Manuelito. No era el becado común y corriente de la típica escuela católica, ese que se muere por llamar la atención, que estudia como loco para pasar los exámenes y se ofrece para los trabajos latosos, con el único fin de que no le quiten la beca, con todas las consecuencias que eso trae cuando estás -en cierto modo- en el lugar que no te corresponde, o sea, estudiando en una escuela de gente rica, cuando se es pobre como pobre puede ser el hijo de un velador.
No. Con Manuelito era la pura verdad. No era pose. No le costaba trabajo en absoluto hacer lo que para muchos de sus compañeros eran sacrificios imposibles, como comer bien y rápido, jugar muy poco, hacer la tarea durante o justo después de las clases y llevar ropa de calle para cambiarse de inmediato y no ensuciar el uniforme.
Sus esfuerzos no eran del todo desinteresados, sin embargo. Era la única manera de que sus maestros le permitieran tomar talleres sin pagar.
Los talleres. Caros casi como la colegiatura de la primaria que tampoco pagaba. Eso sin contar con que no tomaba solamente uno, sino dos talleres: coro, a medio día; y piano, justo después. Para acabar de redondear su estampa de fantasía, era igualmente bueno en ambos. El mejor.
Podrás gritar, pero nadie te va a escuchar; podrás hablar, pero nadie te va a creer. Es más: aunque te crean, nadie va a hacer nada. Tú no sabes, putito; he hecho cosas mucho peores y nunca me han hecho nada, o se lo han hecho a otros; los que son pobres, como tú.
Un par de días antes del festival, el maestro de piano habló con él una vez más, como lo había estado haciendo las últimas dos semanas.
"No te voy a obligar a nada. Piénsalo"
Y es que nadie aguanta a diez niños tocando el piano uno detrás de otro: las mismas cinco notitas, solamente que distinto orden, pero todos tocando las mismas; es más: ni siquiera sus papás y mamás. De todos los alumnos de piano, sólo tres de ellos tocaban algo que el oído humano pudiese diferenciar del ruido, y a la hora de una presentación eran esos tres los que iban a quedar dentro del programa para bien de todos. Uno de ellos, por supuesto, era Manuelito. Pero si él tocaba, Sebastián se quedaba fuera. Ni hablar de agregar otro participante; todos los demás talleres necesitaban espacios para demostrar a los padres que su dinero tenía un destino y un propósito. Para otro profesor, alguien que enseñara otra materia que no fuese piano, la solución sería sencilla a más no poder, pues de los cuatro en disputa, el único niño cuyo dinero no le hacía falta al colegio era Manuelito; pero era el caso que, muy a pesar del lugar en el que se encontraban, los maestros del departamento de arte conservaban aun la dignidad y la decencia cuando se trataba de dilemas como ese.
Por eso no quedaba de otra: había que persuadir al niño.
Pero es que no entiendes, cabrón, si no es así. ¿Cuántas putas veces? ¿Cuántas putas veces te dije que mejor lo dejaras así? ¿Querías que te dijera que ya me voy? ¿Que a ti te faltan dos años y yo ya paso a secundaria? Mi papá está en la mesa directiva, pero ya quisiera yo que todos los maestros se supieran mi nombre como pasa contigo, puto. Ni hablar. Los prefectos me conocen, pero ellos no deciden quién toca y quien no toca en el festival, ¿verdad? Con eso y el maestro de piano que vive como en otro mundo bastó; me chingaste la vida; me diste en la madre; y en eso la cagaste, cabrón pepenador. Te metiste conmigo. Mal.
Ahora te chingas tú. Y luego hablamos, que ya me voy.
Rogón, aparte. Manuelito supo convencer al director del coro, quien era, curiosamente, al que menos le gustaba la idea de que el niño tocara el piano primero, y luego se saliera corriendo para cambiarse, y así poder cantar de solista con el coro, que entraba unos minutos después.
"No te puedes concentrar, le decía, vas a entrar apurado, nervioso. ¿Qué tal si no te va bien tocando el piano? Es muy importante que te concentres desde antes en lo que vas a hacer. Deberías dejar que otro muchacho toque el piano. Tú de todos modos ya tienes tu solo, y es uno muy bonito."
Pero no. Manuelito se puso necio (se puede ser muy necio con lisonjas y palabras zalameras, si se quiere) y suplicó de todas las maneras que conocía para que lo dejaran cantar su solo después de tocar el piano. "Una cosa es querer, y otra poder," le dijo el maestro, pero de nada sirvió; ya nada más para quitarse de encima esa plaga fue que accedió a dejarlo cantar. Mal para ambos.
Porque los que fueron al baño antes del segmento de piano lo encontraron cerrado. Extraño, porque hacía unos minutos estaba abierto. Como había otros dos, sin embargo, nadie dijo nada. Nadie se quejó, ni avisó, ni siquiera cuando llegó el turno de Manuelito para entrar a tocar solo el piano y no apareció por ninguna parte. Como Sebastián sí estaba, y estaba vestido, y una mirada de complicidad corría entre él y el maestro, Sebastián entró oportunamente a suplir al pianista faltante, no sin antes mencionar lo triste que era sufrir a niños tan irresponsables. Después de echar a perder el festival (el coro tuvo que cancelar el solo, y cantar una obra sin ensayarla, lo que por supuesto resultó en un desastre) a esa gente deberían quitarle sus becas. No tiene sentido sacrificarse por gente que no sabe agradecer nada.
Te chingaste, naco. A ver si con esto aprendes.
A Manuelito lo encontraron hasta el otro día. Muchas horas después de que sus padres se habían vuelto locos de desesperación por haber encontrado su ropa de concierto y su uniforme de coro hechos girones en uno de los camerinos. Aunque parezca mentira, a nadie se le ocurrió buscar en el baño cerrado. Debieron pensar que no se había usado ese día, supongo. Manuelito estaba amarrado, amordazado, y los golpes que tenía en la espalda se le marcaron más con el frío del piso, pues con excepción de los calzones, estaba desnudo.
No le crean a ese maricón. Ya parece que voy a andarme preocupando de lo que hace el cabrón. ¿Quieren saber la verdad? A ese puto le dio miedo salir a tocar, se metió al baño a lloriquear; se encerró para que nadie lo viera. Hizo un berrinche tan fuerte, que le gano del uno, y se cagó en los calzones. Así que, ni modo que saliera, ¿no? A nadie le gusta que lo vean así. Por eso inventar la mamada del secuestro, tan pendeja. Se necesita ser muy idiota para romper tu ropa y ya con eso decir que te secuestraron, que te pegaron, que no te podías salir. Yo vi los calzones meados y cagados. Salieron en las fotos que le llevaron al director, al padre Ramírez. Yo las vi, me cae de madre. El padre las vio también, pero tan mentira es que aquí ando sin que me hagan nada. Y ahí nos vemos, que me tengo que ir.
A.S.
26 de marzo de 2007