domingo, julio 29, 2007

Cosas para recordar (segunda parte)

IV Steinmayer

Eso había sido todo. O mejor dicho, el principio de todo. Eva recordaba a su madre mucho durante el día; su familia era muy importante para ella, y cuando empezaron a bombardear München podía pasarse horas en el teléfono tratando de saber si acaso su casa había sido alcanzada por las bombas, y si todos estaban bien. Su sueño, por lo tanto, no era extraño; así como tampoco lo era el hecho de recordar particularmente esa canción que formaba parte de un ritual doméstico placentero y lleno de buenos recuerdos. No obstante, al contar lo que había soñado, Eva no hizo sino alimentar tanto la curiosidad como la superstición del Führer en un momento crítico de la guerra, como se decía durante las juntas en el cuartel general, si bien a Schultz le parecía que, desde la invasión a la Unión Soviética, Alemania pasaba solamente de una crisis grave a otra más grave todavía.
Lo que al ayudante de campo sí le parecía extraño era que, al igual que la amante de Hitler, era incapaz de recordar el resto de la canción, a pesar de conocerla.
Al ver la seriedad con la que el Führer había tomado la cuestión, Schultz se arrepintió de haber hablado; pero ya era demasiado tarde. Un segundo después tenía frente a sí a un iracundo Hitler, quien había montado en cólera de nuevo, ahora por no poder escuchar el resto de la canción, la parte en la que seguramente se hablaba de su destino y el de Alemania, y que exigía de inmediato (Sofort, sofort!!! Gritaba) conocer el nombre del autor. Al jefe del Estado casi le da una embolia al enterarse de que el autor, el supuesto profeta de su futuro, era de ascendencia hebrea, y presa de una malsana inquietud dio por terminada la velada de esa noche.
Una semana después, Kristian Schultz tenía lodo en las botas y esa ominosa orden en el bolsillo. Con sobrada razón prefería escuchar a hablar en las veladas del Berghof, pensó al dar a su escolta la orden de avanzar. Era muy sencillo. Debía encontrar a Steinmayer, llevarlo a la presencia del jefe y sacarlo vivo de ahí una vez que hubiese satisfecho su curiosidad. Más fácil de decir que de hacer. Por lo menos, sabía en donde empezar a buscar.
En cuestión de minutos llegó a la calle Sarko. Schultz sintió que un escalofrío le subía por el espinazo al darse cuenta de que estaba completamente desierta. Pésima señal, de acuerdo con lo que hasta entonces había escuchado del asunto. Dio orden de que la tropa lo esperara en la calle, precaución inútil dada la situación, y entró solo al ruinoso edificio con el num. 75, una antigua e imponente construcción de mampostería que alguna vez debió de pertenecer a la nobleza local. No obstante, el lujo y buen gusto que debió de adornar aquellos lugares había sido invadido por la desgracia, la pobreza, la suciedad y el desastre. En el segundo piso, Schultz halló vestigios de la presencia del viejo Steinmayer en un par de fotografías que yacían en el piso, sorprendentemente intactas a pesar de los marcos rotos, con los cristales esparcidos por los restos de lo que sin duda había sido un desalojo violento y un posterior saqueo. Uno de ellos llamó la atención del oficial. En él podía verse a Steinmayer, mucho más joven de lo que él lo recordaba, sentado al piano, frente a un micrófono, cantando. Se adivinaba la presencia de la banda en alguna parte. En el otro estaba retratado con dos hermosas jovencitas desconocidas. La mirada de ambas lo hizo olvidar por un momento el terror reflejado en todo lo que lo rodeaba, y sin trabajo las imaginó a ambas cruzando la calle con los mismos vestidos dominicales que llevaban puestos en la fotografía, conversando con otras muchachas de su edad, en una escuela, quizá; o tocando algún instrumento, lo cual hacían sin duda si tenían algo que ver con Steinmayer.
Schultz hubiese podido permanecer ahí más tiempo, de no ser por los ruidos que le llegaron en ese momento de calle abajo.
Eran disparos.
Guardó el retrato de las dos jóvenes en su bolsillo, en el mismo lugar en el que llevaba la orden de arrestar al músico, y salió lo más pronto que pudo a la calle. Ahí ordenó a su escolta:
"¡A la estación!"
Pensaba que quizá el desalojo era reciente, y en ese caso tenían tiempo; aunque también podía tratarse del hombre que buscaba, y en ese caso habían llegado demasiado tarde.
La respuesta llegó de inmediato. Justo antes de llegar a la esquina con la calle Maritzky, un hombre vestido como un soldado alemán entró corriendo a la bocacalle, y al encontrarse de frente con Schultz y su tropa lanzó una maldición. Después de un segundo de duda, decidió regresar sobre sus pasos, siguiendo su loca carrera por la misma calle. En cuanto lo hizo se escucharon disparos de nuevo, ahora mucho más cercanos. Schultz estaba horrorizado. El hombre que corría era nada menos que Steinmayer grotescamente disfrazado, y por muy malos que fueran sus perseguidores para disparar, era poco probable que fallaran otra vez. Sin medir las consecuencias de su acción, el oficial cargó con su tropa, cruzándose frente al pelotón, y deteniéndolo a punta de ametralladora.
"¡¡No disparen!!" Gritó Schultz, sin que sus hombres supieran de cierto si la orden era para ellos o para los otros SS, quienes no tenían la menor intención de detener la persecución y ya levantaban sus armas para deshacerse del molesto estorbo que se les había puesto enfrente. Fue mucho más claro cuando dijo: "por órdenes del Führer debo arrestar vivo a ese hombre. Desde este momento estoy a cargo de la situación''.
Sin embargo, Schultz había perdido segundos preciosos. Kratz, el teniente que los mandaba sonrió, e hizo una señal a Schultz para que se volviera. Al hacerlo, el oficial se dio cuenta de que un grupo mucho más numeroso de soldados entraba a la carga en un edificio a la mitad de la cuadra.
"No tengo idea de cuales puedan ser tus estúpidas órdenes", dijo Kratz mientras ambos se lanzaban de nuevo a la caza, seguidos de sus hombres, "pero no te van a servir de nada. Ese perro debe demasiadas como para que lo dejemos ir..."
"¡Es una orden del Führer!" Gritó Schultz.
"Díselo a ellos", le contestó Kratz señalando a los demás soldados, que esperaban parapetados en la calle a los que habían entrado para acabar con el fugitivo, los mismos que les impidieron el paso con el argumento de que había ya demasiados hombres adentro para cazar un maldito perro. "Cuando comenzó el desalojo hace dos días, ese cabrón se las arregló, nadie entiende cómo, para sorprender a un cabo de la bandera Dresde. Era demasiado el maldito alboroto, también; estos imbéciles se tomaron demasiado en serio lo de ejecutar la operación lo más rápido posible. No sé. El caso es que nadie echó de menos al cabo. El judío ese -suponemos- lo mató y -también esto lo suponemos- lo ocultó en su propio escondite, vistiéndose con su uniforme. Pero ahí no acaba todo. En realidad, lo más sorprendente del caso comienza aquí, y es que el judío, en lugar de aprovecharse del tumulto para escapar, se fue a meter a la estación, a ver los trenes y a hurgar en los escritorios buscando yo no se a quién o qué cosa. Lo hizo bien, hasta eso. Nadie se hubiera dado cuenta de nada de no ser por que una empleada de sanidad se dio cuenta de que tenía sangre en una pierna. No era mucha sangre; digo, el hombre debió de haberse rasguñado al luchar con el cabo; pero fue suficiente para que le ordenaran ir a la enfermería. Y aun ahí no hubo problema, sino hasta que le ordenaron entregar los documentos que llevaba en la mano. Preguntó: ¿estos documentos?" Como si el pendejo no entendiera de qué se trataba. Ya para ese momento se había reunido un grupo de soldados que se preguntaban lo que un cabo de esa bandera podía estar haciendo en ese lugar y con esos documentos en la mano. En ese instante, bien sonriente y como si fuera a dar los buenos días, el perro aquél sacó su arma y le disparó a un sargento que ya lo tenía tomado del brazo, echando a correr". Kratz miró a Schultz a los ojos, con aguda expresión que indicaba lo mismo cansancio que sorpresa.
"Eso fue hace dos días", dijo.
Extrañamente, al ayudante de campo le pareció que todos esos soldados se tomaban demasiadas precauciones cubriéndose de ese modo, en la calle, cuando de lo que se trataba era de matar a un hombre solamente, un hombre que probablemente para entonces estaba ya desarmado, cansado e indefenso.
"No es sino un pianista de Berlín".
Schultz no terminaba de murmurar, pensativo, esas palabras, cuando una terrible explosión los lanzó a todos rodando por el piso, cubriéndolos de grandes pedazos de escombro, vidrios rotos, polvo y cuerpos desmembrados. Cuando la nube se hubo asentado y el humo comenzó a disiparse, aquellos que habían sobrevivido se dieron cuenta de que una buena parte de la fachada había desaparecido del edificio de enfrente.
Schultz recordó entonces la fotografía de Steinmayer frente al micrófono, y le pareció imposible reconciliar la pacífica imagen de su maestro de piano, serio y formal, aunque jovial cuando entraba en confianza; con el infierno de fuego y violencia que al parecer había desatado a su alrededor. Su familia nunca fue partidaria del odio racial de los Nazis, ni siquiera después de su entrada al ejército y, gracias a la posición acomodada de su familia, al grupo de ayudantes cercanos al Führer. Por eso, desde un principio Steinmayer fue recibido en la familia como lo que era: un hombre sobresaliente en su arte, sabio y de cálida presencia. Era alto de cuerpo, robusto, de facciones nobles y barba completa y perfectamente recortada. Más que un miembro de su estirpe, se asemejaba a un lord inglés.
En realidad, Schultz recordaba los días en los que recibía sus lecciones de piano como algunos de los mejores de su juventud. No era que le gustara mucho el piano, aunque sin duda acabó gustándole mucho más que si nunca hubiese conocido a Steinmayer, sino que rara vez hablaba de música con su maestro. Más que su eso, había sido su mentor; el consejero que lo había devuelto a la cordura después de haber perdido a Sophie, regalándole de paso la certeza de que para un hombre seguro de sí mismo es posible conquistar a cualquier mujer en el mundo, sin importar lo hermosa o adinerada que sea, siempre y cuando esa mujer tuviera lo necesario para hacerlo feliz.
Recordaba sus palabras amigables, sin engaño o condescendencia, su natural pacífico siempre, aunque con momentos en los que se exaltaba y daba vueltas por la sala del viejo palacete de los Schultz, en la capital del Reich; intentando persuadirlo a creer en una idea, un principio de vida, o cualquier otra cosa. Aquello, lo que estaba viendo, era simplemente demasiado.
De sus pensamientos lo sacó la tropa misma la cual, recuperada de los golpes y el asombro, se lanzó rugiendo a la entrada de lo que del edificio quedaba, sin orden ni acomodo, animados únicamente por la urgencia enloquecida de matar.
Schultz le arrebató a uno de sus hombres la ametralladora, y lanzó una ráfaga que derribó al soldado que casi alcanzaba los restos de la puerta y detuvo al resto. Era claro que no tenía tiempo, y que era altamente improbable impedir el linchamiento de Steinmayer, con Führerbefehl o sin ella. Por eso, sin más argumento que la ráfaga misma, se lanzó escaleras arriba gritando: "¡Julius, Julius! ¿Te encuentras bien?" Pero como única respuesta resonaron dos disparos, y luego otros dos. Luego hubo silencio.

