IV Steinmayer
Eso había sido todo. O mejor dicho, el principio de todo. Eva recordaba a su madre mucho durante el día; su familia era muy importante para ella, y cuando empezaron a bombardear München podía pasarse horas en el teléfono tratando de saber si acaso su casa había sido alcanzada por las bombas, y si todos estaban bien. Su sueño, por lo tanto, no era extraño; así como tampoco lo era el hecho de recordar particularmente esa canción que formaba parte de un ritual doméstico placentero y lleno de buenos recuerdos. No obstante, al contar lo que había soñado, Eva no hizo sino alimentar tanto la curiosidad como la superstición del Führer en un momento crítico de la guerra, como se decía durante las juntas en el cuartel general, si bien a Schultz le parecía que, desde la invasión a la Unión Soviética, Alemania pasaba solamente de una crisis grave a otra más grave todavía.
Lo que al ayudante de campo sí le parecía extraño era que, al igual que la amante de Hitler, era incapaz de recordar el resto de la canción, a pesar de conocerla.
Al ver la seriedad con la que el Führer había tomado la cuestión, Schultz se arrepintió de haber hablado; pero ya era demasiado tarde. Un segundo después tenía frente a sí a un iracundo Hitler, quien había montado en cólera de nuevo, ahora por no poder escuchar el resto de la canción, la parte en la que seguramente se hablaba de su destino y el de Alemania, y que exigía de inmediato (Sofort, sofort!!! Gritaba) conocer el nombre del autor. Al jefe del Estado casi le da una embolia al enterarse de que el autor, el supuesto profeta de su futuro, era de ascendencia hebrea, y presa de una malsana inquietud dio por terminada la velada de esa noche.
Una semana después, Kristian Schultz tenía lodo en las botas y esa ominosa orden en el bolsillo. Con sobrada razón prefería escuchar a hablar en las veladas del Berghof, pensó al dar a su escolta la orden de avanzar. Era muy sencillo. Debía encontrar a Steinmayer, llevarlo a la presencia del jefe y sacarlo vivo de ahí una vez que hubiese satisfecho su curiosidad. Más fácil de decir que de hacer. Por lo menos, sabía en donde empezar a buscar.
En cuestión de minutos llegó a la calle Sarko. Schultz sintió que un escalofrío le subía por el espinazo al darse cuenta de que estaba completamente desierta. Pésima señal, de acuerdo con lo que hasta entonces había escuchado del asunto. Dio orden de que la tropa lo esperara en la calle, precaución inútil dada la situación, y entró solo al ruinoso edificio con el num. 75, una antigua e imponente construcción de mampostería que alguna vez debió de pertenecer a la nobleza local. No obstante, el lujo y buen gusto que debió de adornar aquellos lugares había sido invadido por la desgracia, la pobreza, la suciedad y el desastre. En el segundo piso, Schultz halló vestigios de la presencia del viejo Steinmayer en un par de fotografías que yacían en el piso, sorprendentemente intactas a pesar de los marcos rotos, con los cristales esparcidos por los restos de lo que sin duda había sido un desalojo violento y un posterior saqueo. Uno de ellos llamó la atención del oficial. En él podía verse a Steinmayer, mucho más joven de lo que él lo recordaba, sentado al piano, frente a un micrófono, cantando. Se adivinaba la presencia de la banda en alguna parte. En el otro estaba retratado con dos hermosas jovencitas desconocidas. La mirada de ambas lo hizo olvidar por un momento el terror reflejado en todo lo que lo rodeaba, y sin trabajo las imaginó a ambas cruzando la calle con los mismos vestidos dominicales que llevaban puestos en la fotografía, conversando con otras muchachas de su edad, en una escuela, quizá; o tocando algún instrumento, lo cual hacían sin duda si tenían algo que ver con Steinmayer.
Schultz hubiese podido permanecer ahí más tiempo, de no ser por los ruidos que le llegaron en ese momento de calle abajo.
