martes, agosto 28, 2007

Cosas para recordar (sexta parte)

IX La encrucijada

El Brigadeführer Kristian Schultz le ordenó a su escolta que regresara a Berlín, y que ahí se reportara como franca al oficial de guardia, quien expediría los permisos correspondientes para así dar un pequeño descanso a sus hombres. Él mismo, en compañía de solamente dos ayudantes cuya lealtad traspasaba por mucho los límites del deber, obtuvo de la comandancia de la plaza de Varsovia -en la que se encontraba otro viejo amigo de su padre- un automóvil, tomando el camino del sur en cuanto despuntaron las primeras luces del alba.
Cuando hubo recorrido unos treinta kilómetros en esa dirección llegó a una encrucijada de dos caminos. En ella había un viejo poste con señales en polaco y en alemán las cuales, de no leerse con cuidado, podrían crear terrible confusión a causa de la repetición de nombres que para una sola ciudad había en lenguas distintas.
Para Kristian, era el momento de tomar una decisión. Frente a él estaba el camino de Majdanek. Frente a él, también, el camino de Berlín. El primero seguramente lo llevaría a encontrar a Julius Steinmayer, y el segundo habría de conducirlo a Wolfschanze, es decir, a la ominosa presencia del Führer.
El caso era que, sin importar cual de los dos caminos tomase, aquél maldito asunto iba a acabar mal de todos modos.
Por un lado, si llegaba al cuartel general sin Steinmayer, Hitler lo haría fusilar sin duda, no sin antes humillarlo públicamente por su incapacidad de hacer algo tan sencillo como arrestar a un hombre; un hombre ya de por sí prisionero en un ghetto y, además, de permitir su escape obstaculizando el trabajo de Kratz, el cual, no hay que olvidarlo, pagó con la vida los aparentes errores y torpezas de Schultz. Por otra parte, si acaso buscaba redimir su buen nombre y su honor militar cazando a Steinmayer antes de que liberara a sus hijas, entonces llevaría inevitablemente en su conciencia el peso de destruir, para satisfacer el capricho de un dictador, la vida de un hombre culto y brillante, un hombre al que respetaba y había inclusive llegado a querer. La vida de un alemán y, además, la de un amigo de su propio padre, soldado de honor y valentía de sobra probados en el campo de batalla. Eso sin contar con la patente posibilidad de que Steinmayer lo matase a él primero, como con determinación se lo había hecho saber en el café Budapest. Kristian Schultz sonrió al recordar que había sido un inocente comentario, soltado con descuido en una reunión de hombres somnolientos, el que lo había puesto en esa situación imposible.
Había una tercera opción. Era sencilla y lógica; afín a sus sentimientos e, inclusive, dentro de su esfera de acción. Por todas esas razones, Kristian se había rehusado a considerarla, pero ante la solidez de su desastre, comenzó a pensar en que probablemente era aquello lo que le correspondía hacer. De su bolsillo sacó la fotografía en la que aparecían las dos jovencitas, las hijas de su maestro, y la contempló durante largo rato. Sus dos ayudantes guardaron un respetuoso silencio mientras su jefe efectuaba una meticulosa consulta consigo mismo, en la que analizó a fondo la intrincada urdidumbre de su concepto del honor. Se preguntó si su máxima lealtad descansaba en el Führer, ya que un juramento lo obligaba a la obediencia, al ejército, al cual se había unido como resultado de muchas y muy diversas presiones o al amigo, quien en su lugar seguramente olvidaría cualquier lazo humano que le impidiera cumplir con su misión. En esencia, Schultz era un alemán. Como tal, estaba obligado a hacer aquello que, partiendo de la solidez de su carácter y la coherencia de su persona era lo mejor para la patria.
Zanjada esa cuestión, Kristian se dirigió a sus hombres, y les dijo:
“Espero que no me tomen a mal que les pida, una vez más, que me refrenden su lealtad y disposición a seguirme sin importar los extremos a los que nos lleve la naturaleza de nuestra misión. Nunca les he pedido que asesinen a otros alemanes, ya que nuestra obligación es destruir al enemigo; pero quizá sea ahora la primera vez que enderecemos nuestras armas hacia otros compatriotas. No pienso obligarlos a tal cosa. Los que deseen retirarse, pueden hacerlo en este momento, seguros de que tal cosa no repercutirá en sus hojas de servicio”.
Sus escoltas saltaron en sus asientos, sobresaltados no tanto por la posibilidad de que Schultz los obligara a terminar con vidas alemanas, como por el temor de que su reputación de hombres valientes pudiera sufrir menoscabo. Sensible a sus intenciones, dijo entonces su jefe:
"Descuiden. No repetiré nunca más esta absurda solicitud. Estoy muy agradecido con ustedes. Vamos, pues".
Los escoltas se miraron, desconcertados. El que conducía el automóvil, un robusto sargento llamado Hagen Pankow iba a decir algo; pero se arrepintió de inmediato. Giró pensativo la llave de la ignición, y se dispuso a seguir el camino indicado por Schultz.

X Los rieles de la muerte.

