Conocí la historia de Casandra Sierra por casualidad; una casualidad nacida de la nostalgia pues, cuando me encontraba en León trabajando para el Teatro del Bicentenario, dediqué una tarde libre a caminar por el centro de esa ciudad en la que serví como misionero a los 20 años. Cuando vagaba por la calle Justo Sierra pase por enfrente del archivo histórico y, llevado por una extraña fuerza más allá de la curiosidad, me dirigí a la bella hemeroteca.
Casandra me esperaba en una de las mesas de consulta; en la forma de un cuadernillo abandonado que había sido publicado por el Heraldo de León en el año de 1957; el mismo de su fundación. Tal vez alguien lo estaba consultando y había ido a comer algo, o estaba siendo recatalogado, no lo sé. El caso es que lo tuve a mi disposición el tiempo suficiente para hojearlo y encontrar la peculiar historia que me electrizó y que aquí reproduzco.
Se trata de un reportaje que llamó mi atención por dos razones: su inusual extensión, y el peculiar estilo con el que fue escrito, tan ajeno y al mismo tiempo emparentado con el estilo habitual del la nota roja en la que fue originalmente encuadrado en la edición del 6 de mayo de aquél año. El reportaje está firmado por el corresponsal en San Francisco del Rincón, Sam Larios, y lo reproduzco sin cambios, a excepción de errores evidentes y mexicanismos que han caído en desuso reemplazándolos con equivalentes más actuales.
Espero que los lectores de El gabinete de Doktor Faust lo disfruten y encuentren en sus páginas lecciones importantes de vida.
La verdad sobre el caso de las Profetisa de Purísima, en el testimonio de quienes la presenciaron
Por Sam Larios, corresponsal del Heraldo de León.
Afirman los testigos que los trágicos acontecimientos pudieron haberse evitado; que todos en Purísima se encuentran destrozados ante la magnitud de la tragedia, pero que cuando Dios decide hacer las cosas de una determinada manera, ni la ley ni los hombres pueden hacerlo cambiar de opinión. Afirman que no era para tanto; que casos como ese pasan todo el tiempo sin llegar a semejantes extremos pero que, de cuando en cuando, del cielo bajan ejemplos vivos y patentes del mucho daño que algunos pecados pueden causar.
Los testigos afirman que, a fines de enero del presente año, la señorita Casandra Sierra volvió a su natal Purísima después de pasar una temporada en la Capital de la República. En dicha ciudad, dicen, había vivido durante dos años enteros; de los 17 a los 18 de su vida, con el propósito de ingresar a la congregación de las Hermanas Franciscanas de la Inmaculada Concepción (HFIC). Afirman que vivió en paz y armonía en la Casa General de la congregación hasta terminar su noviciado si bien, al ser invitada a tomar los hábitos, Casandra confesó no sentirse llamada a la vida en comunidad, y regresó entonces a casa para tristeza de las franciscanas, quienes ya se habían encariñado con esa novicia atenta y servicial.
Otros testigos, sin embargo, desmienten esta versión, afirmando que el noviciado de Casandra fue todo menos tranquilo; que frecuentemente llegaban a casa de la familia Sierra, en la calle de Libres Núm. 2501, cartas en las que la madre preceptora relataba llena de preocupación las extrañas e inexplicables visiones y los constantes presentimientos por cuya causa Casandra llevaba una vida inquieta y miserable. Los testigos, lamentablemente, no pueden aportar más detalles sobre el particular.