Eran disparos.
Guardó el retrato de las dos jóvenes en su bolsillo, en el mismo lugar en el que llevaba la orden de arrestar al músico, y salió lo más pronto que pudo a la calle. Ahí ordenó a su escolta:
"¡A la estación!"
Pensaba que quizá el desalojo era reciente, y en ese caso tenían tiempo; aunque también podía tratarse del hombre que buscaba, y en ese caso habían llegado demasiado tarde.
La respuesta llegó de inmediato. Justo antes de llegar a la esquina con la calle Maritzky, un hombre vestido como un soldado alemán entró corriendo a la bocacalle, y al encontrarse de frente con Schultz y su tropa lanzó una maldición. Después de un segundo de duda, decidió regresar sobre sus pasos, siguiendo su loca carrera por la misma calle. En cuanto lo hizo se escucharon disparos de nuevo, ahora mucho más cercanos. Schultz estaba horrorizado. El hombre que corría era nada menos que Steinmayer grotescamente disfrazado, y por muy malos que fueran sus perseguidores para disparar, era poco probable que fallaran otra vez. Sin medir las consecuencias de su acción, el oficial cargó con su tropa, cruzándose frente al pelotón, y deteniéndolo a punta de ametralladora.
"¡¡No disparen!!" Gritó Schultz, sin que sus hombres supieran de cierto si la orden era para ellos o para los otros SS, quienes no tenían la menor intención de detener la persecución y ya levantaban sus armas para deshacerse del molesto estorbo que se les había puesto enfrente. Fue mucho más claro cuando dijo: "por órdenes del Führer debo arrestar vivo a ese hombre. Desde este momento estoy a cargo de la situación''.
Sin embargo, Schultz había perdido segundos preciosos. Kratz, el teniente que los mandaba sonrió, e hizo una señal a Schultz para que se volviera. Al hacerlo, el oficial se dio cuenta de que un grupo mucho más numeroso de soldados entraba a la carga en un edificio a la mitad de la cuadra.
"No tengo idea de cuales puedan ser tus estúpidas órdenes", dijo Kratz mientras ambos se lanzaban de nuevo a la caza, seguidos de sus hombres, "pero no te van a servir de nada. Ese perro debe demasiadas como para que lo dejemos ir..."
"¡Es una orden del Führer!" Gritó Schultz.
"Díselo a ellos", le contestó Kratz señalando a los demás soldados, que esperaban parapetados en la calle a los que habían entrado para acabar con el fugitivo, los mismos que les impidieron el paso con el argumento de que había ya demasiados hombres adentro para cazar un maldito perro. "Cuando comenzó el desalojo hace dos días, ese cabrón se las arregló, nadie entiende cómo, para sorprender a un cabo de la bandera Dresde. Era demasiado el maldito alboroto, también; estos imbéciles se tomaron demasiado en serio lo de ejecutar la operación lo más rápido posible. No sé. El caso es que nadie echó de menos al cabo. El judío ese -suponemos- lo mató y -también esto lo suponemos- lo ocultó en su propio escondite, vistiéndose con su uniforme. Pero ahí no acaba todo. En realidad, lo más sorprendente del caso comienza aquí, y es que el judío, en lugar de aprovecharse del tumulto para escapar, se fue a meter a la estación, a ver los trenes y a hurgar en los escritorios buscando yo no se a quién o qué cosa. Lo hizo bien, hasta eso. Nadie se hubiera dado cuenta de nada de no ser por que una empleada de sanidad se dio cuenta de que tenía sangre en una pierna. No era mucha sangre; digo, el hombre debió de haberse rasguñado al luchar con el cabo; pero fue suficiente para que le ordenaran ir a la enfermería. Y aun ahí no hubo problema, sino hasta que le ordenaron entregar los documentos que llevaba en la mano. Preguntó: ¿estos documentos?" Como si el pendejo no entendiera de qué se trataba. Ya para ese momento se había reunido un grupo de soldados que se preguntaban lo que un cabo de esa bandera podía estar haciendo en ese lugar y con esos documentos en la mano. En ese instante, bien sonriente y como si fuera a dar los buenos días, el perro aquél sacó su arma y le disparó a un sargento que ya lo tenía tomado del brazo, echando a correr". Kratz miró a Schultz a los ojos, con aguda expresión que indicaba lo mismo cansancio que sorpresa.
