domingo, septiembre 30, 2007

Una Carta (2)

México, D.F. a 2 de diciembre de 1968.
Mi amado Sebastián:

La verdad es que no entiendo la razón por la que te escribo esta carta. Ni siquiera estoy segura de que te vaya a llegar algún día, porque ni siquiera estoy segura de que estés vivo. Posiblemente es una más de las locuras que -según eso- me la he pasado haciendo desde octubre, pero en todo caso es una locura menos grave que matarme de hambre, o arrojarme desde el departamento de Fabiola del Valle. La pobre estaba blanca cuando logró asirme por la espalda. Yo ya tenía medio cuerpo afuera; miraba hacia la calle abajo, y aunque las lágrimas y la desesperación no me dejaban ver nada en realidad, de lo que sí me acuerdo es de la cara blanca de Fabiola. Gracias a ella, o a causa de ella debiera yo decir, es que puedo escribirte. Aunque solamente lo hago porque la prima Lulú, esa a la que tuve que pagarle treinta pesos porque logró sacarte a bailar una vez y con eso perdí una apuesta que hicimos; ella, pues, dice que está segura de que te vio caminando por una calle de Tampico. Iba en un taxi, y en el momento en el que según ella te vio, le ordenó al taxista que se detuviera, pero cuando logró por fin bajarse del coche ya habías desaparecido. Caminó un buen rato, buscándote, pero se dio por vencida después de un par de horas.
Esa misma tarde me llamó por teléfono: “¡está vivo!” me dijo, gritando por el teléfono, aunque al principio no pude entender nada de lo que me decía porque estaba yo bien empastillada. Los médicos me rellenan de pastillas para que ya no pueda llorar, ni reírme tampoco porque en mi estado, según ellos, eso también es muy peligroso. Ni siquiera me pude dar cuenta de que era la prima Lulú la que hablaba sino hasta después de un rato, y entonces la pobre me tuvo que repetir todo de nuevo. Aunque me pareció que entre más hablaba, más deseaba seguirme platicando. Me decía que me alegrara, que todo había sido un error; que esos hombres malvados debieron llevarte con ellos; debieron torturarte, lavarte el cerebro para que no recordaras nada: ni tu nombre, ni mi nombre, ni el nombre de tu calle, o del jardín en el que nos conocimos, ni los nombres de mis primas a las que les jugabas bromas tan pesadas. Para que no recordaras las películas que vimos juntos, o el único sabor de helado que nos gusta a los dos, porque entonces habrás olvidado también que rara vez estamos de acuerdo en algo, y que por eso a veces nos peleamos tan fuerte que nos sacamos sangre del corazón con las cosas tan hirientes que nos decimos. Te hicieron olvidar todo para convertirte en un robot, y que por eso no me has llamado, no me has buscado para hacerme feliz con la noticia de que sigues vivo.
Sebastián. Insisto en que la idea de esta carta es estúpida, pero no he podido dejar de escribir desde que comencé. Por supuesto que no tengo tu dirección, pero dice Lulú que ella me va a prestar el dinero para publicarla en los periódicos de Tampico junto a tu fotografía. Así, si tu no la ves porque probablemente no lees el periódico (sería insólito, porque no pasaba un día sin que lo leyeras de principio a fin) entonces alguien que te conoce lo hará, y te dirá quién eres: Sebastián Zúñiga, estudiante de medicina de la UNAM. Que tienes una novia que te adora, y una madre que te extraña todos los días. La misma que rehusó ir a reconocerte a la morgue porque le dijeron lo mal que te habían dejado los disparos que te dieron en la cara, y que por eso fue tu padrino en su lugar.
Tu padrino dijo que había tardado en reconocerte; así de fuerte te habían dado, amor mío; pero que después de todo no había duda de que eras tú.
El podrá estar seguro, pero yo no. Si te hubiera reconocido tu madre no habría duda en mi corazón de que te has ido para siempre, pero las palabras vacilantes de tu padrino alimentan mi esperanza casi tanto como la llamada de mi primita.
Debo terminar esta carta para mandársela a Lulú. Ella se esconde en Tampico, porque todavía la buscan para matarla como a ti. Aunque, ahora que lo recuerdo, eso fue hace muchos días ya. Antes de que se fueran todos juntos a Tlatelolco; antes de octubre. También Fabiola del Valle fue con ustedes, y nunca regresó, lo mismo que tú, lo mismo que Lulú. Ahora lo recuerdo.

