IX La encrucijada
El Brigadeführer Kristian Schultz le ordenó a su escolta que regresara a Berlín, y que ahí se reportara como franca al oficial de guardia, quien expediría los permisos correspondientes para así dar un pequeño descanso a sus hombres. Él mismo, en compañía de solamente dos ayudantes cuya lealtad traspasaba por mucho los límites del deber, obtuvo de la comandancia de la plaza de Varsovia -en la que se encontraba otro viejo amigo de su padre- un automóvil, tomando el camino del sur en cuanto despuntaron las primeras luces del alba.
Cuando hubo recorrido unos treinta kilómetros en esa dirección llegó a una encrucijada de dos caminos. En ella había un viejo poste con señales en polaco y en alemán las cuales, de no leerse con cuidado, podrían crear terrible confusión a causa de la repetición de nombres que para una sola ciudad había en lenguas distintas.
Para Kristian, era el momento de tomar una decisión. Frente a él estaba el camino de Majdanek. Frente a él, también, el camino de Berlín. El primero seguramente lo llevaría a encontrar a Julius Steinmayer, y el segundo habría de conducirlo a Wolfschanze, es decir, a la ominosa presencia del Führer.
El caso era que, sin importar cual de los dos caminos tomase, aquél maldito asunto iba a acabar mal de todos modos.
Por un lado, si llegaba al cuartel general sin Steinmayer, Hitler lo haría fusilar sin duda, no sin antes humillarlo públicamente por su incapacidad de hacer algo tan sencillo como arrestar a un hombre; un hombre ya de por sí prisionero en un ghetto y, además, de permitir su escape obstaculizando el trabajo de Kratz, el cual, no hay que olvidarlo, pagó con la vida los aparentes errores y torpezas de Schultz. Por otra parte, si acaso buscaba redimir su buen nombre y su honor militar cazando a Steinmayer antes de que liberara a sus hijas, entonces llevaría inevitablemente en su conciencia el peso de destruir, para satisfacer el capricho de un dictador, la vida de un hombre culto y brillante, un hombre al que respetaba y había inclusive llegado a querer. La vida de un alemán y, además, la de un amigo de su propio padre, soldado de honor y valentía de sobra probados en el campo de batalla. Eso sin contar con la patente posibilidad de que Steinmayer lo matase a él primero, como con determinación se lo había hecho saber en el café Budapest. Kristian Schultz sonrió al recordar que había sido un inocente comentario, soltado con descuido en una reunión de hombres somnolientos, el que lo había puesto en esa situación imposible.
Había una tercera opción. Era sencilla y lógica; afín a sus sentimientos e, inclusive, dentro de su esfera de acción. Por todas esas razones, Kristian se había rehusado a considerarla, pero ante la solidez de su desastre, comenzó a pensar en que probablemente era aquello lo que le correspondía hacer. De su bolsillo sacó la fotografía en la que aparecían las dos jovencitas, las hijas de su maestro, y la contempló durante largo rato. Sus dos ayudantes guardaron un respetuoso silencio mientras su jefe efectuaba una meticulosa consulta consigo mismo, en la que analizó a fondo la intrincada urdidumbre de su concepto del honor. Se preguntó si su máxima lealtad descansaba en el Führer, ya que un juramento lo obligaba a la obediencia, al ejército, al cual se había unido como resultado de muchas y muy diversas presiones o al amigo, quien en su lugar seguramente olvidaría cualquier lazo humano que le impidiera cumplir con su misión. En esencia, Schultz era un alemán. Como tal, estaba obligado a hacer aquello que, partiendo de la solidez de su carácter y la coherencia de su persona era lo mejor para la patria.
Zanjada esa cuestión, Kristian se dirigió a sus hombres, y les dijo:
“Espero que no me tomen a mal que les pida, una vez más, que me refrenden su lealtad y disposición a seguirme sin importar los extremos a los que nos lleve la naturaleza de nuestra misión. Nunca les he pedido que asesinen a otros alemanes, ya que nuestra obligación es destruir al enemigo; pero quizá sea ahora la primera vez que enderecemos nuestras armas hacia otros compatriotas. No pienso obligarlos a tal cosa. Los que deseen retirarse, pueden hacerlo en este momento, seguros de que tal cosa no repercutirá en sus hojas de servicio”.