(Continuará)

domingo, julio 22, 2007

Cosas para recordar (primera parte)



I El documento

PRÄSIDIALKANZLEI DES FÜHRERS UND REICHKANZLERS

Sicherheitdienst Operativer Befehl 00489...
...es ist mein Befehl... Herr Julius Steinmayer zu verhaften und zum Führerhauptquartier zu schicken. Die gesamte Verhaftungsaktion ist innerhalb von drei Tagen abzuschließen...
...unter keine umstande muß der Verhaftet getötet werden...!

Martin Bormann


II Schultz

El Brigadeführer Kristian Schultz dobló el documento para ponerlo en el bolsillo de su chaqueta, y al hacerlo se dio cuenta de que sus botas nuevas estaban atascadas de lodo. Para él, un militar a la antigua tradición, la suciedad en el uniforme aun en tiempos de guerra era muestra de estupidez y descuido.
"Mierda", dijo.
Y es que había lodo por todas partes. El piso estaba hecho lodo; había lodo en los edificios y en la muralla que separaba al ghetto del resto de la ciudad. Había lodo en la ropa de las personas, en sus sombreros, en sus carros de mano, y los cadáveres de dos niños que habían muerto de frío, acurrucados en una esquina, estaban cubiertos de lodo también. Amenazaba lluvia, por añadidura, y tenía solamente tres días para encontrar a un judío llamado Steinmayer, arrestarlo -a pesar de que, en teoría, se encontraba ya preso en el ghetto- y llevarlo vivo hasta Wolfschanze, en la Prusia oriental.
El cuartel general de Adolf Hitler.
No era, por cierto, la primera vez que recibía de manos de Bormann mismo un encargo incomprensible. Ya en una ocasión, el secretario particular del Führer le había ordenado -por medio de un documento oficial como el que llevaba en su bolsillo- buscar a un perro de raza indefinida que se había colado a los escarpados terrenos boscosos del Berghof, la casa de descanso de Hitler. El pecado del animal había sido acercarse a Blondi, la pastor alemán del jefe, para olisquearla sin ocultar sus románticas intenciones, y la misión de Schultz era la de encontrar al perro, torturarlo, y finalmente fusilarlo sin ningún tipo de ceremonia; por mucho que para Schultz la orden constituía una ceremonia en sí misma.

Después de todo, esas no son las cosas que uno espera hacer como ayudante de campo del hombre más poderoso de Europa.
Al Brigadeführer, hay que decirlo, no le importó mucho lo sucedido con el perro, salvo por el hecho de haberse hallado en una situación de la que no escribiría nada en sus cartas a casa. Ahora, sin embargo, le preocupaba que sus órdenes tenían que ver con una persona, y que el nombre de esa persona había sido mencionado por él en primer lugar; de manera casual y sin malas intenciones, con inesperadas; verdaderamente inesperadas consecuencias.

