México, D.F. a 2 de diciembre de 1968.
Mi amado Sebastián:
La verdad es que no entiendo la razón por la que te escribo esta carta. Ni siquiera estoy segura de que te vaya a llegar algún día, porque ni siquiera estoy segura de que estés vivo. Posiblemente es una más de las locuras que -según eso- me la he pasado haciendo desde octubre, pero en todo caso es una locura menos grave que matarme de hambre, o arrojarme desde el departamento de Fabiola del Valle. La pobre estaba blanca cuando logró asirme por la espalda. Yo ya tenía medio cuerpo afuera; miraba hacia la calle abajo, y aunque las lágrimas y la desesperación no me dejaban ver nada en realidad, de lo que sí me acuerdo es de la cara blanca de Fabiola. Gracias a ella, o a causa de ella debiera yo decir, es que puedo escribirte. Aunque solamente lo hago porque la prima Lulú, esa a la que tuve que pagarle treinta pesos porque logró sacarte a bailar una vez y con eso perdí una apuesta que hicimos; ella, pues, dice que está segura de que te vio caminando por una calle de Tampico. Iba en un taxi, y en el momento en el que según ella te vio, le ordenó al taxista que se detuviera, pero cuando logró por fin bajarse del coche ya habías desaparecido. Caminó un buen rato, buscándote, pero se dio por vencida después de un par de horas.
Esa misma tarde me llamó por teléfono: “¡está vivo!” me dijo, gritando por el teléfono, aunque al principio no pude entender nada de lo que me decía porque estaba yo bien empastillada. Los médicos me rellenan de pastillas para que ya no pueda llorar, ni reírme tampoco porque en mi estado, según ellos, eso también es muy peligroso. Ni siquiera me pude dar cuenta de que era la prima Lulú la que hablaba sino hasta después de un rato, y entonces la pobre me tuvo que repetir todo de nuevo. Aunque me pareció que entre más hablaba, más deseaba seguirme platicando. Me decía que me alegrara, que todo había sido un error; que esos hombres malvados debieron llevarte con ellos; debieron torturarte, lavarte el cerebro para que no recordaras nada: ni tu nombre, ni mi nombre, ni el nombre de tu calle, o del jardín en el que nos conocimos, ni los nombres de mis primas a las que les jugabas bromas tan pesadas. Para que no recordaras las películas que vimos juntos, o el único sabor de helado que nos gusta a los dos, porque entonces habrás olvidado también que rara vez estamos de acuerdo en algo, y que por eso a veces nos peleamos tan fuerte que nos sacamos sangre del corazón con las cosas tan hirientes que nos decimos. Te hicieron olvidar todo para convertirte en un robot, y que por eso no me has llamado, no me has buscado para hacerme feliz con la noticia de que sigues vivo.
Sebastián. Insisto en que la idea de esta carta es estúpida, pero no he podido dejar de escribir desde que comencé. Por supuesto que no tengo tu dirección, pero dice Lulú que ella me va a prestar el dinero para publicarla en los periódicos de Tampico junto a tu fotografía. Así, si tu no la ves porque probablemente no lees el periódico (sería insólito, porque no pasaba un día sin que lo leyeras de principio a fin) entonces alguien que te conoce lo hará, y te dirá quién eres: Sebastián Zúñiga, estudiante de medicina de la UNAM. Que tienes una novia que te adora, y una madre que te extraña todos los días. La misma que rehusó ir a reconocerte a la morgue porque le dijeron lo mal que te habían dejado los disparos que te dieron en la cara, y que por eso fue tu padrino en su lugar.
Tu padrino dijo que había tardado en reconocerte; así de fuerte te habían dado, amor mío; pero que después de todo no había duda de que eras tú.
El podrá estar seguro, pero yo no. Si te hubiera reconocido tu madre no habría duda en mi corazón de que te has ido para siempre, pero las palabras vacilantes de tu padrino alimentan mi esperanza casi tanto como la llamada de mi primita.
Debo terminar esta carta para mandársela a Lulú. Ella se esconde en Tampico, porque todavía la buscan para matarla como a ti. Aunque, ahora que lo recuerdo, eso fue hace muchos días ya. Antes de que se fueran todos juntos a Tlatelolco; antes de octubre. También Fabiola del Valle fue con ustedes, y nunca regresó, lo mismo que tú, lo mismo que Lulú. Ahora lo recuerdo.
He dejado un rato de escribir. Perdóname. Me he quedado pensando sobre lo que me acaba de pasar, y no he podido evitar llorar mucho antes de decidirme a terminar esta carta inútil. Inútil, ahora lo sé, porque todo lo soñé, todo: la llamada de Lulú, mi intento de suicidio, todo. ¡Dios mío! ¡Tan real se veía todo, tan real se escuchaba todo! Hasta pude oler el perfume de Fabiola del Valle. ¡Pobrecita de ella! Ahora entiendo la razón de su extremada palidez. ¿Estaba soñando realmente? ¿Estarás vivo en Tampico? ¿Por qué allá? No conozco a nadie en Tampico.
Tengo que apurarme y esconder esta carta. Nina debió de escucharme sollozar hace un momento y ya viene junto con la enorme enfermera a darme la pastilla.
Te amo. Te amo. Te amo.
