sábado, diciembre 13, 2014

Casandra; segunda y última parte



Por el camino de León se encuentra, apenas saliendo de Purísima, una desviación que conduce (por vía de una hermosa y larga vereda arbolada cuya sombra invita al paseo y a la reflexión) a un extenso y hermoso valle. Hacia el oeste se ven las verdes colinas que limitan con Jalisco, divisandose al este las torres chaparras de San Francisco del Rincón. 
Si se camina lo suficiente hacia el fondo de este valle, que para los efectos de este reportaje llamaré "del rezo", pues ahí se reunieron algunos familiares míos para orar por las almas de los difuntos; se llega a un cerro erizado de riscos de apariencia inhóspita y agreste, en la cima del cual está una cabaña de madera con techo de lámina. Esa cabaña fue construida años atrás por doña Juana, con ayuda de su sobrino para descansar de sus largas excursiones; las que emprendía para recolectar hierbas y hongos característicos de las cercanías, que luego usaba en sus ritos y curaciones. No obstante, el día en el que la policía reveló a Gabriel Galavíz como el autor del secuestro, Casandra se hallaba en esa misma cabaña, prisionera, custodiada por Pedro, el carnicero sobrino de doña Juana.
Al atardecer de aquel día, Casandra tomaba café de un pocillo de lata, preparado en una fogata constante que Pedro encendía a esa hora y dejaba abrasando durante la noche, sabedor que nadie iría a buscarlos ahí: un lugar de fama siniestra, protegido por una alta  e invisible muralla de superstición. 
Ya estaba apaciguado, más tranquilo; casi satisfecho. No como la primera noche que habían pasado juntos y solos ahí. Noche afiebrada, de manos inquietas para Pedro y sueño tranquilo para Casandra. Y es que la vieja había sido muy clara: era menester que el hombre no la tocara, hasta no descubrir la fuente de sus poderes adivinatorios; el secreto de esas visiones que habían puesto en peligro su posición de privilegio en la imaginación del pueblo. Un lugar ganado a fuerza de muchos años de trabajo paciente; de muchos años de constante sacrificio. Pedro no entendía la razón de tan tajante prohibición. ¿No había sido él quien se había arriesgado para robarla? ¿Cuando después de tantos años de verla crecer y desarrollarse frente a él, la codiciaba ya sin ambigüedades, debía respetarla? Pero doña Juana le dijo en tono perentorio lo que era de todos sabido: que las artes mágicas de cualquier doncella se pierden con el contacto carnal.
Era cierto que no se había resistido al robo, y que tampoco se resistiría a otras cosas, tan mansamente se había portado desde un principio; y eso hacía todavía más insoportable la cercanía de esa hembra tan deseada e indefensa. Su piel blanca y delicada pedía sus caricias, y no podía apartar su vista del escote turgente y generoso de su camisón de dormir. Tanto, que era incapaz de advertir la mirada de dulce compasión con la que aquellos ojos lo miraban cuando no estaban cerrados en lo que parecían largas y silenciosas plegarias.

