Por causas ajenas a El Gabinete de Doktor Faust, la entrega del lunes 2 de octubre se hace anticipadamente el día de hoy. Gracias por su comprensión.
Aquél miércoles de ceniza, el profesor Rodolfo Lerma despertó presa de una extraña zozobra. Se había soñado solo, bajo un cielo sin nubes, en una hermosa playa cuya extensión se perdía en el horizonte. Al parecer esperaba a alguien, pero el tiempo deshonesto de los sueños transcurría sin que nadie llegase a la cita: seguía solo frente al mar.
Lo que más le preocupaba era que en la tradición de la familia soñar con playas era siempre un presagio de largas ausencias. Su tía Irma, quien cantaba de contralto en un coro parroquial soñó que iba a la playa a nadar, y una semana después la contrataron para una sorpresiva gira por Europa de la que ya no regresó. Se quedó a vivir en Suiza como parte de una pequeña compañía de ópera de Basilea, y se olvidó de México mucho muy pronto. Algo parecido le pasó a su primo Blasco, quien decidió irse a buscar trabajo a Los Ángeles poco tiempo después de soñar que tomaba el sol frente al mar -sin sentir su brisa-, y murió de sed en un paraje cerca de la frontera, abandonado a su suerte por el pollero que lo había pasado al otro lado. Empero, la más extraña de las anécdotas se refería a su abuela materna -cantante también- llamada Lucía, quien soñó que se hundía poco a poco en las arenas blancas de una playa muy lejana, sin poder respirar por más que tratara de apartar la arena de su rostro. De ella se cuenta que despertó enferma de un género de asma tan extraño que ningún doctor pudo curarla, y murió apenas una semana después, maldiciendo la hora en que había tenido ese sueño absurdo.
A Clara, su esposa, le pareció muy extraño que Lerma se reportara enfermo al trabajo sin estarlo, por lo menos en apariencia. Cuando le preguntó si se sentía mal, o si quería que llamara al médico, él solamente contestó que había amanecido un poco cansado, y deseaba pasar a ver a su madre para llevarla, de ser posible, a tomar la ceniza a San Hipólito.
“He pensado mucho en ella desde el fin de semana” dijo, preparándose para salir.
En los días que siguieron, Clara se preguntó si acaso había presentido algo esa mañana. No obstante ella, que presumía de tener un sexto sentido especialmente desarrollado y que podía mirar a los ojos a perfectos desconocidos y adivinar su pensamiento, no encontró motivo de alerta en la inusual ruptura en la rutina de su marido, quien jamás faltaba a la facultad a no ser que estuviera tan enfermo como para no poder levantarse de la cama.
El profesor salió como a las diez y no llegó a comer, faltando a su costumbre de nuevo. Clara se sintió tentada a llamar a casa de su suegra para asegurarse de que Lerma había comido ahí, pero decidió no hacerlo por temor a interrumpir un momento de intimidad: su esposo visitaba poco a su madre, y cuando lo hacía era común que su conversación tocara lugares lejanos de la memoria, recuperando los años que Lerma no había vivido en el mundo reconstruidos por su madre, con devoción para con los hombres que ya no estaban presentes. Palabras importantes. Esas cosas que sólo se pueden hablar con una persona en el mundo; conversaciones que la muerte destruye para siempre.
Clara se sentó a leer en el sillón de su recamara y se quedó dormida. Cuando el teléfono la despertó era ya de noche, y recordaba perfectamente haber visto la hora en el reloj de la cómoda al ir a contestar. Eran las ocho. Volvió a sorprenderse una vez más, pues había dormido 4 horas y ella dormía poco o nada durante el día. Al otro lado de la línea escuchó la voz del profesor Rodolfo Lerma y lo notó nervioso y algo agitado, como si acabara de subir unos tres pisos por las escaleras. Decía sentirse confuso: estaba en una colonia desconocida y no podía encontrar el camino a casa. ¡Ni siquiera podía llegar a la calle en donde había dejado estacionado el coche!