He dejado un rato de escribir. Perdóname. Me he quedado pensando sobre lo que me acaba de pasar, y no he podido evitar llorar mucho antes de decidirme a terminar esta carta inútil. Inútil, ahora lo sé, porque todo lo soñé, todo: la llamada de Lulú, mi intento de suicidio, todo. ¡Dios mío! ¡Tan real se veía todo, tan real se escuchaba todo! Hasta pude oler el perfume de Fabiola del Valle. ¡Pobrecita de ella! Ahora entiendo la razón de su extremada palidez. ¿Estaba soñando realmente? ¿Estarás vivo en Tampico? ¿Por qué allá? No conozco a nadie en Tampico.
Tengo que apurarme y esconder esta carta. Nina debió de escucharme sollozar hace un momento y ya viene junto con la enorme enfermera a darme la pastilla.
Te amo. Te amo. Te amo.

Isaura.

(No se olvida)

domingo, septiembre 23, 2007

Página de mi diario

En casa el fin de semana. Presa de total desconcierto.

Hace ya dos semanas que no saco de su estuche la máquina de escribir. Las mismas dos semanas en las que mi nuevo horario como maestro del hermoso y antiquísimo Conservatorio de las Rosas me han alejado del delicioso oficio de escritor. No así del no menos delicioso oficio de lector, el cual -gracias a unos jugosos e inesperados negocios que se fueron tan repentinamente como llegaron- se ha visto provisto de una media docena de libros cuyo goce me ha tenido ocupado en los minutos del día en los que no estoy enseñando o tocando el piano.
Es en este momento en el que debo de señalar un hecho curioso. Desde mi temprana juventud me fijé la meta de estudiar lo suficiente, de modo que pudiera vivir con holgura razonable haciendo exclusivamente aquello que más amaba. Era algo importante para mí, pues mucha de mi energía juvenil la desperdiciaba despreciando de formas diferentes a todas aquellas personas que se veían en la necesidad de hacer trabajos odiosos con tal de ganar un precario sustento.
En mi caso, sin embargo, el reto más difícil ha sido, aun desde entonces y hasta el día de hoy, el decidir sin duda qué es -si acaso- aquello que más amo hacer, y concentrar en ello todas mis fuerzas y poderes creativos.
En mi niñez temprana - desde los cuatro años, concretamente- la lectura de temas tan diversos como la metafísica y la historia sirvieron de cómodo refugio a una realidad plagada de inferioridad física, soledad y enojo. A los doce años el Matías Sandorf de Verne me llevó a descubrir la novela, y con ella un mundo interminable de emociones, conocimiento e intensidad tan poderoso que, en la secundaria, decidí que iba a ser escritor.
No obstante, desde muchos años antes dedicaba de cuatro a seis horas al día a estudiar música en la UNAM, y con el paso del tiempo descubrí que -además de haberme enamorado perdidamente de ese arte también- resultaba tan eficiente en mis ejecuciones que la gente me pagaba buen dinero por tocar el piano, a pesar de mi corta edad.
Al mismo tiempo, y sin atreverme a escribir de forma constante, abandonaba las clases matutinas para leer, siguiendo inconscientemente una voz secreta que me decía que la única manera de aprender a escribir era leyendo, y que todo lo que enseñaban en la escuela era simplemente una distracción que acabaría por estropear mi sensibilidad si llegaba a tomarlo tan en serio como el resto de mis compañeros, o como mi propio padre, para quien mi afición por el arte constituyó siempre un funesto coqueteo con la holgazanería y la vagancia.
Pese a la mala impresión que la escuela en general me merecía, terminé la carrera de pianista; y ahora he descubierto que -aparte de la historia, la ciencia y los idiomas- la docencia se me da fácil y la disfruto enormemente, lo mismo que mis alumnos.
La pregunta es: ¿debo deplorar que ahora no me alcanza el tiempo para hacer todas aquellas cosas que amo porque vivo de otras actividades no menos apasionantes?
¿Debo sentirme apenado porque espero con ansiedad los lunes para ir a enseñar al Conservatorio? Y es que me espera la preparación de un quinto idioma; aprovecho cada instante disponible para leer un poco en los cuatro que ya hablo con fluidez; no puedo sino escribir breves notas para la composición de la gran novela del abuelo, que por fin -después de tantos años- parece dibujarse con claridad en mi imaginación, y finalmente, memorizo entre clase y clase el concierto de Mozart que voy a tocar como solista de la orquesta de la Universidad Michoacana apenas dentro de un mes. No es ya solamente aprender, sino encontrar tiempo para practicar lo aprendido la fuente de mi conflicto.
Y no he mencionado a los lectores del Gabinete, los que esperan una historia cada semana, y a quienes no pienso defraudar. Una razón egoísta me impulsa -empero- a no abandonar mi columna semanal, y es que a lo largo de muchos años he descubierto que no puedo vivir sin escribir, de la misma forma que no puedo vivir sin hacer todas esas cosas que hago -aunque sea unos minutos- todos los días.
Suplico a mis lectores que tengan paciencia; aun la misma paciencia con la que me han soportado desde la fundación del presente semanario.

