Hoy me sucedió algo que es común para todos aquellos que alguna vez han tomado una pluma sin mediar para ello otra cosa que el simple deseo de hacerlo. Y lo que me pasó es que me quedé sentado y con la vista fija en la máquina de escribir durante más tiempo que el necesario para pensar en lo que deseaba que dijera El Gabinete. En realidad no estaba pensando en eso en absoluto, sino que me estaba preguntando, cansado y triste, por qué iba a sentarme de nuevo a trabajar en una columna que casi nadie lee, probablemente con razón.
No es que quiera ponerme a llorar aquí, mientras hablo de todas las formas en las que la vida que llevo me provoca sufrimiento, sino que deseo simplemente explicar el por qué me detuve hoy, frente a la máquina de escribir, antes de comenzar con el agradable trabajo del Gabinete, y me pregunté lo que ya dije. Pregunta retórica por necesidad, dada la penosa circunstancia de que, frente a ella, lo único que se me ocurrió fue comenzar a escribir algo, sin duda no lo primero ni lo mejor, sobre ella.
Desde que inauguré El Gabinete de Doktor Faust, tomé la decisión de que fuese una columna semanal con textos estrictamente originales, a diferencia de la mayoría de los murales electrónicos (blogs) que presentan citas de otros autores para compartir con ello una emoción, un descubrimiento entrañable o un buen momento de lectura; para hacer gala de erudición -lo cual no tiene nada de malo y me resulta edificante-; para efectuar una declaración, o fundamentar el camino que se ha tomado, y para muchas otras cosas.
La existencia del Gabinete obedece, en cambio, a dos razones únicamente.
La primera de ellas, es que yo no escribo por gusto, sino por una urgente necesidad de hacerlo. No están ustedes para saberlo, aunque creo que mis dos o tres lectores lo saben ya de todos modos, pero desde la infancia no he podido dejar de rayonear cuaderno tras cuaderno con las cosas que me pasaban todos los días, a falta de mejor materia, hasta que me atreví a poner en hojas de papel la vida de algunos personajes de cartón, personajes que por parecerse tanto a mí tuve que poner en un portafolios de cuero para no recordarlos nunca más.
Esa experiencia me demostró que -ésta es la razón segunda- no era suficiente escribir para aliviar mi profunda urgencia, sino que era indispensable hacerlo bien o, por lo menos, sentir que cada día lo hacía un poco mejor que el anterior. La única manera de aprender a escribir es escribiendo. Pero no de vez en cuando, sino de manera constante y buscando siempre hacer cosas más difíciles o, por decirlo de un modo más de acuerdo con el oficio, más literarias cada vez. El Gabinete es, pues, en esencia, un pretexto para sujetar a la disciplina una parte de mi taller literario personal que desde siempre ha tendido hacia el desorden.
No obstante, y después de algunas palabras, me encuentro aun sin avanzar en lo tocante a la pregunta inicial. ¿Por qué escribir? Para aprender a hacerlo. ¿Y para qué aprender? Para poder escribir. Y así, hasta el infinito. Es lo que sucede cuando la literatura es una urgencia irracional; una compulsión, más que un acto de razón, o una decisión.
En realidad, lo más difícil es dejar de escribir acerca de uno mismo para darse cuenta de que alrededor pasa una infinita cantidad de cosas sobre las que se podría escribir si uno supiera cómo hacerlo. Ahí es en donde comienza el verdadero desafío, si saben a lo que me refiero. Cada persona que pasa frente a mí, o que camina a mi alrededor o que veo a lo lejos, cada una de ellas es una historia diferente merecedora de una pluma que la cuente; y cada una de dichas historias, asimismo, tiene un grado de dificultad para el potencial narrador. Porque una vez que se mete uno en esto resulta evidente que unas vidas, convertidas en personajes, son más difíciles de llevar a la palabra que otras, y la mirada al mundo en busca de vidas que se entrecruzan para enseñarnos algo tiene como resultado una intimidante avalancha de fuerza, poder, felicidad, intensidad, ternura, gozo, miseria, locura, fantasía y dolor infinitamente superior a mis poderes apenas educados.
Por ejemplo: hoy por la mañana, cuando comía unos tacos placeros cuyos ingredientes (tortilla, chicharrón, queso, salsa y cilantro) tuve que recolectar por todas partes en un ambiente de patria resaca general, vi en las noticias locales un caso que traigo en la cabeza desde el momento en el que se dieron los detalles.