Afirman, sin embargo, que Casandra regresó a Purísima como la misma muchacha sonriente y amigable que se había ido; lo cual quiere decir que, tormentoso o tranquilo, el noviciado no había sellado su corazón o afectado sus costumbres, a diferencia de otras aspirantes que luego visitaban a sus familias y trataban a sus amigos o conocidos con exagerada mansedumbre algunas, y otras con apenas disimulada soberbia; dos extremos que acusaban, de acuerdo con otro testigo, la falsedad de sus vocaciones; ello sin importar si se trataba de novicias o religiosas que habían ya tomado los hábitos: "todas son lo mismo, o casi todas" sentenció el informante anónimo, “se van de monjas para que las admiren. Nadie les reconocería casarse y tener hijos; eso no es ninguna hazaña, pues luego ni tus hijos te saben dar las gracias; lo mismo cuidar un marido o mantener limpiar una casa. Ellas, hambrientas de elogios, pero huevonas lo mismo, se van de monjas para, sin afanarse tanto, sentir que hicieron algo especial".
A pesar de ello, personas cercanas a la familia dicen que los problemas que afligían a Casandra en la casa general continuaron en Purísima. Su madre contaba que la joven vivía noches muy inquietas y pasaba horas meneándose de un lado a otro de su cama, murmurando palabras en lenguaje fuereño, de sonido muy antiguo; como de ángel o de diablo. Despertaba de esos sueños extrañamente fresca y descansada, recordando con detalle cada cosa que había visto sin olvidarlo lo cual, como se sabe, le ocurre a muy pocas personas.
Aún así, eso no era lo más alarmante, lo más escalofriante de todo; sino que una mañana en la que estaba desayunando con su familia, Casandra contó que había visto en sueños a Simón, el talabartero de la calle Zarco, que hacía las más hermosas sillas de montar, albardas y aparejos de ahí hasta San Juan de los Lagos. Lo vio muy enojado; tanto, que en un arranque de furia ayudada por la bebida tomó una cortadora curva y se la encajó a su mujer en la espalda cuando fue a pedirle dinero, hiriéndola de mala forma. Su madre escuchó el sueño con la misma actitud, entre cavilosa y circunspecta, con la que había escuchado los anteriores; sin prestarle demasiada atención, ello a pesar de que por primera vez hablaba de persona conocida, cuando hasta entonces la muchacha había soñado a tipos que, más que gente común, parecían el producto de su mente afiebrada.
¡Imaginen la sorpresa de la señora al enterarse de que el delito se produjo esa misma tarde, justo como su hija lo había contado! Aunque supersticiosa como la mayoría de las lugareñas, la mujer comenzó por darle al suceso el tono de una casualidad, pero luego se sintió tentada a indagar sobre noticias semejantes a las que su hija había visto en sueños, y en cuatro de cinco casos encontró a alguien que le dio detalles de un acontecimiento ocurrido en el pueblo o en sus cercanías, demasiado parecidos a las visiones correspondientes como para no tomarlos en cuenta.
Afirman los testigos que la primera persona en saber sobre los hechos, fuera de la familia, fue el señor cura de San Francisco del Rincón, quien fue por cuatro años confesor de Casandra. Hombre maduro y santo, de mucho ayuno y lecturas, quien escucho la historia desde su origen, negándose luego a darle crédito y mucho menos importancia. Creía, eso sí, que Casandra vivía atormentada por aquellos sueños, por mucho que su familia los padeciera más que ella misma, y declaró en tono pontifical que de ningún modo podían predecir el futuro. Eso, dijo, era un don de Dios, y esos sueños eran inspirados por el diablo y sus demonios. No era de sorprenderse, agregó; porque el que su antigua hija espiritual hubiese dejado el noviciado había sido un feo desaire para Dios. Como si se hubiera prometido en esponsales a Jesucristo y el día de la boda lo dejara plantado frente al altar.
Esas palabras hicieron que la joven regresara a Purísima en un estado de fuerte agitación. Esa misma noche soñó a su confesor montado sobre un Pegaso (sin conocer tal nombre lo describió, es natural, como “un caballo con alas de ángel") el cual no podía alzar el vuelo, por más que lo intentara. Una de sus alas estaba rota.