A. S.

domingo, septiembre 16, 2007

A nuestros lectores

Quiero manifestar mi agradecimiento a los lectores de El Gabinete de Doktor Faust por la entusiasta respuesta que dieron a "Cosas para recordar"; relato por entregas cuya publicación hizo que el promedio de visitas a esta página aumentara a más del doble. Esperando poder corresponder -a partir del próximo lunes- a su preferencia con mejores y más emocionantes contenidos, les deseo a todos una semana feliz.
Juan Antonio Santoyo

domingo, septiembre 09, 2007

Cosas para recordar (octava y última parte)

XIII La ejecución

No había tiempo que perder. Por un momento, Steinmayer pensó que lo mejor sería, regresar y dispararle a Schultz antes de que pudiese poner las manos sobre sus hijas, pero eso solamente arrojaría sobre él a los nazis como había sucedido ya en el ghetto, sin que pudiera hacer nada por liberarlas. Descartó, pues, el plan, y comenzó a caminar rumbo al edificio de la estación, el cual estaba ya semidesierto. Andaba sin prisa, afectando calma, con las manos tomadas por la espalda como había observado hacer a los oficiales de la SS; sin hacer caso del lodo que poco a poco se le amontonaba en las botas. "A fin de cuentas -pensaba- su misión no es la de arrestar a mis hijas, sino arrestarme a mí. No obstante, sabe que ellas son la carnada perfecta y desea tenerlas en su poder para cuando yo intente liberarlas. El muy bastardo". Steinmayer sonrió. Le resultaría mucho más fácil lidiar con Schultz y su escolta cuando abandonaran el campo. Tenía sus ventajas, después de todo, el ser perseguido por el alto mando.
Desde la estación era posible ver a las prisioneras formando en la explanada en la que se tendían lentamente las vías adicionales. Eran una estampa lamentable, y Julius hubiese dado los años que le restaban de vida, fuesen muchos o pocos, a cambio del poder para salvarlos a todos. Su pena se hizo más aguda cuando comenzó a caer sobre ellas y todos quienes las custodiaban una lluvia gruesa y fría que le provocó escalofríos. Estaba bajo el techo de la estación, y se había puesto un gabán de campaña, y aun así la lluvia que mojaba a sus hijas sin que él pudiera evitarlo, calaba con frío insoportable hasta la médula de sus huesos.
Abajo se observaba un orden inusual, dada la insólita presencia en el campo del oficial de alta graduación que ahora recorría la fila. El rostro de Schultz, más que calma, reflejaba resignación, como si su labor le hubiese sido impuesta por una fuerza terrible. Después de unos momentos de recorrer las filas Krump le susurró algo al oído, solícito, y ambos se detuvieron frente a Ute, quien de inmediato y de forma involuntaria protegió con su cuerpo a su hermana Frieda.
Steinmayer sintió que su cabeza comenzaba a dar vueltas, y sin darse cuenta acarició suavemente la cacha de su pistola. Frente a él, a unos cien metros de distancia, su antiguo alumno Kristian Schultz ordenaba a la cuerda de prisioneras que iniciara su marcha de regreso al campo, reteniendo junto a él a sus dos hijas.
Entonces ocurrió algo escalofriante y completamente inesperado.