Isaura.
(No se olvida)
La verdad es que no entiendo la razón por la que te escribo esta carta. Ni siquiera estoy segura de que te vaya a llegar algún día, porque ni siquiera estoy segura de que estés vivo. Posiblemente es una más de las locuras que -según eso- me la he pasado haciendo desde octubre, pero en todo caso es una locura menos grave que matarme de hambre, o arrojarme desde el departamento de Fabiola del Valle. La pobre estaba blanca cuando logró asirme por la espalda. Yo ya tenía medio cuerpo afuera; miraba hacia la calle abajo, y aunque las lágrimas y la desesperación no me dejaban ver nada en realidad, de lo que sí me acuerdo es de la cara blanca de Fabiola. Gracias a ella, o a causa de ella debiera yo decir, es que puedo escribirte. Aunque solamente lo hago porque la prima Lulú, esa a la que tuve que pagarle treinta pesos porque logró sacarte a bailar una vez y con eso perdí una apuesta que hicimos; ella, pues, dice que está segura de que te vio caminando por una calle de Tampico. Iba en un taxi, y en el momento en el que según ella te vio, le ordenó al taxista que se detuviera, pero cuando logró por fin bajarse del coche ya habías desaparecido. Caminó un buen rato, buscándote, pero se dio por vencida después de un par de horas.
Esa misma tarde me llamó por teléfono: “¡está vivo!” me dijo, gritando por el teléfono, aunque al principio no pude entender nada de lo que me decía porque estaba yo bien empastillada. Los médicos me rellenan de pastillas para que ya no pueda llorar, ni reírme tampoco porque en mi estado, según ellos, eso también es muy peligroso. Ni siquiera me pude dar cuenta de que era la prima Lulú la que hablaba sino hasta después de un rato, y entonces la pobre me tuvo que repetir todo de nuevo. Aunque me pareció que entre más hablaba, más deseaba seguirme platicando. Me decía que me alegrara, que todo había sido un error; que esos hombres malvados debieron llevarte con ellos; debieron torturarte, lavarte el cerebro para que no recordaras nada: ni tu nombre, ni mi nombre, ni el nombre de tu calle, o del jardín en el que nos conocimos, ni los nombres de mis primas a las que les jugabas bromas tan pesadas. Para que no recordaras las películas que vimos juntos, o el único sabor de helado que nos gusta a los dos, porque entonces habrás olvidado también que rara vez estamos de acuerdo en algo, y que por eso a veces nos peleamos tan fuerte que nos sacamos sangre del corazón con las cosas tan hirientes que nos decimos. Te hicieron olvidar todo para convertirte en un robot, y que por eso no me has llamado, no me has buscado para hacerme feliz con la noticia de que sigues vivo.
Sebastián. Insisto en que la idea de esta carta es estúpida, pero no he podido dejar de escribir desde que comencé. Por supuesto que no tengo tu dirección, pero dice Lulú que ella me va a prestar el dinero para publicarla en los periódicos de Tampico junto a tu fotografía. Así, si tu no la ves porque probablemente no lees el periódico (sería insólito, porque no pasaba un día sin que lo leyeras de principio a fin) entonces alguien que te conoce lo hará, y te dirá quién eres: Sebastián Zúñiga, estudiante de medicina de la UNAM. Que tienes una novia que te adora, y una madre que te extraña todos los días. La misma que rehusó ir a reconocerte a la morgue porque le dijeron lo mal que te habían dejado los disparos que te dieron en la cara, y que por eso fue tu padrino en su lugar.
Tu padrino dijo que había tardado en reconocerte; así de fuerte te habían dado, amor mío; pero que después de todo no había duda de que eras tú.
El podrá estar seguro, pero yo no. Si te hubiera reconocido tu madre no habría duda en mi corazón de que te has ido para siempre, pero las palabras vacilantes de tu padrino alimentan mi esperanza casi tanto como la llamada de mi primita.
Debo terminar esta carta para mandársela a Lulú. Ella se esconde en Tampico, porque todavía la buscan para matarla como a ti. Aunque, ahora que lo recuerdo, eso fue hace muchos días ya. Antes de que se fueran todos juntos a Tlatelolco; antes de octubre. También Fabiola del Valle fue con ustedes, y nunca regresó, lo mismo que tú, lo mismo que Lulú. Ahora lo recuerdo.
He dejado un rato de escribir. Perdóname. Me he quedado pensando sobre lo que me acaba de pasar, y no he podido evitar llorar mucho antes de decidirme a terminar esta carta inútil. Inútil, ahora lo sé, porque todo lo soñé, todo: la llamada de Lulú, mi intento de suicidio, todo. ¡Dios mío! ¡Tan real se veía todo, tan real se escuchaba todo! Hasta pude oler el perfume de Fabiola del Valle. ¡Pobrecita de ella! Ahora entiendo la razón de su extremada palidez. ¿Estaba soñando realmente? ¿Estarás vivo en Tampico? ¿Por qué allá? No conozco a nadie en Tampico.
Tengo que apurarme y esconder esta carta. Nina debió de escucharme sollozar hace un momento y ya viene junto con la enorme enfermera a darme la pastilla.
Te amo. Te amo. Te amo.
Isaura.
(No se olvida)