En las cercanías del campo de Majdanek-Lublim, los prisioneros trabajaban sin descanso en la construcción de un enorme entronque ferroviario. Para Frieda y Ute Steinmayer era el cuarto día de trabajo bajo la lluvia incesante, y sus cuerpos, si bien llenos de la fuerza que dan la juventud y la inquebrantable voluntad de vivir, desfallecían por momentos. Aterrorizadas ante la idea de que cualquiera de ellas pudiera colapsarse y morir bajo el arma impaciente de uno de los guardias se animaban la una a la otra, bendiciendo a su Dios por la fortuna de poder seguir juntas, cuando tantas familias habían sido separadas; y vivas, cuando con sus propios ojos habían visto la muerte de tantas otras.
Desde su llegada al campo se había repetido siempre la misma rutina infernal: el despertar de madrugada, el salir del campo con las primeras luces del alba, caminar cinco kilómetros, casi descalzas y sobre el suelo lodoso y frío. Trabajar en el tendido de las vías, cargando tablones, baldes de agua y enormes cajas de remaches. Todo para no poder comer al final del día sino un espantoso caldo de quién sabe qué, aguado e insípido a más no poder, acompañado a veces de un mendrugo de pan. Se aprovechaba en el trabajo hasta el último momento de luz, y solamente al acercarse la noche las alineaban de nuevo en una fantasmagórica columna, para de inmediato regresar a las inmundas barracas en las que tenían que pasar la noche. Por el camino, algunas mujeres caían, víctimas del hambre y el agotamiento agudo, solamente para ser rematadas por los guardias que no permitían rezagadas. Cada paso era una lucha entre vivir o morir. Es en esos terribles momentos, sin embargo, cuando morir no parece tan malo después de todo, y abandonarse al propio destino se convierte en una tentación difícil de resistir. Se ha perdido la esperanza, y lo único que parece claro es la inutilidad de cualquier resistencia que prolongue la miseria en la que la vida se ha convertido. Era en esos momentos en los que las hermanas Steinmayer se decían, la una a la otra, aquellas razones, por muy lejanas e inverosímiles que pudieran de momento parecer, por las que no era aceptable morir. Sí. Su padre les había enseñado muy bien a resistir el desconsuelo. "El que vive, siempre tiene otra oportunidad", repetían una y otra vez. "Papá nos juró que no nos abandonaría, y él siempre cumple con sus promesas".
"Probablemente está ya preso", decía Frieda, la menor, mientras juntas transportaban un enorme durmiente de madera hacia su lugar en la vía. La lluvia no dejaba de caer, y ambas tenían que medir cuidadosamente cada paso para no caer por lo resbaladizo del barro. "O quizá hasta esté muerto".
"Eso no tenemos manera de saberlo. Papá es un hombre muy astuto. Sabe defenderse, y no me extrañaría que a estas horas tuviera al ghetto levantado en armas en contra de los nazis".
"Ute, por Dios. Papá es un caballero. Ni por error levantaría la mano para lastimar a otra persona".
"Eso lo dices porque no lo conoces tan bien como yo".
"Por supuesto que lo conozco bien. Por eso te lo digo. De niña me gustaba escuchar sus historias sobre la guerra, y en ninguna mencionó cosas tan espantosas como las que nos están sucediendo. A lo mejor es que, como él dice, esos eran otros tiempos, y la guerra seguía siendo asunto de hombres de honor. En realidad, a él no le gustaba pelear. Me lo dijo muchas veces. Hasta me contó qué, en la primera navidad que pasó en la guerra, su comandante pactó una tregua con los ingleses que estaban del otro lado de las trincheras, apenas a unos pasos de ellos, y acabaron todos jugando futbol, cantando y tomando cerveza hasta el día siguiente. Ingleses y alemanes juntos, como si no fueran enemigos y nunca lo hubieran sido. Así es mi papá, y no como tú dices. Es valiente, pero detesta la violencia".
"¿Y quién ganó?" Preguntó Ute, a quien la palabrería de Frieda había devuelto al mundo de los vivos, llenándola de una dulce y secreta alegría.
"¿Cómo?"
"Papá te contó que se pusieron a jugar con los ingleses en la navidad. ¿Quién ganó el partido?"
"Alemania, por supuesto. 2 a 1."
Ambas sonrieron. Ese recuerdo les había comprado un día más de vida, y ambas lo sabían. Ute dijo:
Piensa en las demás mujeres que están aquí, sobre todo en las polacas, que son la mayoría. Ellas llegaron desde mucho antes, y han resistido pese a todo. Ellas construyeron el campo: las barracas, los cuarteles y todo lo demás. Supongo que después de un tiempo tu cuerpo se acostumbra, y los días pasan más rápido. Ahora recuerdo lo último que me dijo papá la mañana en la que nos vimos por última vez. Tú ya estabas abajo, en la calle. Íbamos a la casa de Rosenthal a vender un anillo para cambiarlo por comida, ¿recuerdas? Yo iba bajando las escaleras, y de repente regresé por una chalina, porque me había entrado frío. Cuando abrí la puerta, encontré a papá arrodillado en el piso. Seguramente no me había escuchado subir, porque yo siempre he caminado muy ligerito, como si no tocara el piso."
"¿Estaba rezando?"
"No, tonta. Estaba inclinado sobre la duela. Había una como trampita debajo de la alfombra, y de ahí sacaba su pistola, o la estaba poniendo de nuevo, quién sabe. Desde entonces he tratado de figurarme cómo le hizo para que los nazis no se la quitaran".
"El viejo es muy bueno para los escondrijos, ya lo sabes. De que esconde algo, no hay nadie que lo encuentre".
"Pues sí. El caso es que yo esperaba que papá la guardara y se pusiera a explicarme cosas, pero en lugar de eso la llevó a la mesa. Todos los que compartían la casa con nosotros habían salido, y por eso la desarmó para limpiarla con toda la calma del mundo. Cuando me despedí de nuevo para alcanzarte, papá me dijo, abrazándome con mucha fuerza: 'recuerda, hija, que pase lo que pase, aquí no se rinde nadie'. No lo he vuelto a ver desde entonces, porque al regresar ya nos estaban esperando para subirnos en los trenes''.
"Ve tú a saber qué otras cosas había en esa trampita".
Ute asintió. Para ese momento habían llegado hasta el lugar en el que debían depositar el durmiente. Era un milagro que hubieran podido cargarlo tantos metros ellas solas. Sus manos se hallaban insensibles, entumecidas; sus piernas temblaban a causa del esfuerzo y cuando descargaron el pesado bloque de madera la mayor de las hermanas Steinmayer resbaló, y cayó de espaldas en el lodazal. Ute iba a levantarse, porque sabía que, de no hacerlo inmediatamente no tardaría en caer un latigazo o, quizá, hasta un disparo sobre ella. Horrorizada, miró que un cabo salía de la valla que resguardaba a los prisioneros y se dirigía directo hacia ella. Estaba a punto de suplicar clemencia cuando abrió los ojos de manera desmesurada. El cabo había comenzado a gritonearle, subiéndose apenas su gorra, calada hasta los ojos. Frieda, de pie junto a su hermana, soltó un grito que para su fortuna fue tomado por los otros soldados como una muestra de temor.
No lo era.
Había reconocido a su padre.
(Continuará)

miércoles, agosto 22, 2007

Cosas para recordar (quinta parte)