III La historia

Fue durante una tarde apacible en Berghof; después de la comida, cuando junto con el Führer y otras personas de su círculo personal, entre las que se encontraba Eva Braun, tomaba Schultz el té junto a la chimenea. Era la costumbre en esos momentos la de evitar hablar de política o de la guerra, que por aquellos días comenzaba a ir mal para el Reich, y el tema era, por lo general, la vida de Hitler, sus recuerdos de juventud, sus ideas acerca de la pintura y la arquitectura. Schultz, al igual que los demás, prefería escuchar a hablar, y por ello la voz de Hitler, hipnotizante y monótona, solía resonar durante horas en la sala sin interrupción alguna; hasta el momento en el que Eva, sorprendida o indignada por alguna opinión de su amante, lo detenía y decía, realmente, cualquier cosa.
Aquella tarde en particular, la conversación, por llamarla así, trataba sobre música; otro de los temas en los que Hitler se consideraba un experto. No hablaba, por cierto, de Wagner, o de algún otro gran compositor alemán, sino de las tonadillas -valses cantados, melodías y canciones- que estaban de moda en los restaurantes y cervecerías de München en los años veintes, cuando Hitler comenzaba su ascenso en la política. Decía, entre otras cosas, que era una lástima que tantos buenos compositores hubieran desperdiciado su talento en escribir melodías para textos francamente obscenos, con el único fin de ganar dinero. Lo que era aun más denigrante, a veces la misma melodía era usada -literalmente usada, con todas las humillantes implicaciones del término- para entonar diferentes textos, dependiendo del público al cual se buscaba halagar o complacer. Eso no estaba bien en absoluto. Ya los grandes genios habían demostrado que palabras y música debían de formar una unidad perfecta; y no era excusa para su vilipendio el hecho de tratarse de música considerada ligera, porque toda creación alemana, sin importar su origen, debía compartir el mismo principio. Hitler mencionó, a manera de ejemplo, un tango que -a pesar de no bailar ni haber bailado nunca- amaba desde sus años de juventud. Lo amaba por su deliciosa y sencilla melodía, por su rítmo afable aunque vigoroso, y por su letra, cuya perfecta ingenuidad lo conmovía, recordándole que tal vez, después de todo, tenía hermosos recuerdos para atesorar.
El tango en cuestión se llamaba "Zwei heimliche Tränen" -"Dos lágrimas secretas"-, y Hitler mandó que un asistente pusiese el disco en un fonógrafo que se mantenía a la mano, pero que se usaba muy de vez en cuando, para que los invitados pudieran escucharlo. Schultz pensó que, en efecto, la pieza era muy bella, y se sorprendió de ver al Führer cantarla bajito, paladeando el texto que hablaba de un amor perdido. No obstante, en cuanto el disco hubo terminado, Hitler se lanzó en una tremenda perorata. Su voz era aguda, tonante, llena de indignación. Declaraba su odio a todos los malditos mercaderes capitalistas del arte, que convertían en basura las cosas hermosas sobre las que ponían sus manos. Fuera de sí, narró la ocasión en la que, contra su costumbre, estaba escuchando en la radio la música de moda, y repentinamente comenzaron a tocar "Zwei heimliche Tränen", o por lo menos eso pensó, porque se trataba de la misma hermosa melodía, la misma sencilla instrumentación. Cuando entró la voz, empero, el horror se apoderó de él, porque la letra que cantaba estaba llena de porquerías, de obscenidades inauditas. ¡Su amado tango se había convertido en una basura decadente llamada "Du schwarzes Zigeunerin" ("Tú, negra gitana")!
Todos los presentes guardaron silencio, mientras Hitler se sentaba de nuevo en su poltrona, junto al fuego, permitiendo que su agitada respiración se calmara poco a poco, recordando quizá el atroz castigo que los hombres de Himmler destinaron al perpetrador de aquella indecencia.
"Mein Führer", dijo entonces Eva Braun, "es curioso que nos refieras justo ahora esa historia; porque hace varias noches que tengo el mismo sueño, el cual quisiera contarte, pues probablemente signifique algo".
El hombre fuerte del Reich levantó su mano en señal de aprobación, y su amante comenzó a narrar el sueño de la manera siguiente:
"Me encontraba caminando por un bosque desconocido, lentamente, como si estuviera perdida. Era mucho más joven, pues en el sueño tenía aproximadamente veinte años, y deseaba salir de ese bosque para llegar rápido a la casa. Tenía hambre, y deseaba descansar.
A pesar de eso, pasaba el tiempo y no encontraba el camino de regreso, a pesar de ver aquí y allá algunas cosas conocidas, como el coche abandonado de mi padre y una fotografía, colgada de un árbol, en la que aparezco junto a mi madre. El sol estaba cada vez más bajo; había niebla, y comencé a sentir mucho miedo.
Justo en ese instante, escuché la música. Se oía lejana, pero aun así era fácil de seguir, de manera que caminé sin perder su rastro, hasta que finalmente salí del bosque, y vi frente a mí un hermoso valle cubierto de pastizales, en el que podían verse algunas casas cuyas chimeneas encendidas dejaban salir humo blanco y abundante. Frente a la puerta de una de ellas estaba sentado el Führer. Se veía tranquilo, satisfecho, como si no buscara otra cosa en la vida que estar sentado frente a esa casa, con un fuego ardiendo dentro, en el atardecer de ese hermoso valle.
Al verlo, de inmediato corrí a su encuentro para decirle que había estado perdida y finalmente había hallado el camino de regreso, pero él me hizo seña de que me detuviera, y luego puso un dedo sobre sus labios, para indicarme que guardara silencio. La canción que me ayudó a salir del bosque se escuchaba entonces mucho más fuerte, y podía distinguir la melodía y la letra perfectamente, aunque de un pequeño fragmento solamente, el cual se repetía una y otra vez, mientras el Führer me decía, siempre que la canción comenzaba de nuevo: 'es ist mein Schicksal, und Deutschlands auch!' Es mi destino, y también el de Alemania".
Cuando hubo terminado de narrar el sueño, uno de los asistentes a la velada le preguntó a Eva si acaso recordaba en ese momento la letra de la canción, y ella contestó que sí. En realidad, dijo, se trataba de un viejo Schottisch que su madre cantaba al cocinar, habiéndolo escuchado en un restaurante, o salón, durante los años terribles de la inflación y el desempleo. Recordaba que habían tratado de comprar el disco, pero en todas las tiendas les habían dicho que esa canción no estaba grabada, y que solamente su autor la interpretaba en compañía de su banda.
"Esa es la razón por la que no sabemos sino un pedazo de la canción, el pedazo que mi madre recordaba, y nada más".
"¿Cómo se llama su autor?" Preguntó Frau Christian, una de las secretarias del Jefe.
"No lo sé", contestó Eva. "Solamente recuerdo que su banda se llamaba 'Mondlicht Serenade'".
Frau Christian le rogó entonces a Eva que cantara aunque fuese el fragmento que conocía de la canción y ésta, no sin sonrojarse, canturreó:

"En noches bellas me arrulla el canto,
Y a la mañana, llega el amor;
En el ocaso siento un quebranto,
Que me atormenta en el corazón".

Ach so!" Dijo Kristian Schultz, quien ya dormitaba, enderezándose en su asiento. "Yo he escuchado esa canción. La tonada me es familiar. De hecho, me parece que conozco al autor... aunque me temo que no puedo mencionar las circunstancias en las que nos conocimos".
Eva se volvió entonces hacia el Führer, para preguntarle lo que pensaba acerca del sueño, y se sorprendió, lo mismo que todos los demás, al ver que estaba sentado en el borde mismo de su poltrona, con el cuerpo en tensión y pintada en el rostro una expresión de cruel incertidumbre.

