Lic. Juan Antonio Santoyo
Editor en jefe de
El Gabinete de Doktor Faust
PRESENTE
Estimado Lic. Santoyo:
Mi nombre es Marta Sierra, y le escribo con la esperanza, aunque, esa palabra, "esperanza", ya no signifique lo mismo para mí que para usted; le escribo -le decía- con la esperanza de que la presente le sea de utilidad para el libro que planea escribir. Según entiendo, trata de músicos. Y si no le sirve, pues no importa; de cualquier modo, no creo que la historia esté completa, aunque siendo yo mujer mayor no ha de estar muy lejos su final definitivo, que es mi muerte. Mi nombre es Marta, como lo escribí un poco más arriba, y soy artista. Mejor dicho, soy organista. Aunque lo más adecuado sería decir que toco el órgano melódico, y eso es prácticamente lo único que sé hacer bien.
Bueno. Dije que lo hacía bien, pero eso tampoco debe ser muy cierto por todo lo que me ha sucedido, y si no ajusto cuentas y me porto seria en este momento, no solamente con los demás, sino también conmigo misma, pues, a lo mejor ya después no se va a poder.
Le ruego me disculpe por explicarme tanto. Es que tampoco soy muy buena con la máquina de escribir, y si me pongo a borrar las cosas que sobran, pues no voy a acabar nunca, y esta carta debe de estar lista antes de las siete, cuando cierran el correo, y ya es la hora del almuerzo, y me doy cuenta por como me gruñen las tripas, porque aunque anoche no cené, ni desayune hoy tampoco, siempre me suenan a la hora de cada comida.
Ya me sucedió de nuevo.
Le decía que toco el órgano melódico, y hace exactamente un año tenía un trabajo muy bueno en la secundaria Mártires de la Democracia, una escuela de paga por el rumbo de San Ángel. Imagínese usted, ahora digo que era un muy buen trabajo, y lo era, pero hace un año me parecía despreciable. Me lo habían dado las monjitas dueñas del colegio cuando yo tenía como veinte años y simplemente no sabía qué hacer con mi vida. O sea, huérfana de ambos padres, vivía en internado desde los 14 años, pasé la secundaria y la prepa de panzazo, ayudada casi siempre por las monjitas, que siempre fueron un amor conmigo, y luego traté de estudiar varias cosas, pero aunque también en eso las hermanas hicieron todo lo que pudieron, no me quisieron aceptar en ninguna universidad. Otra opción era hacerme monja yo misma, pero también en eso me quedé a medias, porque si por un lado nunca tomé los hábitos de las religiosas, siempre me vestía como una de ellas, y nunca me casé, aunque no me faltó con quien. Era guapa hace cuarenta años, y si no lo cree, puedo enviarle varias fotos que lo comprueban. Es sólo que aguantar a los hombres es otra de las cosas que simplemente no se me dieron.
Bueno. Las monjitas entonces, cuando vieron que no servía para nada, me pusieron a tocar el órgano melódico con el coro de la escuela, que estaba recién formado, y me pagaban el mismo sueldazo que a los maestros de tiempo completo, aunque yo nunca estudié música. Todo lo que sé, lo aprendí de una de las hermanas... quien tampoco sabía mucho que digamos. Si decidí ser sincera, tengo que admitir eso también. La directora del coro sí tenía estudios musicales, pues había tomado clases de piano un año entero en la Escuela Libre de Música, la de la Condesa, pero nunca se dio aires de grandeza por ello, y gracias a eso nos llevamos de maravilla los cuarenta años que trabajamos juntas. Nunca tuvimos ambiciones como la de hacer que los muchachos cantaran cosas complicadas, o que se presentaran en salas famosas. Nada más eso nos faltaba. Les enseñábamos los temas de moda, los cánticos de la misa, algunas canciones mexicanas; les hacíamos uniformes vistosos y ya. Ese era el secreto de nuestro éxito en las graduaciones, las celebraciones religiosas y las kermesses. Yo no lo sabía, pero tenía lo necesario para ser feliz de acuerdo con las ideas de la mayoría. Durante cuarenta años tuve dinero de sobra, el cariño de los estudiantes y mucho tiempo libre que ocupaba en pasear y entretenerme en el cine, mi único vicio, por así decirlo; pero el caso es que nunca estuve satisfecha. Puede usted pensar lo que quiera, pero para mí lo que pasó es que nunca pude superar el hecho de no haber podido hacer carrera, destacar, ser alguien. Aunque tampoco era algo que me quitara el sueño, ¿sabe? Se trataba de una emoción que llegaba y se iba, sobre todo cuando comencé a tener más y más exalumnos que regresaban a contarme de sus logros; de sus carreras, de sus empleos, de sus familias y todo eso. En fin. Hasta ahí, todo bien.