La segunda noche, Pedro se levantó del petate en el que se había acostado, y camino en silencio al camastro en el que Casandra dormía plácidamente. De afuera llegó la momentánea claridad de un relámpago, luego su trueno, y un copioso aguacero se desplomó desde las alturas sobre la cabaña, resonando en la techumbre. Tal vez por eso la joven no se dio cuenta de lo que ocurría sino hasta que sintió las toscas manos del carnicero recorrer sus brazos, primero, y luego sus piernas, con la torpe ansiedad de quien busca algo ahí sin poder encontrarlo. Ella se quedó muy quieta, dudando si acaso aquello era una de sus recurrentes pesadillas o, para su desgracia, estaba despierta; pero el olor acre del sudor, la respiración agitada y la cercanía del deseo ajeno le quitaron la duda de golpe. Aún así, tardó un segundo más en comprender que resistirse con la fuerza no le iba a servir de nada. Su siguiente pensamiento debió ser para la única potencia capaz de ampararla en ese supremo predicamento porque, según afirman los testimonios, logró bajarse del camastro en el momento en el que Pedro estrechaba el abrazo. Éste pensó que la muchacha haría por alcanzar la puerta, y se felicitó por haber tenido la precaución de atrancarla. Lejos de eso, sin embargo, Casandra camino en la penumbra hasta un altar en la pared adyacente, en donde unas veladoras rompían—vacilantes—las tinieblas de la cabaña; y ahí se arrojó al piso frío y oloroso a petricor para abrazar afanosamente una cruz de palo seco; cruz con un Cristo sufriente y sanguinolento la cual, embadurnada de aceites, resinas ceremoniales y hierbas milagrosas se alzaba—fija en la tierra—más alta que una persona sobre sus pies. 
Pedro pujó entonces, exasperado, y dudo por un instante. La muchacha no había gritado, y sin embargo podía escuchar, no con los oídos de su cuerpo sino con otros, un clamor que venía de todas partes y de ninguna al mismo tiempo. No se había defendido, y aún así sus manos ardían como cruzadas por heridas profundas e innumerables. En medio de su aturdimiento pudo intuir que todo aquello no era sino una maldición que la cruz que ella abrazaba estaba dejando caer sobre él.
Eso lo asustó. Pero la picazón irresistible y grata del deseo estaba ya en su sangre, y después de unos segundos de vacilación alargó los brazos, sujetó a Casandra por los tobillos y trató de separarla de la Cruz con tirones bestiales y espasmódicos que al principio no tuvieron efecto alguno. Aquella enorme cruz apenas se movía con cada poderosa sacudida, y los brazos de Casandra la ceñían como el acero de un candado. El carnicero gritaba: ¡suéltala! una vez con cada jalón, y poco a poco fue siendo obedecido. Una hora una hora después, la joven soltó la Cruz.
Exhausto, vencido en su victoria, Pedro levantó a Casandra y la puso de nuevo en el camastro. A causa del cansancio estuvo a punto de recostarse a su lado y quedarse dormido sin más avances, pero pudo más la porfía; pues el deseo implacable seguía vivo, y desvistiéndola la gozó como se gozaría con un cuerpo inerme.
Después llegó la calma. Casandra no dijo una palabra, ni Pedro le pregunto nada.

Casandra terminó su café, y Pedro avivó el fuego, justo en el momento en que una figura pequeña y saltarina se abrió cuesta arriba saliendo de la vereda arbolada. Era doña Juana montada en un jumento, el cual en pocos minutos la llevó hasta la casa. 
En cuanto desmontó, Pedro le dio un café en la olla de barro, y le puso una cobija sobre los hombros pues comenzaba a refrescar. La vieja lo miró, recelosa, y aunque la escena que veía no parecía fuera de lo que esperaba, tuvo un presentimiento. Lentamente caminó hacia donde Casandra tomaba su café, cabizbaja, y levantó su cabeza poniendo la mano en su barbilla en un gesto casi tierno. Se acercó, y miró dentro de sus ojos con la intención de los abismos en busca de la luz profética que desde su regreso de México resplandecía en ellos. La chamana de Purísima sintió un escalofrío al no ver otra cosa que las profundas tinieblas de un alma derrotada y sin esperanza. Aquella pérdida le provocó un momentáneo aturdimiento. Lentamente soltó la barbilla de la joven, dio un paso atrás y, aunque los testimonios difieren un poco en cuanto a lo que después ocurrió, podemos afirmar que doña Juana se volvió entonces hacia su sobrino y le gritó con todas sus fuerzas:
“¡Animal; malnacido, hijo del demonio! ¿no te dije cuatrocientas veces que no la tocaras ni con las intenciones? ¡Ni siquiera con las malditas intenciones!"
Fue entonces que se acercó a la fogata y tomó uno de los leños que la alimentaban, en cuyo extremo brillaba un tizón humeante que blandió, caminando lentamente hacia Pedro, sin dejar de vociferar. El sobrino retrocedió un par de pasos, y doña Juana se detuvo entonces; Como indecisa. Dejó de insultarlo y por un momento se ausentó de la escena. Casandra la contemplaba con serena atención. Sin moverse y con los labios tremolantes como si murmurara un secreto.
Doña Juana dijo: "no se puede castigar el fuego con el fuego. Es un caso ya perdido. La mujer; la magia; la profecía, ese tesoro que me hubiera alargado la vida hasta la eternidad me lo arrebató tu urgencia. Tu imprudencia." luego dejó caer al piso el tizón luminoso, anaranjado, y se sentó a merendar en silencio, en una actitud de profundo abatimiento.
Pedro se había sentado. Su rostro no traicionaba siquiera la sombra de un pesar, o un arrepentimiento. Cuando vio que la vieja se calmaba él pareció entender algo. Uno como mensaje cifrado contenido en sus palabras y movimientos. Pesadamente, el carnicero se puso de pie, caminó unos pasos hacia el cobertizo y tomó un enorme cuchillo para destazar; se sentó de nuevo, y comenzó a afilarlo parsimoniosamente.
Doña Juana se fue de nuevo al pueblo terminada su merienda, montada en el mismo cansado jumento, en tanto que Pedro y su prisionera se fueron a dormir. Casandra no se defendió ahora, cuando Pedro la tomó sin decir una palabra; tranquilo por hacer las cosas a su manera, ya a toro pasado, y sin haber sido castigado. Ni siquiera él había entendido las palabras de su tía, y aunque las hubiera entendido a él le daban lo mismo las ambiciones de poder y eternidad que la vieja pudiera tener. 
Casandra durmió cansada y presa de la pesadumbre. Al dar las tres de la mañana, sin embargo, se despertó de repente. Había tenido la visión más clara y poderosa de toda su vida, y tuvo miedo. Al ver que Pedro dormía se levantó, y cubriéndose con la cobija abrió la puerta, para en silencio tomar el camino del pueblo. 