Lo primero que hizo al amanecer del siguiente día fue ir de nuevo a San Pancho para contarle al señor cura el sueño. Apenas y lo alcanzó, pues iba saliendo rumbo a León y Silao, y el cura soltó una risa benevolente cuando Casandra le suplicó que no viajara pues, aseguró, sufriría un gran contratiempo. Palmeo a la muchacha en la mejilla, ensimismado en su propia superstición, y sonriendo se subió al automóvil; no sin antes aconsejarle amorosamente que rezara el rosario cada noche antes de dormir, si era posible con su madre; meditando solemnemente los misterios gloriosos.
Así lo hicieron, y no se sorprendieron ya cuando les dijeron que, de regreso de Silao, el chofer del señor cura se había dormido al volante, saliéndose del camino y volcando el auto de fea manera. Afortunadamente él había salido ileso, pero el presbítero quedó inmóvil por tres meses, con una pierna rota y mucho en qué pensar.
La segunda persona que escuchó noticias acerca de los recién descubiertos dones de Casandra fue, de acuerdo con los testimonios a nuestra disposición, una mujer anciana llamada por los lugareños doña Juana. Nacida y criada en Purísima, era desde el amanecer del siglo la partera que había ayudado a nacer a medio pueblo; curandera y consejera; cartomanciana, celestina, huesera, ayudadora de venganzas y amores desgraciados; yerbera lo mismo que alquimista según se terciara la cuestión y, de acuerdo con el párroco, quien no quiso dar su nombre porque “todos saben quien soy”, también hechicera y bruja.
Ahora bien, de cómo trabó conocimiento doña Juana con los hechos hasta donde han sido aquí narrados ningún testigo lo ha declarado, pero es fácil suponer que el criado del señor cura, quien estaba presente cuando su hija espiritual le predecía el desastre, no pudo evitar ver todo el asunto con ojos de superstición y referirlo, aumentado y distorsionado, a la única persona de las cercanías (y la fama de doña Juana trascendía el Bajío, para atraer consultantes de ciudades tan lejanas como la mismísima Morelia, o Guadalajara) que podía explicarlo.
Así; tres días después del accidente del señor cura, doña Juana interceptó como si fuera casualidad a Casandra y le pidió que por favor la acompañara al mercado para ayudarle con un bulto de carbón. Dicen los testigos que la muchacha regresaba de oír misa y aceptó con gusto, no sin antes advertirle a la curandera: "pero vamos rápido, porque tiene que despabilar la veladora de San Miguel Arcángel".
Doña Juana cayó, asustada o, mejor dicho, presa de un temor religioso completamente nuevo para ella; porque tenía años de no recibir a su casa ni a Casandra ni a nadie que la frecuentara, y por ello no había forma de que supiera que, en efecto, tenía una imagen de San Miguel frente a la cual ardía una vela perpetua cuyo pabilo recortaba para evitar que la flama se inclinara sobre el aceite más de la cuenta. Aún así, doña Juana aparentó calma y pasó por el carbón que, sin necesitarlo, había puesto como pretexto, encaminándose luego a la casa que lo mismo le servía de vivienda que de consultorio. Antigua casa de adobe era aquella, con una pequeña huerta al frente, herencia de su padre muerto en la cristiada. Ahí, en el cuarto de opresivo ambiente reservado para el oscuro ritual de los demonios estaba el Santo alado y, a unos centímetros, la veladora cuyo aceite chisporroteaba furiosamente, la flama inclinada sobre éste, amenazando con encender la brea mineral con la que estaban calafateadas las paredes.
“Cuéntame, Casandra"; le dijo la vieja, el alma ennegrecida por un presentimiento; incapaz de agradecer la oportunidad del aviso. "Cuéntame cómo es que sabías que el San Miguel estaba a punto de prender llama".
Y la muchacha le contó todo, sin saber que con sus palabras invocaba la muerte y el dolor.