Con el tiempo, sin embargo, muchas cosas comenzaron a cambiar. Las religiosas a cargo de la administración de la escuela comenzaron a morir, y eran reemplazadas por hermanas más jóvenes, las que de acuerdo con los tiempos nuevos habían sido educadas en escuelas americanas. Las ideas que allá les enseñaban tenían que ver más con la eficiencia que con la educación, como si formar alumnos fuera lo mismo que hornear bolillos, siendo lo mejor hornear la mayor cantidad de bolillos usando cada vez menos dinero. Las nuevas administradoras comenzaron a preguntarse por qué ganaba tanto, si nada más trabajaba unas cuantas horas a la semana, sin mucha educación formal que me respaldara; y el problema era que cada vez quedaban menos hermanas de respeto que les explicaran. Empezaron a ver el coro con malos ojos, a cuestionar su utilidad en la preparación de los jóvenes y a pedir explicaciones cada vez que pedíamos material para trabajar. Era una pena, porque sin haber nunca estudiado, empecé a tener más cultura que las hermanas que regresaban del otro lado, muy ufanas con maestrías y doctorados bajo el brazo.
Finalmente, hace dos años sucedió lo que tanto temía, y fue que la directora del coro, que sin ser mucho mayor me llevaba algunos añitos, se enfermó, y murió.
Me dije que era el final de mi trabajo, y que era el final del coro también, pero solamente en lo primero tenía razón.
Y es que los coros se habían hecho tan populares en Estados Unidos, que varias de las hermanas que recién regresaban a ocupar puestos en la administración de los colegios -pues ahora habíamos crecido, y la congregación operaba siete escuelas- habían cantado en uno, o varios, durante sus estudios. El caso es que, por moda, por copiar todo lo que viene de allá, o por lo que usted quiera, la administración ordenó que el coro siguiera su marcha, pero ahora bajo la dirección de un director con titulo universitario en música, que podía tocar el piano con una mano mejor que lo que yo puedo hacerlo con las dos.
Y aquí es en donde comienza realmente la historia que deseo contarle.
El primer día en que el nuevo director me escuchó tocar, fue también el último. De inmediato suspendió el ensayo y fue a la dirección. Ahí se estuvo encerrado casi una hora con la directora general, madre Angélica, la única hermana que quedaba en la congregación para quien yo era una persona especial; y salió aun más enfadado que como había entrado. Me dijo que no iba a seguir tocando con el coro, y me pidió que siguiera trabajando como encargada de las partituras, un trabajo reservado hasta entonces a los alumnos que necesitaban puntos extra en sus calificaciones.
Al otro día estaba en la oficina de madre Angélica con mi renuncia en la mano. Estaba decidida a mostrarle a todos y, sobre todo a mí misma, que era capaz de salir adelante sin que nadie me estuviera protegiendo, sin causar lástima, y sin que nadie preguntara la razón por la cual yo había conseguido mi trabajo. Sabía muy bien que eso no iba a ser posible en México. Triunfar aquí ya no impresiona a nadie; así que tomé la determinación de irme a Estados Unidos y fundar allá mi propia academia de órgano melódico. Una prima mía que vive en Los Ángeles sería mi punto de apoyo para desarrollar mi proyecto.
Madre Angélica estuvo hablando conmigo por espacio de varias horas, y hasta hizo que la acompañara a comer fuera, en un lujoso restaurante de cuyo nombre ya no me acuerdo. Trató por todos los medios de hacerme cambiar de opinión en lo de abandonar el trabajo pero, cuando vio la fortaleza de mi decisión, se empeñó entonces en convencerme de que irme al otro lado a fundar una academia de órgano melódico era una muy mala idea. Me dijo que academias de música había allá, y muy buenas, y que primero iba a tener que solucionar lo de mi residencia antes de poder empezar a hacer negocios, y así, muchos peros y objeciones que me dejaron mareada; convencida de que hasta madre Angélica era presa de ese terrible hábito mexicano de impedir el progreso de los demás.