Por causas ajenas a la redacción de El Gabinete de Doktor Faust, la entrega de esta semana se publica con dos días de atraso. Por esa razón pedimos disculpas a nuestros lectores
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VIII Dos caminos

Segundos después se escucharon los disparos; innecesarios, por cuanto no era preciso derribar la puerta para entrar al café Budapest. Kratz se abrió paso, acompañado de varios soldados con las ametralladoras listas para disparar, por entre las mesas tiradas y las sillas amontonadas de la misma forma que lo había hecho Kristian Schultz unos minutos antes. Al llegar a él, Kratz lo miró con una media sonrisa pintada en el rostro, en la que podía adivinarse un profundo desprecio por ese superior que a él, Kratz, le parecía tan sospechoso como la misión misma que lo había llevado ahí. Una misión de la que no creería una sola palabra de no haberle sido confirmada directamente del cuartel general. Habría que pasar aun sobre ese impedimento, pues la rabia que el capitán sentía en ese momento, junto con su deseo de llevarse él mismo el crédito de capturar al ya famoso prisionero, lo reafirmaron en su recién tomada determinación de enmendarle la plana al alto mando.
"Se ha escapado de nuevo, ¿verdad?" Preguntó Kratz, su voz contaminada de majadero sarcasmo.
"¿Quién?" Contestó a su vez Kristian Schultz.
"Con el debido respeto, no se haga pendejo, Herr Brigadeführer. Usted sabe perfectamente a quién me refiero. Usted y yo sabemos perfectamente que el fugitivo estaba aquí justo antes de que yo llegara, pues uno de sus hombres, leal a diferencia de todos los demás, me lo ha notificado de inmediato. He llegado tarde de todos modos, a lo que parece, y eso me irrita, pues de haber estado con usted, el prisionero no habría escapado".
Kratz comenzó a revisar el café, sin reparar aun en la baldosa faltante del piso. El agua de la cafetera hervía ya plenamente, dejando escapar un silbido que se agudizaba por momentos.
"Por lo visto -continuó Kratz- no le fue muy difícil huir ahora. No hay huellas de lucha, sobre todo porque usted mandó lejos a sus hombres dizque para cortar la salida posterior y por eso no estuvieron aquí para realizar un arresto el cual, debido a sus heridas, no estaba en situación de hacer. El fugitivo ni siquiera tuvo que hacer estallar una de sus malditas bombas, y eso, también, es muy sospechoso".
Kratz calló entonces. Schultz estaba confundido, incapaz de ejercer cualquier autoridad que su rango pudiera conferirle; lo único en lo que podía pensar era en que le hubiera gustado no haber abierto la boca aquella tarde en el Berghof.
"Este documento -dijo Kratz, mostrando un par de hojas de papel que devolvió de inmediato a la bolsa de su casaca militar- es un amplísimo salvoconducto, con el cual es posible obtener la libertad de cualquier preso, de cualquier confinamiento en que se encontrare, con el fin de conducirlo al cuartel general. Me fue entregado después de pasar el día entero en el cuarto de transmisiones del gobernador de la provincia. Creía poder cambiar el parecer de los jefes en cuanto a capturar vivo a Steinmayer, pero me equivoqué, y en lugar de una sentencia de muerte, salí de ahí con este salvoconducto de mierda. Irónicamente, mis órdenes eran las de entregárselo a usted, para así limitar mi poder y el de mis hombres y aumentar el suyo, todo para poder conservarle la vida a ese odiado asesino".
Kratz miró a Schultz directamente a los ojos, y la media sonrisa regresó a sus labios. Más peligrosa y fría. Fue en ese instante en el que Kristian supo que las cosas terminaban ahí. Que no regresaría a Berghof jamás, y que sería ejecutado por un carcelero de rango inferior en alguna calle maloliente de un ghetto, en la lejana Europa oriental.
"Pero ahora pienso, Herr Schultz, que este salvoconducto me puede servir mucho mejor a mí. Me servirá para primero salir de esta ratonera, y luego para poder ejecutar a Steinmayer en cuanto lo encuentre. Órdenes o no, a cualquiera se le va un tiro durante una captura, sobre todo si uno puede llevarse al prisionero a donde se le antoje. Usted, por lo pronto -y aquí Kratz apuntó son su arma a Kristian- se encuentra bajo arresto por incumplimiento del deber. Tengo testigos de su renuencia a cumplir con su misión, y estoy por lo tanto facultado de sobra para ello".
"Kratz, no lo hagas. No tienes idea de lo mucho que complicas la situación haciendo esto".
El capitán abrió los ojos, estupefacto.
"¿Yo la complico? ¿Yo? ¡Todos ustedes, los del cuartel general, están perfectamente locos! De no ser por ustedes, ese desgraciado estaría bien muerto, y no habría ni siquiera una situación".
Kratz pareció meditar algunos segundos, y luego dijo: "en el palacio del gobernador escuché decir algo a uno de los operadores, y me pregunto si es verdad. Venga conmigo".
