Se hizo un breve silencio, roto de inmediato por los gritos enardecidos de la tropa que ya se precipitaba por el cubo de la escalera. Sin perder tiempo, Kristian subió algunos peldaños más, y se sorprendió de nuevo al ver al viejo Steinmayer en el alfeizar de una ventana, como si se preparara para saltar. En ese momento se hicieron evidentes los muchos detalles que se le habían escapado en el primer encuentro. Su viejo maestro empuñaba una Luger que sin duda había robado a alguna de sus víctimas, lo mismo que el uniforme, y llevaba además una subametralladora colgada a la espalda. Tenía el rostro tiznado por la explosión, aunque su cabello y su barba se mantenían incongruentemente bien peinados. Salvo por ese detalle, al pianista se le hubiese podido confundir con un guerrero, extrañamente sereno enmedio de una batalla. Apuntaba a Kristian, pues aunque había reconocido su voz por sobre la gritería de los soldados, aun hacía esfuerzos por ver a través de la humareda sin dejar de lanzar miradas impacientes hacia el callejón abajo.
"¿Kristian?" Preguntó, incrédulo; "¿Qué haces aquí? Carajo, ¿te encuentras bien? No pareces estar herido. Bien, me alegro".
E iba a saltar sin decir más, porque ya los pasos de la soldadesca resonaban en el piso de abajo. Schultz estuvo a punto de gritarle que no lo hiciera, pero tuvo una intuición, y en lugar de ello susurró:
"Vengo a ayudarte. No te vayas", y luego, levantando más la voz, ordenó a los soldados:
"¡Alto! ¡Alto y silencio! Que nadie suba o lo perdemos. ¡Esperen mis órdenes!"
Los pasos se detuvieron, si bien solamente para que los soldados pudiesen discutir entre ellos si acaso Schultz tenía autoridad como para ordenarles eso. No era mucho tiempo el que se ganaba, pero algo era.
Steinmayer, mientras tanto, se había preguntado cuál era la razón de que Schultz estuviese ahí. Sabía muy bien la alta posición de la que gozaba, y no tenía sentido, por mucho que se hubiera convertido en un dolor de cabeza para los alemanes a cargo del ghetto, que lo hicieran venir a ese mugrero desde tan lejos -aun suponiendo que su amistad fuera de alguien conocida- nada más para persuadirlo a que se entregase. Víctima de su propia curiosidad, pues, detuvo su escape y bajó el arma, invariablemente cuidándose las espaldas con la pared más cercana.
"De modo", dijo, "que han decidido mandar a un líder de brigada a matar al viejo Steinmayer. La alta oficialidad de las SS debe de estar muy sin quehacer para que algo así suceda".
"Por el contrario, Julius, he venido a sacarte de aquí. Tengo órdenes del mismo Martin Bormann de llevarte a su presencia. Parece que tu arte ha llegado a los oídos del jefe, de una manera muy inusual, si es que puedo decirlo de ese modo".
Steinmayer meditó durante algunos segundos, al principio pareció no entender la razón por la que Hitler lo buscaba, pero luego, atendiendo a materia práctica, preguntó:
"Y ¿cuántos hombres traes contigo para cumplir esa misión? ¿Un pelotón? No sabes, hijo, cómo han estado las cosas por aquí en los últimos días. He tenido que hacer cosas verdaderamente terribles nada más para mantenerme con vida e ir de la casa a la estación de ferrocarril, la nueva que construimos dentro del ghetto, y de ahí... ¡oh, santo Dios! Esa ha sido la parte más difícil. Todavía no estoy ni a medio camino, no he comido casi nada en tres días, y a cada momento que pasa es mucho más difícil moverme por entre las patrullas. En fin, el asunto es que, a menos de que traigas un batallón para resguardarme, no creo poder salir de aquí sobre mis pies, no contigo, por lo menos".
"Escucha, traigo..."
"No importa lo que traigas. Aunque mostraras como una bandera un papel firmado por el mismo Hitler, las cosas que he hecho son tales que durante mi traslado a un soldado se le iría por error un disparo, o encontrarías de repente que me suicidé colgándome en el baño. Lo único que siento es no poder quedarme a contarte todo lo que ha sucedido, que en cierto modo ayudaría a descargar un poco mi conciencia. Tú lo sabes. Sabes muy bien que yo no estaba acostumbrado a estas cosas. Debo irme".
"¡Escucha, Julius, no te vayas aun! Ninguno de los dos estaba acostumbrado a nada de esto, pero lo realmente importante es que no eres el único aquí en problemas. Mi misión es una de esas en las que no se puede reportar un fracaso sin consecuencias graves. Mira, yo tampoco puedo explicarte nada. Ven conmigo, y ya veremos la forma de sacarte de aquí, de llevarte al cuartel general como me han ordenado. Ahí las cosas son distintas, no se ve la barbarie que se dice reina por aquí..."
