VI Berghof
Era el final del turno nocturno, y el operador del teletexto dormitaba después de una noche agitada; una noche en la que las comunicaciones no habían cesado de atronar la pequeña habitación con los chirridos y el acelerado traquetear de la impresora. Ahora, sin embargo, se había hecho el silencio. Durante algunos deliciosos minutos las agujas se detuvieron y el papel lleno de palabras en clave dejó de manar de la impresora como leche derramada. El operador, novato, poco acostumbrado a las desveladas, se recargó en su asiento y cerró los ojos, pensando que en pocos minutos podría subir al comedor, desayunar, y luego acostarse a dormir en las cómodas literas destinadas al personal de apoyo. Así, con esas dulces imágenes en el pensamiento, se iba sumiendo en un ligero duermevela del que fue violentamente sacado segundos después por el chirrido del teletexto que de esa manera alertaba al recibir una señal. Sobresaltado por el ruido, el operador se inclinó sobre la impresora, y con sorpresa vio que en el papel aparecía el principio de un mensaje sin cifrar dirigido al secretario personal del Führer, Martin Bormann.
Intrigado, el operador comenzó a leer el mensaje tan pronto aparecía frente a sus ojos. Al principio se le vio sonreír, divertido, pero hacia el final de la transmisión se puso muy serio, y abriendo los ojos con inusitada sorpresa se puso de pie, arrancó la hoja del teletexto y salió corriendo hacia la sala de juntas del Berghof, pasando a un lado del cabo de guardia, quien dormía apaciblemente en un sillón y a quien correspondía la obligación de poner el mensaje en manos de su destinatario.
En la sala de juntas acaba de terminar la discusión sobre el estado de la guerra, y el Führer se había dejado caer en una cómoda poltrona, dudando si acaso tenía ganas de tomar el té con sus secretarias como era su costumbre. Hitler obligaba a sus colaboradores más cercanos a vivir de acuerdo con su horario excéntrico y en buena parte nocturno. Posiblemente encontraba mucho más fácil trabajar en la oscuridad y el silencio de la noche, como muchos artistas están acostumbrados a hacerlo, y a las cinco de la madrugada apenas terminaba de trabajar. Se relajaba unos momentos, y hasta después de un rato se iba a sus habitaciones a descansar. Fue precisamente en ese momento de reposo, después del agobiante trabajo de convencer a todos los generales de que las cosas iban a pedir de boca, o que por lo menos podían resolverse sin tanto problema, que Bormann entró a la sala de juntas con el mensaje sin cifrar en su mano. Intrigado, el líder lo escuchó hablar de la misión especial de Schultz, de la canción (¿se acuerda, mein Führer?) que cantaba la mamá de Fraulein Eva y del Judío Steinmayer, la única persona que recordaba el final de dicha canción, y por lo tanto la única persona que conocía el destino del Reich. Hitler asintió, aliviado de escuchar las primeras palabras sensatas de la noche, se acordaba. Bormann comenzó entonces a leer el contenido del mensaje.
"¿Sabes, Martin?" Dijo el Führer cuando su secretario acabó de leerle el documento, "me parece que tuve razón en pedirle a Herr Schultz que buscara a Steinmayer. Después de escuchar lo que leíste estoy más que nunca convencido de que se trata de un ser único, poseedor de un extraño poder. ¿Cuando habías visto a un Judío haciendo un daño semejante a una unidad tan bien entrenada como la que lo busca? Yo no lo entiendo".
"Nadie lo entiende, mein Führer".
''Por eso ahora tengo más interés en conocerlo, escuchar lo que tiene que decirme y entonces, solamente entonces, podré ejecutarlo por la muerte de mis soldados. ¿Entiendes cuales son ahora las órdenes?"
"Perfectamente, mein Führer; aunque, si me lo permite, quisiera mencionar que los compañeros de los hombres muertos buscan al judío para matarlo de inmediato, por mucho que sus órdenes sean las de arrestarlo vivo. Ese puede ser un problema".