Clara pensó que aquella voz era la de Lerma; de eso no había duda; pero lo que decía no tenía sentido en absoluto. Trató de calmarlo, le dijo que buscara algo que le ayudara a ubicarse, como un edificio, o el nombre de una calle; pero el profesor parecía demasiado turbado como para hacerlo, y esto -aun más que el mero hecho de que su esposo se hubiese perdido– angustió a Clara como nunca antes en su vida de casada. Iba a preguntarle si había estado con su madre, si la había llevado a misa y habían comido juntos, cuando de manera inesperada la comunicación se cortó.
En ocasiones, Dios se da el lujo de tomarnos en serio por un momento, y entonces nos regala esa vida dentro de la vida misma que recordaremos luego con infinita nostalgia. El teléfono sonó de nuevo una hora después. Clara esperaba que fuese el Prof. Lerma de nuevo, llamando para decir que había encontrado el camino de regreso y pronto estaría en casa. La voz –sin embargo- era la de su padre: tranquila, amorosa, inusual. Clara supo que algo andaba terriblemente mal cuando le dijo: “Clarita, hija; debo hablar contigo. ¿Has estado bien?”
“No mucho”, contestó sin tratar de disimular su alarma, “estoy preocupada; Rodolfo llamó hace un rato diciendo que estaba perdido en un lugar extraño, y que no hallaba el modo de regresar a la casa. Tengo miedo de que haya tenido un accidente y se haya golpeado en la cabeza, o algo así. Nunca le había pasado algo como eso… ¿Papa? ¿Estas ahí?”.
Del otro lado de la línea hubo un momento de silencio.
“Hija; tu marido tuvo un problema. Un problema de salud… algo grave. Parece que sufrió un ataque al corazón. Lo llevaron a un hospital y lo atendieron rápido…”
“¡Santo Dios! ¿En dónde está? ¿Cómo sigue? ¡Ay, papá! La manera en la que dices las cosas espanta a cualquiera…”
“¡Clara! No es todo…” y repitió más bajo “no es todo. A Rodolfo lo atendieron rápido, pero los médicos no pudieron hacer nada. Dicen que el ataque lo… pues... no sufrió; fue muy rápido; dicen que murió sin darse cuenta. Pero murió. Escucha: ahorita voy para allá. En este momento salgo rumbo a tu casa. Trata de serenarte y espérame ahí…”
Clara había dejado de escuchar. Ni siquiera sintió el impulso natural de hacerse repetir la mala noticia, quizás porque los augurios habían sido muy claros. Sentada sobre la cama empezó a desgranar un llanto paulatino que le supo bien, porque pensó que si podía seguir llorando así tardaría mucho más tiempo en volverse loca de dolor. Sobre la cama vio extendida la pijama de su esposo; limpia y lista para que el profesor se la pusiera al llegar a casa. Clara la tomó en sus manos con cuidado, casi con cariño; y la puso en el cajón de la cómoda que cerró de nuevo tratando de no hacer ruido.
Se mostró fuerte durante los funerales. Su alma, no obstante la aparente calma, era un lodazal. Como suele suceder en estos casos las palabras que más odiaba escuchar eran las que le repetían con más insistencia: todos parecían estar de acuerdo en que el profesor era muy joven para morir, que algo debió de haberse descuidado gravemente en su salud para que sucediera lo que sucedió; que ella aun estaba joven y que ella debería ser fuerte y rehacer su vida, pues eso era lo que el Prof. hubiera querido; y así una y otra vez. Oía todo sin escuchar y asentía con los ojos cerrados a los pésames de los muchos alumnos del profesor, casi todos perfectos desconocidos, hasta que su suegra se acercó a ella para decirle algo que la despertó de plano: “me hubiera gustado poder hablar por última vez con él.”
“¿Cómo?” Clara sintió frió bajo su ropa “al salir me dijo que iba a verla a Ud.”