Porque los testigos afirman que los poderes adivinatorios que parecía poseer no eran el único secreto de Casandra. Había otro, que la joven había ocultado a todos y ni siquiera su confesor conocía. Por eso, después de escuchar la historia de los sueños y las visiones que hasta en pleno día le presentaban escenas que luego ocurrían con escalofriante precisión; doña Juana se dio cuenta, con esa intuición que algunas personas tienen para detectar la secreta turbación de las almas jóvenes, de que no todo estaba dicho en esa conversación.
“Mi niña; a ti te pasa algo", dijo la vieja. Había salido del cuarto de los ritos para ir a conversar en el patio; un lugar sombreado y fresco, que invitaba a la confianza y el descanso. Se acercó sonriendo, y le puso la mano huesuda y arrugada sobre el hombro.
“A él no lo vi en sueños ni apariciones", dijo entonces Casandra, bajando la voz. "Sino estando bien despierta; pero debe creerme, doña Juana, cuando le digo que ninguna visión me impresionó más que sus ojos; y ninguna profecía podía compararse al poder de sus palabras.
Y le contó como Gabriel, el hijo del doctor Martín Galavíz, uno de los tres médicos del pueblo, le había hablado, y tras poca charla se habían enamorado. No era un hombre guapo, y sin embargo había en sus maneras apostura, y compromiso en lo que decía. De inmediato la muchacha le había correspondido, con las reservas y distancias de un noviazgo honesto; pero estaba indecisa en cuanto al momento y a la manera de decírselo a sus padres, asunto delicado y pedregoso. Ahí se produjo una pausa en el relato y a Casandra se le iluminó la mirada con una idea. ¿Sería doña Juana tan amable de ayudarla? Sin duda ella había conocido casos como ese en el que la vocación matrimonial había seguido por muy poco al abandono de la religiosa, y tendría mejor idea de qué palabras harían más fácil a unos padres devotos aceptar su nuevo estado.
La vieja comenzaba a protestar para rechazar semejante encargo cuando la joven la interrumpió con un gesto de la mano: había algo más. Gabriel no era su único pretendiente. Pedro, el carnicero del mercado, se había entregado a la tarea de perseguirla desde su regreso a Purísima; endulzando con requiebros malsonantes sus inaceptables requerimientos de amor carnal. Gabriel conocía sus intenciones y le tenía una brutal ojeriza al carnicero. Sus deseos de violencia contra él se calmaban sólo cuando Casandra le prometía que, hecho público su noviazgo, aquel dejaría de molestarla.
Doña Juana era madrina y protectora del carnicero, quien le servía con la solicitud y ferocidad de un esclavo sin que, al parecer, la exnovicia estuviera al tanto de esa relación por lo dilatado de su ausencia, y oída la historia la vieja mudó su actitud de inmediato. Le dijo a la enamorada que no se preocupara. Le agradeció haber pensado en ella para tan delicada cuestión, pero entendía la incapacidad del confesor o el señor párroco, quienes sin duda esperaban aún que cambiara de opinión y regresara a tomar sus votos, para comprenderla y ayudarla.
La despidió dándole una infusión para bien dormir, recomendándole encarecidamente que no dijera a nadie una sola palabra sobre esa entrevista.
Pocos días después, en la ruinosa comandancia de policía, se recibió la escandalosa denuncia de que Casandra había desaparecido. De acuerdo con los testigos, fue su madre la que acudió a declarar que la noche anterior su hija había llegado a casa después de la misa, como siempre tranquila, y comentando los chismes del atrio con el desinterés habitual por las vidas ajenas. Preguntó, sin embargo, si acaso no se habían recibido visitas durante su ausencia; pregunta extraña tomando en cuenta, primero, que las visitas eran raras para esa familia y, segundo, que era la segunda vez que la hacía en la semana. La señora respondió que no, y Casandra se sentó a merendar sin volver a mencionar el asunto. La joven habló poco de frente al pan (concha y chilindrina) y el chocolate (con leche, muy dulce y espeso, a la manera española que acostumbran los religiosos). Dijo que el párroco se había exaltado mucho en su sermón, que si continuaba haciendo semejantes corajes antes de la merienda se le iba a derramar la bilis; algo que, de acuerdo con los testigos, ocurrió la semana siguiente sin tener nada que ver con esta historia. Casandra, finalizó entonces la mujer, fue a su cuarto tras despedirse y a la siguiente mañana, al ir arriba el sol sin que ella bajara, la fue a buscar. La habitación estaba vacía; la cama destendida y la ventana abierta. A pesar de ver algunas muestras de leve violencia (una botella de glicerina tirada; la mesa de noche fuera de sitio) afirmó categóricamente que no escuchó ruidos durante la noche.