Hitler calló. Hasta esa sala, hasta esa casa enclavada en el centro mismo de Europa podían oírse con toda claridad los crujidos del frente oriental, que se resquebrajaba bajo el peso de la colosal maquinaria bélica de la Unión Soviética. En todo caso, pensó, no había mucho tiempo, ya fuera para ganar, o para preparar un final glorioso para el Reich, y había que quitarse esa pequeña pero molesta duda de la cabeza lo antes posible. Los sueños de Eva a menudo anunciaban sucesos que andando el tiempo se cumplían con sorprendente exactitud, y ese en particular, el que tenía que ver con su destino, lo había inquietado de manera inusual.
"Schultz sabrá qué es lo que debe hacerse. Dile que debe de apresurarse. ¡Dile que me traiga a ese judío con vida, o le haré llegar una pistola cargada con una sola bala! En cuanto llegue, quiero que tú mismo lo interrogues".
"Así se hará, mein Führer", dijo Martin Bormann.
VII La canción
De nada habían servido las súplicas de médicos y enfermeras, que le dijeron a Schultz que no debía levantarse de su cama hasta que la herida no hubiera cicatrizado del todo. Al día siguiente, pasado el medio día, Kristian estaba ya de pie, uniformado, y listo para acudir a su cita con Steinmayer. Ello dado el caso de que siguiera vivo, y así debía ser, a juzgar por la agitación que prevalecía en la comandancia de la franja norte, lugar al que fue a buscar a Kratz sin poder encontrarlo. Mientras esperaba, y tratando de no llamar la atención, Schultz fue al cuarto de mapas de la comandancia, y se sentó a examinar uno de los tres planos del ghetto que estaban colgados en la pared. En uno estaban señaladas, con lápices de colores, las casas destinadas a los habitantes, con las divisiones de cuartel, las llegadas, las salidas y el número exacto de personas en cada casa. El otro era un registro minucioso de tuberías y alcantarillas que servía para evitar el tráfico de bienes y personas, en tanto que el último, el más siniestro de todos, especificaba los lugares de trabajo, con el número de personas que habían muerto en ellos anotadas en rojo. Cifras solamente. Ningún nombre. En el segundo mapa Schultz pudo encontrar, después de un rato de pasar el dedo por la línea que señalaba la muralla norte, una casa marcada con negro, el color de los negocios y establecimientos. Era una de dos que había justo frente a la muralla, y un sentimiento indescriptible le hizo saber que ese era el lugar al que debía dirigirse.
Y así lo hizo.
No fue una caminata muy larga, pero sí extraordinariamente dolorosa. La herida del hombro se le abrió de nuevo y había comenzado a sangrar ligeramente en el momento de llegar a la calle Lodz, lugar en el que se encontraba el café Budapest.
Como era usual desde que la búsqueda había comenzado, Schultz dejó a su escolta en la calle, y entró solo al establecimiento desierto. La puerta estaba cerrada con candado, pero los vidrios estaban rotos, y no le fue difícil, a pesar de su hombro vendado y el brazo en cabestrillo, agacharse lo suficiente para pasar al interior. Era evidente que el café había sido saqueado varias veces desde que esa sección del ghetto fue evacuada, y por el piso había vasos y tazas rotas, sus fragmentos esparcidos por todas partes, hasta sobre las mesas cubiertas de polvo y el mostrador arruinado. Schultz se acercó a una de las cafeteras y la tocó. Estaba fría. La otra, empero, se sentía tibia, a pesar de que no había una sola huella en el polvo de meses acumulado sobre ella.
"¿Julius?" Dijo Kristian en voz baja. Su vista entonces se fijó en una loza fuera de lugar en un piso que en lo demás se mantenía extrañamente intacto, y se acercó para examinarla. El polvo había sido movido. Había huellas de calzado, y justo cuando alargaba la mano para tomar la loza, Schultz oyó una voz a sus espaldas.
"No te muevas".
Kristian levantó la única mano que era capaz de mover, y otra mano experta, pero que no era suya, le quitó su pistola en menos de lo que se cuenta.
"¿Tus hombres?"
"Están afuera".
"Diles que se vayan".
"No te preocupes. No van a entrar, a menos que se les ordene".
"Llaman la atención hacia este lugar. Diles que se vayan".