Al día siguiente, poco antes de las 11, el carcelero abrió la celda de Gabriel, y le dijo: "puedes salir. Estás libre".
Gabriel no se movió. No había podido dormir en toda la noche, torturado por la idea siniestra de que Casandra pudiera haber huido con el carnicero; y sin embargo a esa hora, y con la luz de la mañana entrando por la rejilla, sus sospechas perdieron su filo y hasta le parecieron ridículas e infantiles. Se sorprendió de haber podido temer semejante traición  de una mujer tan buena y devota como Casandra. ¿No era acaso ella quien le decía todo el tiempo que fuera un hombre formal, sin engaño en su corazón, sin mentiras en su boca? Por eso, en medio de su aturdimiento y su fatiga, fue incapaz de escuchar lo que se le decía; y hasta después de unos segundos pudo darse cuenta de que la figura en la reja abierta no era producto de su imaginación, sino un policía real que agitaba el enorme manojo de llaves en su mano para llamar su atención.
“¡Hey, paisano!” Insistió este; "que ya te vayas".
Gabriel se enderezó en la dura tabla que hacía las veces de cama. "¿Cómo?" Preguntó, intrigado. Lo primero que pensó fue que su contacto en Guadalajara había comparecido para corroborar su coartada. "¿Por qué?”
"No sé bien" dijo el de las llaves. "Creo que apareció la muchacha".