(Continuara)

Un año

Hace un año, en julio de 2006, nació El Gabinete de Doktor Faust.
Celebro con alegría -en los balnearios de Huandacareo- el aniversario de éste semanario y renuevo, hoy como en aquél entonces, el compromiso de ofrecer a nuestros lectores lo mejor de mi trabajo. A ellos les mando igualmente una efusiva felicitación, agradecido por el tiempo que amablemente dedican a la lectura de nuestros contenidos. Es mi esperanza sincera que sigan visitando El Gabinete de Doktor Faust durante muchos años más.

Atentamente

Juan Antonio Santoyo


domingo, julio 15, 2007

De parálisis y cachorritos

Mi querida Marta:

Fue para mí un señalado privilegio el haber recibido su sincera y sentida carta, y leí con una extraña mezcla de curiosidad y espanto las peripecias ahí narradas. Con ello compruebo lo muchas veces dicho, en cuanto a que la realidad tiende a ser mucho más espantosa e increíble que la ficción. Quien mejor lo supo decir fue José Revueltas, no solamente como una frase soltada ingeniosamente durante alguna entrevista, sino con el contenido de sus tremendas novelas, todas ellas nacidas directamente de observación inmisericorde de las debilidades -como la gente insiste en llamarles- del ser humano.
Asimismo, su carta y mi disposición para darle pública contestación me salvan del predicamento de no tener una pieza para la entrega de hoy de El gabinete de Doktor Faust. Por medio de la presente me disculpo por ello. No obstante me tranquiliza pensar que para tal falla cuento con una excusa de no poco peso, de la cual quisiera hablarle, si bien brevemente.
Posiblemente deba mencionar aquí que siempre -quiero decir, desde que sentí el impulso de escribir, más o menos cuando contaba con once años- he considerado la composición de relatos cortos como el más grande de mis desafíos. En otras palabras, confieso que escribir relatos cortos me cuesta mucho trabajo y me desgasta enormemente. Mis primeros trabajos en ese sentido -"Un amor correspondido" y "Número equivocado", por dar un par de ejemplos- tuve que revisarlos y reescribirlos por espacio de varios años sin que acabaran por gustarme del todo. En el arte, la brevedad y la sencillez constituyen ideales elevados. Así, creo que mi determinación de publicar un relato corto cada semana, como medio para castigar mi principal defecto, se volvió contra mí en esta ocasión, en la forma de dudas paralizantes y miedos inexplicables.
Pero eso no es todo. La pasada semana me embarqué también en otro proyecto de aquellos en los que solía sentirme más cómodo, esto es, enormes borradores que ocasionalmente consigo convertir en novelas; novelas de las que me enorgullezco un mes, y luego desecho para siempre. En esto tampoco soy muy bueno, dado que la última vez tuve que escribir unas 60,000 palabras antes de darme cuenta de que la obra no iba hacia ninguna parte.
Bien por mí.
El fin. El caso es que, aun ese asunto de comenzar a escribir un borrador de gran tamaño sin la molesta preocupación de la brevedad, me resultó ahora tan complicado como la faena de escribir un relato corto. Imagínese usted mi turbación y enojo al escribir 10 páginas para luego arrojarlas al cesto de la basura de inmediato; escribir otras diez y hacer lo mismo; así, una y otra vez, sin encontrar la solución sino hasta bien entrada la madrugada. Es cierto. Me parece haber superado los principales obstáculos, pero aun así, el episodio me dejó en un estado de profundo abatimiento que me impidió trabajar.
Esa es la segunda excusa; pero hay otra cosa.
El miércoles pasado, en la madrugada, Litzia -mi esposa- salió para tirar la basura al contenedor del patio, y encontró justo frente a la puerta a un cachorrito. Se trataba de uno de los hijos que una perrita callejera, demacrada y devorada por las pulgas, fue a tener bajo el cobijo de una carcacha arrumbada, propiedad del vecino de enfrente. Según eso, el cachorrito tenía un mes y medio de haber nacido, y mis hijos habían mostrado el interés propio de los niños por los animalitos recién nacidos cuando fuimos a ver la camada la semana anterior. Desde entonces habíamos alimentado a la perra en algunas ocasiones, y probablemente haya sido ella misma la que nos llevo a su hijo hasta nuestra puerta, aunque éste nos pareciera muy pesado, y aquella muy flaca y desmejorada.
Ahora bien, yo siempre he tratado de moderar mi apego por lo animales. Me considero una persona cuyas aptitudes para prodigar amor se encuentran seriamente atrofiadas, y por lo tanto reservo el poco que soy capaz de dar para los seres humanos. Aun así, la mirada sincera y la apariencia de peregrino en desgracia del cachorrito me hicieron sentir el fuerte deseo de protegerlo; no obstante, traté de mantenerme fiel a mis principios y le dije a Litzia que lo llevara de regreso al coche arrumbado.
El caso es que en el coche ya no había más perritos. Se encontraba desierto, y entendí entonces el ya continuo vagabundear de su madre por la cuadra. Dije entonces que no tenía corazón para dejarlo en la calle, y decidimos adoptarlo. Los niños, felices, lo llamaron Fido, y el mismo miércoles en la tarde lo llevaron a la clínica veterinaria para que lo revisaran.
La doctora, sin embargo, tomó varias decisiones extrañas, o por lo menos así me lo parecieron; porque le puso un collar antipulgas para gato, que para empezar le quedaba grande, lo vacunó, y luego lo desparasitó con la misma sustancia con la que desparasitó a Simson, nuestro maltés de 15 años de edad.
A partir de ese momento y en cuestión de horas Fido, que al llegar amenazaba con destruir mis pantunflas a mordiscos y sostuvo un memorable combate a meadazos con Simson por el control de la casa, ese cachorrito saludable, se deprimió sin remedio y, para la tarde del jueves, tenía paralizado todo menos la cola. Babeaba mucho, hasta por la nariz, y por supuesto era incapaz de alimentarse. Alarmado, lo llevé en la bicicleta con la doctora, quien culpó al collar que ella misma le había puesto, y se lo quitó. Le inyectó un antihistamínico para que dejara de babear, y me dijo que se lo llevara en la noche.
Pero al atardecer Fido sufrió de hipotermia, respiraba con dificultad y perdió el sentido. De regreso en el consultorio, la doctora le puso una sonda con suero en la pata y lo mandó con el tinglado de tubos a la casa, en donde murió mientras Litzia y lo sosteníamos en nuestros brazos para calentarlo, al ver que los globos de agua caliente, el foco rojo y las cobijas eran inútiles. Sus respiraciones cada vez más espaciadas y débiles me recordaron otra madrugada solitaria en la que ayudé a morir a una vecina mía de Churubusco, en Ciudad de México, quien seguía esforzándose desesperadamente por tomar aire hasta un buen rato después de haber muerto. Como en aquella vez, pensé que va a llegar el momento en el que voy a desear vivir con todas mis fuerzas, pero no voy a poder lograrlo.
Extrañamente, me quedé con el pequeño cadáver en los brazos un buen rato, pensando sobre todo en lo que sentiría Santiago, mi hijo, al enterarse de la noticia. ¿Ha tenido usted, señorita Sierra, alguna mascota? Al adoptar una, se contrae un sentido de responsabilidad, que confiere madurez aun a muy corta edad. Eso fue lo que ocurrió con Santiago. Él fue quien dio nombre a Fido, y de inmediato se responsabilizó de él con inusual atención y cuidado. Lo acompañó a casi todas sus visitas al consultorio y se mantuvo atento a la salud del cachorro hasta que el sueño lo venció.
En silencio, agradecí a Fido la revelación. El comprender que mi pequeño hijo estaba listo para hacerse cargo de otra vida aparte de la suya, un paso que considero necesario en el camino que lo llevará a ser un hombre de provecho y un buen padre, si ese es su destino, me conmovió profundamente.
Al mismo tiempo, empero, me di cuenta del enorme costo que esa lección había tenido para Fido, pues había pagado con la vida su llegada a nuestro hogar. La tristeza me hizo pensar que, si su mamá lo hubiese arrojado al río Pasto, que corre a unos metros de la casa, hubiese tenido más oportunidades de vivir que con todos nuestros cuidados. Irónicamente, a nosotros su muerte nos costó mucho dinero y un día de atenciones. ¿Quién puede confiar entonces en el propio buen juicio?
Aunque me cuesta trabajo confesarlo, a partir de la muerte de Fido no he podido pensar en otra cosa que no sean esas aparentes contradicciones. Al otro día, por la mañana, Santiago salió de su recámara y lo primero que hizo fue buscar a su mascota. Nosotros estábamos en la sala, y lo vimos, consternados, mientras buscaba por todas partes la cajita en donde lo habíamos puesto para que conservara mejor el calor de su cuerpo. Finalmente, hizo acopio de valor y preguntó en dónde estaba. Su mamá lo miró, y no fue necesario decir nada. "¿Murió, verdad?" Dijo Santiago, y luego comenzó a llorar amargamente, y todavía, según sé, llora de repente al recordar la breve amistad que lo unió a ese perrito, y que tanto me reveló acerca de la capacidad de mi hijo, y su buena disposición para preocuparse de alguien más, aparte de sí mismo. Valioso legado, si hay uno. Premiado modestamente con el homenaje de sus lágrimas y esta breve carta, que espero no le haya incomodado.
Le deseo lo mejor, y espero noticias suyas, confiado en que serán siempre mejores y más satisfactorias.