Steinmayer miró hacia el callejón. Se llevó la mano a la espalda y de ahí extrajo un racimo de tres enormes granadas atadas entre sí. Se volvió luego hacia Schultz y, dedicándole una mirada de dulce complicidad, le dijo:
"¿Qué te parece tomar un café cerca de la muralla norte? No es un lugar a tu altura, pero por lo menos se puede conversar sin prisas. A tus amigos de escaleras abajo diles... diles que me tenías acorralado, pero que me escapé abusando de tu buena fe".
"¿Estás loco? ¡Nadie me va a creer eso!"
"No te preocupes", dijo Steinmayer con calma, "te creerán". Y entonces levantó la Luger, apuntó en un santiamén y con pulso firme le disparó a Kristian, hiriéndolo limpiamente en el hombro. Sin perder un segundo, el pianista cebó una de las granadas y arrojó todo el bulto al callejón, de donde provino el estruendo ensordecedor de una explosión, la que cimbró de nuevo el edificio, que amenazaba con derrumbarse. Cuando el humo se hubo disipado Steinmayer había desaparecido, y Schultz miraba hacia el callejón, presionándose la herida con fuerza, sinceramente encabronado por el dolor del disparo. Sus hombres llegaron de inmediato y se lanzaron de nuevo a la persecución del fugitivo quien para entonces llevaba ventaja suficiente, contando con que conocía el terreno a la perfección y sabía, con toda seguridad, cosas que sus perseguidores ignoraban. Abajo, en la calle, Kratz se ocupó de subir a Kristian en una ambulancia y llevarlo al hospital, cruzando la muralla. Al observar el rostro del teniente, sin embargo, y al escuchar la forma en la que se lamentaba de haber perdido de nuevo el rastro de su prisionero, Schultz se convenció de que Steinmayer tenía razón en cuanto a la imposibilidad de sacarlo a la luz del día, enmedio de una multitud enloquecida de SS que habían jurado vengar la muerte de quién sabe cuántos compañeros. Kratz no era en absoluto como él. No era un miembro de la cada vez más diezmada aristocracia prusiana, ni se encontraba en el ejército en un desesperado intento por demostrar que la nobleza no era, como se decía, completamente inservible. Kratz era un soldado profesional, un agente especializado en administrar el orden y la muerte, en un orden que podía variar, pero cuyos factores eran siempre los mismos. Su carrera no había comenzado en un palacio de Berlín, sino en las calles de Frankfurt; golpeando comunistas en los callejones, asesinando anarquistas en broncas de cervecería y marchando incansablemente al ritmo que el jefe le marcaba. Kristian se preguntaba si acaso Kratz no tendría tantas ganas de matarlo a él como las que tenía de matar a Steinmayer y le apenaba, una vez más, el haber confiado de manera tan ciega en un sistema que lo decepcionaba una y otra vez. Un sistema sobre el que, cada vez era más claro, era imposible tener completo control. Kristian pensó en el Führer. Lo imaginó rodeado de sus ayudantes, de los comandantes de las fuerzas armadas, inclinado sobre sus cartas en las que los millones de hombres bajo su mando no eran sino pequeñas banderitas de colores que él movía de lado a lado en un intento de detener el derrumbe que todos, menos él, consideraban inminente. A Kristian siempre le había llamado la atención que, mientras Hitler expresaba el movimiento de sus hombres por la numeración de sus unidades, tanto en la tierra como en el mar, llamaba a la artillería y a las ametralladoras por su nombre y calibre con una precisión que a todos los presentes sorprendía. Esa era la persona que le había ordenado encontrar a un solo hombre, entre millones, y llevarlo a su presencia. Un hombre perteneciente a una raza odiada por él, que sin embargo -y de ello a Schultz no le quedaba duda- tenía dignidad e integridad de sobra para enfrentar la presencia del jefe supremo.
Kristian se preguntó entonces si sus órdenes serían las mismas si acaso se supiera en el cuartel general lo sucedido en el ghetto. ¿Se admitiría a la presencia de Hitler, o de Eva, a un judío que debía la vida de varios soldados alemanes? Kratz debió de adivinar sus pensamientos, porque le dijo:
"En cuanto se sienta mejor, veré la manera de ponerlo en contacto con el secretario personal del Führer. Debe de liberarlo de inmediato de la responsabilidad terrible de llevar a un hombre así fuera del ghetto. Ellos entenderán. No siempre lo hacen, pero ésta es una situación muy especial".
"Sin duda lo es", dijo Schultz sin pizca de ironía en su voz.
"A propósito", replicó Kratz con duda sincera, "¿de que se trata todo eso? Es la primera vez que alguien de arriba se toma la molestia de preguntar por una de estas pobres ratas".
El líder de brigada Kristian Schultz no encontró ningún motivo para mentir.