Schultz lo hizo así, ordenándoles a sus hombres ir a cubrir el edificio por la otra calle.
"Ahora sí -dijo al regresar- ¿me vas a decir qué es lo que está pasando?"
"Dímelo tú -Steinmayer seguía uniformado y bien peinado, con la ametralladora al hombro, y descargaba la pistola de su antiguo alumno para quedarse con su parque-. Qué es lo que sucede que de un día para otro me quitan todo lo poco que poseo, nos sacan a mi familia y a mí de nuestra casa, luego nos sacan de nuestro país para traernos a vivir a este maldito basurero, y finalmente secuestran a mis hijas, las suben a un tren que va a no sé dónde, y lo mismo hacen con todos los demás judíos que aun vivíamos a pesar de todo en Berlín. Dime ¿Qué diablos pasa?"
Schultz callaba, apenado. La herida del hombro, que había mejorado un poco, comenzó a dolerle una vez más con mayor fuerza que antes.
"Y ahora, cuando estoy por fin haciendo algo al respecto, defendiéndome, contestando como se debe a los atropellos de tus camaradas, llegas tú y me dices que Hitler quiere hablar conmigo, y que si no me entrego la vas a pasar muy mal, como si yo no hiciera otra cosa que disfrutar de unas agradables vacaciones".
"En efecto -dijo Schultz- y todo hubiese sido mucho más sencillo si no hubieras empezado a matar alemanes por todas partes. Ahora ni siquiera estoy seguro si mi deber sigue siento conservarte la vida, o acabar de una vez por todas con ella. Por Dios, Julius, ¿en donde aprendiste a hacer todas esas cosas; a disparar así (Schultz se sobó el hombro), a saltar por las ventanas arrojando granadas y todo eso?"
"En la guerra, por supuesto". Contesto Steinmayer. "Yo soy tan alemán como tú, Kristian; lo soy al grado de haber estado dispuesto a defender con la vida a nuestra amada patria. Mis hijas son alemanas también. Mis padres, mis abuelos; todos lo fueron, pero ahora nos persiguen de forma violenta sin que sepamos bien qué es lo que hemos hecho para merecer la muerte. En el año 14 peleaba en las trincheras de Francia. Había lodo en esas trincheras. Llovía todo el día y aquellas zanjas malditas se anegaban sin que nosotros pudiésemos salir de ellas ni un minuto. Era el único en mi familia que se había enlistado de forma voluntaria y, aunque nunca he sido un hombre religioso, en esos momentos pensaba que con ese sufrimiento pagaba el pecado de no hacerle caso a mi padre cuando me dijo que me quedara en casa.
No obstante, el valor de los demás soldados me sacaba de esos tristes razonamientos. Mis amigos, mis hermanos. Tu padre entre ellos. Era un héroe, un jefe arrojado y valeroso, que ponía la nobleza de su sangre por delante y jamás permitió que se nos lanzara a un ataque si no iba él en la primera línea. Si en aquellas trincheras lodosas, en las que tu padre se unía a nosotros al final del día para llorar a los camaradas muertos, alguien me hubiese dicho que llegaría el momento en el que dispararía mi arma contra otro soldado alemán lo hubiera tomado por loco, y lleno de indignación lo hubiese matado de inmediato.
Ahora veme. No solamente he matado a otros soldados, sino que lo he hecho con el mismo odio con el que ellos han asesinado a los de mi raza. Ahora solamente me queda la esperanza de encontrar a mis hijas, de salvarlas, y quizá entonces, si no he muerto en el intento, pensar en hacer las paces con mi patria, que me ha quitado todo lo que soy, y todo lo que poseo. Aquí -y entonces sacó del bolsillo de su chaqueta un pedazo de papel- está lo que necesito para hacer eso, y espero que no te interpongas, porque entonces, aunque eres una de las personas que más estimo, y eres además el hijo de uno de los hombres que más admiro, aun a pesar de ello tendré que matarte".
"¿Que hay en esa hoja?"
"Es el registro del tren en el que se llevaron a mis hijas, y su destino".