"Eso fue hace dos días", dijo.
Extrañamente, al ayudante de campo le pareció que todos esos soldados se tomaban demasiadas precauciones cubriéndose de ese modo, en la calle, cuando de lo que se trataba era de matar a un hombre solamente, un hombre que probablemente para entonces estaba ya desarmado, cansado e indefenso.
"No es sino un pianista de Berlín".
Schultz no terminaba de murmurar, pensativo, esas palabras, cuando una terrible explosión los lanzó a todos rodando por el piso, cubriéndolos de grandes pedazos de escombro, vidrios rotos, polvo y cuerpos desmembrados. Cuando la nube se hubo asentado y el humo comenzó a disiparse, aquellos que habían sobrevivido se dieron cuenta de que una buena parte de la fachada había desaparecido del edificio de enfrente.
Schultz recordó entonces la fotografía de Steinmayer frente al micrófono, y le pareció imposible reconciliar la pacífica imagen de su maestro de piano, serio y formal, aunque jovial cuando entraba en confianza; con el infierno de fuego y violencia que al parecer había desatado a su alrededor. Su familia nunca fue partidaria del odio racial de los Nazis, ni siquiera después de su entrada al ejército y, gracias a la posición acomodada de su familia, al grupo de ayudantes cercanos al Führer. Por eso, desde un principio Steinmayer fue recibido en la familia como lo que era: un hombre sobresaliente en su arte, sabio y de cálida presencia. Era alto de cuerpo, robusto, de facciones nobles y barba completa y perfectamente recortada. Más que un miembro de su estirpe, se asemejaba a un lord inglés.
En realidad, Schultz recordaba los días en los que recibía sus lecciones de piano como algunos de los mejores de su juventud. No era que le gustara mucho el piano, aunque sin duda acabó gustándole mucho más que si nunca hubiese conocido a Steinmayer, sino que rara vez hablaba de música con su maestro. Más que su eso, había sido su mentor; el consejero que lo había devuelto a la cordura después de haber perdido a Sophie, regalándole de paso la certeza de que para un hombre seguro de sí mismo es posible conquistar a cualquier mujer en el mundo, sin importar lo hermosa o adinerada que sea, siempre y cuando esa mujer tuviera lo necesario para hacerlo feliz.
Recordaba sus palabras amigables, sin engaño o condescendencia, su natural pacífico siempre, aunque con momentos en los que se exaltaba y daba vueltas por la sala del viejo palacete de los Schultz, en la capital del Reich; intentando persuadirlo a creer en una idea, un principio de vida, o cualquier otra cosa. Aquello, lo que estaba viendo, era simplemente demasiado.
De sus pensamientos lo sacó la tropa misma la cual, recuperada de los golpes y el asombro, se lanzó rugiendo a la entrada de lo que del edificio quedaba, sin orden ni acomodo, animados únicamente por la urgencia enloquecida de matar.
Schultz le arrebató a uno de sus hombres la ametralladora, y lanzó una ráfaga que derribó al soldado que casi alcanzaba los restos de la puerta y detuvo al resto. Era claro que no tenía tiempo, y que era altamente improbable impedir el linchamiento de Steinmayer, con Führerbefehl o sin ella. Por eso, sin más argumento que la ráfaga misma, se lanzó escaleras arriba gritando: "¡Julius, Julius! ¿Te encuentras bien?" Pero como única respuesta resonaron dos disparos, y luego otros dos. Luego hubo silencio.