La policía, pues, comenzó a investigar; y las mujeres a chismear, y los testigos afirman que fueron los dichos y comentarios que se decían lo mismo en las calles que entre negocios y casas los que abastecieron a la autoridad con información, y no el serio y verdadero trabajo policial que se esperaba de ella. Tal vez por eso el primer arrestado como sospechoso del secuestro—porque te secuestro y robo se hablaba—de Casandra, fue Gabriel Galaviz, a quien una de las de muchas habladurías señalaba como enamorado de la muchacha o su novio oficial, inclusive; por mucho que sus padres negaran insistentemente la existencia de cualquier compromiso formal de su hija con nadie.
Como suele ocurrir en estos casos, sin embargo, la palabra informada de la familia inmediata parecía tener menos peso que la del vulgo boquiflojo, y los investigadores se negaron a soltar a Gabriel, aunque era claro que el pobre hombre, a juzgar por su angustia y desesperación, se había enterado de la desaparición de la novicia hasta cuando lo estaban interrogando; pues había sido arrestado, y en esto los testigos están de acuerdo, cuando bajaba de su coche. Según su propia declaración había llevado un paquete importante a Guadalajara, pero lamentablemente no había encontrado al destinatario lo cual, al decir de la autoridad, comprometía gravemente su coartada.
Con el poblado severamente alebrestado, de poco sirvieron los reclamos del doctor Galavíz para que dejaran a su hijo en libertad por falta de pruebas. Las sospechas bastaban por el momento, le dijeron; ya irían apareciendo las evidencias. Y así fue.
Tras unos pocos interrogatorios hechos como Dios manda el reo comenzó a despepitar su propia condena. Se afirma que, para el segundo día de su arresto, Gabriel había confesado que amaba a Casandra. Al tercero, un pequeño apretón de las tuercas de la maquinaria indagatoria lo hicieron revelar que entre los dos había cierto entendimiento y luego, pocos minutos después, que ella correspondía plenamente a sus sentimientos. Finalmente, al amanecer del tercer día, el pobre muchacho le dio a sus torturadores la pieza que les faltaba: ambos estaban desesperados al darse cuenta de que los padres de ella rechazarían cualquier pretendiente. Conservaban, se aferraban a la esperanza de que su hija se curara de sus espantosas (para ellos) visiones y regresara a México a renovar sus votos y terminar su noviciado. De no ser así, preferían que llevara una vida de celibato y recogimiento pues, en su torcida manera de ver su relación con la divinidad, era ya muy malo que Casandra dejara a Jesucristo vestido y alborotado frente al altar, como para añadirle la injuria del matrimonio o siquiera un noviazgo con alguien más a tan pocos días de su infidelidad. Así, Gabriel confesó que tanto él como la novia robada al redentor del mundo buscaban la forma de ganar la aprobación de aquellos viejos para sus propósitos.
Minutos después, los investigadores anunciaban los sensacionales resultados del investigación: todos los elementos, incluida la declaración del detenido, apuntaban a un hecho bochornoso. Los jóvenes, Gabriel y Casandra, impedidos para realizar sus amores con la bendición de la iglesia, la familia y la sanción del estado, habían consumado su fuga al cobijo de la noche. Todo había salido bien hasta el momento en el que Gabriel fue arrestado cuando regresaba para recoger alguna cosa, ropa o documento de uno de los dos amantes; pues cosa común es que se olviden dichos objetos al escapar deprisa. La historia del viaje a Guadalajara para entregar un paquete era, por supuesto, falsa, y los interrogatorios continuarían hasta que el escondite de los amantes fuera revelado.