La luz del sol lo cegó por un momento al salir de la comandancia. Hacía un poco de frío, y comenzó a ponerse el saco mientras trataba de resistirse al resplandor en busca de alguien que hubiera ido a recibirlo. Por desgracia, la persona con la que se encontró, y que reconoció tras un par de angustiosos segundos, no era su novia recuperada; como esperaba, sino la vieja chamana, doña Juana.
"Pobre muchacho" exclamó ella, pasando la mano por su traje sucio y oloroso a días de sudor y excremento. "Mira cómo te han dejado estos mal nacidos. ¡Y todo por los errores juveniles de una mujer inconstante!".
El cuerpo de Gabriel se pensó; pero no dijo nada. La vieja sintió su turbación.
"Claro" siguió diciendo, afectando una profunda decepción. "No será la primera vez que los actos libertinos de mujeres impías sean pagados por hombres inocentes y bien intencionados".
"Le pido, doña Juana" la interrumpió Gabriel, "que se explique de inmediato, porque sus habladas me caen de peso después de lo que me han hecho. Si habla de Casandra, me acaban de decir que apareció, y se encuentra bien. Voy a verla en este momento".
"De que se encuentra bien, de eso no tengas duda", le dijo doña Juana, insidiosa. "Si no habré tenido yo que ver con eso."
"Eso es imposible. ¿De qué está hablando?"
"La conciencia, Gabrielillo; es una mala consejera, y la compasión un mal sentimiento. Pero, ¿qué iba a hacer yo, viendo que por causa de la temeridad del Pedrito y, sobre todo, por la liviandad de Casandra, usted pasó tanto tiempo preso? Eso no se le desea ni a un enemigo, mucho menos a un buen vecino como lo es usted."
Al escuchar ese nombre, Gabriel sintió una corriente eléctrica que lo sacudió y lo fijó en su sitio.
"¿Qué dice?" Preguntó; en su voz había una sombra de amenaza, de peligro latente.
"Digo que, perdóname Gabriel, pero debo contártelo por tu bien y por el de tu conciencia, que cuando fui a la cabaña que tengo en el valle, camino de San Pancho, un lugar de oración en el que busco la comunión con Dios y los santos, lo encontré contaminado por la corrupción y el pecado que por vía de esa mujer ha llegado al pueblo. No; no me mires así. No es conmigo con quien tienes que desquitarte, pues nada tengo yo de culpa en este asunto. Es esa alma negra de Pedro, mi sobrino, a quien todos mis esfuerzos no han bastado para corregir, el que cayó víctima de la seducción de Casandra. ¡Malhaya el momento en el que la conociste, muchacho!"
"¿Me está diciendo…" Dijo Gabriel, la voz ahogada por un sollozo "…que mi novia fue secuestrada por ese carnicero?"
"Yo no diría que la secuestró, Gabriel; porque Pedro puede ser necio y hasta algo malvado, pero no tonto. ¿Para que conseguir por la fuerza lo que puede obtenerse por puro convencimiento?”
"¡Eso no es cierto, doña Juana!" Tronó Gabriel sin poderse contener. "¿Estaban los dos allá en la cabaña? ¡Necesita darme una prueba para que yo le crea esa barbaridad!"
"¿Prueba? ¿Qué prueba puedo yo darte si los vi ahí, abrazados y felices después de pasar la noche juntos? ¿Crees que mentiría en un asunto tan grave que te ha costado tantas horas de cárcel? Pero si no me crees, ve y habla tu mismo con ella. Yo ya lo hice, y le dije cosas tan duras como para romper su corazón de piedra y convencerla de regresar con sus padres, las únicas personas en la tierra de quienes puede esperar comprensión o piedad para su conducta."
Gabriel se tambaleó. Los testigos afirman que el mundo daba vueltas a su alrededor y por unos momentos se sintió desvanecer sobre el piso. Las pesadillas de celos que por la noche lo mantuvieron en vela regresaron de golpe a su corazón llenándolo de odio y hambre de venganza, con la cual salió casi corriendo rumbo a su casa.