Steinmayer, quien suponía que Ute y Frieda serían usadas como rehenes y así forzar su propia rendición, observó que Schultz le ordenaba a ambas jovencitas que se arrodillasen de espaldas frente a él, a lo cual ellas obedecieron sin chistar, con la frente apuntando al cielo que comenzaba a oscurecerse, sabedoras de que su dignidad era lo único que el enemigo jamás podría arrebatarles. Frente a la ominosa presencia de Krump, a quien el desarrollo de los acontecimientos parecía satisfacer en extremo, Schultz sacó su pistola, y subió con movimiento experto e instantáneo un tiro a la recámara.
El mundo de Steinmayer, basado en la lógica y dependiente del conocimiento de las fortalezas y debilidades ajenas dio un terrible vuelco, y momentáneamente se encontró sorprendido y sin saber qué hacer. Instintivamente se llevó la mano a la pistola, e iba a sacarla cuando escuchó que una voz detrás de él dijo:
"Por fin se fueron. Nunca se habían quedado hasta tan tarde. Ya lo verá; a partir de ahora tendremos paz y tranquilidad. Usted, mi amigo, no sabe lo que es trabajar escuchando todo el día el escándalo de esas mujeres tendiendo las vías. Por lo menos las mantienen calladas, habría que ver lo que pasaría si las dejaran parlotear".
Se trataba del intendente de la estación, quien de repente había salido de su oficina para charlar con ese cabo que con aire de perro extraviado había llegado de quién sabe donde. De pronto, hasta él mismo advirtió la escena que se desenvolvía frente a ellos y preso de malsana curiosidad trató de acercarse paso a paso para poder ver mejor.
Schultz, entonces, se aproximó a Ute, quien seguía de espaldas y con la frente en alto, y apoyó la pistola en su nuca. Steinmayer no tuvo ya duda de lo que se preparaba, y desenfundó para matar a Kristian antes de la ejecución. No obstante, absorto como se encontraba en lo que veía, el viejo músico fue incapaz de darse cuenta de la proximidad del tren procedente del este, el cual se cruzó ruidosa y velozmente frente a él, apenas a unos metros de distancia, en el momento de apuntar su arma.
El paso del ferrocarril duró apenas unos diez segundos, pero fueron suficientes para que Steinmayer pudiese escuchar, presa del pánico más abyecto, el trueno de dos disparos, los cuales, confundiéndose con el silbar de la locomotora, retumbaron por entre los bosques montañosos de los alrededores con eco siniestro.
Steinmayer lanzó un alarido de dolor que desconcertó por completo al intendente de la estación, para quien lo ocurrido era una escena de todos los días. En cuestión de segundos, la desesperación de ese cabo desconocido se tornó de sorprendente a sospechosa, y el intendente corrió a su oficina para dar la alarma.
Cuando el tren hubo pasado, sin embargo, Steinmayer se halló frente a un panorama completamente distinto al que temía. Sus hijas habían desaparecido, lo mismo que Kristian Schultz, y solamente podía verse el cadáver de Krump sobre la nieve. Al acercarse corriendo, Steinmayer pudo ver un rastro de pequeñas pisadas que se adentraban en el bosque, por un lado, y por el otro, dos manchas de sangre que lentamente crecieron, hasta cubrir por completo el pecho del soldado delator del campo de Majdanek.