La palabra destino despertó en Kristian el recuerdo de su misión. Él también tenía un documento en su bolsillo, y el lodo del que hablaba su maestro se encontraba ahora en sus propias botas.
"Julius", dijo, "Necesito que me digas como termina una de tus canciones".
Steinmayer miró a Kristian con recelo. Había repasado durante todo el día su conversación en la calle Maritzky, y había llegado a la conclusión de que el asunto de su arte, como lo había llamado Schultz, no era otra cosa que un invento para despistarlo.
"¿Canción? ¿Cuál canción?" Dijo. Por primera vez, Steinmayer se veía desconcertado. Kristian se la canturreó tal como la recordaba y la música, fuera de lugar como aparecía en ese momento, llenó el escenario de desastre con su frescura y despreocupación.
"Sí. Recuerdo bien esa canción. La escribí poco después de regresar del frente, y nunca la grabé".
"Así es -dijo Schultz- eso es lo que sabemos. Lo que no sabemos es cómo acaba".
"No entiendo".
"Julius, la estrofa que te canté ahorita es la única que recuerdo, y según un sueño absurdo que tuvo Fraulein Braun, las siguientes estrofas contienen el destino de Alemania".
"Steinmayer sonrió ante lo demencial que sonaba todo aquello, y luego dijo:
"Kristian, lo que cantaste es todo. Esa es la única estrofa. Después de cantarla, siguen cinco minutos de música instrumental para que la gente baile, se repite la misma estrofa y se acaba la canción".
En ese instante se oyó el ruido de un automóvil afuera del café. Kristian se asomó por una de las ventanas y vio a varios transportes llenos de tropa estacionarse justo enfrente de la entrada. De uno de ellos saltó Kratz, quien con cara de pocos amigos caminó hacia la puerta para abrirla a tiros de pistola.
"Julius, ¡ocúltate!" Gritó Schultz. Pero en el café no había nadie más. La cafetera que había sentido tibia unos minutos antes comenzaba a lanzar un vapor apenas perceptible, y en el piso la loza suelta había desaparecido.
(Continuará)
Era el final del turno nocturno, y el operador del teletexto dormitaba después de una noche agitada; una noche en la que las comunicaciones no habían cesado de atronar la pequeña habitación con los chirridos y el acelerado traquetear de la impresora. Ahora, sin embargo, se había hecho el silencio. Durante algunos deliciosos minutos las agujas se detuvieron y el papel lleno de palabras en clave dejó de manar de la impresora como leche derramada. El operador, novato, poco acostumbrado a las desveladas, se recargó en su asiento y cerró los ojos, pensando que en pocos minutos podría subir al comedor, desayunar, y luego acostarse a dormir en las cómodas literas destinadas al personal de apoyo. Así, con esas dulces imágenes en el pensamiento, se iba sumiendo en un ligero duermevela del que fue violentamente sacado segundos después por el chirrido del teletexto que de esa manera alertaba al recibir una señal. Sobresaltado por el ruido, el operador se inclinó sobre la impresora, y con sorpresa vio que en el papel aparecía el principio de un mensaje sin cifrar dirigido al secretario personal del Führer, Martin Bormann.
Intrigado, el operador comenzó a leer el mensaje tan pronto aparecía frente a sus ojos. Al principio se le vio sonreír, divertido, pero hacia el final de la transmisión se puso muy serio, y abriendo los ojos con inusitada sorpresa se puso de pie, arrancó la hoja del teletexto y salió corriendo hacia la sala de juntas del Berghof, pasando a un lado del cabo de guardia, quien dormía apaciblemente en un sillón y a quien correspondía la obligación de poner el mensaje en manos de su destinatario.