Sus escoltas saltaron en sus asientos, sobresaltados no tanto por la posibilidad de que Schultz los obligara a terminar con vidas alemanas, como por el temor de que su reputación de hombres valientes pudiera sufrir menoscabo. Sensible a sus intenciones, dijo entonces su jefe:
"Descuiden. No repetiré nunca más esta absurda solicitud. Estoy muy agradecido con ustedes. Vamos, pues".
Los escoltas se miraron, desconcertados. El que conducía el automóvil, un robusto sargento llamado Hagen Pankow iba a decir algo; pero se arrepintió de inmediato. Giró pensativo la llave de la ignición, y se dispuso a seguir el camino indicado por Schultz.
X Los rieles de la muerte.
En las cercanías del campo de Majdanek-Lublim, los prisioneros trabajaban sin descanso en la construcción de un enorme entronque ferroviario. Para Frieda y Ute Steinmayer era el cuarto día de trabajo bajo la lluvia incesante, y sus cuerpos, si bien llenos de la fuerza que dan la juventud y la inquebrantable voluntad de vivir, desfallecían por momentos. Aterrorizadas ante la idea de que cualquiera de ellas pudiera colapsarse y morir bajo el arma impaciente de uno de los guardias se animaban la una a la otra, bendiciendo a su Dios por la fortuna de poder seguir juntas, cuando tantas familias habían sido separadas; y vivas, cuando con sus propios ojos habían visto la muerte de tantas otras.
Desde su llegada al campo se había repetido siempre la misma rutina infernal: el despertar de madrugada, el salir del campo con las primeras luces del alba, caminar cinco kilómetros, casi descalzas y sobre el suelo lodoso y frío. Trabajar en el tendido de las vías, cargando tablones, baldes de agua y enormes cajas de remaches. Todo para no poder comer al final del día sino un espantoso caldo de quién sabe qué, aguado e insípido a más no poder, acompañado a veces de un mendrugo de pan. Se aprovechaba en el trabajo hasta el último momento de luz, y solamente al acercarse la noche las alineaban de nuevo en una fantasmagórica columna, para de inmediato regresar a las inmundas barracas en las que tenían que pasar la noche. Por el camino, algunas mujeres caían, víctimas del hambre y el agotamiento agudo, solamente para ser rematadas por los guardias que no permitían rezagadas. Cada paso era una lucha entre vivir o morir. Es en esos terribles momentos, sin embargo, cuando morir no parece tan malo después de todo, y abandonarse al propio destino se convierte en una tentación difícil de resistir. Se ha perdido la esperanza, y lo único que parece claro es la inutilidad de cualquier resistencia que prolongue la miseria en la que la vida se ha convertido. Era en esos momentos en los que las hermanas Steinmayer se decían, la una a la otra, aquellas razones, por muy lejanas e inverosímiles que pudieran de momento parecer, por las que no era aceptable morir. Sí. Su padre les había enseñado muy bien a resistir el desconsuelo. "El que vive, siempre tiene otra oportunidad", repetían una y otra vez. "Papá nos juró que no nos abandonaría, y él siempre cumple con sus promesas".
"Probablemente está ya preso", decía Frieda, la menor, mientras juntas transportaban un enorme durmiente de madera hacia su lugar en la vía. La lluvia no dejaba de caer, y ambas tenían que medir cuidadosamente cada paso para no caer por lo resbaladizo del barro. "O quizá hasta esté muerto".
"Eso no tenemos manera de saberlo. Papá es un hombre muy astuto. Sabe defenderse, y no me extrañaría que a estas horas tuviera al ghetto levantado en armas en contra de los nazis".
"Ute, por Dios. Papá es un caballero. Ni por error levantaría la mano para lastimar a otra persona".
"Eso lo dices porque no lo conoces tan bien como yo".