Kratz llevó a Kristian hasta una esquina del bar en donde estaba un viejo piano cubierto de polvo, lo abrió, e hizo sentar a Schultz frente al teclado, los hombres de Kratz acercaron unas sillas al lugar, y se sentaron como si se tratara de una velada musical.
"Toca". Le ordenó.
Pero Schultz no se movió. Le parecía que era Kratz el que había enloquecido.
"¡Que toques, te digo!" Repitió, amenazándolo con su ametralladora.
Sin saber bien a qué iba todo aquello, o sabiéndolo, Kristian tocó una melodía sencilla, la cual debió de escucharse mucho en ese lugar en otros tiempo más felices. Al terminar, Kratz dijo en voz baja:
"Entonces es cierto. Steinmayer es músico, y tú también. ¡Qué coincidencia! ¿Sabes? Hubieras podido salvar muchas vidas alemanas si nos hubieras avisado que tu amigo fue zapador en la guerra; experto en explosivos''.
''No lo sabía. Y, por cierto, Steinmayer es también un alemán''.
''¡No me jodas, Schultz! ¡Y lo de sus hijas! No me extrañaría que estuvieras enamorado de una de ellas, y que por eso cooperas con Steinmayer".
"Eso no -contestó Kristian- nunca las conocí".
"Supongo que no", contestó Kratz, ufano de poseer tanta información correcta. "Solamente te lo dije para que te des cuenta de que no somos tan idiotas como tú crees. Sabemos qué es lo que mueve al viejo, a pesar de que, cuando trató de robar los registros de embarque, dejó las hojas en las que sus hijas están anotadas, y se llevó otras; no sé cuales. Lo hizo, evidentemente, para confundirnos, pues le bastaba con leer la hoja de destino para saber el lugar al que mandamos a sus hijas. El pobre imbécil. Cuando llegue al campo de trabajo de Miluzc lo vamos a estar esperando".
Kratz soltó una carcajada, y luego escupió sobre el piso. Luego gritó a sus hombres: "¡Registren todo el lugar! Debe de haber un pasadizo, un escondite o algo así. Steinmayer no se esfumó en el aire. ¡Rápido!"
El silbido de la cafetera se había hecho insoportable, y Schultz se levantó, sin que nadie se lo impidiera, y fue a apagarla. A su alrededor, los hombres de Kratz revolvían mesas y sillas en busca de alguna vía de escape. A Kristian le parecía mentira que no hubieran visto todavía la baldosa faltante del piso. También pensaba en la hoja que le había mostrado Steinmayer justo antes de desaparecer. Hubiera jurado que se trataba de una hoja de registro auténtica, que los nombres de sus hijas estaban ahí y, sobre todo, que el nombre del campo no era Miluzc, sino Majdanek-Lublim, muy cerca.
Al llegar a la cafetera, una reliquia de principios de siglo, la apagó; pero al mismo tiempo se dio cuenta de que de una de las válvulas colgaba un pedazo de papel. En él decía, sencillamente: "bunker, debajo de la barra".
Mientras pensaba en lo que podía significar ese mensaje, seguramente dejado ahí por su maestro al encender la cafetera, escuchó cortar cartucho a sus espaldas. Kristian Schultz se volvió para encontrarse con el cañón de la ametralladora que le apuntaba, con la media sonrisa de Kratz, y con la cercanía de la muerte.
"No sabes lo mucho que voy a disfrutar cuando cuente tu muerte en la comandancia. Cuando les diga la manera en la que el fugitivo te disparó al escapar, y solicite para tí los honores de un héroe. Lo voy a disfrutar tanto como cuando encuentre a Steinmayer y lo mate también a él".
Y levantó la ametralladora. Estaba por jalar el gatillo, cuando uno de sus hombres llamó su atención:
"Jefe, mire: aquí falta una baldosa... parece que hay algo... ¡encaja ahí la bayoneta! Voy a empujar, jefe..."
Kratz le hizo seña de detenerse, pero era demasiado tarde y ya el soldado había levantado la tapa de una pequeña trampa que conducía a los sótanos del edificio, liberando al mismo tiempo y sin saberlo la espoleta de una bomba de demolición. Se escuchó el metálico ''clinc'' de la espoleta al saltar, y Schultz apenas tuvo tiempo suficiente para quitar la tapa de la gran coladera que hay detrás de toda barra que se respete, y arrojarse dentro de ella justo antes de que la enorme explosión borrara definitivamente del mapa al café Budapest, a Kratz y a todos sus hombres, tanto los que estaban adentro, como los que esperaban afuera, en la calle. Fue, de hecho, un milagro que el edificio no se colapsara y se viniera abajo, y tuvieron que pasar varios minutos antes de que el humo, el polvo y los escombros comenzaran a asentarse.
Fue entonces que Kristian Schultz salió de la coladera, sucio, pero ileso, y comenzó a buscar entre los escombros los restos calcinados de Kratz.
Los encontró a unos veinte metros del café. Sorprendentemente, la explosión había arrojado su cadáver sin dañarlo demasiado, y dentro de su chaqueta estaba aun el preciado salvoconducto en un estado razonable de conservación.
“Lo siento”, dijo, dirigiéndose al cadáver de Kratz, “pero yo aun tengo dos caminos que seguir. Dos lugares que visitar”.
Se levantó entonces, y seguido de cuatro de sus hombres, se alejó caminando lentamente de los restos humeantes del Budapest.