En la sala de juntas acaba de terminar la discusión sobre el estado de la guerra, y el Führer se había dejado caer en una cómoda poltrona, dudando si acaso tenía ganas de tomar el té con sus secretarias como era su costumbre. Hitler obligaba a sus colaboradores más cercanos a vivir de acuerdo con su horario excéntrico y en buena parte nocturno. Posiblemente encontraba mucho más fácil trabajar en la oscuridad y el silencio de la noche, como muchos artistas están acostumbrados a hacerlo, y a las cinco de la madrugada apenas terminaba de trabajar. Se relajaba unos momentos, y hasta después de un rato se iba a sus habitaciones a descansar. Fue precisamente en ese momento de reposo, después del agobiante trabajo de convencer a todos los generales de que las cosas iban a pedir de boca, o que por lo menos podían resolverse sin tanto problema, que Bormann entró a la sala de juntas con el mensaje sin cifrar en su mano. Intrigado, el líder lo escuchó hablar de la misión especial de Schultz, de la canción (¿se acuerda, mein Führer?) que cantaba la mamá de Fraulein Eva y del Judío Steinmayer, la única persona que recordaba el final de dicha canción, y por lo tanto la única persona que conocía el destino del Reich. Hitler asintió, aliviado de escuchar las primeras palabras sensatas de la noche, se acordaba. Bormann comenzó entonces a leer el contenido del mensaje.
"¿Sabes, Martin?" Dijo el Führer cuando su secretario acabó de leerle el documento, "me parece que tuve razón en pedirle a Herr Schultz que buscara a Steinmayer. Después de escuchar lo que leíste estoy más que nunca convencido de que se trata de un ser único, poseedor de un extraño poder. ¿Cuando habías visto a un Judío haciendo un daño semejante a una unidad tan bien entrenada como la que lo busca? Yo no lo entiendo".
"Nadie lo entiende, mein Führer".
''Por eso ahora tengo más interés en conocerlo, escuchar lo que tiene que decirme y entonces, solamente entonces, podré ejecutarlo por la muerte de mis soldados. ¿Entiendes cuales son ahora las órdenes?"
"Perfectamente, mein Führer; aunque, si me lo permite, quisiera mencionar que los compañeros de los hombres muertos buscan al judío para matarlo de inmediato, por mucho que sus órdenes sean las de arrestarlo vivo. Ese puede ser un problema".
Hitler calló. Hasta esa sala, hasta esa casa enclavada en el centro mismo de Europa podían oírse con toda claridad los crujidos del frente oriental, que se resquebrajaba bajo el peso de la colosal maquinaria bélica de la Unión Soviética. En todo caso, pensó, no había mucho tiempo, ya fuera para ganar, o para preparar un final glorioso para el Reich, y había que quitarse esa pequeña pero molesta duda de la cabeza lo antes posible. Los sueños de Eva a menudo anunciaban sucesos que andando el tiempo se cumplían con sorprendente exactitud, y ese en particular, el que tenía que ver con su destino, lo había inquietado de manera inusual.
"Schultz sabrá qué es lo que debe hacerse. Dile que debe de apresurarse. ¡Dile que me traiga a ese judío con vida, o le haré llegar una pistola cargada con una sola bala! En cuanto llegue, quiero que tú mismo lo interrogues".
"Así se hará, mein Führer", dijo Martin Bormann.
VII La canción
De nada habían servido las súplicas de médicos y enfermeras, que le dijeron a Schultz que no debía levantarse de su cama hasta que la herida no hubiera cicatrizado del todo. Al día siguiente, pasado el medio día, Kristian estaba ya de pie, uniformado, y listo para acudir a su cita con Steinmayer. Ello dado el caso de que siguiera vivo, y así debía ser, a juzgar por la agitación que prevalecía en la comandancia de la franja norte, lugar al que fue a buscar a Kratz sin poder encontrarlo. Mientras esperaba, y tratando de no llamar la atención, Schultz fue al cuarto de mapas de la comandancia, y se sentó a examinar uno de los tres planos del ghetto que estaban colgados en la pared. En uno estaban señaladas, con lápices de colores, las casas destinadas a los habitantes, con las divisiones de cuartel, las llegadas, las salidas y el número exacto de personas en cada casa. El otro era un registro minucioso de tuberías y alcantarillas que servía para evitar el tráfico de bienes y personas, en tanto que el último, el más siniestro de todos, especificaba los lugares de trabajo, con el número de personas que habían muerto en ellos anotadas en rojo. Cifras solamente. Ningún nombre. En el segundo mapa Schultz pudo encontrar, después de un rato de pasar el dedo por la línea que señalaba la muralla norte, una casa marcada con negro, el color de los negocios y establecimientos. Era una de dos que había justo frente a la muralla, y un sentimiento indescriptible le hizo saber que ese era el lugar al que debía dirigirse.