"Por supuesto que lo conozco bien. Por eso te lo digo. De niña me gustaba escuchar sus historias sobre la guerra, y en ninguna mencionó cosas tan espantosas como las que nos están sucediendo. A lo mejor es que, como él dice, esos eran otros tiempos, y la guerra seguía siendo asunto de hombres de honor. En realidad, a él no le gustaba pelear. Me lo dijo muchas veces. Hasta me contó qué, en la primera navidad que pasó en la guerra, su comandante pactó una tregua con los ingleses que estaban del otro lado de las trincheras, apenas a unos pasos de ellos, y acabaron todos jugando futbol, cantando y tomando cerveza hasta el día siguiente. Ingleses y alemanes juntos, como si no fueran enemigos y nunca lo hubieran sido. Así es mi papá, y no como tú dices. Es valiente, pero detesta la violencia".
"¿Y quién ganó?" Preguntó Ute, a quien la palabrería de Frieda había devuelto al mundo de los vivos, llenándola de una dulce y secreta alegría.
"¿Cómo?"
"Papá te contó que se pusieron a jugar con los ingleses en la navidad. ¿Quién ganó el partido?"
"Alemania, por supuesto. 2 a 1."
Ambas sonrieron. Ese recuerdo les había comprado un día más de vida, y ambas lo sabían. Ute dijo:
Piensa en las demás mujeres que están aquí, sobre todo en las polacas, que son la mayoría. Ellas llegaron desde mucho antes, y han resistido pese a todo. Ellas construyeron el campo: las barracas, los cuarteles y todo lo demás. Supongo que después de un tiempo tu cuerpo se acostumbra, y los días pasan más rápido. Ahora recuerdo lo último que me dijo papá la mañana en la que nos vimos por última vez. Tú ya estabas abajo, en la calle. Íbamos a la casa de Rosenthal a vender un anillo para cambiarlo por comida, ¿recuerdas? Yo iba bajando las escaleras, y de repente regresé por una chalina, porque me había entrado frío. Cuando abrí la puerta, encontré a papá arrodillado en el piso. Seguramente no me había escuchado subir, porque yo siempre he caminado muy ligerito, como si no tocara el piso."
"¿Estaba rezando?"
"No, tonta. Estaba inclinado sobre la duela. Había una como trampita debajo de la alfombra, y de ahí sacaba su pistola, o la estaba poniendo de nuevo, quién sabe. Desde entonces he tratado de figurarme cómo le hizo para que los nazis no se la quitaran".
"El viejo es muy bueno para los escondrijos, ya lo sabes. De que esconde algo, no hay nadie que lo encuentre".
"Pues sí. El caso es que yo esperaba que papá la guardara y se pusiera a explicarme cosas, pero en lugar de eso la llevó a la mesa. Todos los que compartían la casa con nosotros habían salido, y por eso la desarmó para limpiarla con toda la calma del mundo. Cuando me despedí de nuevo para alcanzarte, papá me dijo, abrazándome con mucha fuerza: 'recuerda, hija, que pase lo que pase, aquí no se rinde nadie'. No lo he vuelto a ver desde entonces, porque al regresar ya nos estaban esperando para subirnos en los trenes''.
"Ve tú a saber qué otras cosas había en esa trampita".
Ute asintió. Para ese momento habían llegado hasta el lugar en el que debían depositar el durmiente. Era un milagro que hubieran podido cargarlo tantos metros ellas solas. Sus manos se hallaban insensibles, entumecidas; sus piernas temblaban a causa del esfuerzo y cuando descargaron el pesado bloque de madera la mayor de las hermanas Steinmayer resbaló, y cayó de espaldas en el lodazal. Ute iba a levantarse, porque sabía que, de no hacerlo inmediatamente no tardaría en caer un latigazo o, quizá, hasta un disparo sobre ella. Horrorizada, miró que un cabo salía de la valla que resguardaba a los prisioneros y se dirigía directo hacia ella. Estaba a punto de suplicar clemencia cuando abrió los ojos de manera desmesurada. El cabo había comenzado a gritonearle, subiéndose apenas su gorra, calada hasta los ojos. Frieda, de pie junto a su hermana, soltó un grito que para su fortuna fue tomado por los otros soldados como una muestra de temor.
No lo era.
Había reconocido a su padre.