“Sí. Pero no alcanzó a llegar; me fueron a llamar de la farmacia por que parece que ahí se sintió mal. Cuando pude verlo ya se había desmayado. La ambulancia no se tardó ni…
“¿Qué hora era?”
“¿Cómo?”
“¿Qué hora era cuando se lo llevaron?”
“Serian las once… te digo que iba llegando”
Clara palideció. Sintió que estaba apunto de desmayarse y solamente haciendo un esfuerzo tremendo por no perder el control de sí misma fue que logró disculparse con su suegra y sentarse en el sillón que estaba junto al ataúd.
Lloró de nuevo. Sintió una infinita pena por Rodolfo Lerma. La había llamado al anochecer, horas después de morir, y hasta ahora comprendía su voz desamparada, su extraña actitud de niño perdido, su desconcierto que era como si de repente se hubiera quedado ciego en medio del desierto. No se esforzó por hallar coincidencias entre el lugar que el profesor le había descrito y las ideas que sobre el sitio al que van los muertos le habían enseñado en la iglesia, pues eso no tenía importancia. Lo que más preocupaba era que Rodolfo pudiera estar sufriendo; que a pesar de estar muerto sintiera frió, dolor, hambre o miedo a no encontrar el camino de regreso. A nadie le dijo nada acerca de la llamada. Era su manera de mantener a salvo lo sagrado.
Ya en casa, después del entierro, su papá la acompañó un rato mientras tomaban café, y platicaban. No estaban cansados a pesar de la desvelada y hablaron del profesor; de su gusto por los libros y de su amor por su Clara, de su malogrado deseo de tener hijos y verlos crecer.
Mientras hablaban, sonó el teléfono.
Su padre contestó. “Es para ti, Clara” -no había reconocido la voz de Rodolfo Lerma.
Clara contestó. El profesor le dijo que seguía perdido; tenia la impresión de que debía tomar el tren; un tren que esperaba en la estación cercana, próximo a salir. No quería tomarlo: él quería ir a su casa.
Clara, enmedio del torrente de lágrimas invisibles que la rodeaba, tuvo un gesto de misericordia.
“Es número equivocado,” dijo, y colgó.
México, 1999-2003
Lo que más le preocupaba era que en la tradición de la familia soñar con playas era siempre un presagio de largas ausencias. Su tía Irma, quien cantaba de contralto en un coro parroquial soñó que iba a la playa a nadar, y una semana después la contrataron para una sorpresiva gira por Europa de la que ya no regresó. Se quedó a vivir en Suiza como parte de una pequeña compañía de ópera de Basilea, y se olvidó de México mucho muy pronto. Algo parecido le pasó a su primo Blasco, quien decidió irse a buscar trabajo a Los Ángeles poco tiempo después de soñar que tomaba el sol frente al mar -sin sentir su brisa-, y murió de sed en un paraje cerca de la frontera, abandonado a su suerte por el pollero que lo había pasado al otro lado. Empero, la más extraña de las anécdotas se refería a su abuela materna -cantante también- llamada Lucía, quien soñó que se hundía poco a poco en las arenas blancas de una playa muy lejana, sin poder respirar por más que tratara de apartar la arena de su rostro. De ella se cuenta que despertó enferma de un género de asma tan extraño que ningún doctor pudo curarla, y murió apenas una semana después, maldiciendo la hora en que había tenido ese sueño absurdo.
A Clara, su esposa, le pareció muy extraño que Lerma se reportara enfermo al trabajo sin estarlo, por lo menos en apariencia. Cuando le preguntó si se sentía mal, o si quería que llamara al médico, él solamente contestó que había amanecido un poco cansado, y deseaba pasar a ver a su madre para llevarla, de ser posible, a tomar la ceniza a San Hipólito.
“He pensado mucho en ella desde el fin de semana” dijo, preparándose para salir.
En los días que siguieron, Clara se preguntó si acaso había presentido algo esa mañana. No obstante ella, que presumía de tener un sexto sentido especialmente desarrollado y que podía mirar a los ojos a perfectos desconocidos y adivinar su pensamiento, no encontró motivo de alerta en la inusual ruptura en la rutina de su marido, quien jamás faltaba a la facultad a no ser que estuviera tan enfermo como para no poder levantarse de la cama.
El profesor salió como a las diez y no llegó a comer, faltando a su costumbre de nuevo. Clara se sintió tentada a llamar a casa de su suegra para asegurarse de que Lerma había comido ahí, pero decidió no hacerlo por temor a interrumpir un momento de intimidad: su esposo visitaba poco a su madre, y cuando lo hacía era común que su conversación tocara lugares lejanos de la memoria, recuperando los años que Lerma no había vivido en el mundo reconstruidos por su madre, con devoción para con los hombres que ya no estaban presentes. Palabras importantes. Esas cosas que sólo se pueden hablar con una persona en el mundo; conversaciones que la muerte destruye para siempre.
Clara se sentó a leer en el sillón de su recamara y se quedó dormida. Cuando el teléfono la despertó era ya de noche, y recordaba perfectamente haber visto la hora en el reloj de la cómoda al ir a contestar. Eran las ocho. Volvió a sorprenderse una vez más, pues había dormido 4 horas y ella dormía poco o nada durante el día. Al otro lado de la línea escuchó la voz del profesor Rodolfo Lerma y lo notó nervioso y algo agitado, como si acabara de subir unos tres pisos por las escaleras. Decía sentirse confuso: estaba en una colonia desconocida y no podía encontrar el camino a casa. ¡Ni siquiera podía llegar a la calle en donde había dejado estacionado el coche!
Clara pensó que aquella voz era la de Lerma; de eso no había duda; pero lo que decía no tenía sentido en absoluto. Trató de calmarlo, le dijo que buscara algo que le ayudara a ubicarse, como un edificio, o el nombre de una calle; pero el profesor parecía demasiado turbado como para hacerlo, y esto -aun más que el mero hecho de que su esposo se hubiese perdido– angustió a Clara como nunca antes en su vida de casada. Iba a preguntarle si había estado con su madre, si la había llevado a misa y habían comido juntos, cuando de manera inesperada la comunicación se cortó.
En ocasiones, Dios se da el lujo de tomarnos en serio por un momento, y entonces nos regala esa vida dentro de la vida misma que recordaremos luego con infinita nostalgia. El teléfono sonó de nuevo una hora después. Clara esperaba que fuese el Prof. Lerma de nuevo, llamando para decir que había encontrado el camino de regreso y pronto estaría en casa. La voz –sin embargo- era la de su padre: tranquila, amorosa, inusual. Clara supo que algo andaba terriblemente mal cuando le dijo: “Clarita, hija; debo hablar contigo. ¿Has estado bien?”
“No mucho”, contestó sin tratar de disimular su alarma, “estoy preocupada; Rodolfo llamó hace un rato diciendo que estaba perdido en un lugar extraño, y que no hallaba el modo de regresar a la casa. Tengo miedo de que haya tenido un accidente y se haya golpeado en la cabeza, o algo así. Nunca le había pasado algo como eso… ¿Papa? ¿Estas ahí?”.
Del otro lado de la línea hubo un momento de silencio.