XIV El escape

Kristian Schultz no contaba con la extrema debilidad de las dos muchachas en la planeación de su escape. Contaba, en cambio, con la presencia de Steinmayer, a quien suponía ya en el campo, y cuya aparición esperó en vano durante toda la aventura.
Todo comenzó con su llegada al campo. Como esperaba, el general Weiss lo recibió de inmediato, y aunque el amplio salvoconducto despertó sus sospechas, accedió después de un rato a liberar a las hermanas Steinmayer, para lo cual serían útiles los servicios de Krump, conocedor del campo y de las prisioneras. Durante esos momentos, y aun después, Schultz no dejó nunca de preguntar si acaso no había sucedido nada extraño en las últimas horas, observando al mismo tiempo y con atención por todos los rincones del campo, con la esperanza de descubrir a su viejo maestro, o ser descubierto por él. Finalmente, y ya cuando salía rumbo a la estación del tren, Kristian concluyó que el lugar más probable para hallar al pianista era el mismo en el que sus hijas se encontraban, razón por la que insistió en acudir ahí de inmediato, por mucho que Weiss insistía en que se quedara a disfrutar de las comodidades de la comandancia, pues las prisioneras serían enviadas de regreso al campo en cualquier momento.
Cuando por fin logró salir de la comandancia, repicó el teléfono. Era una llamada urgente para Weiss. El rostro del jefe del campo se ensombreció mientras escuchaba la voz al otro lado de la línea, y lanzaba ocasionales miradas llenas de recelo hacia Kristian. Finalmente, colgó el teléfono. Sin mediar explicación sacó su pistola, y apuntándole al visitante le dijo: "tengo órdenes de arrestarlo. Se le acusa de cooperar en la fuga de un peligroso prisionero, causando por ello la muerte de varios soldados alemanes. !Levante las manos!" Y luego gritó, dirigiéndose a su guardia personal: "¡desarmen al Brigadeführer!"
Pero nadie acudió a cumplir la orden. Al volverse, el general Weiss se encontró solamente con la mirada fría del sargento Hagen Pankow, quien con descomunal fuerza descargó sobre su rostro un golpe seco que lo privó de la conciencia.
"A partir de este momento no hay marcha atrás", dijo Schultz, y su escolta asintió con una breve sonrisa pintada en el rostro.
Ahora, sin embargo, se veían obligados a detenerse. Ute y Frieda se habían desmayado por el esfuerzo insoportable de subir la ladera para llegar al lugar en el que el otro escolta los esperaba con un automóvil listo para partir. Sin pensarlo dos veces, ambos amigos se echaron a cuestas a las dos hermanas para recorrer los últimos metros de su alocada carrera, justo en el instante en que se comenzaron a escuchar disparos muy cercanos desde un rumbo impreciso. Al principio, Kristian creyó que estaban siendo perseguidos de cerca por los hombres de Weiss, pero al llegar al vehículo que usarían en su escape se vio forzado a desechar esa idea. Su escolta estaba en el auto, en efecto, pero ya no podría manejarlo, pues los muertos no conducen. Por lo menos eso pensaba Kristian, hasta que vio que al volante de un lujoso Phantom negro se encontraba nada menos que Kratz; maltrecho, pero vivo.
"El Führer se encuentra muy decepcionado, Herr Schultz. No hemos podido evitar que las noticias sobre el desastre en el que convirtió su sencilla misión llegaran al cuartel general, de manera que puede usted imaginarse la seriedad de su presente situación. Aun así, y considerando que usted es una persona sensata, confío en que nos acompañará por las buenas, sin hacer demasiado escándalo y, sobre todo, sin forzarnos a lastimarlo".
"Ha sido una suerte para usted mi misión, ¿no es así? Sobre todo el desastre en el que dice se ha convertido. Cuando lo conocí era un simple guardia de un sucio ghetto, y ahora conduce un gran auto oficial en virtud de sus nuevas responsabilidades de policía. Debería de estarme agradecido".
"Y lo estoy, aunque usted lo dude. Pero por la misma razón por la que he logrado salir de aquél lugar, es que debo llevarlo conmigo para comparecer ante los tribunales del pueblo y ser juzgado. Mi lealtad, a diferencia de la suya, no está comprometida con nada que no sea el bienestar de mi Patria, y mi integridad no tiene dobleces que me hagan dudar. Por eso estoy aquí, por eso estuve a punto una vez de sacrificar mi vida, y por eso la volvería a sacrificar de ser..."
Kratz no terminó la palabra. Un disparo le había hecho saltar la cabeza en pedazos. Los tres policías que lo acompañaban se parapetaron tras del Phantom, y se desató una intensa balacera en la que una mano invisible iba derribando a los nazis uno por uno, sin que ellos pudieran hacer otra cosa que disparar desesperadamente hacia todas partes, agotando su parque sin que hubiesen podido acertar sino dos de sus disparos antes de morir.
Cuando todo hubo terminado, y la nube de pólvora se disipó, Julius Steinmayer, la ametralladora aun humeante entre sus manos, corrió hasta el lugar en el que sus hijas habían sido depositadas desde el momento en el que la balacera había comenzado, y se aseguró de que se encontraran bien. Junto a ellas yacía el cadáver de Hagen Pankow, quien las protegió hasta ser derribado. A unos metros estaba Kristian. Agonizaba. Con sus últimas fuerzas, le entregó a Steinmayer el famoso salvoconducto, que sin duda le sería útil en otro lugar, y le dijo, su voz apenas un susurro: “acaba esa canción, Julius”.
Luego, tranquilamente y sin aspavientos, se murió en los brazos de su maestro.