(Continuará)
Eso había sido todo. O mejor dicho, el principio de todo. Eva recordaba a su madre mucho durante el día; su familia era muy importante para ella, y cuando empezaron a bombardear München podía pasarse horas en el teléfono tratando de saber si acaso su casa había sido alcanzada por las bombas, y si todos estaban bien. Su sueño, por lo tanto, no era extraño; así como tampoco lo era el hecho de recordar particularmente esa canción que formaba parte de un ritual doméstico placentero y lleno de buenos recuerdos. No obstante, al contar lo que había soñado, Eva no hizo sino alimentar tanto la curiosidad como la superstición del Führer en un momento crítico de la guerra, como se decía durante las juntas en el cuartel general, si bien a Schultz le parecía que, desde la invasión a la Unión Soviética, Alemania pasaba solamente de una crisis grave a otra más grave todavía.
Lo que al ayudante de campo sí le parecía extraño era que, al igual que la amante de Hitler, era incapaz de recordar el resto de la canción, a pesar de conocerla.
Al ver la seriedad con la que el Führer había tomado la cuestión, Schultz se arrepintió de haber hablado; pero ya era demasiado tarde. Un segundo después tenía frente a sí a un iracundo Hitler, quien había montado en cólera de nuevo, ahora por no poder escuchar el resto de la canción, la parte en la que seguramente se hablaba de su destino y el de Alemania, y que exigía de inmediato (Sofort, sofort!!! Gritaba) conocer el nombre del autor. Al jefe del Estado casi le da una embolia al enterarse de que el autor, el supuesto profeta de su futuro, era de ascendencia hebrea, y presa de una malsana inquietud dio por terminada la velada de esa noche.
Una semana después, Kristian Schultz tenía lodo en las botas y esa ominosa orden en el bolsillo. Con sobrada razón prefería escuchar a hablar en las veladas del Berghof, pensó al dar a su escolta la orden de avanzar. Era muy sencillo. Debía encontrar a Steinmayer, llevarlo a la presencia del jefe y sacarlo vivo de ahí una vez que hubiese satisfecho su curiosidad. Más fácil de decir que de hacer. Por lo menos, sabía en donde empezar a buscar.
En cuestión de minutos llegó a la calle Sarko. Schultz sintió que un escalofrío le subía por el espinazo al darse cuenta de que estaba completamente desierta. Pésima señal, de acuerdo con lo que hasta entonces había escuchado del asunto. Dio orden de que la tropa lo esperara en la calle, precaución inútil dada la situación, y entró solo al ruinoso edificio con el num. 75, una antigua e imponente construcción de mampostería que alguna vez debió de pertenecer a la nobleza local. No obstante, el lujo y buen gusto que debió de adornar aquellos lugares había sido invadido por la desgracia, la pobreza, la suciedad y el desastre. En el segundo piso, Schultz halló vestigios de la presencia del viejo Steinmayer en un par de fotografías que yacían en el piso, sorprendentemente intactas a pesar de los marcos rotos, con los cristales esparcidos por los restos de lo que sin duda había sido un desalojo violento y un posterior saqueo. Uno de ellos llamó la atención del oficial. En él podía verse a Steinmayer, mucho más joven de lo que él lo recordaba, sentado al piano, frente a un micrófono, cantando. Se adivinaba la presencia de la banda en alguna parte. En el otro estaba retratado con dos hermosas jovencitas desconocidas. La mirada de ambas lo hizo olvidar por un momento el terror reflejado en todo lo que lo rodeaba, y sin trabajo las imaginó a ambas cruzando la calle con los mismos vestidos dominicales que llevaban puestos en la fotografía, conversando con otras muchachas de su edad, en una escuela, quizá; o tocando algún instrumento, lo cual hacían sin duda si tenían algo que ver con Steinmayer.
Schultz hubiese podido permanecer ahí más tiempo, de no ser por los ruidos que le llegaron en ese momento de calle abajo.
