Estoy sentado en mi casa de Oaxaca, mi tierra amada, que últimamente se ha visto tan castigada por la maldad, la estupidez y la rapacidad de una clase política corrupta como pocas en nuestra historia. Las cosas que he visto en las pocas horas que llevo aquí han bastado para despertar mi rabia asesina, pero al mismo tiempo entiendo que el arma en la que debo ejercitarme es la pluma, y con ella habremos de derribar -como un primer pequeño paso- a la mierda humana que ocupa el cargo que alguna vez fuera de Juárez, para luego comenzar a reconstruir nuestra hermosa ciudad. Enfrente de mí está sentada mi maravillosa abuelita Justina. Mi abuelita nació en los territorios de la hacienda de Monjas, en Miahuatlán, Oaxaca, en el año de 1915; el mismo en el que Porfirio Díaz murió en Francia, y me estremece pensar en la cantidad de cosas que han pasado por sus ojos. Visto de esa manera, la historia de mi patria como nación independiente podría traducirse en la vida de dos personas, con un faltante de apenas 20 años: Don Porfirio nació en 1830, precisamente un 15 de septiembre; y mi abuela, que nació cuando Don Porfirio todavía respiraba, si bien con trabajos ya, sigue viva y esperando el siguiente aniversario patrio. Cuando ella tenía la edad que yo tengo ahora era apenas el año de 1951. Mi abuelita, durante el sexenio de Miguel Alemán, vivía ya en Oaxaca con su segundo marido y construía poco a poco la casa que todavía nos da cobijo frente al panteón del Marquesado; una casa que ocupaba en principio un enorme terreno que poco a poco se fue perdiendo hasta solamente quedar una franja en la que caben todas nuestras vidas, varios cuartos en armonioso desorden y un bello jardín de arboles frutales. Hace apenas unos meses taparon la vieja letrina del fondo, detrás del primer cuarto, semilla original a partir de la que el resto de la casa creció. Una más de las paulatinas transformaciones que van destruyendo la historia o, mejor dicho, la producen y convierten en documento y legado al dejar de ser la realidad que conocimos.
Como decía, mi abuelita Justina llegó a Oaxaca más o menos cuando tenía 26 años, y ya para entonces era viuda de un honesto panadero llamado Austreberto Alcántara, mi abuelo; quien se murió al salir de los amasijos, con el cuerpo caliente, al frío de la madrugada, pescando una pulmonía fulminante. Mi tío Toño, hermano de mi mamá, había muerto ese mismo día de problemas estomacales sin que mi abuelo lo supiese todavía, y mi pobre abuelita tenía que dividir su tiempo entre la capilla ardiente de su hijo mayor y el lecho en el que su esposo agonizaba. Cuando le llevaron a mi mamá en brazos para que se despidiera, le dijeron a don Austreberto que no podían llevarle a su niño porque "estaba enfermo", pero mi abuelo contestó -sin saber, repito, que mi tío ya había muerto- "no importa, porque Toñito se va, y Rebeca se queda".Mi abuela era joven, muy guapa, y no tardó en casarse de nuevo con un agente de seguros llamado don Salustio, y cuando éste murió también (dejándole por lo menos la casa) se llevó a mi mamá a la ciudad de México y comenzó a trabajar como ayuda doméstica en algunas casas de las Lomas, rentando al mismo tiempo un departamento en la colonia del Valle. A esa circunstancia se debe que yo haya nacido, porque en la calle de Eugenia vivía mi papá, en la casa de mi abuelo el general. Mi mamá vivía en Providencia, y poco después ambos se conocieron en la peluquería de la esquina, que ya no existe, y en la que padecí mis primeros cortes de pelo.
Mi mamá era secretaria en los laboratorios Waltz y Abbat, que ya tampoco existen por supuesto; los primeros que produjeron y envasaron -en México y sin que ya nadie lo mencione- el Isodine. Tenía que cumplir con turnos larguísimos, y por eso mi abuelita nos cuido a ambos, mi hermano Arturo y yo, de tiempo completo. El lazo entre nosotros es, pues, muy semejante al que existe entre madre e hijo, y en la solución de todas mis emergencias prehistóricas se encuentra ella, muy estricta pero amorosa y ágil, y no falta quien sugiera que mi gusto por las canciones viejitas, por la historia y mi carácter agrio y taciturno se deben a el hecho de haber sido criado por mi abuela. Bien vale la pena, en ese caso.
Ahora, sin embargo, mi abuela (siempre digo en la mente la versión zapoteca de la palabra: Xagüela) ya no es ágil, ni mucho menos. Cuando llegué anoche a la vieja casa frente al panteón, y entré a su recámara, me asustó terriblemente la inaudita, insólita presencia de un bastón colgando de la piesera de su cama. "¿Mi abuela (símbolo de longevidad, fortaleza y resistencia) usa bastón ya?" Dije. "¡No lo puedo creer!" Y entonces escuché sus tres risas roncas, pues me escuchaba aparentando dormir. Una vez más me asuste, porque la vi mucho, mucho muy viejita, como una momia -apenas un poquito de carne pegada a los huesos- embalsamada en un festivo sarape rojo. La cabeza me dio vueltas y no recuperé la serenidad hasta hoy, cuando vagabundeó con nosotros toda la mañana sin cansarse y sin usar el bastón que tanto me inquietó sino de vez en cuando.
Debo irme. Debo prepararme para cruzar con mi abuelita el mismo lugar en el cosmos que todos cruzamos cada 31 de diciembre, o casi el mismo, si se toma en cuenta el desplazamiento del sol alrededor del corazón de la galaxia. Ella lo ha cruzado más de noventa veces, desde que Carranza era Primer Jefe y la guerra moderna desgarraba por primera vez a Europa. Hitler era un cabo cuya función era transmitir órdenes de trinchera en trinchera y Don Porfirio entregaba su estafeta decimonónica a un siglo que se terminó hace ya casi siete años. Un siglo del que me tocaron nada más los últimos treinta años. Debo aceptar la destrucción, el cambio -odio hacerlo, pero así debe de ser- aceptar la muerte de mi abuelita, la de mis padres y la mía propia como si ya hubieran sucedido, pues las miro acercarse sin cesar, y sin que pueda volver la vista hacia otra parte. Encima de eso, tengo que alegrarme en la cena de año nuevo y desear, como se acostumbra en estos casos, un año nuevo feliz a los lectores de El Gabinete de Doktor Faust. Deseando sinceramente que mis temores les demuestren lo absurdo que resulta preocuparse por cualquier cosa, y vivan así cada momento de sus vidas intensa y felizmente, cada minuto del año que comienza.