lo hizo, evidentemente, para confundirnos, pues le bastaba con leer la hoja de destino para saber el lugar al que mandamos a sus hijas. El pobre imbécil. Cuando llegue al campo de trabajo de Miluzc lo vamos a estar esperando".
Kratz soltó una carcajada, y luego escupió sobre el piso. Luego gritó a sus hombres: "¡Registren todo el lugar! Debe de haber un pasadizo, un escondite o algo así. Steinmayer no se esfumó en el aire. ¡Rápido!"
El silbido de la cafetera se había hecho insoportable, y Schultz se levantó, sin que nadie se lo impidiera, y fue a apagarla. A su alrededor, los hombres de Kratz revolvían mesas y sillas en busca de alguna vía de escape. A Kristian le parecía mentira que no hubieran visto todavía la baldosa faltante del piso. También pensaba en la hoja que le había mostrado Steinmayer justo antes de desaparecer. Hubiera jurado que se trataba de una hoja de registro auténtica, que los nombres de sus hijas estaban ahí y, sobre todo, que el nombre del campo no era Miluzc, sino Majdanek-Lublim, muy cerca.
Al llegar a la cafetera, una reliquia de principios de siglo, la apagó; pero al mismo tiempo se dio cuenta de que de una de las válvulas colgaba un pedazo de papel. En él decía, sencillamente: "bunker, debajo de la barra".
Mientras pensaba en lo que podía significar ese mensaje, seguramente dejado ahí por su maestro al encender la cafetera, escuchó cortar cartucho a sus espaldas. Kristian Schultz se volvió para encontrarse con el cañón de la ametralladora que le apuntaba, con la media sonrisa de Kratz, y con la cercanía de la muerte.
"No sabes lo mucho que voy a disfrutar cuando cuente tu muerte en la comandancia. Cuando les diga la manera en la que el fugitivo te disparó al escapar, y solicite para tí los honores de un héroe. Lo voy a disfrutar tanto como cuando encuentre a Steinmayer y lo mate también a él".
Y levantó la ametralladora. Estaba por jalar el gatillo, cuando uno de sus hombres llamó su atención:
"Jefe, mire: aquí falta una baldosa... parece que hay algo... ¡encaja ahí la bayoneta! Voy a empujar, jefe..."
Kratz le hizo seña de detenerse, pero era demasiado tarde y ya el soldado había levantado la tapa de una pequeña trampa que conducía a los sótanos del edificio, liberando al mismo tiempo y sin saberlo la espoleta de una bomba de demolición. Se escuchó el metálico ''clinc'' de la espoleta al saltar, y Schultz apenas tuvo tiempo suficiente para quitar la tapa de la gran coladera que hay detrás de toda barra que se respete, y arrojarse dentro de ella justo antes de que la enorme explosión borrara definitivamente del mapa al café Budapest, a Kratz y a todos sus hombres, tanto los que estaban adentro, como los que esperaban afuera, en la calle. Fue, de hecho, un milagro que el edificio no se colapsara y se viniera abajo, y tuvieron que pasar varios minutos antes de que el humo, el polvo y los escombros comenzaran a asentarse.
Fue entonces que Kristian Schultz salió de la coladera, sucio, pero ileso, y comenzó a buscar entre los escombros los restos calcinados de Kratz.
Los encontró a unos veinte metros del café. Sorprendentemente, la explosión había arrojado su cadáver sin dañarlo demasiado, y dentro de su chaqueta estaba aun el preciado salvoconducto en un estado razonable de conservación.
“Lo siento”, dijo, dirigiéndose al cadáver de Kratz, “pero yo aun tengo dos caminos que seguir. Dos lugares que visitar”.
Se levantó entonces, y seguido de cuatro de sus hombres, se alejó caminando lentamente de los restos humeantes del Budapest.
Segundos después se escucharon los disparos; innecesarios, por cuanto no era preciso derribar la puerta para entrar al café Budapest. Kratz se abrió paso, acompañado de varios soldados con las ametralladoras listas para disparar, por entre las mesas tiradas y las sillas amontonadas de la misma forma que lo había hecho Kristian Schultz unos minutos antes. Al llegar a él, Kratz lo miró con una media sonrisa pintada en el rostro, en la que podía adivinarse un profundo desprecio por ese superior que a él, Kratz, le parecía tan sospechoso como la misión misma que lo había llevado ahí. Una misión de la que no creería una sola palabra de no haberle sido confirmada directamente del cuartel general. Habría que pasar aun sobre ese impedimento, pues la rabia que el capitán sentía en ese momento, junto con su deseo de llevarse él mismo el crédito de capturar al ya famoso prisionero, lo reafirmaron en su recién tomada determinación de enmendarle la plana al alto mando.