“Hija; tu marido tuvo un problema. Un problema de salud… algo grave. Parece que sufrió un ataque al corazón. Lo llevaron a un hospital y lo atendieron rápido…”
“¡Santo Dios! ¿En dónde está? ¿Cómo sigue? ¡Ay, papá! La manera en la que dices las cosas espanta a cualquiera…”
“¡Clara! No es todo…” y repitió más bajo “no es todo. A Rodolfo lo atendieron rápido, pero los médicos no pudieron hacer nada. Dicen que el ataque lo… pues... no sufrió; fue muy rápido; dicen que murió sin darse cuenta. Pero murió. Escucha: ahorita voy para allá. En este momento salgo rumbo a tu casa. Trata de serenarte y espérame ahí…”
Clara había dejado de escuchar. Ni siquiera sintió el impulso natural de hacerse repetir la mala noticia, quizás porque los augurios habían sido muy claros. Sentada sobre la cama empezó a desgranar un llanto paulatino que le supo bien, porque pensó que si podía seguir llorando así tardaría mucho más tiempo en volverse loca de dolor. Sobre la cama vio extendida la pijama de su esposo; limpia y lista para que el profesor se la pusiera al llegar a casa. Clara la tomó en sus manos con cuidado, casi con cariño; y la puso en el cajón de la cómoda que cerró de nuevo tratando de no hacer ruido.
Se mostró fuerte durante los funerales. Su alma, no obstante la aparente calma, era un lodazal. Como suele suceder en estos casos las palabras que más odiaba escuchar eran las que le repetían con más insistencia: todos parecían estar de acuerdo en que el profesor era muy joven para morir, que algo debió de haberse descuidado gravemente en su salud para que sucediera lo que sucedió; que ella aun estaba joven y que ella debería ser fuerte y rehacer su vida, pues eso era lo que el Prof. hubiera querido; y así una y otra vez. Oía todo sin escuchar y asentía con los ojos cerrados a los pésames de los muchos alumnos del profesor, casi todos perfectos desconocidos, hasta que su suegra se acercó a ella para decirle algo que la despertó de plano: “me hubiera gustado poder hablar por última vez con él.”
“¿Cómo?” Clara sintió frió bajo su ropa “al salir me dijo que iba a verla a Ud.”
“Sí. Pero no alcanzó a llegar; me fueron a llamar de la farmacia por que parece que ahí se sintió mal. Cuando pude verlo ya se había desmayado. La ambulancia no se tardó ni…
“¿Qué hora era?”
“¿Cómo?”
“¿Qué hora era cuando se lo llevaron?”
“Serian las once… te digo que iba llegando”
Clara palideció. Sintió que estaba apunto de desmayarse y solamente haciendo un esfuerzo tremendo por no perder el control de sí misma fue que logró disculparse con su suegra y sentarse en el sillón que estaba junto al ataúd.
Lloró de nuevo. Sintió una infinita pena por Rodolfo Lerma. La había llamado al anochecer, horas después de morir, y hasta ahora comprendía su voz desamparada, su extraña actitud de niño perdido, su desconcierto que era como si de repente se hubiera quedado ciego en medio del desierto. No se esforzó por hallar coincidencias entre el lugar que el profesor le había descrito y las ideas que sobre el sitio al que van los muertos le habían enseñado en la iglesia, pues eso no tenía importancia. Lo que más preocupaba era que Rodolfo pudiera estar sufriendo; que a pesar de estar muerto sintiera frió, dolor, hambre o miedo a no encontrar el camino de regreso. A nadie le dijo nada acerca de la llamada. Era su manera de mantener a salvo lo sagrado.
Ya en casa, después del entierro, su papá la acompañó un rato mientras tomaban café, y platicaban. No estaban cansados a pesar de la desvelada y hablaron del profesor; de su gusto por los libros y de su amor por su Clara, de su malogrado deseo de tener hijos y verlos crecer.
Mientras hablaban, sonó el teléfono.
Su padre contestó. “Es para ti, Clara” -no había reconocido la voz de Rodolfo Lerma.
Clara contestó. El profesor le dijo que seguía perdido; tenia la impresión de que debía tomar el tren; un tren que esperaba en la estación cercana, próximo a salir. No quería tomarlo: él quería ir a su casa.
Clara, enmedio del torrente de lágrimas invisibles que la rodeaba, tuvo un gesto de misericordia.
“Es número equivocado,” dijo, y colgó.
México, 1999-2003