lunes, marzo 19, 2007

La ofrenda de Angélica

(Óleo de Margarita Félix)
I

El coro de la parroquia es el lugar en el que Angélica nace, vive y muere, todo en una tarde. Fuera del coro es como si no existiera, como si fuera uno de esos fantasmas que según dicen andan por ahí, penando, asustando a los demás con sus cadenas; almas que ya no están en este mundo, pero que tampoco puede decirse que estén vivas. No se trata solamente del hecho de ser una niña (como se es un recluso que no sabe por cual delito lo han condenado) que dos horas, tres días de cada semana, se halla milagrosamente libre de ser ella misma; ni tampoco las alabanzas de su maestro (a quien ama con el secreto de lo que se sabe imposible) o la admiración de sus compañeras mayores, lo que hace que sean esos breves momentos en los que ella se permite existir. Es solamente la música, el grupo, el ritual de lo extraordinario; lo que -a su vez- no puede existir en ninguna otra parte.
En su vida fantasmal, Angélica se levanta de su catre mucho tiempo antes de que salga el sol. A veces, el murmullo de la lluvia no la deja dormir, pues aunque le agrada escucharlo sabe que dentro de poco tendrá que poner los pies descalzos sobre la tierra húmeda y fría para juntar la leña y prender el fuego del desayuno de sus hermanos. Ellos desayunan primero antes de irse a la escuela, porque como Angélica es mucho más útil en la casa que en la escuela solamente estudió hasta segundo año. Le han dicho, sin que ella acabe de creérselo, que los libros son una pérdida de tiempo cuando lo que se tiene es hambre, y con la madre enferma y el padre afuera todo el día en las obras, alguien tiene que ver por ella, por las dos gallinas, el perro y los hermanos. Angélica rara vez dice una palabra. No tiene necesidad. En su casa no le preguntan nada, y nada quieren sabe de ella; le piden cosas nada más; y ella asiente con la mirada triste, vacía, de alma en pena.

II

En la plaza del pequeño pueblo se encuentra el único hotel con agua corriente de la región, y en una de las tres mesas de su restaurante, debajo de unos portales, almuerza un hombre menudo de unos 45 años. Usa anteojos para leer un libro recién llegado por correo de la ciudad, y lentamente levanta la vista para encontrarse a otro hombre robusto y vestido de sacerdote frente a él. El sacerdote se sienta sin ser invitado. Tiene cara de pocos amigos, y de hecho tiene muy pocos; el mesero, que parecía adormilado unos minutos antes, se apresura a ponerle una cerveza en la mesa.
"Los niños cantan en las misas", dice el de los lentes, "y lo que se cobra se lo damos completo a usted, señor cura. Usted usa ese dinero en lo que le place, y nunca preguntamos nada. Los niños y las niñas del pueblo han aprendido mucho, se sienten bien; hasta parecen más contentos. No entiendo la razón de su enojo."
El cura del pueblo apura hasta la última gota de su cerveza antes de contestar.
"No estoy enojado, mi querido maestro; es más, ni siquiera estoy molesto. Puede decirse que hasta estoy divertido. Me divierte ver a alguien queriendo hacer crecer flores en el desierto. Honestamente, yo no sé qué es lo que se le perdió en este lugar tan apartado, pobre y olvidado, pero ultimadamente ese es su problema. Lo único que sé es que el Presidente Municipal es el que paga por que esté usted aquí, y por eso es el mismo Presidente Municipal el que los debe acomodar para sus dizque ensayos. En el coro de la parroquia ya no los quiero ver, ¿me entiende?"
"Pero señor cura, lo que pasa es que necesitamos el órgano que está ahí, en el coro, para ensayar."
"Eso no es cierto, maestro. ¿Qué pasa cuando se van a la huerta del convento a cantar mientras comen, juegan y holgazanean? Ahí ni las guitarras se llevan, cuantimenos el órgano. Ahí está mi punto."
"pero no toda la música se puede cantar así, padre -contestó el maestro sin alterarse en lo absoluto; más que la necedad del cura, a la que se iba acostumbrando poco a poco, le entristeció que se hubieran enfriado los chilaquiles cuando apenas los había probado. Entre más aprenden los niños -dijo- el instrumento se va haciendo más necesario."
El cura se queda un momento en silencio, rascándose distraídamente la barbilla. Está muy enojado desde el día en el que perdió el juicio del terreno.
Se trataba de una herencia que, a la muerte del regidor Gonzalo Paredes, se hizo en favor de la persona del señor cura en pago, según eso, de favores recibidos en vida del funcionario. Lo misterioso del caso fue que el regidor no tenía otros herederos en el mundo, y aunque don Gonzalo tenía muchos otros bienes que legar, solamente testó ese terreno, cercano a las huertas de la casa parroquial, sin que para ello mediara una particular amistad entre los dos hombres. Lo más sospechoso de todo, sin embargo, era que el supuesto testamento estaba fechado como de 5 años atrás, y solamente apareció con todo y copia en la notaría después de que el moribundo recibiera la extremaunción de manos de su mismo heredero.
Por supuesto que el municipio mandó todo a juicio. No estaba el horno para bollos en esos años, y tanto el Presidente como el cura se debían ya varios saludos como para resistir la tentación de cambiar algunos golpes reales. Era historia sabida hasta por los fuereños, y por eso el maestro de coro no se extraña de que el sacerdote le conteste:
"Pues dígale al presidente que les compre una pianola. Ya estuvo bueno de aprovecharse de mí y de mi iglesia. Además, eso de que nos paga cantando en las misas no significa nada. Es muy poco dinero; y los que pagan las misas las pagan lo mismo si hay coro que si no hay. Y ni modo de que vayan a casarse a otra parte. Ándele; vaya a ver si a su amigo le interesa tanto el coro como para tenerlo en el Palacio Municipal haciendo su ruido; y me voy, que hay gente esperando para confesarse."