Dos primos, Julio y Mateo, ambos de unos diez y nueve, o veinte años, estaban ayer por la mañana jugando básquetbol, cerca de su casa en Indeco. De repente, como si de la nada, a Mateo se le ocurrió que podían hacer algo para conseguir algo de dinero rápido. La novia de Mateo está embarazada, y él, como no trabaja, no tiene Seguro Social ni mucho menos dinero para pagar el parto en un hospital privado. Julio, sin embargo, tiene una pistola de juguete con un aspecto lo suficientemente real como para convencer a una persona cualquiera de que es verdadera, y entonces deciden que con robar un coche y venderlo bastará para reunir lo que Mateo necesita. Será su primer y único crimen, del cual están seguros de salir airosos dado que no conocen a nadie que haya robado un coche y haya sido atrapado.
De inmediato, y sin planeación ninguna, ponen manos a la obra. Se apostan en un crucero de su propia colonia sin siquiera embozarse o disimular sus rostros, conocidos ahí por casi todos. Se acercan a un vehículo -no se menciona el modelo en la nota periodística- que se ha detenido en la luz roja, amagan al conductor con el arma de juguete y lo hacen bajar del coche, el cual abordan para salir intempestivamente, estando a punto de chocar a un par de metros con otro auto que pasa desprevenido por enfrente.
Nadie los sigue, y los dos primos están seguros de haber burlado la ley. Ahora, comienza la discusión de lo que han de hacer con el coche robado, y las cosas comienzan a salir mal, porque ambos se dan cuenta, incomprensiblemente tarde, de que no conocen a nadie que compre coches robados, y sin documentación no podrán venderlo en otra parte. Justo en ese momento pasan junto a una gasolinera en la que cargan combustible tres patrullas, las cuales acaban de recibir el reporte del robo y por pura mala suerte ven las placas del auto robado en el instante en el que sus cifras truenan en el altavoz del radio. Se inicia una persecución en la que los dos primos se ven muy mal parados, mitad por su inexperiencia en el manejo de emergencia, y mitad porque jamás pensaron que las cosas llegarían a ponerse de ese tamaño. No desean ni están en condiciones de enfrentarse con los representantes de la ley, y en ese momento de extrema alarma, Mateo descubre un callejón por el que pueden huir sin que sus perseguidores se den cuenta, dado que apenas se ve desde la calle por la que estos se acercan. De este modo, y sintiéndose salvados, los primos entran con el auto robado en el callejón que para su mala suerte resulta no ser tal, sino la angosta entrada trasera de un estacionamiento: el de la Procuraduría General de Justicia del estado de Michoacán. Ahí termina, por lo pronto, la corta carrera delictiva de los dos primos, la cual duró menos de un día, y tiene consecuencias graves. La primera de ellas: Mateo no solamente va a ser incapaz de pagar el parto de su novia y su hijo, sino que no los verá en mucho tiempo, y su primo lo acompañará, victima de momentáneo mal juicio, en su condena.
Para el escritor resulta imposible describir con fidelidad las emociones que se asoman al rostro de ambos -ahora- robacoches, al ser presentados ante las cámaras de los medios de comunicación, que son atraídos por este perfecto e inocente fiasco delictivo, que sucede en un estado en el que se pueden andar arrojando cabezas humanas impunemente y por doquier, por dar un parámetro.
Para el escritor es imposible comunicar de forma irrefutable la terrible paradoja que surge de la razón y la consecuencia de un robo o de muchos, ya sea de un auto, o de millones de pesos.
Para el escritor es imposible servirse de la palabra para absolver a los ladrones, pero es imposible también condenarlos con esa misma arma.
Lo único que resta al escritor es dar una imperfecta imagen de lo que él cree que sucedió, de lo que él cree que fueron sentimientos, hechos, palabras. Pero no puede ignorar el hecho de que para que la labor del que escribe se complete es necesario que alguien más lea, y piense, o crea una verdad sin adornos, sin intereses mundanos, sin ambiciones de poder y riqueza, y por alguna razón las tales acaban por ser las menos atractivas, y el acto de escribir queda eternamente incompleto. Si esto es así; entonces, ¿por qué escribir?
1 comentario:
Muy bueno tu escrito, por que escribir? por que entonces la historia de los primos nunca jamas podria ser contada, por que gente del otro lado del monitor no esperaria impaciente por la siguiente palabra que atraviese el teclado hacia mi monitor, y asi pudiera seguir y si nosotros somos seres incompletos por que la escritura debe de tener fin?
salu2.
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