En casa el fin de semana. Presa de total desconcierto.
Hace ya dos semanas que no saco de su estuche la máquina de escribir. Las mismas dos semanas en las que mi nuevo horario como maestro del hermoso y antiquísimo Conservatorio de las Rosas me han alejado del delicioso oficio de escritor. No así del no menos delicioso oficio de lector, el cual -gracias a unos jugosos e inesperados negocios que se fueron tan repentinamente como llegaron- se ha visto provisto de una media docena de libros cuyo goce me ha tenido ocupado en los minutos del día en los que no estoy enseñando o tocando el piano.
Es en este momento en el que debo de señalar un hecho curioso. Desde mi temprana juventud me fijé la meta de estudiar lo suficiente, de modo que pudiera vivir con holgura razonable haciendo exclusivamente aquello que más amaba. Era algo importante para mí, pues mucha de mi energía juvenil la desperdiciaba despreciando de formas diferentes a todas aquellas personas que se veían en la necesidad de hacer trabajos odiosos con tal de ganar un precario sustento.
En mi caso, sin embargo, el reto más difícil ha sido, aun desde entonces y hasta el día de hoy, el decidir sin duda qué es -si acaso- aquello que más amo hacer, y concentrar en ello todas mis fuerzas y poderes creativos.
En mi niñez temprana - desde los cuatro años, concretamente- la lectura de temas tan diversos como la metafísica y la historia sirvieron de cómodo refugio a una realidad plagada de inferioridad física, soledad y enojo. A los doce años el Matías Sandorf de Verne me llevó a descubrir la novela, y con ella un mundo interminable de emociones, conocimiento e intensidad tan poderoso que, en la secundaria, decidí que iba a ser escritor.
No obstante, desde muchos años antes dedicaba de cuatro a seis horas al día a estudiar música en la UNAM, y con el paso del tiempo descubrí que -además de haberme enamorado perdidamente de ese arte también- resultaba tan eficiente en mis ejecuciones que la gente me pagaba buen dinero por tocar el piano, a pesar de mi corta edad.
Al mismo tiempo, y sin atreverme a escribir de forma constante, abandonaba las clases matutinas para leer, siguiendo inconscientemente una voz secreta que me decía que la única manera de aprender a escribir era leyendo, y que todo lo que enseñaban en la escuela era simplemente una distracción que acabaría por estropear mi sensibilidad si llegaba a tomarlo tan en serio como el resto de mis compañeros, o como mi propio padre, para quien mi afición por el arte constituyó siempre un funesto coqueteo con la holgazanería y la vagancia.
Pese a la mala impresión que la escuela en general me merecía, terminé la carrera de pianista; y ahora he descubierto que -aparte de la historia, la ciencia y los idiomas- la docencia se me da fácil y la disfruto enormemente, lo mismo que mis alumnos.
La pregunta es: ¿debo deplorar que ahora no me alcanza el tiempo para hacer todas aquellas cosas que amo porque vivo de otras actividades no menos apasionantes?
¿Debo sentirme apenado porque espero con ansiedad los lunes para ir a enseñar al Conservatorio? Y es que me espera la preparación de un quinto idioma; aprovecho cada instante disponible para leer un poco en los cuatro que ya hablo con fluidez; no puedo sino escribir breves notas para la composición de la gran novela del abuelo, que por fin -después de tantos años- parece dibujarse con claridad en mi imaginación, y finalmente, memorizo entre clase y clase el concierto de Mozart que voy a tocar como solista de la orquesta de la Universidad Michoacana apenas dentro de un mes. No es ya solamente aprender, sino encontrar tiempo para practicar lo aprendido la fuente de mi conflicto.
Y no he mencionado a los lectores del Gabinete, los que esperan una historia cada semana, y a quienes no pienso defraudar. Una razón egoísta me impulsa -empero- a no abandonar mi columna semanal, y es que a lo largo de muchos años he descubierto que no puedo vivir sin escribir, de la misma forma que no puedo vivir sin hacer todas esas cosas que hago -aunque sea unos minutos- todos los días.
Suplico a mis lectores que tengan paciencia; aun la misma paciencia con la que me han soportado desde la fundación del presente semanario.