domingo, agosto 12, 2007

Cosas para recordar (cuarta parte)

VI Berghof

Era el final del turno nocturno, y el operador del teletexto dormitaba después de una noche agitada; una noche en la que las comunicaciones no habían cesado de atronar la pequeña habitación con los chirridos y el acelerado traquetear de la impresora. Ahora, sin embargo, se había hecho el silencio. Durante algunos deliciosos minutos las agujas se detuvieron y el papel lleno de palabras en clave dejó de manar de la impresora como leche derramada. El operador, novato, poco acostumbrado a las desveladas, se recargó en su asiento y cerró los ojos, pensando que en pocos minutos podría subir al comedor, desayunar, y luego acostarse a dormir en las cómodas literas destinadas al personal de apoyo. Así, con esas dulces imágenes en el pensamiento, se iba sumiendo en un ligero duermevela del que fue violentamente sacado segundos después por el chirrido del teletexto que de esa manera alertaba al recibir una señal. Sobresaltado por el ruido, el operador se inclinó sobre la impresora, y con sorpresa vio que en el papel aparecía el principio de un mensaje sin cifrar dirigido al secretario personal del Führer, Martin Bormann.
Intrigado, el operador comenzó a leer el mensaje tan pronto aparecía frente a sus ojos. Al principio se le vio sonreír, divertido, pero hacia el final de la transmisión se puso muy serio, y abriendo los ojos con inusitada sorpresa se puso de pie, arrancó la hoja del teletexto y salió corriendo hacia la sala de juntas del Berghof, pasando a un lado del cabo de guardia, quien dormía apaciblemente en un sillón y a quien correspondía la obligación de poner el mensaje en manos de su destinatario.
En la sala de juntas acaba de terminar la discusión sobre el estado de la guerra, y el Führer se había dejado caer en una cómoda poltrona, dudando si acaso tenía ganas de tomar el té con sus secretarias como era su costumbre. Hitler obligaba a sus colaboradores más cercanos a vivir de acuerdo con su horario excéntrico y en buena parte nocturno. Posiblemente encontraba mucho más fácil trabajar en la oscuridad y el silencio de la noche, como muchos artistas están acostumbrados a hacerlo, y a las cinco de la madrugada apenas terminaba de trabajar. Se relajaba unos momentos, y hasta después de un rato se iba a sus habitaciones a descansar. Fue precisamente en ese momento de reposo, después del agobiante trabajo de convencer a todos los generales de que las cosas iban a pedir de boca, o que por lo menos podían resolverse sin tanto problema, que Bormann entró a la sala de juntas con el mensaje sin cifrar en su mano. Intrigado, el líder lo escuchó hablar de la misión especial de Schultz, de la canción (¿se acuerda, mein Führer?) que cantaba la mamá de Fraulein Eva y del Judío Steinmayer, la única persona que recordaba el final de dicha canción, y por lo tanto la única persona que conocía el destino del Reich. Hitler asintió, aliviado de escuchar las primeras palabras sensatas de la noche, se acordaba. Bormann comenzó entonces a leer el contenido del mensaje.
"¿Sabes, Martin?" Dijo el Führer cuando su secretario acabó de leerle el documento, "me parece que tuve razón en pedirle a Herr Schultz que buscara a Steinmayer. Después de escuchar lo que leíste estoy más que nunca convencido de que se trata de un ser único, poseedor de un extraño poder. ¿Cuando habías visto a un Judío haciendo un daño semejante a una unidad tan bien entrenada como la que lo busca? Yo no lo entiendo".
"Nadie lo entiende, mein Führer".
''Por eso ahora tengo más interés en conocerlo, escuchar lo que tiene que decirme y entonces, solamente entonces, podré ejecutarlo por la muerte de mis soldados. ¿Entiendes cuales son ahora las órdenes?"
"Perfectamente, mein Führer; aunque, si me lo permite, quisiera mencionar que los compañeros de los hombres muertos buscan al judío para matarlo de inmediato, por mucho que sus órdenes sean las de arrestarlo vivo. Ese puede ser un problema".
Hitler calló. Hasta esa sala, hasta esa casa enclavada en el centro mismo de Europa podían oírse con toda claridad los crujidos del frente oriental, que se resquebrajaba bajo el peso de la colosal maquinaria bélica de la Unión Soviética. En todo caso, pensó, no había mucho tiempo, ya fuera para ganar, o para preparar un final glorioso para el Reich, y había que quitarse esa pequeña pero molesta duda de la cabeza lo antes posible. Los sueños de Eva a menudo anunciaban sucesos que andando el tiempo se cumplían con sorprendente exactitud, y ese en particular, el que tenía que ver con su destino, lo había inquietado de manera inusual.
"Schultz sabrá qué es lo que debe hacerse. Dile que debe de apresurarse. ¡Dile que me traiga a ese judío con vida, o le haré llegar una pistola cargada con una sola bala! En cuanto llegue, quiero que tú mismo lo interrogues".
"Así se hará, mein Führer", dijo Martin Bormann.