Su Atento servidor.

Antonio Santoyo.

domingo, julio 08, 2007

Carta de una de nuestras lectoras

Lic. Juan Antonio Santoyo
Editor en jefe de
El Gabinete de Doktor Faust
PRESENTE

Estimado Lic. Santoyo:

Mi nombre es Marta Sierra, y le escribo con la esperanza, aunque, esa palabra, "esperanza", ya no signifique lo mismo para mí que para usted; le escribo -le decía- con la esperanza de que la presente le sea de utilidad para el libro que planea escribir. Según entiendo, trata de músicos. Y si no le sirve, pues no importa; de cualquier modo, no creo que la historia esté completa, aunque siendo yo mujer mayor no ha de estar muy lejos su final definitivo, que es mi muerte. Mi nombre es Marta, como lo escribí un poco más arriba, y soy artista. Mejor dicho, soy organista. Aunque lo más adecuado sería decir que toco el órgano melódico, y eso es prácticamente lo único que sé hacer bien.
Bueno. Dije que lo hacía bien, pero eso tampoco debe ser muy cierto por todo lo que me ha sucedido, y si no ajusto cuentas y me porto seria en este momento, no solamente con los demás, sino también conmigo misma, pues, a lo mejor ya después no se va a poder.
Le ruego me disculpe por explicarme tanto. Es que tampoco soy muy buena con la máquina de escribir, y si me pongo a borrar las cosas que sobran, pues no voy a acabar nunca, y esta carta debe de estar lista antes de las siete, cuando cierran el correo, y ya es la hora del almuerzo, y me doy cuenta por como me gruñen las tripas, porque aunque anoche no cené, ni desayune hoy tampoco, siempre me suenan a la hora de cada comida.
Ya me sucedió de nuevo.
Le decía que toco el órgano melódico, y hace exactamente un año tenía un trabajo muy bueno en la secundaria Mártires de la Democracia, una escuela de paga por el rumbo de San Ángel. Imagínese usted, ahora digo que era un muy buen trabajo, y lo era, pero hace un año me parecía despreciable. Me lo habían dado las monjitas dueñas del colegio cuando yo tenía como veinte años y simplemente no sabía qué hacer con mi vida. O sea, huérfana de ambos padres, vivía en internado desde los 14 años, pasé la secundaria y la prepa de panzazo, ayudada casi siempre por las monjitas, que siempre fueron un amor conmigo, y luego traté de estudiar varias cosas, pero aunque también en eso las hermanas hicieron todo lo que pudieron, no me quisieron aceptar en ninguna universidad. Otra opción era hacerme monja yo misma, pero también en eso me quedé a medias, porque si por un lado nunca tomé los hábitos de las religiosas, siempre me vestía como una de ellas, y nunca me casé, aunque no me faltó con quien. Era guapa hace cuarenta años, y si no lo cree, puedo enviarle varias fotos que lo comprueban. Es sólo que aguantar a los hombres es otra de las cosas que simplemente no se me dieron.
Bueno. Las monjitas entonces, cuando vieron que no servía para nada, me pusieron a tocar el órgano melódico con el coro de la escuela, que estaba recién formado, y me pagaban el mismo sueldazo que a los maestros de tiempo completo, aunque yo nunca estudié música. Todo lo que sé, lo aprendí de una de las hermanas... quien tampoco sabía mucho que digamos. Si decidí ser sincera, tengo que admitir eso también. La directora del coro sí tenía estudios musicales, pues había tomado clases de piano un año entero en la Escuela Libre de Música, la de la Condesa, pero nunca se dio aires de grandeza por ello, y gracias a eso nos llevamos de maravilla los cuarenta años que trabajamos juntas. Nunca tuvimos ambiciones como la de hacer que los muchachos cantaran cosas complicadas, o que se presentaran en salas famosas. Nada más eso nos faltaba. Les enseñábamos los temas de moda, los cánticos de la misa, algunas canciones mexicanas; les hacíamos uniformes vistosos y ya. Ese era el secreto de nuestro éxito en las graduaciones, las celebraciones religiosas y las kermesses. Yo no lo sabía, pero tenía lo necesario para ser feliz de acuerdo con las ideas de la mayoría. Durante cuarenta años tuve dinero de sobra, el cariño de los estudiantes y mucho tiempo libre que ocupaba en pasear y entretenerme en el cine, mi único vicio, por así decirlo; pero el caso es que nunca estuve satisfecha. Puede usted pensar lo que quiera, pero para mí lo que pasó es que nunca pude superar el hecho de no haber podido hacer carrera, destacar, ser alguien. Aunque tampoco era algo que me quitara el sueño, ¿sabe? Se trataba de una emoción que llegaba y se iba, sobre todo cuando comencé a tener más y más exalumnos que regresaban a contarme de sus logros; de sus carreras, de sus empleos, de sus familias y todo eso. En fin. Hasta ahí, todo bien.
Con el tiempo, sin embargo, muchas cosas comenzaron a cambiar. Las religiosas a cargo de la administración de la escuela comenzaron a morir, y eran reemplazadas por hermanas más jóvenes, las que de acuerdo con los tiempos nuevos habían sido educadas en escuelas americanas. Las ideas que allá les enseñaban tenían que ver más con la eficiencia que con la educación, como si formar alumnos fuera lo mismo que hornear bolillos, siendo lo mejor hornear la mayor cantidad de bolillos usando cada vez menos dinero. Las nuevas administradoras comenzaron a preguntarse por qué ganaba tanto, si nada más trabajaba unas cuantas horas a la semana, sin mucha educación formal que me respaldara; y el problema era que cada vez quedaban menos hermanas de respeto que les explicaran. Empezaron a ver el coro con malos ojos, a cuestionar su utilidad en la preparación de los jóvenes y a pedir explicaciones cada vez que pedíamos material para trabajar. Era una pena, porque sin haber nunca estudiado, empecé a tener más cultura que las hermanas que regresaban del otro lado, muy ufanas con maestrías y doctorados bajo el brazo.
Finalmente, hace dos años sucedió lo que tanto temía, y fue que la directora del coro, que sin ser mucho mayor me llevaba algunos añitos, se enfermó, y murió.
Me dije que era el final de mi trabajo, y que era el final del coro también, pero solamente en lo primero tenía razón.
Y es que los coros se habían hecho tan populares en Estados Unidos, que varias de las hermanas que recién regresaban a ocupar puestos en la administración de los colegios -pues ahora habíamos crecido, y la congregación operaba siete escuelas- habían cantado en uno, o varios, durante sus estudios. El caso es que, por moda, por copiar todo lo que viene de allá, o por lo que usted quiera, la administración ordenó que el coro siguiera su marcha, pero ahora bajo la dirección de un director con titulo universitario en música, que podía tocar el piano con una mano mejor que lo que yo puedo hacerlo con las dos.