"Se ha escapado de nuevo, ¿verdad?" Preguntó Kratz, su voz contaminada de majadero sarcasmo.
"¿Quién?" Contestó a su vez Kristian Schultz.
"Con el debido respeto, no se haga pendejo, Herr Brigadeführer. Usted sabe perfectamente a quién me refiero. Usted y yo sabemos perfectamente que el fugitivo estaba aquí justo antes de que yo llegara, pues uno de sus hombres, leal a diferencia de todos los demás, me lo ha notificado de inmediato. He llegado tarde de todos modos, a lo que parece, y eso me irrita, pues de haber estado con usted, el prisionero no habría escapado".
Kratz comenzó a revisar el café, sin reparar aun en la baldosa faltante del piso. El agua de la cafetera hervía ya plenamente, dejando escapar un silbido que se agudizaba por momentos.
"Por lo visto -continuó Kratz- no le fue muy difícil huir ahora. No hay huellas de lucha, sobre todo porque usted mandó lejos a sus hombres dizque para cortar la salida posterior y por eso no estuvieron aquí para realizar un arresto el cual, debido a sus heridas, no estaba en situación de hacer. El fugitivo ni siquiera tuvo que hacer estallar una de sus malditas bombas, y eso, también, es muy sospechoso".
Kratz calló entonces. Schultz estaba confundido, incapaz de ejercer cualquier autoridad que su rango pudiera conferirle; lo único en lo que podía pensar era en que le hubiera gustado no haber abierto la boca aquella tarde en el Berghof.
"Este documento -dijo Kratz, mostrando un par de hojas de papel que devolvió de inmediato a la bolsa de su casaca militar- es un amplísimo salvoconducto, con el cual es posible obtener la libertad de cualquier preso, de cualquier confinamiento en que se encontrare, con el fin de conducirlo al cuartel general. Me fue entregado después de pasar el día entero en el cuarto de transmisiones del gobernador de la provincia. Creía poder cambiar el parecer de los jefes en cuanto a capturar vivo a Steinmayer, pero me equivoqué, y en lugar de una sentencia de muerte, salí de ahí con este salvoconducto de mierda. Irónicamente, mis órdenes eran las de entregárselo a usted, para así limitar mi poder y el de mis hombres y aumentar el suyo, todo para poder conservarle la vida a ese odiado asesino".
Kratz miró a Schultz directamente a los ojos, y la media sonrisa regresó a sus labios. Más peligrosa y fría. Fue en ese instante en el que Kristian supo que las cosas terminaban ahí. Que no regresaría a Berghof jamás, y que sería ejecutado por un carcelero de rango inferior en alguna calle maloliente de un ghetto, en la lejana Europa oriental.
"Pero ahora pienso, Herr Schultz, que este salvoconducto me puede servir mucho mejor a mí. Me servirá para primero salir de esta ratonera, y luego para poder ejecutar a Steinmayer en cuanto lo encuentre. Órdenes o no, a cualquiera se le va un tiro durante una captura, sobre todo si uno puede llevarse al prisionero a donde se le antoje. Usted, por lo pronto -y aquí Kratz apuntó son su arma a Kristian- se encuentra bajo arresto por incumplimiento del deber. Tengo testigos de su renuencia a cumplir con su misión, y estoy por lo tanto facultado de sobra para ello".
"Kratz, no lo hagas. No tienes idea de lo mucho que complicas la situación haciendo esto".
El capitán abrió los ojos, estupefacto.
"¿Yo la complico? ¿Yo? ¡Todos ustedes, los del cuartel general, están perfectamente locos! De no ser por ustedes, ese desgraciado estaría bien muerto, y no habría ni siquiera una situación".
Kratz pareció meditar algunos segundos, y luego dijo: "en el palacio del gobernador escuché decir algo a uno de los operadores, y me pregunto si es verdad. Venga conmigo".
Kratz llevó a Kristian hasta una esquina del bar en donde estaba un viejo piano cubierto de polvo, lo abrió, e hizo sentar a Schultz frente al teclado, los hombres de Kratz acercaron unas sillas al lugar, y se sentaron como si se tratara de una velada musical.
"Toca". Le ordenó.
Pero Schultz no se movió. Le parecía que era Kratz el que había enloquecido.
"¡Que toques, te digo!" Repitió, amenazándolo con su ametralladora.
Sin saber bien a qué iba todo aquello, o sabiéndolo, Kristian tocó una melodía sencilla, la cual debió de escucharse mucho en ese lugar en otros tiempo más felices. Al terminar, Kratz dijo en voz baja:
"Entonces es cierto. Steinmayer es músico, y tú también. ¡Qué coincidencia! ¿Sabes? Hubieras podido salvar muchas vidas alemanas si nos hubieras avisado que tu amigo fue zapador en la guerra; experto en explosivos''.