"Se trata de una canción", dijo, y ante la mirada de vacía incomprensión de Kratz agregó: "sucede que el Führer tiene curiosidad por saber cómo acaba una canción. Es tan vieja, que al parecer nadie más que Fraulein Braun la recuerda, pero solamente a la mitad. Por alguna razón, eso es muy importante para la seguridad del estado".
Kratz ya no se mostraba sorprendido. "Y luego preguntan el por qué estamos perdiendo esta maldita guerra", dijo.
(Continuará)
"¿Kristian?" Preguntó, incrédulo; "¿Qué haces aquí? Carajo, ¿te encuentras bien? No pareces estar herido. Bien, me alegro".
E iba a saltar sin decir más, porque ya los pasos de la soldadesca resonaban en el piso de abajo. Schultz estuvo a punto de gritarle que no lo hiciera, pero tuvo una intuición, y en lugar de ello susurró:
"Vengo a ayudarte. No te vayas", y luego, levantando más la voz, ordenó a los soldados:
"¡Alto! ¡Alto y silencio! Que nadie suba o lo perdemos. ¡Esperen mis órdenes!"
Los pasos se detuvieron, si bien solamente para que los soldados pudiesen discutir entre ellos si acaso Schultz tenía autoridad como para ordenarles eso. No era mucho tiempo el que se ganaba, pero algo era.
Steinmayer, mientras tanto, se había preguntado cuál era la razón de que Schultz estuviese ahí. Sabía muy bien la alta posición de la que gozaba, y no tenía sentido, por mucho que se hubiera convertido en un dolor de cabeza para los alemanes a cargo del ghetto, que lo hicieran venir a ese mugrero desde tan lejos -aun suponiendo que su amistad fuera de alguien conocida- nada más para persuadirlo a que se entregase. Víctima de su propia curiosidad, pues, detuvo su escape y bajó el arma, invariablemente cuidándose las espaldas con la pared más cercana.
"De modo", dijo, "que han decidido mandar a un líder de brigada a matar al viejo Steinmayer. La alta oficialidad de las SS debe de estar muy sin quehacer para que algo así suceda".
"Por el contrario, Julius, he venido a sacarte de aquí. Tengo órdenes del mismo Martin Bormann de llevarte a su presencia. Parece que tu arte ha llegado a los oídos del jefe, de una manera muy inusual, si es que puedo decirlo de ese modo".
Steinmayer meditó durante algunos segundos, al principio pareció no entender la razón por la que Hitler lo buscaba, pero luego, atendiendo a materia práctica, preguntó:
"Y ¿cuántos hombres traes contigo para cumplir esa misión? ¿Un pelotón? No sabes, hijo, cómo han estado las cosas por aquí en los últimos días. He tenido que hacer cosas verdaderamente terribles nada más para mantenerme con vida e ir de la casa a la estación de ferrocarril, la nueva que construimos dentro del ghetto, y de ahí... ¡oh, santo Dios! Esa ha sido la parte más difícil. Todavía no estoy ni a medio camino, no he comido casi nada en tres días, y a cada momento que pasa es mucho más difícil moverme por entre las patrullas. En fin, el asunto es que, a menos de que traigas un batallón para resguardarme, no creo poder salir de aquí sobre mis pies, no contigo, por lo menos".
"Escucha, traigo..."
"No importa lo que traigas. Aunque mostraras como una bandera un papel firmado por el mismo Hitler, las cosas que he hecho son tales que durante mi traslado a un soldado se le iría por error un disparo, o encontrarías de repente que me suicidé colgándome en el baño. Lo único que siento es no poder quedarme a contarte todo lo que ha sucedido, que en cierto modo ayudaría a descargar un poco mi conciencia. Tú lo sabes. Sabes muy bien que yo no estaba acostumbrado a estas cosas. Debo irme".
"¡Escucha, Julius, no te vayas aun! Ninguno de los dos estaba acostumbrado a nada de esto, pero lo realmente importante es que no eres el único aquí en problemas. Mi misión es una de esas en las que no se puede reportar un fracaso sin consecuencias graves. Mira, yo tampoco puedo explicarte nada. Ven conmigo, y ya veremos la forma de sacarte de aquí, de llevarte al cuartel general como me han ordenado. Ahí las cosas son distintas, no se ve la barbarie que se dice reina por aquí..."
Steinmayer miró hacia el callejón. Se llevó la mano a la espalda y de ahí extrajo un racimo de tres enormes granadas atadas entre sí. Se volvió luego hacia Schultz y, dedicándole una mirada de dulce complicidad, le dijo:
"¿Qué te parece tomar un café cerca de la muralla norte? No es un lugar a tu altura, pero por lo menos se puede conversar sin prisas. A tus amigos de escaleras abajo diles... diles que me tenías acorralado, pero que me escapé abusando de tu buena fe".