Eran disparos.
Guardó el retrato de las dos jóvenes en su bolsillo, en el mismo lugar en el que llevaba la orden de arrestar al músico, y salió lo más pronto que pudo a la calle. Ahí ordenó a su escolta:
"¡A la estación!"
Pensaba que quizá el desalojo era reciente, y en ese caso tenían tiempo; aunque también podía tratarse del hombre que buscaba, y en ese caso habían llegado demasiado tarde.
La respuesta llegó de inmediato. Justo antes de llegar a la esquina con la calle Maritzky, un hombre vestido como un soldado alemán entró corriendo a la bocacalle, y al encontrarse de frente con Schultz y su tropa lanzó una maldición. Después de un segundo de duda, decidió regresar sobre sus pasos, siguiendo su loca carrera por la misma calle. En cuanto lo hizo se escucharon disparos de nuevo, ahora mucho más cercanos. Schultz estaba horrorizado. El hombre que corría era nada menos que Steinmayer grotescamente disfrazado, y por muy malos que fueran sus perseguidores para disparar, era poco probable que fallaran otra vez. Sin medir las consecuencias de su acción, el oficial cargó con su tropa, cruzándose frente al pelotón, y deteniéndolo a punta de ametralladora.
"¡¡No disparen!!" Gritó Schultz, sin que sus hombres supieran de cierto si la orden era para ellos o para los otros SS, quienes no tenían la menor intención de detener la persecución y ya levantaban sus armas para deshacerse del molesto estorbo que se les había puesto enfrente. Fue mucho más claro cuando dijo: "por órdenes del Führer debo arrestar vivo a ese hombre. Desde este momento estoy a cargo de la situación''.
Sin embargo, Schultz había perdido segundos preciosos. Kratz, el teniente que los mandaba sonrió, e hizo una señal a Schultz para que se volviera. Al hacerlo, el oficial se dio cuenta de que un grupo mucho más numeroso de soldados entraba a la carga en un edificio a la mitad de la cuadra.
"No tengo idea de cuales puedan ser tus estúpidas órdenes", dijo Kratz mientras ambos se lanzaban de nuevo a la caza, seguidos de sus hombres, "pero no te van a servir de nada. Ese perro debe demasiadas como para que lo dejemos ir..."
"¡Es una orden del Führer!" Gritó Schultz.
"Díselo a ellos", le contestó Kratz señalando a los demás soldados, que esperaban parapetados en la calle a los que habían entrado para acabar con el fugitivo, los mismos que les impidieron el paso con el argumento de que había ya demasiados hombres adentro para cazar un maldito perro. "Cuando comenzó el desalojo hace dos días, ese cabrón se las arregló, nadie entiende cómo, para sorprender a un cabo de la bandera Dresde. Era demasiado el maldito alboroto, también; estos imbéciles se tomaron demasiado en serio lo de ejecutar la operación lo más rápido posible. No sé. El caso es que nadie echó de menos al cabo. El judío ese -suponemos- lo mató y -también esto lo suponemos- lo ocultó en su propio escondite, vistiéndose con su uniforme. Pero ahí no acaba todo. En realidad, lo más sorprendente del caso comienza aquí, y es que el judío, en lugar de aprovecharse del tumulto para escapar, se fue a meter a la estación, a ver los trenes y a hurgar en los escritorios buscando yo no se a quién o qué cosa. Lo hizo bien, hasta eso. Nadie se hubiera dado cuenta de nada de no ser por que una empleada de sanidad se dio cuenta de que tenía sangre en una pierna. No era mucha sangre; digo, el hombre debió de haberse rasguñado al luchar con el cabo; pero fue suficiente para que le ordenaran ir a la enfermería. Y aun ahí no hubo problema, sino hasta que le ordenaron entregar los documentos que llevaba en la mano. Preguntó: ¿estos documentos?" Como si el pendejo no entendiera de qué se trataba. Ya para ese momento se había reunido un grupo de soldados que se preguntaban lo que un cabo de esa bandera podía estar haciendo en ese lugar y con esos documentos en la mano. En ese instante, bien sonriente y como si fuera a dar los buenos días, el perro aquél sacó su arma y le disparó a un sargento que ya lo tenía tomado del brazo, echando a correr". Kratz miró a Schultz a los ojos, con aguda expresión que indicaba lo mismo cansancio que sorpresa.