Y aquí es en donde comienza realmente la historia que deseo contarle.
El primer día en que el nuevo director me escuchó tocar, fue también el último. De inmediato suspendió el ensayo y fue a la dirección. Ahí se estuvo encerrado casi una hora con la directora general, madre Angélica, la única hermana que quedaba en la congregación para quien yo era una persona especial; y salió aun más enfadado que como había entrado. Me dijo que no iba a seguir tocando con el coro, y me pidió que siguiera trabajando como encargada de las partituras, un trabajo reservado hasta entonces a los alumnos que necesitaban puntos extra en sus calificaciones.
Al otro día estaba en la oficina de madre Angélica con mi renuncia en la mano. Estaba decidida a mostrarle a todos y, sobre todo a mí misma, que era capaz de salir adelante sin que nadie me estuviera protegiendo, sin causar lástima, y sin que nadie preguntara la razón por la cual yo había conseguido mi trabajo. Sabía muy bien que eso no iba a ser posible en México. Triunfar aquí ya no impresiona a nadie; así que tomé la determinación de irme a Estados Unidos y fundar allá mi propia academia de órgano melódico. Una prima mía que vive en Los Ángeles sería mi punto de apoyo para desarrollar mi proyecto.
Madre Angélica estuvo hablando conmigo por espacio de varias horas, y hasta hizo que la acompañara a comer fuera, en un lujoso restaurante de cuyo nombre ya no me acuerdo. Trató por todos los medios de hacerme cambiar de opinión en lo de abandonar el trabajo pero, cuando vio la fortaleza de mi decisión, se empeñó entonces en convencerme de que irme al otro lado a fundar una academia de órgano melódico era una muy mala idea. Me dijo que academias de música había allá, y muy buenas, y que primero iba a tener que solucionar lo de mi residencia antes de poder empezar a hacer negocios, y así, muchos peros y objeciones que me dejaron mareada; convencida de que hasta madre Angélica era presa de ese terrible hábito mexicano de impedir el progreso de los demás.
Poco después recibí mi liquidación. Madre Angélica me dejó muy claro que, una vez cobrando mi cheque, no iba poder darme mi trabajo de nuevo, aunque lo deseara. Era mucho dinero, el de la liquidación; jamás había visto tanto dinero junto, y pensé que si lo administraba bien, me alcanzaría para vivir cómodamente el resto de mis días.
Así era. No obstante, en ese momento no me interesaba vivir cuidando el dinero, sino demostrarles a todos que no era lo que ellos imaginaban. Que era capaz de crecer yo también, de lograr crear un gran negocio y realizarme como un ser humano. Estaba llena de esperanzas y planes para el futuro y, créame, de haber sido vendedora, o si tuviera la idea para fabricar algo los hubiese logrado; pero era organista; y no muy buena.
Una parte de mi dinero, tanto el de la liquidación como el que tenía ahorrado, lo perdí al salir del país. Resulta que mi prima me recomendó a un señor, que dizque me iba a ayudar a convertirlo en dólares y a pasarlo, pero cuando me lo entregó en Los Ángeles faltaban como cuatro mil dólares, que según él se fueron en tipo de cambio y en sobornos. Lo peor es que todavía tuve que darle al sujeto otros mil dólares de "gastos".
De inmediato me puse a trabajar en la academia, y lo primero que hice fue comprar una vieja casa que estaba en las afueras de la ciudad. Ahí el problema fue que la tuve que poner a nombre del esposo de mi prima, la única persona conocida que tenía papeles. Luego la acondicioné con salones de clase, dos órganos y un piano, con lo que gasté la mayor parte del dinero. Deseaba guardar un poco para los permisos y el resto de los documentos necesarios para empezar.
Pero ahí los problemas fueron mayores.
Si quería dar clase, primero tenía que sindicalizarme, luego, hacer fila un año para sacar el permiso de operación, para lo que tuve que hacer un examen y comprobar que podía enseñar; pero obviamente no lo pasé. Como las cosas se estaban haciendo viejas en la escuela sin que nadie las usara, decidí que comenzaría los cursos sin los permisos, como lo haría cualquiera en México, pero solamente llegaron dos alumnos latinos, y nunca me pagaron. Dos meses después me cerraron la escuela y me deportaron casi sin dinero.
De regreso en México fui a la escuela en la que daba clase, porque era el único lugar en el que me conocían, pero la madre Angélica había muerto, y nadie me dio trabajo ni de barrendera. Le escribí al esposo de mi prima pidiéndole que vendiera la casa y me mandara el dinero, porque no tenía en donde vivir, y me estaba muriendo de hambre, y lo hizo, pero después me escribió de vuelta para decirme que había tenido una urgencia y lo había tomado prestado. A sabiendas, creo, de que no puedo regresar a los Estados Unidos.
He ahí la historia.
Como puede ver, hay veces en las que la vida nos lleva a callejones sin salida. Podrá decirme que debería de haberme retirado tranquilamente, sin necesidad de arrojar al viento los ahorros de toda la vida, pero la verdad es que eso lo hacen las personas que han cumplido con su misión, y yo no siendo haber llegado a ese punto. Sobre todo porque aun no sé cuál es esa misión. Creo que todos nacemos por una razón particular, y me resisto a creer que nací simplemente para tocar el órgano melódico en un coro escolar. Desgraciadamente, eso se me ocurrió hace relativamente poco tiempo, cuando toda oportunidad estaba ya perdida de antemano.
Aunque no lo quiera creer, tengo esperanza todavía. Quiero decir, esperanza de encontrar el significado de mi existencia. Probablemente, si hubiese conservado el dinero de mi liquidación, y si no me encontrara en esta desesperada situación, esa esperanza no significaría nada. Ahora, sin embargo, me siento obligada a mantenerme en movimiento, o morir. Esas son ahora las alternativas, y aunque ya voy para los setenta años, todavía no deseo morir. En todo caso, me propongo mantenerlo informado de como resuelvo este nuevo problema. Eso, exactamente. Problemas era lo me hacía falta para comenzar a vivir. ¿Se da cuenta? Es la primera vez en mi vida que nadie resuelve mis problemas.
Sinceramente espero que esta carta le sirva para sus trabajos. Me encantaría verme retratada en una de sus populares historias sobre músicos desafortunados.