VII La canción

De nada habían servido las súplicas de médicos y enfermeras, que le dijeron a Schultz que no debía levantarse de su cama hasta que la herida no hubiera cicatrizado del todo. Al día siguiente, pasado el medio día, Kristian estaba ya de pie, uniformado, y listo para acudir a su cita con Steinmayer. Ello dado el caso de que siguiera vivo, y así debía ser, a juzgar por la agitación que prevalecía en la comandancia de la franja norte, lugar al que fue a buscar a Kratz sin poder encontrarlo. Mientras esperaba, y tratando de no llamar la atención, Schultz fue al cuarto de mapas de la comandancia, y se sentó a examinar uno de los tres planos del ghetto que estaban colgados en la pared. En uno estaban señaladas, con lápices de colores, las casas destinadas a los habitantes, con las divisiones de cuartel, las llegadas, las salidas y el número exacto de personas en cada casa. El otro era un registro minucioso de tuberías y alcantarillas que servía para evitar el tráfico de bienes y personas, en tanto que el último, el más siniestro de todos, especificaba los lugares de trabajo, con el número de personas que habían muerto en ellos anotadas en rojo. Cifras solamente. Ningún nombre. En el segundo mapa Schultz pudo encontrar, después de un rato de pasar el dedo por la línea que señalaba la muralla norte, una casa marcada con negro, el color de los negocios y establecimientos. Era una de dos que había justo frente a la muralla, y un sentimiento indescriptible le hizo saber que ese era el lugar al que debía dirigirse.
Y así lo hizo.
No fue una caminata muy larga, pero sí extraordinariamente dolorosa. La herida del hombro se le abrió de nuevo y había comenzado a sangrar ligeramente en el momento de llegar a la calle Lodz, lugar en el que se encontraba el café Budapest.
Como era usual desde que la búsqueda había comenzado, Schultz dejó a su escolta en la calle, y entró solo al establecimiento desierto. La puerta estaba cerrada con candado, pero los vidrios estaban rotos, y no le fue difícil, a pesar de su hombro vendado y el brazo en cabestrillo, agacharse lo suficiente para pasar al interior. Era evidente que el café había sido saqueado varias veces desde que esa sección del ghetto fue evacuada, y por el piso había vasos y tazas rotas, sus fragmentos esparcidos por todas partes, hasta sobre las mesas cubiertas de polvo y el mostrador arruinado. Schultz se acercó a una de las cafeteras y la tocó. Estaba fría. La otra, empero, se sentía tibia, a pesar de que no había una sola huella en el polvo de meses acumulado sobre ella.
"¿Julius?" Dijo Kristian en voz baja. Su vista entonces se fijó en una loza fuera de lugar en un piso que en lo demás se mantenía extrañamente intacto, y se acercó para examinarla. El polvo había sido movido. Había huellas de calzado, y justo cuando alargaba la mano para tomar la loza, Schultz oyó una voz a sus espaldas.
"No te muevas".
Kristian levantó la única mano que era capaz de mover, y otra mano experta, pero que no era suya, le quitó su pistola en menos de lo que se cuenta.
"¿Tus hombres?"
"Están afuera".
"Diles que se vayan".
"No te preocupes. No van a entrar, a menos que se les ordene".
"Llaman la atención hacia este lugar. Diles que se vayan".
Schultz lo hizo así, ordenándoles a sus hombres ir a cubrir el edificio por la otra calle.
"Ahora sí -dijo al regresar- ¿me vas a decir qué es lo que está pasando?"
"Dímelo tú -Steinmayer seguía uniformado y bien peinado, con la ametralladora al hombro, y descargaba la pistola de su antiguo alumno para quedarse con su parque-. Qué es lo que sucede que de un día para otro me quitan todo lo poco que poseo, nos sacan a mi familia y a mí de nuestra casa, luego nos sacan de nuestro país para traernos a vivir a este maldito basurero, y finalmente secuestran a mis hijas, las suben a un tren que va a no sé dónde, y lo mismo hacen con todos los demás judíos que aun vivíamos a pesar de todo en Berlín. Dime ¿Qué diablos pasa?"
Schultz callaba, apenado. La herida del hombro, que había mejorado un poco, comenzó a dolerle una vez más con mayor fuerza que antes.
"Y ahora, cuando estoy por fin haciendo algo al respecto, defendiéndome, contestando como se debe a los atropellos de tus camaradas, llegas tú y me dices que Hitler quiere hablar conmigo, y que si no me entrego la vas a pasar muy mal, como si yo no hiciera otra cosa que disfrutar de unas agradables vacaciones".
"En efecto -dijo Schultz- y todo hubiese sido mucho más sencillo si no hubieras empezado a matar alemanes por todas partes. Ahora ni siquiera estoy seguro si mi deber sigue siento conservarte la vida, o acabar de una vez por todas con ella. Por Dios, Julius, ¿en donde aprendiste a hacer todas esas cosas; a disparar así (Schultz se sobó el hombro), a saltar por las ventanas arrojando granadas y todo eso?"
"En la guerra, por supuesto". Contesto Steinmayer. "Yo soy tan alemán como tú, Kristian; lo soy al grado de haber estado dispuesto a defender con la vida a nuestra amada patria. Mis hijas son alemanas también. Mis padres, mis abuelos; todos lo fueron, pero ahora nos persiguen de forma violenta sin que sepamos bien qué es lo que hemos hecho para merecer la muerte. En el año 14 peleaba en las trincheras de Francia. Había lodo en esas trincheras. Llovía todo el día y aquellas zanjas malditas se anegaban sin que nosotros pudiésemos salir de ellas ni un minuto. Era el único en mi familia que se había enlistado de forma voluntaria y, aunque nunca he sido un hombre religioso, en esos momentos pensaba que con ese sufrimiento pagaba el pecado de no hacerle caso a mi padre cuando me dijo que me quedara en casa.
No obstante, el valor de los demás soldados me sacaba de esos tristes razonamientos. Mis amigos, mis hermanos. Tu padre entre ellos. Era un héroe, un jefe arrojado y valeroso, que ponía la nobleza de su sangre por delante y jamás permitió que se nos lanzara a un ataque si no iba él en la primera línea. Si en aquellas trincheras lodosas, en las que tu padre se unía a nosotros al final del día para llorar a los camaradas muertos, alguien me hubiese dicho que llegaría el momento en el que dispararía mi arma contra otro soldado alemán lo hubiera tomado por loco, y lleno de indignación lo hubiese matado de inmediato.
Ahora veme. No solamente he matado a otros soldados, sino que lo he hecho con el mismo odio con el que ellos han asesinado a los de mi raza. Ahora solamente me queda la esperanza de encontrar a mis hijas, de salvarlas, y quizá entonces, si no he muerto en el intento, pensar en hacer las paces con mi patria, que me ha quitado todo lo que soy, y todo lo que poseo. Aquí -y entonces sacó del bolsillo de su chaqueta un pedazo de papel- está lo que necesito para hacer eso, y espero que no te interpongas, porque entonces, aunque eres una de las personas que más estimo, y eres además el hijo de uno de los hombres que más admiro, aun a pesar de ello tendré que matarte".
"¿Que hay en esa hoja?"
"Es el registro del tren en el que se llevaron a mis hijas, y su destino".
La palabra destino despertó en Kristian el recuerdo de su misión. Él también tenía un documento en su bolsillo, y el lodo del que hablaba su maestro se encontraba ahora en sus propias botas.
"Julius", dijo, "Necesito que me digas como termina una de tus canciones".
Steinmayer miró a Kristian con recelo. Había repasado durante todo el día su conversación en la calle Maritzky, y había llegado a la conclusión de que el asunto de su arte, como lo había llamado Schultz, no era otra cosa que un invento para despistarlo.
"¿Canción? ¿Cuál canción?" Dijo. Por primera vez, Steinmayer se veía desconcertado. Kristian se la canturreó tal como la recordaba y la música, fuera de lugar como aparecía en ese momento, llenó el escenario de desastre con su frescura y despreocupación.
"Sí. Recuerdo bien esa canción. La escribí poco después de regresar del frente, y nunca la grabé".
"Así es -dijo Schultz- eso es lo que sabemos. Lo que no sabemos es cómo acaba".
"No entiendo".
"Julius, la estrofa que te canté ahorita es la única que recuerdo, y según un sueño absurdo que tuvo Fraulein Braun, las siguientes estrofas contienen el destino de Alemania".
"Steinmayer sonrió ante lo demencial que sonaba todo aquello, y luego dijo:
"Kristian, lo que cantaste es todo. Esa es la única estrofa. Después de cantarla, siguen cinco minutos de música instrumental para que la gente baile, se repite la misma estrofa y se acaba la canción".
En ese instante se oyó el ruido de un automóvil afuera del café. Kristian se asomó por una de las ventanas y vio a varios transportes llenos de tropa estacionarse justo enfrente de la entrada. De uno de ellos saltó Kratz, quien con cara de pocos amigos caminó hacia la puerta para abrirla a tiros de pistola.
"Julius, ¡ocúltate!" Gritó Schultz. Pero en el café no había nadie más. La cafetera que había sentido tibia unos minutos antes comenzaba a lanzar un vapor apenas perceptible, y en el piso la loza suelta había desaparecido.

