Mi querida Marta:
Fue para mí un señalado privilegio el haber recibido su sincera y sentida carta, y leí con una extraña mezcla de curiosidad y espanto las peripecias ahí narradas. Con ello compruebo lo muchas veces dicho, en cuanto a que la realidad tiende a ser mucho más espantosa e increíble que la ficción. Quien mejor lo supo decir fue José Revueltas, no solamente como una frase soltada ingeniosamente durante alguna entrevista, sino con el contenido de sus tremendas novelas, todas ellas nacidas directamente de observación inmisericorde de las debilidades -como la gente insiste en llamarles- del ser humano.
Asimismo, su carta y mi disposición para darle pública contestación me salvan del predicamento de no tener una pieza para la entrega de hoy de El gabinete de Doktor Faust. Por medio de la presente me disculpo por ello. No obstante me tranquiliza pensar que para tal falla cuento con una excusa de no poco peso, de la cual quisiera hablarle, si bien brevemente.
Posiblemente deba mencionar aquí que siempre -quiero decir, desde que sentí el impulso de escribir, más o menos cuando contaba con once años- he considerado la composición de relatos cortos como el más grande de mis desafíos. En otras palabras, confieso que escribir relatos cortos me cuesta mucho trabajo y me desgasta enormemente. Mis primeros trabajos en ese sentido -"Un amor correspondido" y "Número equivocado", por dar un par de ejemplos- tuve que revisarlos y reescribirlos por espacio de varios años sin que acabaran por gustarme del todo. En el arte, la brevedad y la sencillez constituyen ideales elevados. Así, creo que mi determinación de publicar un relato corto cada semana, como medio para castigar mi principal defecto, se volvió contra mí en esta ocasión, en la forma de dudas paralizantes y miedos inexplicables.
Pero eso no es todo. La pasada semana me embarqué también en otro proyecto de aquellos en los que solía sentirme más cómodo, esto es, enormes borradores que ocasionalmente consigo convertir en novelas; novelas de las que me enorgullezco un mes, y luego desecho para siempre. En esto tampoco soy muy bueno, dado que la última vez tuve que escribir unas 60,000 palabras antes de darme cuenta de que la obra no iba hacia ninguna parte.
Bien por mí.
El fin. El caso es que, aun ese asunto de comenzar a escribir un borrador de gran tamaño sin la molesta preocupación de la brevedad, me resultó ahora tan complicado como la faena de escribir un relato corto. Imagínese usted mi turbación y enojo al escribir 10 páginas para luego arrojarlas al cesto de la basura de inmediato; escribir otras diez y hacer lo mismo; así, una y otra vez, sin encontrar la solución sino hasta bien entrada la madrugada. Es cierto. Me parece haber superado los principales obstáculos, pero aun así, el episodio me dejó en un estado de profundo abatimiento que me impidió trabajar.
Esa es la segunda excusa; pero hay otra cosa.
El miércoles pasado, en la madrugada, Litzia -mi esposa- salió para tirar la basura al contenedor del patio, y encontró justo frente a la puerta a un cachorrito. Se trataba de uno de los hijos que una perrita callejera, demacrada y devorada por las pulgas, fue a tener bajo el cobijo de una carcacha arrumbada, propiedad del vecino de enfrente. Según eso, el cachorrito tenía un mes y medio de haber nacido, y mis hijos habían mostrado el interés propio de los niños por los animalitos recién nacidos cuando fuimos a ver la camada la semana anterior. Desde entonces habíamos alimentado a la perra en algunas ocasiones, y probablemente haya sido ella misma la que nos llevo a su hijo hasta nuestra puerta, aunque éste nos pareciera muy pesado, y aquella muy flaca y desmejorada.
Ahora bien, yo siempre he tratado de moderar mi apego por lo animales. Me considero una persona cuyas aptitudes para prodigar amor se encuentran seriamente atrofiadas, y por lo tanto reservo el poco que soy capaz de dar para los seres humanos. Aun así, la mirada sincera y la apariencia de peregrino en desgracia del cachorrito me hicieron sentir el fuerte deseo de protegerlo; no obstante, traté de mantenerme fiel a mis principios y le dije a Litzia que lo llevara de regreso al coche arrumbado.
El caso es que en el coche ya no había más perritos. Se encontraba desierto, y entendí entonces el ya continuo vagabundear de su madre por la cuadra. Dije entonces que no tenía corazón para dejarlo en la calle, y decidimos adoptarlo. Los niños, felices, lo llamaron Fido, y el mismo miércoles en la tarde lo llevaron a la clínica veterinaria para que lo revisaran.
