Escribo a unos cuantos pasos de una bonita y azul alberca en el balneario de Agua Caliente, en Huandacareo, un pueblo en las cercanías del lago de Cuitzeo. Se trata de un lugar que conocí a los pocos meses de vivir en Michoacán, y que he llegado a querer, merced al suave descanso que sus aguas dan a mi corazón. No es el hallarme aquí, sin embargo, la única razón para sentirme contento. He disfrutado ayer y hoy de la visita de mi hermano Arturo, que vino desde México junto con su esposa y su hijo Julián, aceptando mi modesta hospitalidad a pesar de haber podido quedarse a dormir en un lugar mucho más cómodo y espacioso que mi pobre casita de cascarón. Estoy muy agradecido por ello, pues aunque visito a mi hermano cada vez que voy a la Ciudad de México, son pocas las veces en las que realmente tenemos tiempo de conversar sin presiones, o simplemente quedarnos en silencio, sentados uno junto al otro, mientras contemplamos a nuestros hijos que se divierten en los chapoteaderos. A nosotros nos toca también acompañarlos en la medida en la que nos lo permiten nuestras fuerzas disminuidas por la edad y la vida sedentaria: subimos a los toboganes y nos arrojamos a la alberca, levantamos -para nuestro embarazo- una cantidad indigna de agua, la cual forma una ola que está a punto de ahogar a los más pequeños, y tal cosa me hace sentir realmente pesado y sobredimensionado. El gran motivo de celebración es que Arturo y yo no estamos en guerra. No siempre fue así. Durante mucho tiempo estuvimos alejados, despreciando la forma de vida del otro, incapaces de tolerar las muchas diferencias que ahora nos han unido de nuevo, casi sin que nos demos cuenta. En ese sentido hemos sido como cualquier pareja de hermanos, contando siempre con el cariño incondicional de nuestra hermanita Adriana, quien vive en Oaxaca, y con la que es muy difícil tener cualquier problema.
Es impresionante lo azul que puede verse el cielo por estos lugares. Hasta las brasas que mueren lentamente en el asador tienen un color y un olor especial y poco común, como si el aire de pureza perfecta intensificara todas las sensaciones.
De cualquier modo, es una paz y un gozo de corta duración. Así lo entiende también el Prof. Thinmar, quien aceptó venir de último momento y mientras escribo disfruta de los chorros de agua pura y tibia que azotan su espalda ya encorvada, cansada por años de trabajo y vida. Cierra los ojos, sonríe; se deja llevar por esas como manos gigantes que le aplican un masaje intenso; reparador. Está muy quemado de la espalda debido al sol, y de la barriga, porque pasó demasiado tiempo cerca del fogón, avivando la flama y cuidando la carne asada, el chorizo, las cebollitas y las quesadillas. El muy sonso no se puso ni siquiera una camiseta, y se cocinó el ombligo marinándoselo continuamente con la cerveza que a cada trago le chorreaba por la barbilla y luego por el pecho. El agua le gusta mucho a Thinmar, aunque admite que no es su elemento natural. Prefiere vivir tierra adentro, pero comparte conmigo la asociación del mar con el amor y la nostalgia. Durante el camino de regreso, me sorprende darme cuenta de que hay muchas cosas de su vida que ignoro, pues al dormirse los niños casi de inmediato, rendidos de cansancio, nos regaló con algunos recuerdos para hacer menos pesado el sopor de la tarde.
El Prof. Thinmar es el primer republicano en cuatro generaciones de algodoneros demócratas del sur de Alabama. También fue el primero de su familia en terminar sus estudios, y el primero en casarse con una mujer nacida y criada a norte de las Carolinas: Sophie Marsh, a quien conoció cuando estudiaba leyes en Philadelphia y uno de sus compañeros (el mismo que lo sacaría años después de la cárcel como senador por Massachusetts) se lo llevó a caminar por los muelles en una noche en la que la luna iluminaba tanto que se podía leer tranquilamente y sin esforzarse bajo su resplandor.
Thinmar no estaba sin quehacer, y la preocupación por regresar a su dormitorio y seguir trabajando le impedía disfrutar del paseo. No obstante todo cambió cuando, un poco más adelante, se encontraron con una jovencita que lloraba de pie, cerca de un viejo café. Así fue como el prof. conoció a Sophie. Al verlo, ella dejó de llorar de inmediato, convencida de que ya no había razón para ello, y como Thinmar por pura decencia evitó preguntarle la razón de su tristeza, tal cosa permaneció como uno de los grandes secretos en el matrimonio del abogado sureño. En los años siguientes, los Thinmar acostumbraban celebrar su aniversario en el café frente al cual se habían conocido, y en ninguna de esas ocasiones el profesor hizo la aparentemente inofensiva pregunta: y a propósito, darling, ¿por qué llorabas aquella noche? La luna hizo que tus lágrimas fueran como diamantes sobre satín delicado. Pero siempre acababa pensando -nos explicó el profesor cuando ya el Audi de mi hermano se estacionaba frente a la casa en Tarímbaro- que la pregunta no valía la pena, pues posiblemente era mejor ignorar ciertas cosas. Sophie Marsh, que en paz descanse, pensaba lo mismo seguramente, pues nunca mencionó el asunto. Se limitaba a decir lo que arriba escribí; o sea, que solamente ver a Thinmar frente a ella, con sus cejas tupidas y su mirada gris asomando de debajo del sombrero calado con elegancia, la convenció de que no había razón para seguir llorando.
En lo personal, pienso que no soy tan bueno como el Prof. para refrenar mi curiosidad y si acaso, aunque es poco probable, Mrs. Thinmar pasa por el gabinete, le haré sin duda la pregunta a la que su esposo nunca se atrevió. Algo importante puedo aprender de ello.
Hasta aquí lo escrito hace una semana, en Huandacareo. No lo publiqué entonces porque deseaba poner algo de poesía en El Gabinete, primero, y segundo porque no estaba muy seguro de querer comenzar a revelar el pasado de los asistentes a las reuniones, o por lo menos partes de su pasado. Hoy pienso que no hay razón para no hacerlo, y ahí está.
Unas palabras, abusando de su paciencia, sobre el día de hoy.
Estoy sentado exactamente en la misma mesa en la que, hace más o menos dos años, escribía las últimas palabras de mi novela Noria. Son las ocho de la mañana y hace unos minutos entré aquí, al Starbucks de San Àngel, para hacer un poco de tiempo antes de encontrarme con mi amigo Carlos Ramírez a las 9:30, para ir a tocar a San Gabriel de las Palmas (nombre digno de aparecer en una buena novela), en Morelos.
Ha sido una escala afortunada y reparadora. Salí de Morelia a las dos y media de la madrugada de hoy, y apenas pasadas las seis me puse a quitarme las lagañas en el casi decente baño de la espantosa terminal de Observatorio. Pensaba, con razón, que es la última vez que hago esto de tratar de pasar la noche en el ETN. Antes, me consolaba con la idea de no tener que hacerlo sino un par de veces a año, pero he cambiado de opinión y deseo nunca más tener que despertar y ver uno de los lugares más asquerosos del planeta en el acto de abrir los ojos a un nuevo día.
Ya pasó. Ya estoy en San Ángel, tomando un delicioso chocolate en la misma mesa en la que hace dos años, como ya dije, me acercaba al punto final de una historia sincera y amada. ¡Que su semana sea bella y productiva, queridos amigos!
1 comentario:
bueno el post como siempre, que hice yo hace dos años?, amores pasados y horrores extraños, buen fin de semana!!!
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