Poco después recibí mi liquidación. Madre Angélica me dejó muy claro que, una vez cobrando mi cheque, no iba poder darme mi trabajo de nuevo, aunque lo deseara. Era mucho dinero, el de la liquidación; jamás había visto tanto dinero junto, y pensé que si lo administraba bien, me alcanzaría para vivir cómodamente el resto de mis días.
Así era. No obstante, en ese momento no me interesaba vivir cuidando el dinero, sino demostrarles a todos que no era lo que ellos imaginaban. Que era capaz de crecer yo también, de lograr crear un gran negocio y realizarme como un ser humano. Estaba llena de esperanzas y planes para el futuro y, créame, de haber sido vendedora, o si tuviera la idea para fabricar algo los hubiese logrado; pero era organista; y no muy buena.
Una parte de mi dinero, tanto el de la liquidación como el que tenía ahorrado, lo perdí al salir del país. Resulta que mi prima me recomendó a un señor, que dizque me iba a ayudar a convertirlo en dólares y a pasarlo, pero cuando me lo entregó en Los Ángeles faltaban como cuatro mil dólares, que según él se fueron en tipo de cambio y en sobornos. Lo peor es que todavía tuve que darle al sujeto otros mil dólares de "gastos".
De inmediato me puse a trabajar en la academia, y lo primero que hice fue comprar una vieja casa que estaba en las afueras de la ciudad. Ahí el problema fue que la tuve que poner a nombre del esposo de mi prima, la única persona conocida que tenía papeles. Luego la acondicioné con salones de clase, dos órganos y un piano, con lo que gasté la mayor parte del dinero. Deseaba guardar un poco para los permisos y el resto de los documentos necesarios para empezar.
Pero ahí los problemas fueron mayores.
Si quería dar clase, primero tenía que sindicalizarme, luego, hacer fila un año para sacar el permiso de operación, para lo que tuve que hacer un examen y comprobar que podía enseñar; pero obviamente no lo pasé. Como las cosas se estaban haciendo viejas en la escuela sin que nadie las usara, decidí que comenzaría los cursos sin los permisos, como lo haría cualquiera en México, pero solamente llegaron dos alumnos latinos, y nunca me pagaron. Dos meses después me cerraron la escuela y me deportaron casi sin dinero.
De regreso en México fui a la escuela en la que daba clase, porque era el único lugar en el que me conocían, pero la madre Angélica había muerto, y nadie me dio trabajo ni de barrendera. Le escribí al esposo de mi prima pidiéndole que vendiera la casa y me mandara el dinero, porque no tenía en donde vivir, y me estaba muriendo de hambre, y lo hizo, pero después me escribió de vuelta para decirme que había tenido una urgencia y lo había tomado prestado. A sabiendas, creo, de que no puedo regresar a los Estados Unidos.
He ahí la historia.
Como puede ver, hay veces en las que la vida nos lleva a callejones sin salida. Podrá decirme que debería de haberme retirado tranquilamente, sin necesidad de arrojar al viento los ahorros de toda la vida, pero la verdad es que eso lo hacen las personas que han cumplido con su misión, y yo no siendo haber llegado a ese punto. Sobre todo porque aun no sé cuál es esa misión. Creo que todos nacemos por una razón particular, y me resisto a creer que nací simplemente para tocar el órgano melódico en un coro escolar. Desgraciadamente, eso se me ocurrió hace relativamente poco tiempo, cuando toda oportunidad estaba ya perdida de antemano.
Aunque no lo quiera creer, tengo esperanza todavía. Quiero decir, esperanza de encontrar el significado de mi existencia. Probablemente, si hubiese conservado el dinero de mi liquidación, y si no me encontrara en esta desesperada situación, esa esperanza no significaría nada. Ahora, sin embargo, me siento obligada a mantenerme en movimiento, o morir. Esas son ahora las alternativas, y aunque ya voy para los setenta años, todavía no deseo morir. En todo caso, me propongo mantenerlo informado de como resuelvo este nuevo problema. Eso, exactamente. Problemas era lo me hacía falta para comenzar a vivir. ¿Se da cuenta? Es la primera vez en mi vida que nadie resuelve mis problemas.
Sinceramente espero que esta carta le sirva para sus trabajos. Me encantaría verme retratada en una de sus populares historias sobre músicos desafortunados.
Con afecto su amiga
Marta Sierra.
Editor en jefe de
El Gabinete de Doktor Faust
PRESENTE
Estimado Lic. Santoyo:
Mi nombre es Marta Sierra, y le escribo con la esperanza, aunque, esa palabra, "esperanza", ya no signifique lo mismo para mí que para usted; le escribo -le decía- con la esperanza de que la presente le sea de utilidad para el libro que planea escribir. Según entiendo, trata de músicos. Y si no le sirve, pues no importa; de cualquier modo, no creo que la historia esté completa, aunque siendo yo mujer mayor no ha de estar muy lejos su final definitivo, que es mi muerte. Mi nombre es Marta, como lo escribí un poco más arriba, y soy artista. Mejor dicho, soy organista. Aunque lo más adecuado sería decir que toco el órgano melódico, y eso es prácticamente lo único que sé hacer bien.
Bueno. Dije que lo hacía bien, pero eso tampoco debe ser muy cierto por todo lo que me ha sucedido, y si no ajusto cuentas y me porto seria en este momento, no solamente con los demás, sino también conmigo misma, pues, a lo mejor ya después no se va a poder.
Le ruego me disculpe por explicarme tanto. Es que tampoco soy muy buena con la máquina de escribir, y si me pongo a borrar las cosas que sobran, pues no voy a acabar nunca, y esta carta debe de estar lista antes de las siete, cuando cierran el correo, y ya es la hora del almuerzo, y me doy cuenta por como me gruñen las tripas, porque aunque anoche no cené, ni desayune hoy tampoco, siempre me suenan a la hora de cada comida.
Ya me sucedió de nuevo.
Le decía que toco el órgano melódico, y hace exactamente un año tenía un trabajo muy bueno en la secundaria Mártires de la Democracia, una escuela de paga por el rumbo de San Ángel. Imagínese usted, ahora digo que era un muy buen trabajo, y lo era, pero hace un año me parecía despreciable. Me lo habían dado las monjitas dueñas del colegio cuando yo tenía como veinte años y simplemente no sabía qué hacer con mi vida. O sea, huérfana de ambos padres, vivía en internado desde los 14 años, pasé la secundaria y la prepa de panzazo, ayudada casi siempre por las monjitas, que siempre fueron un amor conmigo, y luego traté de estudiar varias cosas, pero aunque también en eso las hermanas hicieron todo lo que pudieron, no me quisieron aceptar en ninguna universidad. Otra opción era hacerme monja yo misma, pero también en eso me quedé a medias, porque si por un lado nunca tomé los hábitos de las religiosas, siempre me vestía como una de ellas, y nunca me casé, aunque no me faltó con quien. Era guapa hace cuarenta años, y si no lo cree, puedo enviarle varias fotos que lo comprueban. Es sólo que aguantar a los hombres es otra de las cosas que simplemente no se me dieron.
Bueno. Las monjitas entonces, cuando vieron que no servía para nada, me pusieron a tocar el órgano melódico con el coro de la escuela, que estaba recién formado, y me pagaban el mismo sueldazo que a los maestros de tiempo completo, aunque yo nunca estudié música. Todo lo que sé, lo aprendí de una de las hermanas... quien tampoco sabía mucho que digamos. Si decidí ser sincera, tengo que admitir eso también. La directora del coro sí tenía estudios musicales, pues había tomado clases de piano un año entero en la Escuela Libre de Música, la de la Condesa, pero nunca se dio aires de grandeza por ello, y gracias a eso nos llevamos de maravilla los cuarenta años que trabajamos juntas. Nunca tuvimos ambiciones como la de hacer que los muchachos cantaran cosas complicadas, o que se presentaran en salas famosas. Nada más eso nos faltaba. Les enseñábamos los temas de moda, los cánticos de la misa, algunas canciones mexicanas; les hacíamos uniformes vistosos y ya. Ese era el secreto de nuestro éxito en las graduaciones, las celebraciones religiosas y las kermesses. Yo no lo sabía, pero tenía lo necesario para ser feliz de acuerdo con las ideas de la mayoría. Durante cuarenta años tuve dinero de sobra, el cariño de los estudiantes y mucho tiempo libre que ocupaba en pasear y entretenerme en el cine, mi único vicio, por así decirlo; pero el caso es que nunca estuve satisfecha. Puede usted pensar lo que quiera, pero para mí lo que pasó es que nunca pude superar el hecho de no haber podido hacer carrera, destacar, ser alguien. Aunque tampoco era algo que me quitara el sueño, ¿sabe? Se trataba de una emoción que llegaba y se iba, sobre todo cuando comencé a tener más y más exalumnos que regresaban a contarme de sus logros; de sus carreras, de sus empleos, de sus familias y todo eso. En fin. Hasta ahí, todo bien.