Podría pensarse que Gabriel Galavíz no revelaría el paradero de su novia sin importar cuanto lo torturasen porque sencillamente lo ignoraba. Aún así, después de escuchar las preguntas de los agentes; de su descripción que hicieron de la escena y las circunstancias de su desaparición, además de lo que esperaban que él mismo dijera, al muchacho le había quedado en la mente una duda; pequeña al principio, pero que poco a poco fue creciendo hasta llenarle todo el pensamiento.
Solo, en su celda, dolido por los golpes (no muchos, pero dados con arte y entendimiento) y acurrucado bajo la cobija que su padre le había llevado, Gabriel consideró una nueva posibilidad. Hasta ese momento no había pasado un instante sin que lo atormentara la ansiedad, sabiendo sin ninguna duda que a Casandra le había pasado algo muy grave; pero ahora el dolor había embotado un poco esa ansiedad, ayudándolo a calmarse y comenzar a hacerse sus propias preguntas.
¿Por qué se había indignado tanto al escuchar a los agentes hablar de su novia como si fuera una mujer ligera, capaz de cualquier cosa? ¿por qué los acusó de difamarla con tanto fuego y determinación? Era cierto que nunca le había dado ocasión de dudar de ella, pero ese "nunca" no valía mucho tratándose de una relación joven. Además, sabemos que las mujeres disimulan bien, y lo que es imposible a nuestros ojos suele ocurrir a nuestras espaldas. ¿No había abandonado, pues, el noviciado? Eso decía ella, pero ¿qué tal que todo ese asunto de los sueños y las visiones que ya algunos supersticiosos llamaban "profecías" no era sino una mentira, una tapadera que ocultaba una transgresión más grave?
Nadie sabía realmente lo que pasaba en esos lugares; ni siquiera los mismos capellanes que se tenían que largarse al caer de la noche… según eso. Nadie, además de las monjas, que también saben guardar los secretos. Tontas relamidas. Palomas histéricas. Además, pensaba, no estoy tan seguro de que el carnicero le fuera indiferente. ¿Cómo lo miraba? Recuerda, Gabriel; cómo lo miraba cuando nos cruzábamos por la calle, cuando los tontos celos y el enojo no te dejaban pensar claro. Sí. Recuerdo que había cierta lucha en ella. No eran los ojos de alguien que ve un perro, un mojón de caca u otra cosa que no le importara; sino que eran ojos que se entendían con otros ojos, una boca que se apretaba para no dejar salir palabras que pudieran traicionarla y un cuerpo que; ahora puedo verlo, un cuerpo que se tensaba, pero no por enojo o desprecio, emociones que a la mujer se le dan fácil y todo el tiempo, sino de deseo, lujuria; tal vez hasta amor. Porque el carnicero no está feo. A la manera de los nativos es bien parecido, y mucho más fuerte que yo mismo.
Gabriel apretaba los puños; se hacía bolita bajo su cobija con una estaca que poco a poco se le iba clavando sobre el abdomen; un dolor real e insoportable.
"Ahora si la hicieron buena, dijo en voz baja y llena de ira. Los dos se salieron con la suya en todo. Los agentes dijeron que no había regadero en su cuarto. Sólo la ventana abierta y un par de cosas tiradas, como para disimular. Ni siquiera tuvo que robársela. Ni siquiera tuvo que… y aquí me quedaré yo a pagarlo todo, como el fiel idiota que soy."
Poco a poco, de acuerdo con los testimonios, el reo se fue quedando dormido. Creyendo con amargura saber en dónde estaba Casandra; y nosotros diríamos, sabiéndolo realmente.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario