domingo, marzo 04, 2007

El tiempo se acaba y la mujer hermosa permanece


Hoy -5 de marzo- cumplo 37 años. Cuando estaba en la primaria, hacía mis cuentas y me sorprendía descubrir que en el año 2000 iba a cumplir la enorme cantidad de 30 años. El año 2000 me parecía entonces muy lejano, y sin embargo llegó y quedó atrás en un suspiro. Ahora me descubro viendo a los ancianos de cabezas blancas, cansados y enfermos algunos de ellos, y me digo, como lo hacía de niño con la marca simbólica de los treinta, que tal cosa se encuentra muy lejana todavía. Ahora pienso que no debo estar muy seguro. Ya no se trata de un año más, sino de un año menos.
La llegada de otro cinco de marzo estuvo precedida por una de esas giras de fin de semana en las que uno pasa viajando quince horas para tocar nada más tres en total, y pueden pasarse tres días sin dormir en una cama, o sin dormir en absoluto. Esas giras ponen mi mente a dar vueltas, apabullan mi imaginación con realidades que parecen venidas de la fantasía enferma de un desequilibrado. Y ello sucede porque los ritmos ocultos del viajero permiten que el imperio de la noche se extienda a la vigilia, junto con su poder para distorsionar, oscurecer y transfigurar con magia onírica hasta los hechos más ordinarios.
Comenzó el viernes a medio día con un viaje a Zamora, a la clausura de la feria de la fresa; si bien mis esperanzas se frustraron de golpe cuando me di cuenta de que no había fresas por ninguna parte. Quizá era demasiado tarde, o se las habían llevado ya todas. No importaba. De todos modos no hubiese tenido tiempo ni siquiera de comprar fresas, porque todo fue llegar al hotel a hospedarse, ir a ensayo, regresar al hotel a cambiarse, ir a actuar; correr a la terminal, enterarme de que no podía regresar a Morelia para tomar el autobús de primera para Aguascalientes; cambiar mi boleto por uno de tercera que salía de Zamora; correr al hotel y dormir tres horas; regresar a la terminal y encontrarme con que el perverso Georg me esperaba en el andén gélido, oscuro y completamente solitario. Estaba tranquilo, con una media sonrisa que revelaba sus dientes de oro y las cicatrices de sus labios, con sus músculos marcándose debajo de una incongruente guayabera blanca que de ningún modo temperaba su amenazante y peligrosa presencia. De no conocerlo, me dije, en estos momentos saldría corriendo, renunciando a la última oportunidad de llegar a tiempo a mi compromiso. Supuse que Doktor Faust lo había mandado para acompañarme y protegerme, y de verdad se lo agradezco.
Y es que, para empezar, el camión era un Flecha Amarilla, y conociendo su fama le dije al conductor -en tono sonriente- que se fuera despacito; pero me contestó, sumamente ofendido, que él no le preguntaba a los pasajeros a qué velocidad quería que manejara, y que iba a ir a la velocidad que al él le gustara más. Hubiera seguido así, de no haber subido Georg en ese instante preguntando si todo estaba bien. Se produjo un silencio conciliatorio, y entonces partimos.
Dormí poco, pues al amanecer me desperté de nuevo. Estábamos en Atotonilco, comenzando el cruce de esa región de valles áridos y silenciosos, de pueblos sin edad ni tiempo llamada los Altos de Jalisco. Mi perverso guardaespaldas estaba acostado en un asiento y dormía un sueño inquieto y agitado; desde Zamora un matrimonio de edad avanzada cargó en el camión miles de guitarritas de juguete multicolores, y como no cupieron en el maletero, muchos paquetes estaban por todas partes dentro de la cabina de los pasajeros, acentuando el carácter irreal de la escena. Georg se despertó cuando íbamos llegando a San Miguel el Alto, en donde se subieron varias jovencítas muy hermosas, vestidas con su mejor ropa; recién bañadas, sonrientes y felices. Miré a Georg, y con la mirada le pregunté si acaso aquellas criaturitas estaban vivas o eran habitantes del reino de los que ya no viven, convocadas por el gran poder que mi acompañante tiene para conjurar el inframundo; pero él dijo que estaban bien vivas, y sorprendidos ambos las seguimos con la vista hasta que se sentaron.
La hermosura de la mujer estuvo presente también en Aguascalientes, adonde llegamos pasadas las once de la mañana. Todos mis amigos llevaban hermosas acompañantes luciendo enormes escotes en el pecho y la espalda, y todos llevaban guayabera como el perverso Georg. Me sentí molesto por la ridícula situación de ser el único en la fiesta que llevaba traje y corbata, y aun más por el hecho de que la ropa, a causa de la bicicleta, me quedaba nadando y parecía -de hecho, lo era- cortada para una persona mucho más grande.
Toqué con entusiasmo, como siempre, y terminada mi actuación quise regresar a Morelia de inmediato. Imposible. Mis amigos insistieron en que debía quedarme al baile y tomar el autobús nocturno nuevamente, como si dormir sentado fuera la cosa más natural del mundo. Nos coartaron a pasar la tarde bebiendo, enmedio de figuras esbeltas, rotundas protuberancias y espaldas blancas y aterciopeladas que giraban constantemente a nuestro alrededor al ritmo de música salvaje y primitiva.
Desde un principio, Georg encontró a una preciosa mujer de vestido rojo y generoso escote, cuyo acompañante estaba demasiado distraído o asustado como para darse cuenta de que Georg bailaba cada vez más pegado a ella, desapareciendo juntos al anochecer en el inmenso jardín en penumbra. Yo, por otra parte, me hubiera quedado sentado de no ser por la mágica aparición de una damisela rubia encantadora, envuelta en ligeras volandas de flores, que me llevó a la pista y bailó para mí, como si se tratara de un íntimo deseo forjado en materia por un hado benéfico, mis canciones favoritas de los años de mi primera juventud. Yo no bailaba; solamente podía moverme al ritmo de la música, miraba sus ojos destellantes y plenos, arrebatado por la euforia, intoxicado por sus movimientos y su belleza.
No duró mucho sin embargo. La belleza se acaba, o mejor dicho, tu tiempo se acaba en tanto la belleza permanece en alguna otra parte, y minutos después me encontraba sentado de nuevo, saboreando alegremente el momento una y otra vez en mi memoria. Comenzó a hacer frío, y me levanté para buscar a Georg en la penumbra del enorme jardín. Su presencia siniestra era sensible en todas partes, pero la bella del vestido rojo (las gorditas siempre son agradecidas, diría un amigo mío) apareció desde el sur, trayendo con ella un delicioso aroma de flores. El perverso Georg la siguió lentamente unos minutos después, con la media sonrisa pintada en su faz. El regreso fue difícil. Mi cabeza estaba a punto de explotar, y en León e Irapuato el perverso Georg tuvo que darle una feroz golpiza a varios fantasmas de mi pasado que me asaltaron a traición, aprovechándose de mi debilidad: la debilidad de saber que en unas cuantas horas iba a estar un año más cerca de mi destino, y que el tiempo se acaba.

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Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.