Epílogo

Julius Steinmayer logró escapar a Suiza, en buena parte gracias al documento que había costado la sangre de uno de los mejores hombres que había conocido. Una vez terminada la guerra, la familia se estableció de nuevo en Berlín, y allá vive Frieda aun, dispuesta siempre a contar la historia de una canción, que su padre, sin saberlo, compuso para salvarle la vida a ella y a su hermana.
Adolf Hitler no se olvidó de la canción de Steinmayer, y es probable que su superstición lo obligase a modificar su manera de ver la vida y la muerte después de que -proveniente de otra fuente- le llegara la noticia de que la estrofa que Eva conocía era la única existente, lo cual interpretó como si la aniquilación y la nada debían de ser el destino de Alemania. Pocos días después de la huída del pianista, que le fue mantenida en secreto para evitar otro ataque innecesario de rabia, el Führer sufrió un atentado al que sobrevivió contra toda posibilidad, y se olvidó de todo aquello que le recordara que no era invencible, incluyendo la canción. Aun así, todavía se debate en algunos círculos históricos la posibilidad de que un compositor de canciones hubiese podido influir de alguna manera en el destino de la Patria, y las muchas ramificaciones del problema sin duda mantendrán ocupados a los estudiosos por largo tiempo. Hasta entonces, pienso, los músicos deberían de ser tomados mucho más en serio.
Por si las dudas.

AS

Tarímbaro, Michoacán; 7 de septiembre de 2007.

domingo, septiembre 02, 2007

Cosas para recordar (séptima parte)