Con el tiempo, sin embargo, muchas cosas comenzaron a cambiar. Las religiosas a cargo de la administración de la escuela comenzaron a morir, y eran reemplazadas por hermanas más jóvenes, las que de acuerdo con los tiempos nuevos habían sido educadas en escuelas americanas. Las ideas que allá les enseñaban tenían que ver más con la eficiencia que con la educación, como si formar alumnos fuera lo mismo que hornear bolillos, siendo lo mejor hornear la mayor cantidad de bolillos usando cada vez menos dinero. Las nuevas administradoras comenzaron a preguntarse por qué ganaba tanto, si nada más trabajaba unas cuantas horas a la semana, sin mucha educación formal que me respaldara; y el problema era que cada vez quedaban menos hermanas de respeto que les explicaran. Empezaron a ver el coro con malos ojos, a cuestionar su utilidad en la preparación de los jóvenes y a pedir explicaciones cada vez que pedíamos material para trabajar. Era una pena, porque sin haber nunca estudiado, empecé a tener más cultura que las hermanas que regresaban del otro lado, muy ufanas con maestrías y doctorados bajo el brazo.
Finalmente, hace dos años sucedió lo que tanto temía, y fue que la directora del coro, que sin ser mucho mayor me llevaba algunos añitos, se enfermó, y murió.
Me dije que era el final de mi trabajo, y que era el final del coro también, pero solamente en lo primero tenía razón.
Y es que los coros se habían hecho tan populares en Estados Unidos, que varias de las hermanas que recién regresaban a ocupar puestos en la administración de los colegios -pues ahora habíamos crecido, y la congregación operaba siete escuelas- habían cantado en uno, o varios, durante sus estudios. El caso es que, por moda, por copiar todo lo que viene de allá, o por lo que usted quiera, la administración ordenó que el coro siguiera su marcha, pero ahora bajo la dirección de un director con titulo universitario en música, que podía tocar el piano con una mano mejor que lo que yo puedo hacerlo con las dos.
Y aquí es en donde comienza realmente la historia que deseo contarle.
El primer día en que el nuevo director me escuchó tocar, fue también el último. De inmediato suspendió el ensayo y fue a la dirección. Ahí se estuvo encerrado casi una hora con la directora general, madre Angélica, la única hermana que quedaba en la congregación para quien yo era una persona especial; y salió aun más enfadado que como había entrado. Me dijo que no iba a seguir tocando con el coro, y me pidió que siguiera trabajando como encargada de las partituras, un trabajo reservado hasta entonces a los alumnos que necesitaban puntos extra en sus calificaciones.
Al otro día estaba en la oficina de madre Angélica con mi renuncia en la mano. Estaba decidida a mostrarle a todos y, sobre todo a mí misma, que era capaz de salir adelante sin que nadie me estuviera protegiendo, sin causar lástima, y sin que nadie preguntara la razón por la cual yo había conseguido mi trabajo. Sabía muy bien que eso no iba a ser posible en México. Triunfar aquí ya no impresiona a nadie; así que tomé la determinación de irme a Estados Unidos y fundar allá mi propia academia de órgano melódico. Una prima mía que vive en Los Ángeles sería mi punto de apoyo para desarrollar mi proyecto.
Madre Angélica estuvo hablando conmigo por espacio de varias horas, y hasta hizo que la acompañara a comer fuera, en un lujoso restaurante de cuyo nombre ya no me acuerdo. Trató por todos los medios de hacerme cambiar de opinión en lo de abandonar el trabajo pero, cuando vio la fortaleza de mi decisión, se empeñó entonces en convencerme de que irme al otro lado a fundar una academia de órgano melódico era una muy mala idea. Me dijo que academias de música había allá, y muy buenas, y que primero iba a tener que solucionar lo de mi residencia antes de poder empezar a hacer negocios, y así, muchos peros y objeciones que me dejaron mareada; convencida de que hasta madre Angélica era presa de ese terrible hábito mexicano de impedir el progreso de los demás.