La doctora, sin embargo, tomó varias decisiones extrañas, o por lo menos así me lo parecieron; porque le puso un collar antipulgas para gato, que para empezar le quedaba grande, lo vacunó, y luego lo desparasitó con la misma sustancia con la que desparasitó a Simson, nuestro maltés de 15 años de edad.
A partir de ese momento y en cuestión de horas Fido, que al llegar amenazaba con destruir mis pantunflas a mordiscos y sostuvo un memorable combate a meadazos con Simson por el control de la casa, ese cachorrito saludable, se deprimió sin remedio y, para la tarde del jueves, tenía paralizado todo menos la cola. Babeaba mucho, hasta por la nariz, y por supuesto era incapaz de alimentarse. Alarmado, lo llevé en la bicicleta con la doctora, quien culpó al collar que ella misma le había puesto, y se lo quitó. Le inyectó un antihistamínico para que dejara de babear, y me dijo que se lo llevara en la noche.
Pero al atardecer Fido sufrió de hipotermia, respiraba con dificultad y perdió el sentido. De regreso en el consultorio, la doctora le puso una sonda con suero en la pata y lo mandó con el tinglado de tubos a la casa, en donde murió mientras Litzia y lo sosteníamos en nuestros brazos para calentarlo, al ver que los globos de agua caliente, el foco rojo y las cobijas eran inútiles. Sus respiraciones cada vez más espaciadas y débiles me recordaron otra madrugada solitaria en la que ayudé a morir a una vecina mía de Churubusco, en Ciudad de México, quien seguía esforzándose desesperadamente por tomar aire hasta un buen rato después de haber muerto. Como en aquella vez, pensé que va a llegar el momento en el que voy a desear vivir con todas mis fuerzas, pero no voy a poder lograrlo.
Extrañamente, me quedé con el pequeño cadáver en los brazos un buen rato, pensando sobre todo en lo que sentiría Santiago, mi hijo, al enterarse de la noticia. ¿Ha tenido usted, señorita Sierra, alguna mascota? Al adoptar una, se contrae un sentido de responsabilidad, que confiere madurez aun a muy corta edad. Eso fue lo que ocurrió con Santiago. Él fue quien dio nombre a Fido, y de inmediato se responsabilizó de él con inusual atención y cuidado. Lo acompañó a casi todas sus visitas al consultorio y se mantuvo atento a la salud del cachorro hasta que el sueño lo venció.
En silencio, agradecí a Fido la revelación. El comprender que mi pequeño hijo estaba listo para hacerse cargo de otra vida aparte de la suya, un paso que considero necesario en el camino que lo llevará a ser un hombre de provecho y un buen padre, si ese es su destino, me conmovió profundamente.
Al mismo tiempo, empero, me di cuenta del enorme costo que esa lección había tenido para Fido, pues había pagado con la vida su llegada a nuestro hogar. La tristeza me hizo pensar que, si su mamá lo hubiese arrojado al río Pasto, que corre a unos metros de la casa, hubiese tenido más oportunidades de vivir que con todos nuestros cuidados. Irónicamente, a nosotros su muerte nos costó mucho dinero y un día de atenciones. ¿Quién puede confiar entonces en el propio buen juicio?
Aunque me cuesta trabajo confesarlo, a partir de la muerte de Fido no he podido pensar en otra cosa que no sean esas aparentes contradicciones. Al otro día, por la mañana, Santiago salió de su recámara y lo primero que hizo fue buscar a su mascota. Nosotros estábamos en la sala, y lo vimos, consternados, mientras buscaba por todas partes la cajita en donde lo habíamos puesto para que conservara mejor el calor de su cuerpo. Finalmente, hizo acopio de valor y preguntó en dónde estaba. Su mamá lo miró, y no fue necesario decir nada. "¿Murió, verdad?" Dijo Santiago, y luego comenzó a llorar amargamente, y todavía, según sé, llora de repente al recordar la breve amistad que lo unió a ese perrito, y que tanto me reveló acerca de la capacidad de mi hijo, y su buena disposición para preocuparse de alguien más, aparte de sí mismo. Valioso legado, si hay uno. Premiado modestamente con el homenaje de sus lágrimas y esta breve carta, que espero no le haya incomodado.
Le deseo lo mejor, y espero noticias suyas, confiado en que serán siempre mejores y más satisfactorias.
Su Atento servidor.
Antonio Santoyo.