"Eso fue hace dos días", dijo.
Extrañamente, al ayudante de campo le pareció que todos esos soldados se tomaban demasiadas precauciones cubriéndose de ese modo, en la calle, cuando de lo que se trataba era de matar a un hombre solamente, un hombre que probablemente para entonces estaba ya desarmado, cansado e indefenso.
"No es sino un pianista de Berlín".
Schultz no terminaba de murmurar, pensativo, esas palabras, cuando una terrible explosión los lanzó a todos rodando por el piso, cubriéndolos de grandes pedazos de escombro, vidrios rotos, polvo y cuerpos desmembrados. Cuando la nube se hubo asentado y el humo comenzó a disiparse, aquellos que habían sobrevivido se dieron cuenta de que una buena parte de la fachada había desaparecido del edificio de enfrente.
Schultz recordó entonces la fotografía de Steinmayer frente al micrófono, y le pareció imposible reconciliar la pacífica imagen de su maestro de piano, serio y formal, aunque jovial cuando entraba en confianza; con el infierno de fuego y violencia que al parecer había desatado a su alrededor. Su familia nunca fue partidaria del odio racial de los Nazis, ni siquiera después de su entrada al ejército y, gracias a la posición acomodada de su familia, al grupo de ayudantes cercanos al Führer. Por eso, desde un principio Steinmayer fue recibido en la familia como lo que era: un hombre sobresaliente en su arte, sabio y de cálida presencia. Era alto de cuerpo, robusto, de facciones nobles y barba completa y perfectamente recortada. Más que un miembro de su estirpe, se asemejaba a un lord inglés.
En realidad, Schultz recordaba los días en los que recibía sus lecciones de piano como algunos de los mejores de su juventud. No era que le gustara mucho el piano, aunque sin duda acabó gustándole mucho más que si nunca hubiese conocido a Steinmayer, sino que rara vez hablaba de música con su maestro. Más que su eso, había sido su mentor; el consejero que lo había devuelto a la cordura después de haber perdido a Sophie, regalándole de paso la certeza de que para un hombre seguro de sí mismo es posible conquistar a cualquier mujer en el mundo, sin importar lo hermosa o adinerada que sea, siempre y cuando esa mujer tuviera lo necesario para hacerlo feliz.
Recordaba sus palabras amigables, sin engaño o condescendencia, su natural pacífico siempre, aunque con momentos en los que se exaltaba y daba vueltas por la sala del viejo palacete de los Schultz, en la capital del Reich; intentando persuadirlo a creer en una idea, un principio de vida, o cualquier otra cosa. Aquello, lo que estaba viendo, era simplemente demasiado.
De sus pensamientos lo sacó la tropa misma la cual, recuperada de los golpes y el asombro, se lanzó rugiendo a la entrada de lo que del edificio quedaba, sin orden ni acomodo, animados únicamente por la urgencia enloquecida de matar.
Schultz le arrebató a uno de sus hombres la ametralladora, y lanzó una ráfaga que derribó al soldado que casi alcanzaba los restos de la puerta y detuvo al resto. Era claro que no tenía tiempo, y que era altamente improbable impedir el linchamiento de Steinmayer, con Führerbefehl o sin ella. Por eso, sin más argumento que la ráfaga misma, se lanzó escaleras arriba gritando: "¡Julius, Julius! ¿Te encuentras bien?" Pero como única respuesta resonaron dos disparos, y luego otros dos. Luego hubo silencio.
(Continuará)