Poco después recibí mi liquidación. Madre Angélica me dejó muy claro que, una vez cobrando mi cheque, no iba poder darme mi trabajo de nuevo, aunque lo deseara. Era mucho dinero, el de la liquidación; jamás había visto tanto dinero junto, y pensé que si lo administraba bien, me alcanzaría para vivir cómodamente el resto de mis días.
Así era. No obstante, en ese momento no me interesaba vivir cuidando el dinero, sino demostrarles a todos que no era lo que ellos imaginaban. Que era capaz de crecer yo también, de lograr crear un gran negocio y realizarme como un ser humano. Estaba llena de esperanzas y planes para el futuro y, créame, de haber sido vendedora, o si tuviera la idea para fabricar algo los hubiese logrado; pero era organista; y no muy buena.
Una parte de mi dinero, tanto el de la liquidación como el que tenía ahorrado, lo perdí al salir del país. Resulta que mi prima me recomendó a un señor, que dizque me iba a ayudar a convertirlo en dólares y a pasarlo, pero cuando me lo entregó en Los Ángeles faltaban como cuatro mil dólares, que según él se fueron en tipo de cambio y en sobornos. Lo peor es que todavía tuve que darle al sujeto otros mil dólares de "gastos".
De inmediato me puse a trabajar en la academia, y lo primero que hice fue comprar una vieja casa que estaba en las afueras de la ciudad. Ahí el problema fue que la tuve que poner a nombre del esposo de mi prima, la única persona conocida que tenía papeles. Luego la acondicioné con salones de clase, dos órganos y un piano, con lo que gasté la mayor parte del dinero. Deseaba guardar un poco para los permisos y el resto de los documentos necesarios para empezar.
Pero ahí los problemas fueron mayores.
Si quería dar clase, primero tenía que sindicalizarme, luego, hacer fila un año para sacar el permiso de operación, para lo que tuve que hacer un examen y comprobar que podía enseñar; pero obviamente no lo pasé. Como las cosas se estaban haciendo viejas en la escuela sin que nadie las usara, decidí que comenzaría los cursos sin los permisos, como lo haría cualquiera en México, pero solamente llegaron dos alumnos latinos, y nunca me pagaron. Dos meses después me cerraron la escuela y me deportaron casi sin dinero.
De regreso en México fui a la escuela en la que daba clase, porque era el único lugar en el que me conocían, pero la madre Angélica había muerto, y nadie me dio trabajo ni de barrendera. Le escribí al esposo de mi prima pidiéndole que vendiera la casa y me mandara el dinero, porque no tenía en donde vivir, y me estaba muriendo de hambre, y lo hizo, pero después me escribió de vuelta para decirme que había tenido una urgencia y lo había tomado prestado. A sabiendas, creo, de que no puedo regresar a los Estados Unidos.
He ahí la historia.
Como puede ver, hay veces en las que la vida nos lleva a callejones sin salida. Podrá decirme que debería de haberme retirado tranquilamente, sin necesidad de arrojar al viento los ahorros de toda la vida, pero la verdad es que eso lo hacen las personas que han cumplido con su misión, y yo no siendo haber llegado a ese punto. Sobre todo porque aun no sé cuál es esa misión. Creo que todos nacemos por una razón particular, y me resisto a creer que nací simplemente para tocar el órgano melódico en un coro escolar. Desgraciadamente, eso se me ocurrió hace relativamente poco tiempo, cuando toda oportunidad estaba ya perdida de antemano.
Aunque no lo quiera creer, tengo esperanza todavía. Quiero decir, esperanza de encontrar el significado de mi existencia. Probablemente, si hubiese conservado el dinero de mi liquidación, y si no me encontrara en esta desesperada situación, esa esperanza no significaría nada. Ahora, sin embargo, me siento obligada a mantenerme en movimiento, o morir. Esas son ahora las alternativas, y aunque ya voy para los setenta años, todavía no deseo morir. En todo caso, me propongo mantenerlo informado de como resuelvo este nuevo problema. Eso, exactamente. Problemas era lo me hacía falta para comenzar a vivir. ¿Se da cuenta? Es la primera vez en mi vida que nadie resuelve mis problemas.
Sinceramente espero que esta carta le sirva para sus trabajos. Me encantaría verme retratada en una de sus populares historias sobre músicos desafortunados.
Con afecto su amiga
Marta Sierra.
1 comentario:
En este el anacronismo está perfecto. Me gustó sin peros. Llego a Morelia el 22. Me reporto al llegar.
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