Con afecto su amiga

Marta Sierra.

lunes, julio 02, 2007

Elogio de la democracia

Un cuarto.
Un cuarto de paredes amarillas, o que alguna vez lo fueron, porque ahora se ven sucias, chorreadas, descarapeladas.
Una silla.
En la silla un hombre sentado, o un ser que alguna vez lo fue, porque ahora se ve sucio, chorreado de inmundicias, doblado sobre sí mismo como una flor muerta.
Sobre el hombre hay un foco que ilumina muy poco y mal. De repente se apaga y se enciende de nuevo, pero a nadie parece importarle. Se distingue el humo de un cigarro que sube al techo, lentamente. Se distinguen también, apenas insinuados en la penumbra, los rostros de dos hombres. Uno es el gobernador: rudo, simiesco, picado de viruelas.
El otro es el perverso Georg.

El gobernador hace una seña, y Georg se levanta, toma una cubeta de agua sacada de las letrinas, y arroja con violencia su contenido contra el sujeto debajo del foco, sacudiéndolo fuera de su inconciencia. Unos balbuceos incomprensibles son la única señal de que el pobre diablo ha regresado del pacífico lugar en el que se había refugiado.
"Mira hasta donde te han traído tus necedades", dice el gobernador. "Eres necio, y eres pendejo, también. Ahorita podrías estar con tu familia, en tu casa, disfrutando de algo de dinero, que a nadie le sobra el dinero, ya eso lo sabes, y en cambio estás aquí". El gobernador hizo una pausa, y siguió hablando luego en voz más baja, como si estuviera compartiendo una confidencia. "A propósito, tu familia también está aquí. Tu esposa, la guapa morenita esa, tu hija y tu muchacho. Acaban de llegar. Tu esposa y tu hija todavía no conocen a Georg, pero a tu hijo tuvimos que darle una ablandadita porque estaba inquietando a su mamá, resistiéndose a bajar del coche, a venir a estos cuartitos. Como si de algo le valiera".
En ese momento, el de la silla pareció despertar del todo. Alzó la cabeza lentamente, escudriñó la penumbra en busca del gobernador y, cuando lo hubo localizado, lanzó con precisión un gargajo espeso y sanguinoliento, el cual hizo blanco justo enmedio de la corbata del político.
"Maricón, hijo de la chingada". Remató.
Temblando de rabia, el gobernador hizo entonces al perverso Georg otra señal convenida, y el gigantesco sicario se levantó con desgano. Se acercó al de la silla, y le inyectó una droga para alertarlo y aumentar su sensibilidad. Luego, con la misma tranquilidad de un escultor, tomó de una mesa cercana unas pinzas terminadas en punta; las ensartó en la espalda del prisionero, y oprimió con ellas un lugar determinado de la espina dorsal.
El hombre de la silla se arqueó hacia atrás, y soltó un aullido inhumano. El perverso Georg repitió la operación un par de veces, con los mismos escalofriantes resultados.