Al entrar, Gabriel fue por las recámaras buscando a su padre, pero no estaba en la casa. El joven se preguntó si acaso ya sabría la noticia de su liberación; de ser así ¿porque no había ido a recibirlo? Seguramente nadie se tomó la molestia de avisarle.
Entró a su recámara, y al mirarse al espejo se sobresaltó. No se reconocía en el reflejo: sus ojos afiebrados; la barba crecida, la piel seca y los cabellos en desorden le devolvían la imagen de un loco. Incapaz, sin embargo, de ligar su aspecto a su estado, abrió un cajón de su ropero y, de acuerdo con el plan que lo obsesionaba desde su encuentro con doña Juana, sacó un viejo revólver, herencia de su abuelo el maderista. Con una ansiedad que iba en aumento buscó la caja de balas, temeroso de que su padre les hubiera tomado, o escondido. Por ello soltó un ligero gemido al encontrarlas, mitad presentimiento, mitad victoria. Con manos temblorosas cargó el arma, tardándose en ello lo que a él le pareció una eternidad. Luego tomó un puño de balas y se lo puso en el bolsillo; como si en su locura imaginara que se preparaba para enfrentar un ejército, cuando lo que anhelaba era solamente matar a dos personas. 
Fue así que, siguiendo los reportes de testigos, podemos establecer que Gabriel fue a salir de su casa sin haberse cambiado de ropa, o siquiera lavado el rostro demacrado y sudoroso; y al abrir la puerta se encontró de frente con Casandra, quien se disponía a tocar la puerta.
Los dos se quedaron petrificados; silenciosos. Gabriel ya presa de incontrolable agitación y su novia con la cabeza baja y una mano sobre el corazón, batallando con el llanto que se abría paso, incontenible, hacia sus ojos.
Tras ese momento de perplejidad fue Gabriel el primero en moverse: alargó la mano, sujetó a Casandra por los cabellos y, con un tremendo jalón, la hizo entrar casi en vilo a la casa, arrojándola violentamente en el centro de la sala. Ahí estaba ella, tendida sobre el piso, doliéndose del tirón y la caída, cuando Gabriel, fuera de sí, le dio un fuerte empujón con el pie, sacó la pistola que se había fajado en la cintura y la encañonó sin compasión.
"¡Eres una puta!" Le gritó.
"¡No!" Alcanzó a decir ella en un lamento, pero Gabriel ya estaba de nuevo lanzándole una patada en las costillas la cual, aunque lanzada con más amargura que fuerza, le sacó un pujido y la hizo rodar boca arriba. 
"¿Cómo te atreves a deshonrarme a mí y a mi familia de esta manera?" Se quejó Gabriel, presa del delirio. "¡A mi! ¡Quien a pesar de todo lo que se contaba de ti, a pesar de las cosas raras que inventabas para justificar tu expulsión del noviciado estaba dispuesto a darte mi apellido!”
Casandra levantó la mano en un gesto que parecía suplicar una oportunidad para hablar, pero él la apartó de un fuerte cachazo de su pistola. Ella dio un grito mientras se sobaba angustiosamente el golpe.
"¿Ves esta casa?" Siguió Gabriel cada vez más exaltado, blandiendo la pistola para señalar los confines de la sala. "Esta casa, puta, iba a ser tuya. ¡Es la herencia sagrada de mis padres que estuve a punto de poner en tus manos mugrosas y pecadoras!".
“¡Nooooo!” Gritó ella de nuevo, sin dejar de sobarse la mano lastimada.
"¿No? ¿No qué? ¿Vas a negar que pasaste la noche con el carnicero?" Le gritó, y luego insistió: "dime, puta, ¿pasaste la noche con el carnicero?"
Casandra supo que no podía mentir.
"¡Sí!", Dijo; y luego: "… Pero escúchame, Gabriel, por favor…"
Pero aquél no la dejó terminar. Dejó escapar un bramido animal, primigenio, y fue a tomar una silla del comedor; la rompió contra el piso y tomó una de sus patas para azotar con ella a Casandra por todo su cuerpo. Nunca, ni en sus momentos de mayor enojo, Gabriel creyó tener semejante violencia dentro de sí; era como haber comido durante dos noches tanta humillación, miedo y orgullo herido como para vomitar fuego durante muchos años. Se vio, en ese momento de tormenta homicida, en un callejón sin salida. Tendría que irse del Estado, comenzar de cero en otra parte; tal vez jamás podría casarse, sus padres morirían de pena. A cada pensamiento, Gabriel dejaba caer un golpe sobre Casandra, quien repetía una y otra vez, en voz ahogada por la sangre y la piedad, que la dejaran hablar.
Finalmente, Gabriel se desplomó sobre el piso, exhausto. Jadeaba intensamente y estaba cubierto de sudor. Su novia yacía junto a él, cubierta de golpes y raspones por todo el cuerpo; la ropa desgarrada a trechos. Tenía los ojos entrecerrados y de su boca salía un hilo de sangre que comenzó a encharcarse sobre el tapete.
Gabriel pensó que la había dejado inconsciente, pero después de unos segundos ella escupió una bocanada de sangre y dijo:
"¡No lo vayas a matar!"
Gabriel se derrumbó finalmente al escuchar estas palabras. ¿Sabía Casandra que al pronunciarlas se estaba sentenciando a muerte? ¿Cuándo—se preguntaba—había tenido su novia una muestra de abnegación semejante por él, por Gabriel? Recordaba que nunca quiso darle sino un beso breve muy de vez en cuando; si lo tomaba de la mano su apretón era frío, sin entusiasmo; si él trataba de abrazarla ella lo apartaba. ¡Qué terribles momentos había pasado esperando una caricia, una palabra dulce que nunca llegaron. Él, Gabriel, era quien tenía que mendigar cada contacto, cada mirada. Su mano era incapaz de tocar la mejilla de ella sin un temblor nervioso ante el inminente rechazo; el gesto de desagrado que se le enterraba en el corazón como una estaca. ¡Y él había elegido respetarla! Sería la cercanía del noviciado; pensaba. Estaba reservando las joyas de su piel para la noche de su matrimonio. No podía hacer otra cosa. ¡Y que engaño tan diabólico había sufrido! Al carnicero se había entregado toda entera y sin reservas. Y lo amaba. Lo amaba como nunca lo amaría a él; a Gabriel. Al hombre fiel y cabal que por ella había terminado en la cárcel. Tanto así, que en el momento desesperado en el que padecía tanto dolor, Casandra no podía pensar sino en salvar a su amante de la muerte. 
"¿Y todavía lo defiendes?" Le gritó, inclinándose para atronarle los oídos. "¡Eres una cualquiera!" Y luego repitió más bajo: "una maldita cualquiera, mal nacida.”
Entonces empuñó su revólver con ciega determinación, y lo acercó a la cabeza de su novia.
"No. No es eso." Murmuró ella desde las profundidades de su cuerpo destrozado; de su conciencia en calma. Se había dado la vuelta para verlo a la cara. "Me preocupas tú. Tú, nada más. Lo vi en un sueño… Gabriel; si lo persigues… te matará."
Pero Gabriel se encontraba ya en un infierno al que las buenas intenciones no llegaban, sino solamente las palabras crudas y sin bondad que en ese abismo significaban siempre otra cosa.
"Maldita infiel. Maldita mentirosa;" Gabriel hizo una pausa para tomar aliento y gritar: "¡no te creo! ¡No te creo! ¡No te creo!"
Luego presiono el revólver sobre la frente de Casandra y disparó una; dos veces. 


