Leandro pensó que no importaba en absoluto el poder destructor del tiempo frente al poder reparador de esa sonrisa, lo mismo que de los ojos grandes y avellanados de Raquel. De su esbeltez, que de enfermiza se tornó estilizada y sus manos delgadas, recatadamente tomadas al frente, sobre el regazo. Él se quedó callado. No recordaba a esa mujer, aunque reconocía haber vivido con ella tiempo atrás. Era como si un velo que la hubiera mantenido oculta e intacta en la oscuridad se hubiera levantado de pronto. El velo de tristeza y melancolía que lo angustiaba.
Fue tan encantadora y sencilla la aparición de su mujer, tan claro el regreso de las cosas que en ella amaba, que Leandro olvidó por un dulce momento que tenía la firme intención de abandonarla; y no lo recordó sino después, cuando se dejaba guiar de la mano escaleras arriba. Pensó por un instante que lo llevaba a la recámara, y el deseo de que así fuera borró por completo su anterior designio. Se sintió estúpido por haber estado a punto de escapar de una persona tan amada. Es así como nuestra mente traiciona al corazón. Cuando tiene motivos para creer que nuestro afecto no es bienvenido nos dice que es mejor alejarnos antes de someternos al tormento del desamor y la tristeza. Y con esa facilidad se desengaña al hombre, que una sonrisa, unos ojos iluminados repentinamente tras meses de oscuridad, convierten en gozo el sufrimiento, la melancolía en un suave carnaval. ¿Quién había dicho que Raquel lo amaba de nuevo? ¿Quién dijo que su tristeza había quedado atrás? Nadie. Tal vez era su imaginación de nuevo; tal vez el desastre era ya inevitable y en esos minutos contemplaba al moribundo levantarse en un último estertor antes de partir para siempre. ¿Era su imaginación también la mano tibia y delgada que lo llevaba furtivamente, como si su destino fuera un lugar secreto?
"Gracias por el pan", dijo Raquel. "Huele delicioso; aunque yo traje un poco hace rato".
Entonces ella, pasando de largo la recámara entró al estudio. Leandro no tuvo tiempo de sentirse decepcionado, porque cuando siguió a su mujer al interior lo que vio le quitó por un momento el aliento.
El pequeño espacio, que durante los meses anteriores había ido cubriéndose de polvo y cayendo en el desorden se veía renovado y acogedor: los libros ordenados, los muebles limpios y amorosamente adornados con tres floreros llenos de margaritas, la flor favorita de ambos. El piano había sido limpiado también y sobre la tapa—era un Petrof vertical, siempre afinado—Raquel había puesto tres velas sin amenazar la madera del instrumento. Había otras velas alrededor, en los libreros y, sobre unas mesitas a cada lado del teclado, dos copas llenas de vino tinto. Era como la alcoba de un poeta enfermo de romanticismo en su noche de bodas. En las mesas, junto al vino, Leandro vio platos con rebanadas de pan—el mismo que solía comprar—cubiertas de aderezo y filetes de salmón.
"Ven", dijo ella. "Debes estar cansado".
Leandro se dejó quitar el saco y cuando Raquel lo hubo colgado regresó a darle un abrazo estrecho y cálido, hundiendo la cabeza en su cuello y suspirando profundamente, como si quisiera reparar con el aliento las piezas rotas de algo que se hubiera estropeado, muy adentro. Él seguía sin poder hablar. Sorprendido, pero temeroso de que las palabras le impidieran gozar de todo aquello. Pensó en separarse del abrazo; pedir una explicación de todo ese montaje, de toda esa repentina ternura que era como lluvia en torrente después de una larga sequía, pero no quiso. Si había una razón no tardaría en saberla.
"Perdóname", dijo Raquel riendo de nuevo; y su risa era brillante como el tintineo del oro. "Yo sé que vienes cansado, pero desde la mañana tengo ganas de tocar contigo un poco. ¡Tantas ganas! He traído esta pieza en la cabeza durante todo el día y por eso contaba los minutos esperando a que regresaras".
Hasta en eso era la de antes, pensó él: corriendo y saltando, apurándose para terminar su trabajo y tener tiempo de tocar un rato juntos. El vino era parte del ritual, aunque las velas acentuaban más la calidez y cercanía de esa, la forma más íntima de la música; alianza de intenciones en la que los artistas compartían no solamente la misma obra, sino aun el mismo instrumento musical.
Entonces Leandro sonrió. Tocar con su mujer era una de las cosas que más gozaba en el mundo, apenas después de hacerle el amor; algo que ocurría ya poco. Era un amor triste e infructuoso, aunque ambos deseaban un hijo desde hacía tanto tiempo; aunque sólo él se había resignado ya a no tenerlo.
"¿Qué quieres tocar?" Preguntó sonriendo, paternal.
Ella dijo, aplaudiendo rápido como una chiquilla: "¡Dolly, Dolly!"
Leandro se sentó al piano y Raquel junto a él. En el atril estaba esa obra que Gabriel Fauré, ya en los linderos de la vejez, compuso para celebrar a la hija de su amante. Él se preguntó si acaso la elección de la música iba más allá del deleite infalible de hacerla juntos, y sin contestarse comenzó a tocar los compases que sirven de introducción a la primera pieza; una Berceuse por el cumpleaños de esa tal Dolly, la futura esposa de Debussy. Un motivo de cinco notas, cuatro cortas y una larga acompañadas por un bajo arpegiado y constante; suave, sencillo.
Al escucharlo Raquel se irguió con solemnidad, subió las manos al teclado y, tras llevarse el cielo en un suspiro, comenzó con la encantadora melodía; un mensaje de candor y curiosidad lleno de esperanza. Canto en frases largas que hacía saltar a la vista aquella niña sin necesidad de una frase o una palabra.
Leandro era feliz. La música fluía con facilidad y los acariciaba como una brisa pura y afectuosa. Ahora todo era como antes, mejor que antes. De repente Raquel cometía un error y se detenía. Se disculpaba riendo, tomaban un trago de vino y se besaban con ternura para seguir tocando luego. A veces Leandro miraba a Raquel sin dejar de tocar; contemplaba su nuca delicadamente curvada, sus orejas pequeñas que a la luz de las velas le parecían la creación de un pintor renacentista que no había nacido, que no nacería jamás.
"¡Ay, qué dicha!" Exclamó ella entonces, elevando el rostro al cielo y dejando de tocar.
"Soy tan feliz", contestó entonces Leandro. "¿Por qué dejamos de hacer esto por tanto tiempo? ¡Es delicioso!"
"Sí. ¡Es como si pudiéramos pasar horas tomados de las manos..." susurró ella y agregó luego, riendo apenas, "...los tres!"
Leandro, quien estaba a punto de seguir tocando sufrió un sobresalto y se quedó con los dedos suspendidos sobre el teclado. Se asustó ante la idea de que hubiera alguien más en la vida de ella, un hombre tal vez; e iba a levantarse cuando Raquel acarició su mejilla para obligarlo dulcemente a mirarla a los ojos.
"Estoy embarazada". Dijo. Luego lo abrazó para poder hablarle al oído: "no es la primera vez, porque lo estuve hace como cinco meses, pero perdí al bebé. Lo perdí tan suave y tan rápidamente que preferí no decirte. Hoy vi al doctor Silva, y dice que ahora no hay peligro, que todo va a salir bien. Sé que no te he tratado como se debe; que me alejé del piano. ¡Estaba tan desilusionada que me sentía de luto, Leandro! Soy una tonta. Sé que debí decirte; que hubieras entendido. Pero ahora veo que fue mejor así. Ojalá y que, si entre nosotros hubo una sombra, se vaya de inmediato. Ojalá y siempre puedas sentarte junto a mí, frente al piano, tesoro. Mira, te prometo una cosa: cuando sientas deseos de tocar conmigo sólo dime. Yo acostaré temprano a nuestra hija, traeré el vino y la velas, y el tiempo será nuestro. Después, si quieres, llevaremos la música a la recámara. ¡Soy tan feliz!"
Leandro, abrumado; avergonzado por su debilidad y por su miedo recordó, como una revelación, la noche aquella de ansioso deseo que se transformó en danza agónica de amor. Raquel lloró mucho antes de quedarse dormida, y la bendición de su llanto había llegado por fin sin que la acompañara la esperanza. Estrechando el abrazo recordó que la palabra Berceuse significaba "canción de cuna", y recogiendo un puñito de ternura del fondo de su corazón susurró al oído de esa flor estremecida: "yo también soy feliz; porque estas conmigo, y porque aun te amo".
Epílogo
Tocaron poco esa noche, sobrecogidos por el gozo; y luego se regalaron con la pasión y el entusiasmo de los primeros días. Sin poder dormir, Leandro se levantó en la madrugada, encendió un cigarro y salió al balcón. Miró al cielo, y se alegró al darse cuenta de que la noche silenciosa y estrellada era como un espejo de su corazón en calma. No pensó, curiosamente, en el futuro; como suele ocurrir a quienes reciben la noticia de que van a ser padres, o ya lo son en cierto modo. Ni en el pasado, que como sus dudas había dejado de existir.
Pensó en Raquel y en la feliz costumbre que había nacido esa noche; esa nueva forma de pasar horas tomados de las manos, entre la música y el amor.
AS
Morelia, 16 de mayo de 2014.
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