domingo, agosto 20, 2006

Mangue

¿Cómo podría escribir sobre la hermosa bendición que Mangue representa en mi vida sin perder de vista su tremenda fuerza y la violencia de su alma?
Mangue es un filosofo, porque vive feliz y sabe lo que otras personas deben hacer para ser felices; sin embargo Mangue ha tenido que matar seres humanos y por lo tanto tuvo que huir durante un tiempo de la justicia como consecuencia de sus actos. Esa es una parte de la vida de Mangue difícil de comprender.

Conocí a Mangue siendo yo un niño. Supongo que esa era la única forma de que pudiéramos conocernos, porque de otro modo hubiera tenido mucho miedo y no hubiera confiado en él. Fue durante un día de vacaciones en la playa que me topé con ese hombre extraño, feo y picado de viruela; que sin embargo miraba con infinita dulzura desde sus ojos amarillos y cansados. Mulato, casi negro; con el pelo escaso ensortijado y la apariencia de un viejo y flaco animal prehistórico, Mangue se sentaba durante horas a contemplar el mar inmenso y solitario en una playa –mi playa- que hoy no existe ya.

Cuando era niño todas las cosas que veía me parecían antiguas y todos los hombres ancianos de cientos de años. En el puerto cada esquina contaba una historia y la playa olía como los barcos veleros y sus piratas muertos. Junto al pequeño muelle abandonado un buzo leía, eternamente tumbado sobre una roca calcinada por el sol.

Mangue me contó una vez que el tesoro de Barbarroja se encontraba enterrado en la misma cuadra en la que estaba mi casa, y que no era difícil que, si me ponía a cavar junto a la fuente del traspatio, diera con los cofres llenos con el oro y las joyas de la reina. Por supuesto que no intenté jamás tal cosa, pues hubiera implicado hacer un lado las jaulas de los gallos, y eso iba más allá de lo que yo podía conseguir, tesoro o no.

Veo a Mangue en su silla, bajo su palapa, tomando cerveza; con su filipina mugrosa que usaba siempre abierta, dejando entrever su torso arruinado, que hablaba de tiempos mucho mejores arrojando las redes y dando batalla en las cantinas ganando siempre. Hablaba con la entonación y la pausa que seguramente distinguieron a los cantores de hazañas de la antigüedad, y aun cuando a veces estaba tan bebido como para no poder levantarse de su silla, jamás perdió la capacidad de hablar sensatamente y yendo al grano.

Así me contó del barco lleno de contrabando que hundieron en medio de la bahía, de las misas por los marinos muertos, que nunca eran de cuerpo presente y de las cosas extrañas y maravillosas que aparecían en las redes al amanecer. Me habló mucho de una de ellas, que lo habría de marcar por el resto de su vida. Se trataba de un relicario en forma de corazón hallado por casualidad en el estómago de un mero enorme que pescó una noche de relámpagos silenciosos y calor sofocante. Era pequeño, de oro; y a la luz del faro descubrió que conservaba intacto el retrato de una joven morena de cabellos largo y sedoso; increíblemente bella, con una sonrisa suave y peligrosa desmentida un tanto por la serenidad de los ojos almendrados.

Mangue durmió esa noche en la barcaza. El cielo se había despejado en la madrugada y Mangue despertó para ver las últimas estrellas girar sobre su dicha. Pensaba que saber que una mujer como la del relicario existía o había existido era razón para sentirse extremadamente feliz o extremadamente miserable, sin poder decidir sobre cual emoción sentir primero.

Nunca había visto en persona a Isabel (ese era el nombre que Mangue le dio a la mujer de la foto) pero sabía muchas cosas de ella y recuerdo que me las dijo durante una de nuestras largas conversaciones bajo la palapa, en donde esperábamos que el sol se pusiera más allá de mi playa desierta. Él tomaba cerveza y yo lo escuchaba sentado en una silla de madera, complaciéndome en hacer surcos en la arena con mis pies desnudos. Aparte de que su nombre era Isabel, Mangue sabía que la joven del relicario era soltera; había tenido un novio, pero ya no lo tenía; y esto lo sabía porque había sucedido una de dos cosas: o el novio, herido de un despecho o presa de una pasión infiel, había arrojado el relicario por la borda de algún barco, dando a entender que sus sentimientos estaban en otra parte, o bien había naufragado y el mero había robado a su cadáver la joya.

