Cuando terminó el ensayo, Leandro bajó las manos y se quedó muy quieto mirando el teclado. En silencio, ajeno al alboroto del coro que se desbandaba. Un tenor amigo suyo se acercó para palmearlo en el hombro, pero se detuvo al ver su semblante reconcentrado, ausente. Convencido de que en esa cabeza se libraba una especie de batalla, retiró la mano y se alejó rumbo a la salida.
En realidad, Leandro había pasado las dos horas de trabajo convenciéndose de que tenía que abandonar a Raquel, a la hermosa Raquel; esa misma tarde.
El problema era que el camino de las razones, que al principio se le había presentado recto y despejado, se hallaba ahora desdibujado por una selva de contradicciones, y lo que ahora quedaba de todos los argumentos era un sentimiento solamente; sólido, como los sentimientos que nos hacen tropezar aparecen siempre, aunque ajeno a la cordura: ya no quería; no, ya no debía seguir viviendo con ella. Eso era todo.
Hubiera podido dar razones, claro, si se las hubieran exigido. Diría, ya no la amo; por mucho que su corazón aun le pertenecía, y aunque en el fondo supiera que, para él, el amor no era algo que existía o no sin poder controlarlo, dependiente de ajenos factores, o que cayera del cielo a la manera de una bendición, sino un verbo, una acción que podía ejecutar cuando el corazón se lo pedía. Amar, para Leandro, era una decisión que ahora hacía a un lado: por eso la razón era falsa, y disimulaba esa emoción insoportable.
"Debo irme". Pensó. Caminaba con calma hacia su casa, no muy lejos de la vieja sala de ensayos en donde la había conocido. No había motivo para apresurar las cosas. Después de todo era el tiempo, ese dios inmisericorde que había creado los cielos y la tierra y todo lo que hay en ellos, el que lo había echado todo a perder. El tiempo, gran creador y gran destructor, como el amor.
De la sala a su casa era un camino agradable, arbolado, de banquetas enlozadas que pasaba por la panadería tradicional del barrio. Era su costumbre entrar, saludar al panadero y tomar dos bizcochos y una hogaza para la merienda. Al entrar, una tela bordada y enmarcada decía a los clientes: "El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy". Como siempre, Leandro lo leyó devotamente y en voz baja, agradecido por lo menos por esa bendición. Eran costumbres también, pensó enmedio del aroma de la hornada; hijas del tiempo. Una sola vez, no por olvido, había fallado en llevar el pan y Raquel—encerrada ya entonces en el silencio que lo había demolido todo—ni siquiera preguntó la razón. Solamente se puso un suéter ligero y fue por el pan.
Ahora llegaría una vez más y pondría la bolsa de papel sobre la mesa de la cocina; después de saludar a Raquel, quien sin duda estaría en la sala, leyendo. Él diría: "ya llegué, amor"; y ella: "gracias a Dios". Convenciones de matrimonio viejo y sin hijos, aunque no llevaran juntos más de seis años, aunque ella tuviera solamente 27 y él 40.
Esa tarde, sin embargo, Leandro se sorprendió porque Raquel no estaba en la sala, ni en la cocina tampoco, como esperaba.
"Tal vez salió". Se dijo, poniendo la bolsa de pan sobre la mesa de la cocina. En un instante Leandro se dio cuenta de que era mejor así. Temía no saber qué decir llegado el momento de partir. No podría irse en silencio si ella estaba presente, y ahora tenía la oportunidad de tomar unas cuantas cosas indispensables y salir, para decretar con ello la separación. No hacía falta mucho. Viajar ligero era una de sus virtudes.
Sería lo mejor. Imposible decir: "me voy porque desde meses atrás eres una mujer triste". ¿No era su deber interesarse en su tristeza, tratar de remediarla? Sí. Lo había intentado una vez, pero ella había guardado silencio. En un momento abrió la boca como para decir algo, pero el llanto se llevó en torrente sus palabras y él no volvió a insistir con ello. Podría decirle: "Tú no eras así. Siempre fuiste eléctrica, llena de vitalidad y fuerza, y lo sigues siendo tal vez. Sólo que entonces había fuego en tus ojos. Todo lo que hacías era hermoso, luminoso por el entusiasmo de tus manos. Reías, hablabas sin parar". Pero, ¿no era él causa de ese cambio? Por supuesto que lo era. ¿Cómo reclamar después de apagarle la sonrisa con sus nostalgias; sus costumbres y preocupaciones de hombre entrado en años? No hacía falta mucho más para acabar con una juventud; aun una como esa, brillante y cálida como el sol.
A pesar de todo, no había culpa en su pensamiento. Solamente la admisión de un hecho doloroso. Tampoco le preocupaba irse sin una despedida. Ya después, tal vez, explicaría su acción. Raquel era todavía joven y muy linda. No estaban atados. Ambos podían intentarlo de nuevo con alguien más. Se había enamorado de su dicha, de su locura por la vida. Dejar que ambos se perdieran por su causa era un precio imposible de pagar a cambio de seguir juntos. Sería una verdadera bancarrota del mundo.
En ese instante, Leandro sintió la mirada de Raquel. Se volvió y ahí estaba ella, sonriéndole desde el marco de la puerta.
Raquel.
Sonriendo.
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