''No lo sabía. Y, por cierto, Steinmayer es también un alemán''.
''¡No me jodas, Schultz! ¡Y lo de sus hijas! No me extrañaría que estuvieras enamorado de una de ellas, y que por eso cooperas con Steinmayer".
"Eso no -contestó Kristian- nunca las conocí".
"Supongo que no", contestó Kratz, ufano de poseer tanta información correcta. "Solamente te lo dije para que te des cuenta de que no somos tan idiotas como tú crees. Sabemos qué es lo que mueve al viejo, a pesar de que, cuando trató de robar los registros de embarque, dejó las hojas en las que sus hijas están anotadas, y se llevó otras; no sé cuales. Lo hizo, evidentemente, para confundirnos, pues le bastaba con leer la hoja de destino para saber el lugar al que mandamos a sus hijas. El pobre imbécil. Cuando llegue al campo de trabajo de Miluzc lo vamos a estar esperando".
Kratz soltó una carcajada, y luego escupió sobre el piso. Luego gritó a sus hombres: "¡Registren todo el lugar! Debe de haber un pasadizo, un escondite o algo así. Steinmayer no se esfumó en el aire. ¡Rápido!"
El silbido de la cafetera se había hecho insoportable, y Schultz se levantó, sin que nadie se lo impidiera, y fue a apagarla. A su alrededor, los hombres de Kratz revolvían mesas y sillas en busca de alguna vía de escape. A Kristian le parecía mentira que no hubieran visto todavía la baldosa faltante del piso. También pensaba en la hoja que le había mostrado Steinmayer justo antes de desaparecer. Hubiera jurado que se trataba de una hoja de registro auténtica, que los nombres de sus hijas estaban ahí y, sobre todo, que el nombre del campo no era Miluzc, sino Majdanek-Lublim, muy cerca.
Al llegar a la cafetera, una reliquia de principios de siglo, la apagó; pero al mismo tiempo se dio cuenta de que de una de las válvulas colgaba un pedazo de papel. En él decía, sencillamente: "bunker, debajo de la barra".
Mientras pensaba en lo que podía significar ese mensaje, seguramente dejado ahí por su maestro al encender la cafetera, escuchó cortar cartucho a sus espaldas. Kristian Schultz se volvió para encontrarse con el cañón de la ametralladora que le apuntaba, con la media sonrisa de Kratz, y con la cercanía de la muerte.
"No sabes lo mucho que voy a disfrutar cuando cuente tu muerte en la comandancia. Cuando les diga la manera en la que el fugitivo te disparó al escapar, y solicite para tí los honores de un héroe. Lo voy a disfrutar tanto como cuando encuentre a Steinmayer y lo mate también a él".
Y levantó la ametralladora. Estaba por jalar el gatillo, cuando uno de sus hombres llamó su atención:
"Jefe, mire: aquí falta una baldosa... parece que hay algo... ¡encaja ahí la bayoneta! Voy a empujar, jefe..."
Kratz le hizo seña de detenerse, pero era demasiado tarde y ya el soldado había levantado la tapa de una pequeña trampa que conducía a los sótanos del edificio, liberando al mismo tiempo y sin saberlo la espoleta de una bomba de demolición. Se escuchó el metálico ''clinc'' de la espoleta al saltar, y Schultz apenas tuvo tiempo suficiente para quitar la tapa de la gran coladera que hay detrás de toda barra que se respete, y arrojarse dentro de ella justo antes de que la enorme explosión borrara definitivamente del mapa al café Budapest, a Kratz y a todos sus hombres, tanto los que estaban adentro, como los que esperaban afuera, en la calle. Fue, de hecho, un milagro que el edificio no se colapsara y se viniera abajo, y tuvieron que pasar varios minutos antes de que el humo, el polvo y los escombros comenzaran a asentarse.
Fue entonces que Kristian Schultz salió de la coladera, sucio, pero ileso, y comenzó a buscar entre los escombros los restos calcinados de Kratz.
Los encontró a unos veinte metros del café. Sorprendentemente, la explosión había arrojado su cadáver sin dañarlo demasiado, y dentro de su chaqueta estaba aun el preciado salvoconducto en un estado razonable de conservación.
“Lo siento”, dijo, dirigiéndose al cadáver de Kratz, “pero yo aun tengo dos caminos que seguir. Dos lugares que visitar”.
Se levantó entonces, y seguido de cuatro de sus hombres, se alejó caminando lentamente de los restos humeantes del Budapest.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario