Cuando el autor de esta columna tenía unos 19 años, se fue a cumplir con una misión de carácter religioso en las ciudades de Querétaro, León y sus alrededores. Como misioneros, mi compañero y yo no teníamos automóvil, y tampoco teníamos mucho dinero para gastar en transporte público, siendo parte de nuestro trabajo estar constantemente en movimiento de una parte a otra de las ciudades, y aun entre la ciudad y los pueblos que la circundaban. Fue en esa ocasión que descubrí el placer insuperable de transportarme en bicicleta.Antes de la misión, la bicicleta era un juego, un pasatiempo, y la transición a considerarla un medio de transporte costó mucho dolor y sobresaltos, pues no podíamos detenernos para descansar, y el tráfico agresivo de las ciudades nos hacía sentir que todo el tiempo estábamos en peligro. Sin embargo no siempre fue así, y gracias a mi bicicleta pude disfrutar de momentos de belleza inolvidable que aun hoy en día permanecen en mi memoria como pruebas de que, a pesar de lo que a veces me dicta la voz insulsa de mi depresión, verdaderamente he vivido a plenitud.Por ejemplo, la ocasión en la que regresábamos de Purísima del Rincón, el pueblo del pintor Hermenegildo Bustos, y nos dirigíamos a nuestra casa en San Francisco del Rincón, un recorrido de unos 15 kilómetros que hacíamos mas o menos tres veces a la semana. Ese día nos sorprendió la lluvia en la carretera; un aguacero repentino y copioso que hubiese obligado a cualquiera a desmontar y buscar refugio en cualquier lugar, pero nosotros, sin necesidad de consultarlo, seguimos adelante, lentamente a causa del viento que teníamos en nuestra contra, permitiendo que el aguacero nos empapara como una gigantesca regadera. De repente tomamos una pendiente y aceleramos tanto que las gotas de agua nos golpeaban el rostro y el cuerpo con la fuerza del granizo; aceleré con todas mis fuerzas, casi al borde del desmayo, para luego dejarme ir con el impulso para disfrutar del viento que rugía a mi alrededor y de la sensación del agua vapuleando cada centímetro de mi cuerpo. Estaba sintiendo la plenitud de la libertad, de mi organismo en tensión, de mis pulmones plenos de aire, la velocidad, la dicha.Poco después descubrimos una pequeña vereda que salía de Purísima rumbo a Jesús del Monte. Era un camino sin pavimentar, perfectamente recto y flanqueado por arboles frondosos y frescos. Lo seguimos por una media hora, asombrados de que nadie, ni en automóvil ni a caballo, interrumpiera nuestro paseo. Finalmente se terminaron los arboles, y entonces entramos a un valle de belleza sin igual al pie de los montes. Silencioso, sembrado de trigo, rebosante de paz debajo de un cielo increíblemente azul.De inmediato lo adoptamos como lugar de recogimiento, y a menudo lo visitábamos para orar largamente. Para suplicar por nuestras almas a un creador que parecía estar más cerca de nosotros ahí que en cualquier otro lugar. Ese valle nos enriqueció como pocas experiencias de mi vida lo han hecho, y no lo hubiésemos descubierto nunca de no haber sido por nuestras benditas bicicletas, cuyo paso silencioso no interrumpió nuestras meditaciones al irnos de ahí por última vez.Hace una semana se me ocurrió que podría remediar mi falta de ejercicio (y mi exceso de peso) si cambiaba el caro y contaminante transporte público por una bicicleta. No tenía mucho dinero, pero me sentía locamente entusiasmado por la idea de revivir aquellas experiencias tan queridas por mi corazón. Sabía que era difícil, si no imposible, conseguir una bici como las que a mí siempre me han gustado, pero confiaba en poder hallar una usada en algún taller de reparaciones. No obstante, y gracias a la recomendación de uno de mis alumnos, fui el lunes pasado a ver si podía encontrar algo en "El Pedal de Oro", un lugar de mucha tradición en Morelia en lo que toca al ciclismo.En cuanto entré pude ver la gran cantidad de bicicletas modernas, de ruedas pequeñas, deportivas y de montaña que esperaba encontrar, pero que no me agradan o no me servían para lo que deseaba hacer. Aunque estaba desanimado, me tomé la molestia de explicarle al vendedor cuál era la bicicleta que quería, y mi sorpresa no tuvo límites cuando me dijo que tenían lo que yo buscaba, o algo mejor, y así fue, por mucho. El vendedor me señaló una esquina de la tienda, y ahí estaba la bici de mis sueños: una Eastman Tiger de fabricación hindú, copia exacta -tornillo por tornillo- de la Raleigh Deluxe 1914, la bicicleta oficial del ejército inglés, y de muchos otros en el mundo por casi todo el siglo. Estaba completamente equipada con luz frontal, cuarto trasero, reflejantes, base de estacionamiento, candado integrado a la rueda trasera, portabultos y su brillante campanilla original. Hasta estaba pintada del reglamentario color negro. El único problema: pesa como un yunque. Emocionado pregunté el precio, pues aunque estaba dispuesto a pagar lo que fuera por esa bici, nada más llevaba en la bolsa $1500 pesos, y no podría gastar un centavo más hasta la siguiente quincena. El vendedor dijo: "cuesta $1350", y yo: "¡Pues me la llevo!"Tardaron unos minutos en prepararla, y del centro la manejé hasta Ocolusen, en donde me esperaban para comer; un recorrido de unos diez kilómetros que me dejó exhausto y asustado por la pérdida de toda mi destreza y fuerza de tiempos de la misión. De ahí me fui nuevamente al centro, con una parada de descanso y rehidratación al tener a la vista Catedral, tropezando con las banquetas y poniendo pie a tierra de manera torpe casi a cada cruce de calle. En el Conservatorio descansé unas tres horas, y me llevé finalmente la bici a casa (unos 8 kilómetros) en un recorrido desafiante que aun ahora no entiendo como logré completar en el estado en el estado de agotamiento en el que me encontraba. Al llegar a casa dejé la bici estacionada en el patio; entré caminando lentamente, sin ingle, sin piernas, con la ropa empapada; entré al baño, me duché largamente, y al salir solamente tuve tiempo de ponerme la pijama antes de quedarme profundamente dormido, dolorido, pero increíblemente feliz.Ya sin tanto drama -aunque no sin peripecias- me llevé martes y miércoles la bici de ida y vuelta al Conservatorio. Estoy seguro que el entusiasmo me va a alcanzar para convertir a la bici en mi medio de transporte habitual, y ya para entonces tendré de vuelta mi antigua fuerza. Mi esperanza es que, sin que yo me dé cuenta, gracias al puro placer de biciclear (palabra de mi hijo Emilio), un día amanezca con mi antigua talla también.La pregunta es: ¿descubriré algo ahora?
Mural literario en evolución constante. Aparece un sábado sí y otro no; aunque gozará de cierta libertad en sus tiempos conservando la periodicidad. Dedicado a la publicación de narrativa breve original e inédita, susceptible de ser coleccionada. También, ocasionalmente, a la discusión abierta y constructiva sobre Arte, Ciencia, Religión y Política. Se invita a los lectores a no estar de acuerdo conmigo y a decir por qué.
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fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.
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