Y así lo hizo.
No fue una caminata muy larga, pero sí extraordinariamente dolorosa. La herida del hombro se le abrió de nuevo y había comenzado a sangrar ligeramente en el momento de llegar a la calle Lodz, lugar en el que se encontraba el café Budapest.
Como era usual desde que la búsqueda había comenzado, Schultz dejó a su escolta en la calle, y entró solo al establecimiento desierto. La puerta estaba cerrada con candado, pero los vidrios estaban rotos, y no le fue difícil, a pesar de su hombro vendado y el brazo en cabestrillo, agacharse lo suficiente para pasar al interior. Era evidente que el café había sido saqueado varias veces desde que esa sección del ghetto fue evacuada, y por el piso había vasos y tazas rotas, sus fragmentos esparcidos por todas partes, hasta sobre las mesas cubiertas de polvo y el mostrador arruinado. Schultz se acercó a una de las cafeteras y la tocó. Estaba fría. La otra, empero, se sentía tibia, a pesar de que no había una sola huella en el polvo de meses acumulado sobre ella.
"¿Julius?" Dijo Kristian en voz baja. Su vista entonces se fijó en una loza fuera de lugar en un piso que en lo demás se mantenía extrañamente intacto, y se acercó para examinarla. El polvo había sido movido. Había huellas de calzado, y justo cuando alargaba la mano para tomar la loza, Schultz oyó una voz a sus espaldas.
"No te muevas".
Kristian levantó la única mano que era capaz de mover, y otra mano experta, pero que no era suya, le quitó su pistola en menos de lo que se cuenta.
"¿Tus hombres?"
"Están afuera".
"Diles que se vayan".
"No te preocupes. No van a entrar, a menos que se les ordene".
"Llaman la atención hacia este lugar. Diles que se vayan".
Schultz lo hizo así, ordenándoles a sus hombres ir a cubrir el edificio por la otra calle.
"Ahora sí -dijo al regresar- ¿me vas a decir qué es lo que está pasando?"
"Dímelo tú -Steinmayer seguía uniformado y bien peinado, con la ametralladora al hombro, y descargaba la pistola de su antiguo alumno para quedarse con su parque-. Qué es lo que sucede que de un día para otro me quitan todo lo poco que poseo, nos sacan a mi familia y a mí de nuestra casa, luego nos sacan de nuestro país para traernos a vivir a este maldito basurero, y finalmente secuestran a mis hijas, las suben a un tren que va a no sé dónde, y lo mismo hacen con todos los demás judíos que aun vivíamos a pesar de todo en Berlín. Dime ¿Qué diablos pasa?"
Schultz callaba, apenado. La herida del hombro, que había mejorado un poco, comenzó a dolerle una vez más con mayor fuerza que antes.
"Y ahora, cuando estoy por fin haciendo algo al respecto, defendiéndome, contestando como se debe a los atropellos de tus camaradas, llegas tú y me dices que Hitler quiere hablar conmigo, y que si no me entrego la vas a pasar muy mal, como si yo no hiciera otra cosa que disfrutar de unas agradables vacaciones".
"En efecto -dijo Schultz- y todo hubiese sido mucho más sencillo si no hubieras empezado a matar alemanes por todas partes. Ahora ni siquiera estoy seguro si mi deber sigue siento conservarte la vida, o acabar de una vez por todas con ella. Por Dios, Julius, ¿en donde aprendiste a hacer todas esas cosas; a disparar así (Schultz se sobó el hombro), a saltar por las ventanas arrojando granadas y todo eso?"