XI El cabo

Una densa capa de niebla comenzó a cubrir lentamente los bosques cercanos a Majdanek. Hacía frío. Pronto sería hora de regresar a las barracas y Steinmayer, con un nuevo uniforme de cabo -ahora uno correspondiente al destacamento a cargo del campo- buscaba desesperadamente una manera de evadirse con sus hijas antes de que eso sucediera. Enmedio del relativo desorden del trabajo en el campo había sido fácil disimular su verdadera identidad, pero el músico estaba seguro de que no pasaría mucho tiempo antes de que algún oficial desconfiado le pidiera sus documentos o de que, simplemente, alguien lo desconociese. Por eso, una vez que hubo dado a conocer su presencia a Ute y Frieda, les impuso silencio y comenzó a pasear por los alrededores de la estación en construcción, para así encontrar la mejor ruta de escape. Era una tarea con la que debería de haber cumplido desde antes de acercarse al grupo de prisioneros y darse a conocer a sus hijas, momento a partir del cual tendría los minutos contados para escapar; no obstante, la oportunidad de aliviar el hambre insoportable que lo atormentaba a causa de su caminata sin descanso desde Varsovia se le presentó de forma irresistible cuando un cabo de guardia se separó de su puesto brevemente, y caminó hacia el bosque cercano para orinar y comer un pedazo de Sauerteigbrot que llevaba en sus alforjas.
Steinmayer llevaba ya un par de horas agazapado detrás de unos arbustos. Indeciso, confuso y exhausto hasta la nausea. Desde el comienzo de su sangrienta huída del ghetto apenas y había comido algunas sobras de tocino rancio que encontró en el café Budapest, y frutos silvestres hallados durante la larga marcha a Majdanek la cual -por caminos ocultos y escondido en un vagón de tren- le había tomado otros dos días de amarga incertidumbre. Aun así, y a pesar del estado de inhumana postración en el que se hallaba, al ver a sus hijas vivas y prácticamente al alcance de su mano su corazón extenuado saltó con infantil júbilo una vez más, impulsándolo a la acción de inmediato. La observación de los alrededores tendría que esperar. Antes era menester recuperar algo de las fuerzas perdidas, y Steinmayer lamentó solamente, cuando le daba un sólido cachazo por la espalda al desprevenido cabo, que éste no se hubiese lavado las manos antes de tomar el pan ácido de su trunco almuerzo.
Steinmayer comió con infinita fruición el magro manjar, que complementó con un poco de vino y una barra de chocolate que el cabo llevaba en preparación, quizá, de alguna celebración. A punto de darle muerte, el músico se detuvo. También estaba cansado de matar. Así, lo arrastró bosque adentro y lo ocultó, semidesnudo y perfectamente amordazado, en un cráter de mortero -recuerdo de la invasión del 39- al cual el tiempo había cubierto de nuevo con una maleza verde y generosa.