Fue para mí un señalado privilegio el haber recibido su sincera y sentida carta, y leí con una extraña mezcla de curiosidad y espanto las peripecias ahí narradas. Con ello compruebo lo muchas veces dicho, en cuanto a que la realidad tiende a ser mucho más espantosa e increíble que la ficción. Quien mejor lo supo decir fue José Revueltas, no solamente como una frase soltada ingeniosamente durante alguna entrevista, sino con el contenido de sus tremendas novelas, todas ellas nacidas directamente de observación inmisericorde de las debilidades -como la gente insiste en llamarles- del ser humano.
Asimismo, su carta y mi disposición para darle pública contestación me salvan del predicamento de no tener una pieza para la entrega de hoy de El gabinete de Doktor Faust. Por medio de la presente me disculpo por ello. No obstante me tranquiliza pensar que para tal falla cuento con una excusa de no poco peso, de la cual quisiera hablarle, si bien brevemente.
Posiblemente deba mencionar aquí que siempre -quiero decir, desde que sentí el impulso de escribir, más o menos cuando contaba con once años- he considerado la composición de relatos cortos como el más grande de mis desafíos. En otras palabras, confieso que escribir relatos cortos me cuesta mucho trabajo y me desgasta enormemente. Mis primeros trabajos en ese sentido -"Un amor correspondido" y "Número equivocado", por dar un par de ejemplos- tuve que revisarlos y reescribirlos por espacio de varios años sin que acabaran por gustarme del todo. En el arte, la brevedad y la sencillez constituyen ideales elevados. Así, creo que mi determinación de publicar un relato corto cada semana, como medio para castigar mi principal defecto, se volvió contra mí en esta ocasión, en la forma de dudas paralizantes y miedos inexplicables.
Pero eso no es todo. La pasada semana me embarqué también en otro proyecto de aquellos en los que solía sentirme más cómodo, esto es, enormes borradores que ocasionalmente consigo convertir en novelas; novelas de las que me enorgullezco un mes, y luego desecho para siempre. En esto tampoco soy muy bueno, dado que la última vez tuve que escribir unas 60,000 palabras antes de darme cuenta de que la obra no iba hacia ninguna parte.
Bien por mí.
El fin. El caso es que, aun ese asunto de comenzar a escribir un borrador de gran tamaño sin la molesta preocupación de la brevedad, me resultó ahora tan complicado como la faena de escribir un relato corto. Imagínese usted mi turbación y enojo al escribir 10 páginas para luego arrojarlas al cesto de la basura de inmediato; escribir otras diez y hacer lo mismo; así, una y otra vez, sin encontrar la solución sino hasta bien entrada la madrugada. Es cierto. Me parece haber superado los principales obstáculos, pero aun así, el episodio me dejó en un estado de profundo abatimiento que me impidió trabajar.
Esa es la segunda excusa; pero hay otra cosa.
El miércoles pasado, en la madrugada, Litzia -mi esposa- salió para tirar la basura al contenedor del patio, y encontró justo frente a la puerta a un cachorrito. Se trataba de uno de los hijos que una perrita callejera, demacrada y devorada por las pulgas, fue a tener bajo el cobijo de una carcacha arrumbada, propiedad del vecino de enfrente. Según eso, el cachorrito tenía un mes y medio de haber nacido, y mis hijos habían mostrado el interés propio de los niños por los animalitos recién nacidos cuando fuimos a ver la camada la semana anterior. Desde entonces habíamos alimentado a la perra en algunas ocasiones, y probablemente haya sido ella misma la que nos llevo a su hijo hasta nuestra puerta, aunque éste nos pareciera muy pesado, y aquella muy flaca y desmejorada.
Ahora bien, yo siempre he tratado de moderar mi apego por lo animales. Me considero una persona cuyas aptitudes para prodigar amor se encuentran seriamente atrofiadas, y por lo tanto reservo el poco que soy capaz de dar para los seres humanos. Aun así, la mirada sincera y la apariencia de peregrino en desgracia del cachorrito me hicieron sentir el fuerte deseo de protegerlo; no obstante, traté de mantenerme fiel a mis principios y le dije a Litzia que lo llevara de regreso al coche arrumbado.
El caso es que en el coche ya no había más perritos. Se encontraba desierto, y entendí entonces el ya continuo vagabundear de su madre por la cuadra. Dije entonces que no tenía corazón para dejarlo en la calle, y decidimos adoptarlo. Los niños, felices, lo llamaron Fido, y el mismo miércoles en la tarde lo llevaron a la clínica veterinaria para que lo revisaran.