(Continuará)




lunes, agosto 06, 2007

Cosas para recordar (tercera parte)

V Se escapa de nuevo

"¡Soy yo, Julius, Schultz; no dispares!"
Se hizo un breve silencio, roto de inmediato por los gritos enardecidos de la tropa que ya se precipitaba por el cubo de la escalera. Sin perder tiempo, Kristian subió algunos peldaños más, y se sorprendió de nuevo al ver al viejo Steinmayer en el alfeizar de una ventana, como si se preparara para saltar. En ese momento se hicieron evidentes los muchos detalles que se le habían escapado en el primer encuentro. Su viejo maestro empuñaba una Luger que sin duda había robado a alguna de sus víctimas, lo mismo que el uniforme, y llevaba además una subametralladora colgada a la espalda. Tenía el rostro tiznado por la explosión, aunque su cabello y su barba se mantenían incongruentemente bien peinados. Salvo por ese detalle, al pianista se le hubiese podido confundir con un guerrero, extrañamente sereno enmedio de una batalla. Apuntaba a Kristian, pues aunque había reconocido su voz por sobre la gritería de los soldados, aun hacía esfuerzos por ver a través de la humareda sin dejar de lanzar miradas impacientes hacia el callejón abajo.
"¿Kristian?" Preguntó, incrédulo; "¿Qué haces aquí? Carajo, ¿te encuentras bien? No pareces estar herido. Bien, me alegro".
E iba a saltar sin decir más, porque ya los pasos de la soldadesca resonaban en el piso de abajo. Schultz estuvo a punto de gritarle que no lo hiciera, pero tuvo una intuición, y en lugar de ello susurró:
"Vengo a ayudarte. No te vayas", y luego, levantando más la voz, ordenó a los soldados:
"¡Alto! ¡Alto y silencio! Que nadie suba o lo perdemos. ¡Esperen mis órdenes!"
Los pasos se detuvieron, si bien solamente para que los soldados pudiesen discutir entre ellos si acaso Schultz tenía autoridad como para ordenarles eso. No era mucho tiempo el que se ganaba, pero algo era.
Steinmayer, mientras tanto, se había preguntado cuál era la razón de que Schultz estuviese ahí. Sabía muy bien la alta posición de la que gozaba, y no tenía sentido, por mucho que se hubiera convertido en un dolor de cabeza para los alemanes a cargo del ghetto, que lo hicieran venir a ese mugrero desde tan lejos -aun suponiendo que su amistad fuera de alguien conocida- nada más para persuadirlo a que se entregase. Víctima de su propia curiosidad, pues, detuvo su escape y bajó el arma, invariablemente cuidándose las espaldas con la pared más cercana.
"De modo", dijo, "que han decidido mandar a un líder de brigada a matar al viejo Steinmayer. La alta oficialidad de las SS debe de estar muy sin quehacer para que algo así suceda".
"Por el contrario, Julius, he venido a sacarte de aquí. Tengo órdenes del mismo Martin Bormann de llevarte a su presencia. Parece que tu arte ha llegado a los oídos del jefe, de una manera muy inusual, si es que puedo decirlo de ese modo".
Steinmayer meditó durante algunos segundos, al principio pareció no entender la razón por la que Hitler lo buscaba, pero luego, atendiendo a materia práctica, preguntó:
"Y ¿cuántos hombres traes contigo para cumplir esa misión? ¿Un pelotón? No sabes, hijo, cómo han estado las cosas por aquí en los últimos días. He tenido que hacer cosas verdaderamente terribles nada más para mantenerme con vida e ir de la casa a la estación de ferrocarril, la nueva que construimos dentro del ghetto, y de ahí... ¡oh, santo Dios! Esa ha sido la parte más difícil. Todavía no estoy ni a medio camino, no he comido casi nada en tres días, y a cada momento que pasa es mucho más difícil moverme por entre las patrullas. En fin, el asunto es que, a menos de que traigas un batallón para resguardarme, no creo poder salir de aquí sobre mis pies, no contigo, por lo menos".
"Escucha, traigo..."
"No importa lo que traigas. Aunque mostraras como una bandera un papel firmado por el mismo Hitler, las cosas que he hecho son tales que durante mi traslado a un soldado se le iría por error un disparo, o encontrarías de repente que me suicidé colgándome en el baño. Lo único que siento es no poder quedarme a contarte todo lo que ha sucedido, que en cierto modo ayudaría a descargar un poco mi conciencia. Tú lo sabes. Sabes muy bien que yo no estaba acostumbrado a estas cosas. Debo irme".
"¡Escucha, Julius, no te vayas aun! Ninguno de los dos estaba acostumbrado a nada de esto, pero lo realmente importante es que no eres el único aquí en problemas. Mi misión es una de esas en las que no se puede reportar un fracaso sin consecuencias graves. Mira, yo tampoco puedo explicarte nada. Ven conmigo, y ya veremos la forma de sacarte de aquí, de llevarte al cuartel general como me han ordenado. Ahí las cosas son distintas, no se ve la barbarie que se dice reina por aquí..."
Steinmayer miró hacia el callejón. Se llevó la mano a la espalda y de ahí extrajo un racimo de tres enormes granadas atadas entre sí. Se volvió luego hacia Schultz y, dedicándole una mirada de dulce complicidad, le dijo:
"¿Qué te parece tomar un café cerca de la muralla norte? No es un lugar a tu altura, pero por lo menos se puede conversar sin prisas. A tus amigos de escaleras abajo diles... diles que me tenías acorralado, pero que me escapé abusando de tu buena fe".
"¿Estás loco? ¡Nadie me va a creer eso!"
"No te preocupes", dijo Steinmayer con calma, "te creerán". Y entonces levantó la Luger, apuntó en un santiamén y con pulso firme le disparó a Kristian, hiriéndolo limpiamente en el hombro. Sin perder un segundo, el pianista cebó una de las granadas y arrojó todo el bulto al callejón, de donde provino el estruendo ensordecedor de una explosión, la que cimbró de nuevo el edificio, que amenazaba con derrumbarse. Cuando el humo se hubo disipado Steinmayer había desaparecido, y Schultz miraba hacia el callejón, presionándose la herida con fuerza, sinceramente encabronado por el dolor del disparo. Sus hombres llegaron de inmediato y se lanzaron de nuevo a la persecución del fugitivo quien para entonces llevaba ventaja suficiente, contando con que conocía el terreno a la perfección y sabía, con toda seguridad, cosas que sus perseguidores ignoraban. Abajo, en la calle, Kratz se ocupó de subir a Kristian en una ambulancia y llevarlo al hospital, cruzando la muralla. Al observar el rostro del teniente, sin embargo, y al escuchar la forma en la que se lamentaba de haber perdido de nuevo el rastro de su prisionero, Schultz se convenció de que Steinmayer tenía razón en cuanto a la imposibilidad de sacarlo a la luz del día, enmedio de una multitud enloquecida de SS que habían jurado vengar la muerte de quién sabe cuántos compañeros. Kratz no era en absoluto como él. No era un miembro de la cada vez más diezmada aristocracia prusiana, ni se encontraba en el ejército en un desesperado intento por demostrar que la nobleza no era, como se decía, completamente inservible. Kratz era un soldado profesional, un agente especializado en administrar el orden y la muerte, en un orden que podía variar, pero cuyos factores eran siempre los mismos. Su carrera no había comenzado en un palacio de Berlín, sino en las calles de Frankfurt; golpeando comunistas en los callejones, asesinando anarquistas en broncas de cervecería y marchando incansablemente al ritmo que el jefe le marcaba. Kristian se preguntaba si acaso Kratz no tendría tantas ganas de matarlo a él como las que tenía de matar a Steinmayer y le apenaba, una vez más, el haber confiado de manera tan ciega en un sistema que lo decepcionaba una y otra vez. Un sistema sobre el que, cada vez era más claro, era imposible tener completo control. Kristian pensó en el Führer. Lo imaginó rodeado de sus ayudantes, de los comandantes de las fuerzas armadas, inclinado sobre sus cartas en las que los millones de hombres bajo su mando no eran sino pequeñas banderitas de colores que él movía de lado a lado en un intento de detener el derrumbe que todos, menos él, consideraban inminente. A Kristian siempre le había llamado la atención que, mientras Hitler expresaba el movimiento de sus hombres por la numeración de sus unidades, tanto en la tierra como en el mar, llamaba a la artillería y a las ametralladoras por su nombre y calibre con una precisión que a todos los presentes sorprendía. Esa era la persona que le había ordenado encontrar a un solo hombre, entre millones, y llevarlo a su presencia. Un hombre perteneciente a una raza odiada por él, que sin embargo -y de ello a Schultz no le quedaba duda- tenía dignidad e integridad de sobra para enfrentar la presencia del jefe supremo.
Kristian se preguntó entonces si sus órdenes serían las mismas si acaso se supiera en el cuartel general lo sucedido en el ghetto. ¿Se admitiría a la presencia de Hitler, o de Eva, a un judío que debía la vida de varios soldados alemanes? Kratz debió de adivinar sus pensamientos, porque le dijo:
"En cuanto se sienta mejor, veré la manera de ponerlo en contacto con el secretario personal del Führer. Debe de liberarlo de inmediato de la responsabilidad terrible de llevar a un hombre así fuera del ghetto. Ellos entenderán. No siempre lo hacen, pero ésta es una situación muy especial".
"Sin duda lo es", dijo Schultz sin pizca de ironía en su voz.
"A propósito", replicó Kratz con duda sincera, "¿de que se trata todo eso? Es la primera vez que alguien de arriba se toma la molestia de preguntar por una de estas pobres ratas".
El líder de brigada Kristian Schultz no encontró ningún motivo para mentir.
"Se trata de una canción", dijo, y ante la mirada de vacía incomprensión de Kratz agregó: "sucede que el Führer tiene curiosidad por saber cómo acaba una canción. Es tan vieja, que al parecer nadie más que Fraulein Braun la recuerda, pero solamente a la mitad. Por alguna razón, eso es muy importante para la seguridad del estado".
Kratz ya no se mostraba sorprendido. "Y luego preguntan el por qué estamos perdiendo esta maldita guerra", dijo.

(Continuará)
Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.