Isabel era (sobra decirlo) católica y muy devota. No obstante, Mangue sabía que esa devoción era la forma que usaba para disimular ansiedades comunes en las jóvenes, pero que a ella le parecían peligrosas, indómitas e inconfesables. Le gustaban también los atardeceres y las flores, las noches de feria y los paseos por la playa. Mangue no estaba muy seguro de que Isabel sentiría por él el mismo violento amor que le profesaba. Esas cosas son difíciles de saber. No obstante, creía poder conquistarla para casarse con ella.

Mangue se había enamorado.

“¿Y si murió?” El retrato parecía un poco viejo, y la posibilidad de que ella se hubiera hundido en el mismo barco que su novio existía. Sin embargo, la duda en cuanto a eso le ofendió sobremanera y ni siquiera se ofreció a considerarla, sentía su vida y su melancolía palpitar en este mundo, y en ningún otro.

“La voy a encontrar”. Me dijo un día en el que me llevó a caminar por el barrio antiguo del puerto. “La voy a encontrar y por ella voy a dejar de beber. Me voy a reformar y me voy a poner a trabajar”.

La última vez que vi a Mangue no nos dijimos nada fuera de lo común, ni tampoco hicimos nada especial porque afortunadamente ninguno de los dos sabía que no nos íbamos a volver a ver. Mis padres y mi tía me habían dicho que no lo frecuentara tanto, que lo mejor era que buscara amistades de mi edad y todo eso. Lo hice a fin de cuentas, pero no porque yo así lo quisiera, sino porque un día hubo una trifulca en la playa de los pescadores. Nadie supo bien a bien cual fue el motivo de la riña, pero sobre la arena quedaron los cuerpos de dos pescadores muertos a machetazos y Mangue no volvió a sentarse bajo su palapa nunca más.

Crecí, me fortalecí; regresé a la capital, me casé y pronto tuve un pequeño hijo. Durante esos años regresé un par de veces, solamente para ver morir mi playa y muchas otras cosas y personas. Yo mismo había cambiado, y el niño incansable que pasaba días enteros nadando en el mar se había ido, dejando en su lugar a un adulto un tanto cansado, que a sus treinta se limitaba a contemplarlo solamente. Después de que nació mi hijo fui una vez más con la idea de encontrar para él una playa nueva que le hiciera feliz, y al mismo tiempo revisar los estragos que el tiempo hacía en mi gente.

Uno de esos días estábamos mi prima y yo sentados en la sala de la casa. De repente, ella se levantó y fue a traer de su recámara un sobre de correo aéreo. “Te llegó hace como un año”, me dijo “y no supe qué hacer con él; como no sabía si ibas a regresar pronto lo guardé hasta ahora. No tiene estampillas ni dirección así que debieron haberlo traído en persona”.

Tomé el sobre; tenía escrito mi nombre con letra pequeña y elegante. Desde un principio supe que lo había mandado Mangue, pero como él no sabía escribir alguien más debió haber puesto mi nombre. Adentro encontré una fotografía en colores brillantes en la que estaba retratada una pareja de hermosos ancianos. Uno de ellos era Mangue; ciertamente más viejo que cuando lo conocí, pero con un semblante resplandeciente que le daba a toda su persona fuerza, felicidad y vigor. La condición desahogada de la pareja era evidente en varios detalles de la fotografía, como la buena ropa que ambos llevaban, el vecindario agradable en el que había sido tomada y cosas así. Tardé en reconocer a la mujer. Aún a esa edad era hermosa y elegante. No miraba hacía la cámara, sino que contemplaba a Mangue tomándolo de la mano, con un destello de amor y orgullo en sus bellos ojos almendrados.

Salí al balcón. Estaba algo nublado y la suave brisa del atardecer mecía las palmeras a lo lejos mientras yo lloraba de alegría y nostalgia por Mangue. Abajo, recargada en el tronco de un mango vi la pala que se usaba en las faenas del jardín y tuve una revelación. Cuando bajaba las escaleras mi prima me preguntó hacia dónde iba.

“Voy al traspatio” dije, tomando la pala en mis manos, “a desenterrar el tesoro de Barbarroja”.
(Juan Antonio Santoyo, 1998)






3 comentarios:

Anónimo dijo...

Por como están las cosas, esta frase es la que permanece:
"Me voy a reformar y me voy a poner a trabajar"

G

Anónimo dijo...

"Me voy a reformar y me voy a poner a trabajar"... es la frase que permanece. Al menos para mi.

G

HL dijo...

Por aquí ando!
Saludos, buen Santoyo!

Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.