El Brigadeführer Kristian Schultz le ordenó a su escolta que regresara a Berlín, y que ahí se reportara como franca al oficial de guardia, quien expediría los permisos correspondientes para así dar un pequeño descanso a sus hombres. Él mismo, en compañía de solamente dos ayudantes cuya lealtad traspasaba por mucho los límites del deber, obtuvo de la comandancia de la plaza de Varsovia -en la que se encontraba otro viejo amigo de su padre- un automóvil, tomando el camino del sur en cuanto despuntaron las primeras luces del alba.
Cuando hubo recorrido unos treinta kilómetros en esa dirección llegó a una encrucijada de dos caminos. En ella había un viejo poste con señales en polaco y en alemán las cuales, de no leerse con cuidado, podrían crear terrible confusión a causa de la repetición de nombres que para una sola ciudad había en lenguas distintas.
Para Kristian, era el momento de tomar una decisión. Frente a él estaba el camino de Majdanek. Frente a él, también, el camino de Berlín. El primero seguramente lo llevaría a encontrar a Julius Steinmayer, y el segundo habría de conducirlo a Wolfschanze, es decir, a la ominosa presencia del Führer.
El caso era que, sin importar cual de los dos caminos tomase, aquél maldito asunto iba a acabar mal de todos modos.
Por un lado, si llegaba al cuartel general sin Steinmayer, Hitler lo haría fusilar sin duda, no sin antes humillarlo públicamente por su incapacidad de hacer algo tan sencillo como arrestar a un hombre; un hombre ya de por sí prisionero en un ghetto y, además, de permitir su escape obstaculizando el trabajo de Kratz, el cual, no hay que olvidarlo, pagó con la vida los aparentes errores y torpezas de Schultz. Por otra parte, si acaso buscaba redimir su buen nombre y su honor militar cazando a Steinmayer antes de que liberara a sus hijas, entonces llevaría inevitablemente en su conciencia el peso de destruir, para satisfacer el capricho de un dictador, la vida de un hombre culto y brillante, un hombre al que respetaba y había inclusive llegado a querer. La vida de un alemán y, además, la de un amigo de su propio padre, soldado de honor y valentía de sobra probados en el campo de batalla. Eso sin contar con la patente posibilidad de que Steinmayer lo matase a él primero, como con determinación se lo había hecho saber en el café Budapest. Kristian Schultz sonrió al recordar que había sido un inocente comentario, soltado con descuido en una reunión de hombres somnolientos, el que lo había puesto en esa situación imposible.
Había una tercera opción. Era sencilla y lógica; afín a sus sentimientos e, inclusive, dentro de su esfera de acción. Por todas esas razones, Kristian se había rehusado a considerarla, pero ante la solidez de su desastre, comenzó a pensar en que probablemente era aquello lo que le correspondía hacer. De su bolsillo sacó la fotografía en la que aparecían las dos jovencitas, las hijas de su maestro, y la contempló durante largo rato. Sus dos ayudantes guardaron un respetuoso silencio mientras su jefe efectuaba una meticulosa consulta consigo mismo, en la que analizó a fondo la intrincada urdidumbre de su concepto del honor. Se preguntó si su máxima lealtad descansaba en el Führer, ya que un juramento lo obligaba a la obediencia, al ejército, al cual se había unido como resultado de muchas y muy diversas presiones o al amigo, quien en su lugar seguramente olvidaría cualquier lazo humano que le impidiera cumplir con su misión. En esencia, Schultz era un alemán. Como tal, estaba obligado a hacer aquello que, partiendo de la solidez de su carácter y la coherencia de su persona era lo mejor para la patria.
Zanjada esa cuestión, Kristian se dirigió a sus hombres, y les dijo:
“Espero que no me tomen a mal que les pida, una vez más, que me refrenden su lealtad y disposición a seguirme sin importar los extremos a los que nos lleve la naturaleza de nuestra misión. Nunca les he pedido que asesinen a otros alemanes, ya que nuestra obligación es destruir al enemigo; pero quizá sea ahora la primera vez que enderecemos nuestras armas hacia otros compatriotas. No pienso obligarlos a tal cosa. Los que deseen retirarse, pueden hacerlo en este momento, seguros de que tal cosa no repercutirá en sus hojas de servicio”.