"En la guerra, por supuesto". Contesto Steinmayer. "Yo soy tan alemán como tú, Kristian; lo soy al grado de haber estado dispuesto a defender con la vida a nuestra amada patria. Mis hijas son alemanas también. Mis padres, mis abuelos; todos lo fueron, pero ahora nos persiguen de forma violenta sin que sepamos bien qué es lo que hemos hecho para merecer la muerte. En el año 14 peleaba en las trincheras de Francia. Había lodo en esas trincheras. Llovía todo el día y aquellas zanjas malditas se anegaban sin que nosotros pudiésemos salir de ellas ni un minuto. Era el único en mi familia que se había enlistado de forma voluntaria y, aunque nunca he sido un hombre religioso, en esos momentos pensaba que con ese sufrimiento pagaba el pecado de no hacerle caso a mi padre cuando me dijo que me quedara en casa.
No obstante, el valor de los demás soldados me sacaba de esos tristes razonamientos. Mis amigos, mis hermanos. Tu padre entre ellos. Era un héroe, un jefe arrojado y valeroso, que ponía la nobleza de su sangre por delante y jamás permitió que se nos lanzara a un ataque si no iba él en la primera línea. Si en aquellas trincheras lodosas, en las que tu padre se unía a nosotros al final del día para llorar a los camaradas muertos, alguien me hubiese dicho que llegaría el momento en el que dispararía mi arma contra otro soldado alemán lo hubiera tomado por loco, y lleno de indignación lo hubiese matado de inmediato.
Ahora veme. No solamente he matado a otros soldados, sino que lo he hecho con el mismo odio con el que ellos han asesinado a los de mi raza. Ahora solamente me queda la esperanza de encontrar a mis hijas, de salvarlas, y quizá entonces, si no he muerto en el intento, pensar en hacer las paces con mi patria, que me ha quitado todo lo que soy, y todo lo que poseo. Aquí -y entonces sacó del bolsillo de su chaqueta un pedazo de papel- está lo que necesito para hacer eso, y espero que no te interpongas, porque entonces, aunque eres una de las personas que más estimo, y eres además el hijo de uno de los hombres que más admiro, aun a pesar de ello tendré que matarte".
"¿Que hay en esa hoja?"
"Es el registro del tren en el que se llevaron a mis hijas, y su destino".
La palabra destino despertó en Kristian el recuerdo de su misión. Él también tenía un documento en su bolsillo, y el lodo del que hablaba su maestro se encontraba ahora en sus propias botas.
"Julius", dijo, "Necesito que me digas como termina una de tus canciones".
Steinmayer miró a Kristian con recelo. Había repasado durante todo el día su conversación en la calle Maritzky, y había llegado a la conclusión de que el asunto de su arte, como lo había llamado Schultz, no era otra cosa que un invento para despistarlo.
"¿Canción? ¿Cuál canción?" Dijo. Por primera vez, Steinmayer se veía desconcertado. Kristian se la canturreó tal como la recordaba y la música, fuera de lugar como aparecía en ese momento, llenó el escenario de desastre con su frescura y despreocupación.
"Sí. Recuerdo bien esa canción. La escribí poco después de regresar del frente, y nunca la grabé".
"Así es -dijo Schultz- eso es lo que sabemos. Lo que no sabemos es cómo acaba".
"No entiendo".
"Julius, la estrofa que te canté ahorita es la única que recuerdo, y según un sueño absurdo que tuvo Fraulein Braun, las siguientes estrofas contienen el destino de Alemania".
"Steinmayer sonrió ante lo demencial que sonaba todo aquello, y luego dijo:
"Kristian, lo que cantaste es todo. Esa es la única estrofa. Después de cantarla, siguen cinco minutos de música instrumental para que la gente baile, se repite la misma estrofa y se acaba la canción".
En ese instante se oyó el ruido de un automóvil afuera del café. Kristian se asomó por una de las ventanas y vio a varios transportes llenos de tropa estacionarse justo enfrente de la entrada. De uno de ellos saltó Kratz, quien con cara de pocos amigos caminó hacia la puerta para abrirla a tiros de pistola.
"Julius, ¡ocúltate!" Gritó Schultz. Pero en el café no había nadie más. La cafetera que había sentido tibia unos minutos antes comenzaba a lanzar un vapor apenas perceptible, y en el piso la loza suelta había desaparecido.
(Continuará)
1 comentario:
Feliz dia del blog!!!
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