A. S.
Hace ya dos semanas que no saco de su estuche la máquina de escribir. Las mismas dos semanas en las que mi nuevo horario como maestro del hermoso y antiquísimo Conservatorio de las Rosas me han alejado del delicioso oficio de escritor. No así del no menos delicioso oficio de lector, el cual -gracias a unos jugosos e inesperados negocios que se fueron tan repentinamente como llegaron- se ha visto provisto de una media docena de libros cuyo goce me ha tenido ocupado en los minutos del día en los que no estoy enseñando o tocando el piano.
Es en este momento en el que debo de señalar un hecho curioso. Desde mi temprana juventud me fijé la meta de estudiar lo suficiente, de modo que pudiera vivir con holgura razonable haciendo exclusivamente aquello que más amaba. Era algo importante para mí, pues mucha de mi energía juvenil la desperdiciaba despreciando de formas diferentes a todas aquellas personas que se veían en la necesidad de hacer trabajos odiosos con tal de ganar un precario sustento.
En mi caso, sin embargo, el reto más difícil ha sido, aun desde entonces y hasta el día de hoy, el decidir sin duda qué es -si acaso- aquello que más amo hacer, y concentrar en ello todas mis fuerzas y poderes creativos.
En mi niñez temprana - desde los cuatro años, concretamente- la lectura de temas tan diversos como la metafísica y la historia sirvieron de cómodo refugio a una realidad plagada de inferioridad física, soledad y enojo. A los doce años el Matías Sandorf de Verne me llevó a descubrir la novela, y con ella un mundo interminable de emociones, conocimiento e intensidad tan poderoso que, en la secundaria, decidí que iba a ser escritor.
No obstante, desde muchos años antes dedicaba de cuatro a seis horas al día a estudiar música en la UNAM, y con el paso del tiempo descubrí que -además de haberme enamorado perdidamente de ese arte también- resultaba tan eficiente en mis ejecuciones que la gente me pagaba buen dinero por tocar el piano, a pesar de mi corta edad.
Al mismo tiempo, y sin atreverme a escribir de forma constante, abandonaba las clases matutinas para leer, siguiendo inconscientemente una voz secreta que me decía que la única manera de aprender a escribir era leyendo, y que todo lo que enseñaban en la escuela era simplemente una distracción que acabaría por estropear mi sensibilidad si llegaba a tomarlo tan en serio como el resto de mis compañeros, o como mi propio padre, para quien mi afición por el arte constituyó siempre un funesto coqueteo con la holgazanería y la vagancia.
Pese a la mala impresión que la escuela en general me merecía, terminé la carrera de pianista; y ahora he descubierto que -aparte de la historia, la ciencia y los idiomas- la docencia se me da fácil y la disfruto enormemente, lo mismo que mis alumnos.
La pregunta es: ¿debo deplorar que ahora no me alcanza el tiempo para hacer todas aquellas cosas que amo porque vivo de otras actividades no menos apasionantes?
¿Debo sentirme apenado porque espero con ansiedad los lunes para ir a enseñar al Conservatorio? Y es que me espera la preparación de un quinto idioma; aprovecho cada instante disponible para leer un poco en los cuatro que ya hablo con fluidez; no puedo sino escribir breves notas para la composición de la gran novela del abuelo, que por fin -después de tantos años- parece dibujarse con claridad en mi imaginación, y finalmente, memorizo entre clase y clase el concierto de Mozart que voy a tocar como solista de la orquesta de la Universidad Michoacana apenas dentro de un mes. No es ya solamente aprender, sino encontrar tiempo para practicar lo aprendido la fuente de mi conflicto.
Y no he mencionado a los lectores del Gabinete, los que esperan una historia cada semana, y a quienes no pienso defraudar. Una razón egoísta me impulsa -empero- a no abandonar mi columna semanal, y es que a lo largo de muchos años he descubierto que no puedo vivir sin escribir, de la misma forma que no puedo vivir sin hacer todas esas cosas que hago -aunque sea unos minutos- todos los días.
Suplico a mis lectores que tengan paciencia; aun la misma paciencia con la que me han soportado desde la fundación del presente semanario.
A. S.
1 comentario:
La vida "familiar" frecuentemente nos impide atender las aficiones y actividades, que si bien son importantes, quedan en segundo (o tercer, o cuarto) lugar frente a lo urgente. . .
Publicar un comentario