III

Angélica comienza su impresionante transformación justo después de que le da de comer a sus hermanos y termina de recoger los excrementos de las cercanías. Nadie se lo pidió, porque en ese pueblo como en el resto del país los perros cagan sin que a nadie le preocupe lo que van dejando detrás, pero Angélica tiene tres semanas de salir los días de coro con una cubeta para poner en ella, tomándolos cuidadosamente con una bolsa de plástico, todos los mojones de perro que encuentra por ahí, en el camino que lleva al pueblo y en las malezas del monte. Es una cubeta grande, y ya casi está llena.
Todavía con el rostro inexpresivo de su no ser cotidiano, Angélica pone en orden las mantas de su madre y le acerca una jarra de plástico llena de agua; sale luego a paso rápido y toma el camino del pueblo. En ese momento comienza a sonreír.
En el pueblo, la niña que no es ya más un alma solitaria pasa por el cuarto del maestro de coro, quien invariablemente sale desde una hora antes a preparar el ensayo de ese día, y toma un baño refrescante en una de las pocas regaderas de la localidad. Angélica se pregunta cuantos viajes al aljibe le costaría llevar a casa el agua que usa solamente en ese baño, y el placer agridulce de la posibilidad la despierta mucho más que el delicioso líquido helado que corre por su cuerpo, y el jabón con el que se talla hasta la más insignificante costra de mugre de su piel. Al salir de la regadera, Angélica toma de la mesa, limpia y recién planchada, su ropa de cantar: una blusa blanca de algodón, falda dominical y un chal rojo de lana; regalos todos de su mentor, lo mismo que la diadema roja con la que se sujeta el pelo limpio y bien alisado. En menos de una hora la niña inexistente, sucia por hacer el trabajo de dos adultos, cansada y solitaria; se había transformado en la hija de un hombre principal, hermosa y fresca, de mirada resplandeciente ante el inminente gozo; mucho mejor aun sería decir que se había convertido en cantor.
Al salir del hotel para correr al coro de la parroquia, sin embargo, Angélica pasa por el comedor y se da cuenta de que su maestro no se ha ido todavía. Está sentado en la misma mesa en la que había comido. Triste, pensativo como una piedra."Seguramente el señor cura volvió a hablar con él," pensó la hermosa niña antes de ir a tomarlo de la mano para llevarlo al ensayo.

IV

La transformación física de Angélica palidece junto a su comportamiento durante el ensayo: sentada en la orilla de la silla, erguida y atenta, con la partitura justo entre sus ojos y las manos del director, capaz de leer música antes de haber aprendido el abc y, para completar la estampa, un lápiz con punta en el regazo, es el espejo de la mejor disciplina coral del mundo. También tiene una bonita voz, y canta con intenso y misterioso sentimiento un par de solos que la hacen muy feliz. Por esos breves momentos es capaz de escuchar su propia voz acariciando los rincones de la gran bóveda barroca, y entonces existe de nuevo, regresa al mundo de los que viven y pueden ser lo que más aman.
Por eso, un escalofrío la sacude cuando, al final del trabajo, el maestro les da la noticia esperada, sospechada durante las últimas semanas con angustia: el coro no iba a poder seguir ensayando en ese lugar, ni en el huerto tampoco, y mientras no consiguieran un acuerdo con el municipio, los ensayos iban a suspenderse.

V

Contrario a su propio ritual, Angélica no regresó al hotel a quitarse la ropa de cantar, sino que se fue a su casa directamente, a paso rápido y ansioso. Ni su padre ni sus hermanos estaban en casa, aunque de cualquier modo jamás hubiesen podido reconocer a su Angélica en esa preciosa y repeinada niña de la ciudad que se metió hasta el patio trasero, tomó una cubeta de caca de perro y sin siquiera coger un poco de aliento regresó al pueblo con la misma premura con la que había venido.
Frente a la casa del párroco, Angélica se detuvo. Levantó la cubeta llena de caca e iba a arrojar su contenido por una de las ventanas cuando un pensamiento la contuvo. "No con la ropa de cantar," pensó.
En lugar de arrojarla, Angélica puso la pesada cubeta frente a la puerta de la casa, un poco como había visto que los acólitos hacían con las ofrendas frente al altar, durante la misa, mientras el monitor decía cosas como: "este trigo representa el espíritu transformador del hombre que ahora te ofrecemos..."
"Esta cubeta de mierda -murmuró Angélica en el momento de soltar el asa secamente- representa mi vida a partir de hoy, que ahora te ofrezco, Señor."

VI

Angélica se fue, y se aseguró cuidadosamente de que no hubiera siquiera una mancha en su ropa de cantar, antes de depositarla por última vez sobre la mesa y regresar a su casa, para allá dejar de existir de nuevo.

A.S.
19 de marzo de 2007

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fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.