XII El Soplón

Eran muchos los obstáculos a vencer en un escape sin preparación como el que los Steinmayer estaban a punto de intentar. Primeramente, aunque de algún modo Julius pudiese escabullirse con sus hijas al bosque cercano, con el posible pretexto de llevar a las prisioneras a cortar leña, el estado de inanición y debilidad en la que ellas se encontraban hacían imposible que llegaran muy lejos caminando. Era necesario robar un transporte, primero, y luego separar a Ute y a Frieda del grupo para que lo abordaran, todo ello sin levantar sospechas de los oficiales quienes detendrían fácilmente a los fugitivos al advertir cualquier situación extraña.
En el instante en el que Steinmayer trabajaba en una solución para estos problemas, se le acercó un soldado, el cual de mal modo le preguntó en donde estaba Karl, nombre que el pianista de inmediato identificó como el del dueño del uniforme que llevaba puesto. Al parecer, Karl y ese soldado tenían un asunto pendiente, y al último le preocupaba que aquél hubiese escurrido el bulto sin desahogarlo a su satisfacción.
"Ese imbécil tiene mi dinero -dijo el soldado- y no me extraña que haya desaparecido. Seguramente salió de permiso sin avisarme, y no regresará sino hasta el fin de semana, crudo y sin un centavo. ¿A ti qué te dijo?"
"Me pidió que tomara su lugar por un rato -contestó Steinmayer calándose el tocado casi hasta la nariz- porque se sentía muy mal y necesitaba... tu sabes, había comido demasiado de ese pan de masa ácida que hornean en el sur. Quería evitar un accidente frente a los demás y salió corriendo".
El músico rió por lo bajo, tratando de hacer humor, pero dándose cuenta al mismo tiempo de lo ridículo de su situación. No obstante, y sabedor de que las situaciones más absurdas suelen ser aquellas que preceden a los acontecimientos importantes, se preguntó la razón por la que ese soldado se daba el lujo de hablar con ese desparpajo a sus superiores; pues así se tratara de un simple cabo, en el ejército siempre se guardaban las distancias. Siguiendo un presentimiento, dijo:
"En realidad, el que debería de ir camino de Berlín sería yo. Solamente voy de paso, proveniente del frente oriental, pero me encontré con Karl y conversando con él me pidió este favor. Es una bestia, pero me pareció que no habría problema".
"Claro -respondió el soldado con actitud pensativa- ya decía yo que no me parecías conocido. Llevo dos años en este campo y creo que jamás te había visto. ¿Del frente, dices? Raro ¿Por qué traes entonces uniforme de guardia?"
Steinmayer comenzó a sudar frío.
"Me acabo de cambiar -dijo-, el uniforme que traía estaba hecho una lástima, y me permitieron usar este por lo pronto".
"¿En serio? ¿Weiss te dejó hacer eso? ¿Y qué haces aquí, fuera del campo, en lugar de estar en la comandancia? Además, deberías de haberte lavado también, y rasurado. ¿Cuál es el nombre de tu unidad?"
"¿Y con qué derecho me interrogas de esa manera, soldado?" Respondió Steinmayer con actitud desafiante, resuelto a salir de esa situación jugándose todo a una sola carta.
“Sí, es claro que vienes de fuera. De otro modo sabrías que tengo la confianza del general Weiss, el jefe del campo. Mis ojos son sus ojos, y mis oídos son los suyos. El general no tiene que salir de su oficina para estar seguro de que sus órdenes se cumplen al pie de la letra, porque de eso me encargo yo. ¿Entiendes ahora? Los oficiales son los que tienen la autoridad, pero todos sus movimientos sospechosos van a ser reportados al general de inmediato, y ellos lo saben. Ahora que, por supuesto, no todo lo que le cuanto al general es necesariamente la verdad; pero eso a él no le interesa. Es más, no ignora que todo servicio de inteligencia tiene sus fallas, y que lo que cuenta son los aciertos que le permiten mantener al campo y a los prisioneros funcionando como un relojito”.
El soldado calló por un segundo esperando ver en el rostro de Steinmayer el efecto de sus palabras, y luego agregó:
“Por lo pronto voy a ir a la comandancia para asegurarme de que tus papeles están en orden, porque supongo que ya están ahí, ¿verdad?”
“Por supuesto”.
“Excelente. Deberías venir conmigo. Es un largo camino de regreso al campo, y lo es más andando a solas”.
En ese momento llamaron a formar a los prisioneros. El gesto de Steinmayer se tornó sombrío. Su engaño sería descubierto en cualquier momento y, una vez formadas, sería casi imposible separar a sus hijas de la cuerda de trabajadoras forzadas.
“¿Me estás escuchando, cabo...?”
“Rosenkranz -complementó con urgencia mal disimulada el pianista- cabo Rosenkranz”.
“Bien. Yo soy Krump. Era sargento, pero me degradaron... dos veces”. Krump dejó salir una risita que parecía un quejido suprimido. “El general no pudo evitarlo, pero yo sé que me va a saber recompensar cuando llegue el momento”.
“Estoy seguro de que así será”. Dijo Steinmayer con impaciencia, y agregó: “será mejor que se vaya. Yo iré luego, con los demás prisioneros”.
“Como quieras. Hará mucho más frío para cuando lleguen”.
Steinmayer decidió que iría en pos de la cuerda de presos, seguramente para intentar un escape desesperado; incluso se volvió y comenzó a caminar, pero se detuvo en seco al escuchar una voz de sobra conocida.
“¿Soldado Krump? Vengo de la comandancia del campo. El general Weiss me pidió que entregara a su capitán esta orden, mediante la cual debo disponer de dos de las prisioneras que trabajan en la estación. Por cierto, ¿no ha notado nada extraño en los días pasados? ¿Algún incidente con bombas o explosiones inesperadas?”
Era la voz de Kristian Schultz.
Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.