Epílogo

La vereda que conduce al valle. Es de noche, y aunque hace frío ha dejado de soplar el viento. Por en medio de los árboles que, a los lados, parecen soldados enormes que se hubieran formado en una correcta valla de honor, camina apresuradamente la ruina de lo que alguna vez fue un hombre.
Se trata de Gabriel. O para mejor decir, su cuerpo que como aún autómata se dirige a cobrar venganza del carnicero. ¿Su alma? ¿Su inteligencia? Ésas y otras cosas que hacen de un hombre tal ya no las lleva consigo. Quedaron desperdigadas; olvidadas por partes en distintos lugares por los que ha pasado en las últimas horas. Una parte reposa sobre el cadáver de Casandra, después de que como un golpe, como un mazazo lo sacudió la conciencia de su delito. Otra parte, tal vez la última, sobre las manos de su padre, quien al ver el extremado desastre le dijo que no se preocupara, que él mismo asumiría la autoría del crimen y luego, al negarse Gabriel a ello sin dejar de llorar, lo exhortó con amor a que se entregara para enfrentar su culpa, sin lograr convencerlo. 
Por eso es que sólo un cuerpo vacío recibió la primera cuchillada, urdida por la espalda,  de Pedro, quien se acercó en total sigilo, aprovechando la turbación de esa cabeza sin pensamientos ni deseos; ocupada si acaso por la obsesión de la muerte. A ese golpe siguió otro, y otro más; y no cesaron hasta que Gabriel no era sino un confuso montón de piel rota y sangre derramada del que Pedro se alejó perdiéndose en la noche para siempre. Al momento de escribir estas palabras continúa prófugo de la justicia. Eso si hemos de creer los testimonios a nuestra disposición y pienso: ¿por qué no los creeríamos? 

AS 

Morelia; Septiembre—Octubre de 2014. 

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fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.