"¿Estás loco? ¡Nadie me va a creer eso!"
"No te preocupes", dijo Steinmayer con calma, "te creerán". Y entonces levantó la Luger, apuntó en un santiamén y con pulso firme le disparó a Kristian, hiriéndolo limpiamente en el hombro. Sin perder un segundo, el pianista cebó una de las granadas y arrojó todo el bulto al callejón, de donde provino el estruendo ensordecedor de una explosión, la que cimbró de nuevo el edificio, que amenazaba con derrumbarse. Cuando el humo se hubo disipado Steinmayer había desaparecido, y Schultz miraba hacia el callejón, presionándose la herida con fuerza, sinceramente encabronado por el dolor del disparo. Sus hombres llegaron de inmediato y se lanzaron de nuevo a la persecución del fugitivo quien para entonces llevaba ventaja suficiente, contando con que conocía el terreno a la perfección y sabía, con toda seguridad, cosas que sus perseguidores ignoraban. Abajo, en la calle, Kratz se ocupó de subir a Kristian en una ambulancia y llevarlo al hospital, cruzando la muralla. Al observar el rostro del teniente, sin embargo, y al escuchar la forma en la que se lamentaba de haber perdido de nuevo el rastro de su prisionero, Schultz se convenció de que Steinmayer tenía razón en cuanto a la imposibilidad de sacarlo a la luz del día, enmedio de una multitud enloquecida de SS que habían jurado vengar la muerte de quién sabe cuántos compañeros. Kratz no era en absoluto como él. No era un miembro de la cada vez más diezmada aristocracia prusiana, ni se encontraba en el ejército en un desesperado intento por demostrar que la nobleza no era, como se decía, completamente inservible. Kratz era un soldado profesional, un agente especializado en administrar el orden y la muerte, en un orden que podía variar, pero cuyos factores eran siempre los mismos. Su carrera no había comenzado en un palacio de Berlín, sino en las calles de Frankfurt; golpeando comunistas en los callejones, asesinando anarquistas en broncas de cervecería y marchando incansablemente al ritmo que el jefe le marcaba. Kristian se preguntaba si acaso Kratz no tendría tantas ganas de matarlo a él como las que tenía de matar a Steinmayer y le apenaba, una vez más, el haber confiado de manera tan ciega en un sistema que lo decepcionaba una y otra vez. Un sistema sobre el que, cada vez era más claro, era imposible tener completo control. Kristian pensó en el Führer. Lo imaginó rodeado de sus ayudantes, de los comandantes de las fuerzas armadas, inclinado sobre sus cartas en las que los millones de hombres bajo su mando no eran sino pequeñas banderitas de colores que él movía de lado a lado en un intento de detener el derrumbe que todos, menos él, consideraban inminente. A Kristian siempre le había llamado la atención que, mientras Hitler expresaba el movimiento de sus hombres por la numeración de sus unidades, tanto en la tierra como en el mar, llamaba a la artillería y a las ametralladoras por su nombre y calibre con una precisión que a todos los presentes sorprendía. Esa era la persona que le había ordenado encontrar a un solo hombre, entre millones, y llevarlo a su presencia. Un hombre perteneciente a una raza odiada por él, que sin embargo -y de ello a Schultz no le quedaba duda- tenía dignidad e integridad de sobra para enfrentar la presencia del jefe supremo.
Kristian se preguntó entonces si sus órdenes serían las mismas si acaso se supiera en el cuartel general lo sucedido en el ghetto. ¿Se admitiría a la presencia de Hitler, o de Eva, a un judío que debía la vida de varios soldados alemanes? Kratz debió de adivinar sus pensamientos, porque le dijo:
"En cuanto se sienta mejor, veré la manera de ponerlo en contacto con el secretario personal del Führer. Debe de liberarlo de inmediato de la responsabilidad terrible de llevar a un hombre así fuera del ghetto. Ellos entenderán. No siempre lo hacen, pero ésta es una situación muy especial".
"Sin duda lo es", dijo Schultz sin pizca de ironía en su voz.
"A propósito", replicó Kratz con duda sincera, "¿de que se trata todo eso? Es la primera vez que alguien de arriba se toma la molestia de preguntar por una de estas pobres ratas".
El líder de brigada Kristian Schultz no encontró ningún motivo para mentir.
"Se trata de una canción", dijo, y ante la mirada de vacía incomprensión de Kratz agregó: "sucede que el Führer tiene curiosidad por saber cómo acaba una canción. Es tan vieja, que al parecer nadie más que Fraulein Braun la recuerda, pero solamente a la mitad. Por alguna razón, eso es muy importante para la seguridad del estado".
Kratz ya no se mostraba sorprendido. "Y luego preguntan el por qué estamos perdiendo esta maldita guerra", dijo.
(Continuará)
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