A Georg el asunto ese no le gustaba para nada.
Lo hacía sentirse molesto consigo mismo y, sobre todo, con el gobernador.
No era que torturar le provocara remordimientos, ni mucho menos. Georg tenía un talento, y las cosas se hacían cuando tenían que hacerse.
No. Era otra cosa. Se trataba simplemente de un retorcido orgullo profesional. El reconocer que sus alambicados métodos para la extracción de la verdad estaban siendo desperdiciados en un simple desquite. El gobernador no hacía preguntas. Solamente hablaba, le hacía una señal para aplicar un golpe masivo de dolor y luego seguía hablando. Cuando era necesario, esperaba pacientemente a que Georg reanimara al prisionero, y comenzaba de nueva cuenta. Así, durante varias horas.
Además, las razones del viejo bastardo eran francamente irritantes, porque el único pecado del hombre había sido mostrar algunas fotos del gobernador en la prensa, y luego en la televisión. No eran malas fotos, en realidad. El muchacho las tomó con una cámara escondida en su saco, disfrazado de mesero; una buena cámara, cuyas fotos tenían la claridad suficiente para que no quedara duda de la identidad de quienes aparecían en ellas. De eso, y de otras cosas, se había enterado Georg durante la forzada conversación, que mejor sería llamar monólogo, entre el gobernador y el fotógrafo.
"Lo que más me divierte de todo el asunto -dijo el primero- es que, de algún modo, pensaste que entregando esas fotos al mugroso periódico ese ibas a hacerme daño. Peor aun -dijo después de un momento de reflexión- pensaste que ibas a hacer justicia. La justicia no existe en la democracia, pendejo; por lo menos no en una democracia como la nuestra. ¡La Democracia!" Declamó el gobernador limpiándose la corbata con un gesto de asco. "En el periódico ese mencionan esa palabra muchas veces. La mencionan a cada rato en todos los periódicos, en realidad; pero creo que nada de lo que dicen es cierto, y ellos lo saben. Aunque no todos. Tú, por ejemplo. Tú crees. Eres un demócrata, ¿verdad?"
Como respuesta, el torturado escupió de nuevo; ahora sobre el piso.
"Lo supuse. Mira; ustedes los demócratas son como fanáticos de alguna religión. Creen poseer la verdad absoluta, y hasta se empeñan en que el resto del mundo crea en esa misma verdad y se gobiernen con ella. ¿Quién les dijo que la democracia, es mejor que la monarquía, por ejemplo, o que las dictaduras?"
El gobernador guardó silencio. Sentía brillar en su mente una idea luminosa, pero no acertaba a estructurarla, a ponerla en palabras. Al cabo de un minuto caminó hacia el condenado, y acercándole su rostro deforme lo más que pudo, le dijo:
"Mira, pendejo; la democracia es la mayor fábrica de tiranos que el mundo ha conocido. Ninguna institución política la supera en eso. ¿O has oído acaso que un país se llame 'Tiranía de Tal', o 'Dictadura de Aquél"? No, por supuesto. Todas son democracias, repúblicas, gobiernos democráticos; como quiera que se les llame. La de Leónidas Trujillo en Santo Domingo; la de Arbenz en Guatemala; la de Pinochet en Chile; la de Videla en Argentina, aun esa; todas ellas -y podría seguir nombrándolas durante semanas, si me las aprendiera todas- flamantes repúblicas. Y entonces tú me contestarías que, como forma de gobierno, la democracia es perfecta, que somos los políticos los que la pervertimos al darle la forma de una república corrupta y que, entonces, tal cosa ya no es democracia. Tienes razón en eso. Pero para mí la distinción carece de importancia. Me sirvo del sistema lo mismo que todos los demás que se encuentran en mi posición".
Dicho eso, el gobernador lanzó a Georg una mirada, y en el acto una enorme manaza se estrelló en la cabeza del fotógrafo el cual, de forma increíble, no perdió la conciencia, sino que pareció hallarse más despierto mientras escupía los dos dientes que el golpe le había arrancado. El perverso Georg sonrió satisfecho. Otro que no fuese él hubiese dejado KO al preso tratando de provocar el mismo daño, ignorando el lugar, la forma y la fuerza adecuados para aplicar el golpe.
"Si México fuera una dictadura, yo no podría estarme divirtiendo contigo como lo hago ahora, ¿sabes? Claro, a menos que el dictador me lo permitiera, o me lo ordenara. Aquí, durante seis años, soy el dictador de mi propio estado. De manera razonablemente solapada puedo hacer mi voluntad, que es al mismo tiempo la de los que me ayudaron a llegar hasta aquí. Somos, por así decirlo, una sociedad. Ellos me ayudan, yo los ayudo, y todos salimos ganando. Si alguien no quiere entrarle al aro, está bien, pero no se garantiza su seguridad en estos tiempos de tanta inestabilidad. ¿Sabes lo que va a pasar con el periódico que publicó tus estúpidas fotos? A nadie le gusta que enloden de esa manera a la autoridad. No es bueno para la salud del estado, ni para la fe que el pueblo tiene en las instituciones. Por eso los empresarios, en una muestra de solidaridad con el ejecutivo local, van a retirar la publicidad con la que ese pasquín se alimenta. Lo mismo voy a hacer yo con los anuncios pagados por el estado. Puedo hacerlo a mi gusto, a pesar de tratarse de dinero público. En unos meses, el periódico va a agotar sus reservas, y al no tener ingresos comenzará a suspender los pagos a sus empleados. Hará mucho escándalo, nos acusará de todo, pero lo tendré finalmente de rodillas, o desaparecerá. No es algo nuevo, claro. Es justamente lo que el Presidente acaba de hacer con la estación de radio esa que, según él, estaba castigada. Imagínate: Chávez, en Venezuela, no le renovó la concesión a una televisora, y ahí tienes a medio mundo encima de él, protestando. El presidente, en cambio, pone fuera de combate a un grupo radiofónico y nadie le dice nada. Claro; Chávez es malvado. Es un dictador”. El gobernador soltó una carcajada. ‘‘¡Ganó sus elecciones por 20 puntos más que el presidente, pero el dictador es él! ¿No es hermosa la democracia?'' el político carraspeó. La plática le resultaba casi tan agotadora para su voz como un discurso. “Por lo que a mí toca -continuó- seguramente me van a atacar desde las bancas opositoras del congreso; me van a organizar marchas que podré ver por televisión. Hasta tendré que permitir que los periódicos hablen del asunto para que la gente los siga comprando, siempre que no se pasen de la raya. Seguramente van a exigir (es un decir) mi destitución y el asunto va a llegar a la suprema corte... para no pasar de ahí. Y es que, debes saber que en este país todavía manda el presidente (también es un decir); y al presidente no le conviene que yo me caiga, cuando su propia silla se tambalea. En fin. La historia es esa. Por eso, por conseguir ese ajusticiamiento de vodevil, es que vas a morir”.
El gobernador llamó aparte al perverso Georg, y le susurró un par de cosas al oído. El sicario pareció no entender muy bien lo que se le pedía, y el gobernador le repitió la orden, manoteando un poco, como impaciente. Georg salió al fin, con penosa lentitud, dejando solos al político y a su víctima. El gobernador reanudó su discurso.
"Debo irme, pendejo. ¿Sabes qué es lo que tengo que hacer? Tengo que hablar en un comercial de televisión con el cual voy a convencer al pueblo de que soy un hombre honesto, y que todo ese asunto de las fotos manoseando niños y cogiéndomelos luego no es otra cosa que una estrategia de la oposición para quitarme de enmedio, y evitar así que lleve a cabo la gran obra que tengo planeada para el estado. La historia no carece de verdad, debes aceptarlo. Depende de a qué obra te refieras, y a si acaso las fotos son verdaderas; y resulta que no lo son. A partir de que la tele lo diga, no lo son. Porque esa es otra cosa que adoro de la democracia. O sea, que el pueblo cree que votando elige a los que gobiernan el país. Es una creencia respetable, pero que no corresponde a la realidad. Lo que pasa en verdad, es que la gente que realmente importa en este país elige al que debe gobernar, y luego la televisión le dice al pueblo por quién debe de votar, y el pueblo obedece. ¡Por favor! No menees la cabeza de ese modo. ¡La televisión es la verdadera educadora de la gente! Bueno, como te decía, es hora de irme, pero no quiero hacerlo sin dejarte algo para que me recuerdes, aunque sea en los pocos minutos que te quedan de vida". El gobernador iba a irse, pero se dio la vuelta, y sonriendo con sorna dijo: "No te preocupes por la manera en la que va a contarse todo esto. Tu honor y tu buen nombre no van a sufrir menoscabo. Nadie va a saber que estuviste sentado ahí, sucio como un perro callejero, babeando sangre y hasta la caramba de inmundicia; y mucho menos se va a saber que moriste viendo las cabezas de tu esposa, y las de tus hijos colgando frente a ti. Nadie lo va a saber, salvo quienes tengan que saberlo, y te apuesto lo que quieras a que no van a contar nada, porque van a estar tan asustados como para decir una sola palabra. Al resto de la gente le vamos a decir que iban en un coche, y que un tráiler los embistió en sentido contrario. Con ayuda de la tele, los mexicanos se tragan cualquier pendejada."
El hombre hizo un esfuerzo sobrehumano para ponerse de pie, y el gobernador, asustado de que esa piltrafa humana fuese capaz de lastimarlo, iba a llamar al perverso Georg. No fue necesario, sin embargo, porque Georg apareció en ese momento en la puerta.
Ya no se movía con lentitud, y en sus ojos estaba escrita la palabra muerte.
El perverso Georg había pasado esos últimos minutos tratando de entender las órdenes del gobernador, primero, y luego pensando en la suerte que tenía para meterse en las situaciones más jodidas del mundo. Seguramente, ese marrano se había equivocado de hombre. Una cosa era ser bueno para romper huesos, y otra terminar tu vida como un absoluto hijo de la chingada. Algo muy simple, pero complicado de entender para el gobernador.
Mal para él.
Entonces fue a donde estaba la esposa del fotógrafo, y el resto de su familia. Con un movimiento más veloz que el del relámpago tomó del brazo al judicial que los cuidaba, y como si fuese de papel lo estrelló contra la pared, agrietándola. El judicial se desplomó emitiendo un gemido sordo.
"Vengan". Les dijo; y los escoltó hasta la calle, destruyendo en vida los cuerpos de otros tres policías por el camino. Acababa de verlos partir en un taxi, cuando entro de nuevo a la sala de tortura. El gobernador no se esperaba el impresionante manazo de Georg, que lo levantó un par de centímetros en el aire, y lo dejó inconsciente el tiempo suficiente para que llegaran los reporteros, y la ambulancia. En los pasillos reinaba el caos, con agentes y oficinistas corriendo de un lado a otro sin ocuparse en lo más mínimo del sicario. Sin el gobernador dando órdenes, pensó Georg, nadie en esos separos sabía qué hacer.
“Eso es lo maravilloso de las dictaduras”, se dijo con voz baja y pedregosa.
Esa situación no iba a durar para siempre. No obstante, antes de que pudiera escapar, uno de los reporteros llegados al lugar le preguntó qué era lo que había pasado. Entonces, el perverso Georg trató de recordar lo poco que había aprendido de la democracia en el único año que fue a la escuela.
"Pasó -dijo- que el pueblo tomó el poder. Por lo menos un rato".
Y se marchó. A sufrir, sin duda, otros muchos meses de clandestinidad.

AS

Tarímbaro; 2 de junio de 2007.
Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.