Sus escoltas saltaron en sus asientos, sobresaltados no tanto por la posibilidad de que Schultz los obligara a terminar con vidas alemanas, como por el temor de que su reputación de hombres valientes pudiera sufrir menoscabo. Sensible a sus intenciones, dijo entonces su jefe:
"Descuiden. No repetiré nunca más esta absurda solicitud. Estoy muy agradecido con ustedes. Vamos, pues".
Los escoltas se miraron, desconcertados. El que conducía el automóvil, un robusto sargento llamado Hagen Pankow iba a decir algo; pero se arrepintió de inmediato. Giró pensativo la llave de la ignición, y se dispuso a seguir el camino indicado por Schultz.
X Los rieles de la muerte.
En las cercanías del campo de Majdanek-Lublim, los prisioneros trabajaban sin descanso en la construcción de un enorme entronque ferroviario. Para Frieda y Ute Steinmayer era el cuarto día de trabajo bajo la lluvia incesante, y sus cuerpos, si bien llenos de la fuerza que dan la juventud y la inquebrantable voluntad de vivir, desfallecían por momentos. Aterrorizadas ante la idea de que cualquiera de ellas pudiera colapsarse y morir bajo el arma impaciente de uno de los guardias se animaban la una a la otra, bendiciendo a su Dios por la fortuna de poder seguir juntas, cuando tantas familias habían sido separadas; y vivas, cuando con sus propios ojos habían visto la muerte de tantas otras.
Desde su llegada al campo se había repetido siempre la misma rutina infernal: el despertar de madrugada, el salir del campo con las primeras luces del alba, caminar cinco kilómetros, casi descalzas y sobre el suelo lodoso y frío. Trabajar en el tendido de las vías, cargando tablones, baldes de agua y enormes cajas de remaches. Todo para no poder comer al final del día sino un espantoso caldo de quién sabe qué, aguado e insípido a más no poder, acompañado a veces de un mendrugo de pan. Se aprovechaba en el trabajo hasta el último momento de luz, y solamente al acercarse la noche las alineaban de nuevo en una fantasmagórica columna, para de inmediato regresar a las inmundas barracas en las que tenían que pasar la noche. Por el camino, algunas mujeres caían, víctimas del hambre y el agotamiento agudo, solamente para ser rematadas por los guardias que no permitían rezagadas. Cada paso era una lucha entre vivir o morir. Es en esos terribles momentos, sin embargo, cuando morir no parece tan malo después de todo, y abandonarse al propio destino se convierte en una tentación difícil de resistir. Se ha perdido la esperanza, y lo único que parece claro es la inutilidad de cualquier resistencia que prolongue la miseria en la que la vida se ha convertido. Era en esos momentos en los que las hermanas Steinmayer se decían, la una a la otra, aquellas razones, por muy lejanas e inverosímiles que pudieran de momento parecer, por las que no era aceptable morir. Sí. Su padre les había enseñado muy bien a resistir el desconsuelo. "El que vive, siempre tiene otra oportunidad", repetían una y otra vez. "Papá nos juró que no nos abandonaría, y él siempre cumple con sus promesas".
"Probablemente está ya preso", decía Frieda, la menor, mientras juntas transportaban un enorme durmiente de madera hacia su lugar en la vía. La lluvia no dejaba de caer, y ambas tenían que medir cuidadosamente cada paso para no caer por lo resbaladizo del barro. "O quizá hasta esté muerto".
"Eso no tenemos manera de saberlo. Papá es un hombre muy astuto. Sabe defenderse, y no me extrañaría que a estas horas tuviera al ghetto levantado en armas en contra de los nazis".
"Ute, por Dios. Papá es un caballero. Ni por error levantaría la mano para lastimar a otra persona".
"Eso lo dices porque no lo conoces tan bien como yo".
