Escribo en la casa de mi hermano Arturo, en Azcapotzalco, ciudad de México. Es la misma casa en la que viví hasta que a los 24 años puse mi primer departamento de soltero, acto cuyo simbolismo incluía el de comenzar a vivir -en el instante de abandonar la casa materna- la etapa mítica conocida como el resto de mi vida. Ignoraba entonces que iba a sentirme así o mejor en otras ocasiones, como cuando me casé con mi amada Litzia, o cuando nacieron mis gemelos y luego mi hijo menor (feliz cumpleaños, Miluzc, eres el amor de mi corazón, aunque como ayer te hayas perdido por un rato poniendo a tu mamá como loca de angustia); o cuando por fin abandoné el DF para vivir en la bella Morelia.
El caso es que estar aquí me da siempre la oportunidad de ver mi vida en perspectiva; de reflexionar sobre el mucho tiempo y energías perdidos en el pasado y la desmedida importancia que le di a cosas que ahora me parecen triviales, por decir lo menos. No obstante, me parece que es un defecto que no puedo superar. Por ejemplo: ahora me parece muy importante que mi cuñada esté en la cocina haciendo tortillas. Jamás pensé que alguien pudiera tomarse en estos tiempos tan agitados la molestia de hacer tortillas de harina para la comida, cuando las tales pueden comprarse ya hechas ahorrándose todo el problema por el que Cinthya pasa en este momento, con la masa que se le pega a las manos con viciosa insistencia. Ese tipo de cosas -como el hecho de que Arturo me haya llevado al super a escoger lo que se me antojaba comer- son las que me conmueven, aunque al resto de la gente le pasen desapercibidas. Hacen de la comida en familia una convivencia única, y ayudan a que me sienta agradecido de estar aquí, a pesar de extrañar poderosamente a mi familia, a Morelia y a mi bici.
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Ayer saludé a mi viejo amigo Gustavo en una actuación que tuvimos juntos en la Condesa, y me preguntó si ya había visitado el centro cultural Bella Época. De inmediato pensé que podría ser una buena idea hacerlo antes de irme a la Basílica de Guadalupe (cuyo pomposo título de "Insigne y Nacional" no deja de llamarme la atención) a tocar el órgano monumental; aunque de inmediato me sentí atrapado enmedio de sentimientos encontrados.
Es que se trata de una costumbre que he perdido: visitar las grandes librerías. Me entristece confesarlo, pero los libros se han vuelto como un artículo de lujo en mi vida. Hace dos o tres años Gustavo me decía que, si pudiera ahorrar todo lo que gastaba en libros, tendría al final de mes una buena cantidad de dinero, pero ahora no sé en qué más puedo ahorrar para poder comprar por lo menos un libro de los muchos que se me antoja leer, y solamente me queda esperar a que sea momento de "vivir mejor", como el usurpador prometió a los incautos. En fin; a pesar de esa situación decidí pasar a visitar el centro cultural del que hablaba, sede de la muy decente y atractiva Librería Rosario Castellanos.
De entrada, me quedé una media hora en la mesa de las novedades, lugar en que encontré lectura apasionante para varios días. De hecho, extraviado por las cuentas alegres e irreales (como las que dicen que no ha habido inflación, ¡qué poca madre la de los banqueros, de veras!) hechas en mi mente perturbada por la cercanía de los libros, comencé a amontonar en mis brazos un tomo tras otro con ansiedad de adicto en abstinencia. Primero tomé el libro de Carlos Tello sobre el dos de julio, aunque pienso que en ese caso no habría genuino interés sino solamente morbo, después de que su autor fuera exhibido como embustero y mentiroso por personalidades como José María Pérez Gay y Federico Arreola. Lo que en verdad provocó que se me hiciera agua la boca fue la monumental obra de Adolfo Bioy C. llamada simplemente "Borges". Es un libro que se antoja delicioso, lleno de anécdotas personales vividas por el autor al lado del gran poeta argentino y que seguramente ofrece insospechados detalles sobre su manera de pensar y de trabajar. Además, no se trata de una biografía concebida como tal, sino que la obra se construyó a partir de los diarios de Bioy, quien era él mismo un escritor de respeto, y arreglada en su forma definitiva poco antes de su muerte. Siempre he sentido una especial veneración por los escritores de diarios; y no hablo de las ficciones literarias escritas en la forma de tales, con las que muchos buscan disfrazar la mediocridad de sus ideas al expresarlas de esa forma, sino de aquellos que encuentran tiempo, día tras día, para sincerarse con sus "cuadernos de escribir la vida", como los llama Isabel Allende. Me parece que los diarios de Bioy son de esa naturaleza, y por ello sería maravilloso pasar horas en silencio frente a ellos, con la luz de las velas iluminando sus páginas, o quizá no en silencio, sino pronunciando en voz baja su lectura para poder saborear las palabras a plenitud. Lo mismo vale para el libro que tomé a continuación: la sexta entrega, cuyo título escapa a mi memoria en estos momentos, de la saga del capitán Alatriste, personaje de Arturo Pérez-Reverte que me ha regalado más de una intensa emoción y muchísimas frases de tan extraordinaria belleza y sabor antiguo, que encuentro una profunda satisfacción al detener la acción de la novela para pronunciarlas, y así disfrutarlas una y otra vez. Lo único malo que tienen las novelas del capitán Alatriste es que no me duran nada. El gozo de vivir sus aventuras por vez primera es efímero y apenas terminado cada volumen ya se desea tener el siguiente entre las manos. A veces debo resistir inclusive la tentación de releer los que ya tengo por temor a gastarlos, a quedarme sin el vital alimento de su frescura.
El resto de la librería me gustó mucho. Es un espacio solemne y al mismo tiempo moderno y disfrutable; hay una sección infantil con variedad en los títulos y algunos -demasiado pocos, para mi gusto- divanes y colchonetas en los que los padres pueden recostarse con sus niños para enviciarlos o enviciarse juntos con la lectura. Hay un estante especial para las obras de Rosario Castellanos en ediciones diversas y algunos estantes con libros en otros idiomas. Mi queja a ese respecto es que hay una marcada preferencia por los libros en francés. No entiendo el por qué. No son más baratos y Francia no tiene más escritores importantes que los países angloparlantes, o que Italia y Alemania, para el caso. No obstante, hay tres estantes de libros en francés y solamente uno de libros en Italiano y en Inglés, respectivamente. No hay un solo libro alemán a la venta.
No hablo francés, por cierto.
Tomé, pues, los poemas de Pavese en una edición integral y las novelas tempranas de Henry James en la lujosa edición de pasta negra auspiciada por el gobierno de los Estados Unidos. Como ya era tarde comencé a caminar rumbo a la caja, pero a medio camino me detuve y, gracias al cielo, comencé a pensar con claridad en lo tocante al poco dinero que llevaba en la bolsa.
Uno a uno fui devolviendo cada libro al lugar del que lo había tomado. Del que más trabajo me costó desprenderme fue el "Borges", porque a pesar de ser invaluable solamente cuesta unos $300 pesos; pero al final hube de reconocer que, o leía ese libro, o regresaba a Morelia, y lo último me pareció una urgencia más inmediata que lo primero. Salí de la librería con las manos vacías, pero contento de comprobar que no es la defunción de mi espíritu o la falta de curiosidad lo que me ha separado de la actualidad literaria; y que bien vale la pena seguir desenmarañando la rebuscada sintaxis alemana del "Hitler" de Joachim Fest, cuya difícil lectura me he impuesto como un deber, si como premio voy a poder tener -merced a un posible aunque improbable aumento en mis ingresos- la oportunidad de gozar de los caramelos literarios que ese día conocí.
¿Regresaré pronto a la librería?
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