La doctora, sin embargo, tomó varias decisiones extrañas, o por lo menos así me lo parecieron; porque le puso un collar antipulgas para gato, que para empezar le quedaba grande, lo vacunó, y luego lo desparasitó con la misma sustancia con la que desparasitó a Simson, nuestro maltés de 15 años de edad.
A partir de ese momento y en cuestión de horas Fido, que al llegar amenazaba con destruir mis pantunflas a mordiscos y sostuvo un memorable combate a meadazos con Simson por el control de la casa, ese cachorrito saludable, se deprimió sin remedio y, para la tarde del jueves, tenía paralizado todo menos la cola. Babeaba mucho, hasta por la nariz, y por supuesto era incapaz de alimentarse. Alarmado, lo llevé en la bicicleta con la doctora, quien culpó al collar que ella misma le había puesto, y se lo quitó. Le inyectó un antihistamínico para que dejara de babear, y me dijo que se lo llevara en la noche.
Pero al atardecer Fido sufrió de hipotermia, respiraba con dificultad y perdió el sentido. De regreso en el consultorio, la doctora le puso una sonda con suero en la pata y lo mandó con el tinglado de tubos a la casa, en donde murió mientras Litzia y lo sosteníamos en nuestros brazos para calentarlo, al ver que los globos de agua caliente, el foco rojo y las cobijas eran inútiles. Sus respiraciones cada vez más espaciadas y débiles me recordaron otra madrugada solitaria en la que ayudé a morir a una vecina mía de Churubusco, en Ciudad de México, quien seguía esforzándose desesperadamente por tomar aire hasta un buen rato después de haber muerto. Como en aquella vez, pensé que va a llegar el momento en el que voy a desear vivir con todas mis fuerzas, pero no voy a poder lograrlo.
Extrañamente, me quedé con el pequeño cadáver en los brazos un buen rato, pensando sobre todo en lo que sentiría Santiago, mi hijo, al enterarse de la noticia. ¿Ha tenido usted, señorita Sierra, alguna mascota? Al adoptar una, se contrae un sentido de responsabilidad, que confiere madurez aun a muy corta edad. Eso fue lo que ocurrió con Santiago. Él fue quien dio nombre a Fido, y de inmediato se responsabilizó de él con inusual atención y cuidado. Lo acompañó a casi todas sus visitas al consultorio y se mantuvo atento a la salud del cachorro hasta que el sueño lo venció.
En silencio, agradecí a Fido la revelación. El comprender que mi pequeño hijo estaba listo para hacerse cargo de otra vida aparte de la suya, un paso que considero necesario en el camino que lo llevará a ser un hombre de provecho y un buen padre, si ese es su destino, me conmovió profundamente.
Al mismo tiempo, empero, me di cuenta del enorme costo que esa lección había tenido para Fido, pues había pagado con la vida su llegada a nuestro hogar. La tristeza me hizo pensar que, si su mamá lo hubiese arrojado al río Pasto, que corre a unos metros de la casa, hubiese tenido más oportunidades de vivir que con todos nuestros cuidados. Irónicamente, a nosotros su muerte nos costó mucho dinero y un día de atenciones. ¿Quién puede confiar entonces en el propio buen juicio?
Aunque me cuesta trabajo confesarlo, a partir de la muerte de Fido no he podido pensar en otra cosa que no sean esas aparentes contradicciones. Al otro día, por la mañana, Santiago salió de su recámara y lo primero que hizo fue buscar a su mascota. Nosotros estábamos en la sala, y lo vimos, consternados, mientras buscaba por todas partes la cajita en donde lo habíamos puesto para que conservara mejor el calor de su cuerpo. Finalmente, hizo acopio de valor y preguntó en dónde estaba. Su mamá lo miró, y no fue necesario decir nada. "¿Murió, verdad?" Dijo Santiago, y luego comenzó a llorar amargamente, y todavía, según sé, llora de repente al recordar la breve amistad que lo unió a ese perrito, y que tanto me reveló acerca de la capacidad de mi hijo, y su buena disposición para preocuparse de alguien más, aparte de sí mismo. Valioso legado, si hay uno. Premiado modestamente con el homenaje de sus lágrimas y esta breve carta, que espero no le haya incomodado.
Le deseo lo mejor, y espero noticias suyas, confiado en que serán siempre mejores y más satisfactorias.
Su Atento servidor.
Antonio Santoyo.
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