"Por supuesto que lo conozco bien. Por eso te lo digo. De niña me gustaba escuchar sus historias sobre la guerra, y en ninguna mencionó cosas tan espantosas como las que nos están sucediendo. A lo mejor es que, como él dice, esos eran otros tiempos, y la guerra seguía siendo asunto de hombres de honor. En realidad, a él no le gustaba pelear. Me lo dijo muchas veces. Hasta me contó qué, en la primera navidad que pasó en la guerra, su comandante pactó una tregua con los ingleses que estaban del otro lado de las trincheras, apenas a unos pasos de ellos, y acabaron todos jugando futbol, cantando y tomando cerveza hasta el día siguiente. Ingleses y alemanes juntos, como si no fueran enemigos y nunca lo hubieran sido. Así es mi papá, y no como tú dices. Es valiente, pero detesta la violencia".
"¿Y quién ganó?" Preguntó Ute, a quien la palabrería de Frieda había devuelto al mundo de los vivos, llenándola de una dulce y secreta alegría.
"¿Cómo?"
"Papá te contó que se pusieron a jugar con los ingleses en la navidad. ¿Quién ganó el partido?"
"Alemania, por supuesto. 2 a 1."
Ambas sonrieron. Ese recuerdo les había comprado un día más de vida, y ambas lo sabían. Ute dijo:
Piensa en las demás mujeres que están aquí, sobre todo en las polacas, que son la mayoría. Ellas llegaron desde mucho antes, y han resistido pese a todo. Ellas construyeron el campo: las barracas, los cuarteles y todo lo demás. Supongo que después de un tiempo tu cuerpo se acostumbra, y los días pasan más rápido. Ahora recuerdo lo último que me dijo papá la mañana en la que nos vimos por última vez. Tú ya estabas abajo, en la calle. Íbamos a la casa de Rosenthal a vender un anillo para cambiarlo por comida, ¿recuerdas? Yo iba bajando las escaleras, y de repente regresé por una chalina, porque me había entrado frío. Cuando abrí la puerta, encontré a papá arrodillado en el piso. Seguramente no me había escuchado subir, porque yo siempre he caminado muy ligerito, como si no tocara el piso."
"¿Estaba rezando?"
"No, tonta. Estaba inclinado sobre la duela. Había una como trampita debajo de la alfombra, y de ahí sacaba su pistola, o la estaba poniendo de nuevo, quién sabe. Desde entonces he tratado de figurarme cómo le hizo para que los nazis no se la quitaran".
"El viejo es muy bueno para los escondrijos, ya lo sabes. De que esconde algo, no hay nadie que lo encuentre".
"Pues sí. El caso es que yo esperaba que papá la guardara y se pusiera a explicarme cosas, pero en lugar de eso la llevó a la mesa. Todos los que compartían la casa con nosotros habían salido, y por eso la desarmó para limpiarla con toda la calma del mundo. Cuando me despedí de nuevo para alcanzarte, papá me dijo, abrazándome con mucha fuerza: 'recuerda, hija, que pase lo que pase, aquí no se rinde nadie'. No lo he vuelto a ver desde entonces, porque al regresar ya nos estaban esperando para subirnos en los trenes''.
"Ve tú a saber qué otras cosas había en esa trampita".
Ute asintió. Para ese momento habían llegado hasta el lugar en el que debían depositar el durmiente. Era un milagro que hubieran podido cargarlo tantos metros ellas solas. Sus manos se hallaban insensibles, entumecidas; sus piernas temblaban a causa del esfuerzo y cuando descargaron el pesado bloque de madera la mayor de las hermanas Steinmayer resbaló, y cayó de espaldas en el lodazal. Ute iba a levantarse, porque sabía que, de no hacerlo inmediatamente no tardaría en caer un latigazo o, quizá, hasta un disparo sobre ella. Horrorizada, miró que un cabo salía de la valla que resguardaba a los prisioneros y se dirigía directo hacia ella. Estaba a punto de suplicar clemencia cuando abrió los ojos de manera desmesurada. El cabo había comenzado a gritonearle, subiéndose apenas su gorra, calada hasta los ojos. Frieda, de pie junto a su hermana, soltó un grito que para su fortuna fue tomado por los otros soldados como una muestra de temor.
No lo era.
Había reconocido a su padre.
(Continuará)