Es a petición de mi querida amiga Grace Lindsay Collins que escribo este breve artículo, dada la inminente publicación en algunos diarios de México -sobre todo aquellos afiliados a una importante cadena mediática- de una nota aparecida semanas atrás en The Independent, intitulada "The Secret of the Magic Bells". Dicha nota busca conmemorar, con datos erróneos por completo y dando crédito a rumores sin fundamento, el aniversario veinticinco del entonces famoso "milagro de las campanas", uno de cuyos protagonistas fue su padre, el difunto compositor y pianista Dr. Crawford Collins. Siendo tal historia un hecho poco conocido en nuestro país, conviene poner al corriente a los lectores de sus detalles, aportando después una actualización que quizá ayude a explicar muchos de los misterios que en aquellos días ensombrecieron el incidente, contando para todo ello con la información veraz y de primera mano de la que probablemente carecieron los redactores del diario estadounidense.
En las páginas centrales del Indiana University Monthly Academic Report, correspondiente al mes de abril de 1980, se publicó la noticia de la jubilación del Dr. Crawford Collins como presidente de la academia de composición de dicha universidad. El hecho provocó -ante la preeminencia y buena salud del sabio profesor- una reacción de fuerte rechazo y extrañamiento en los círculos artísticos de todo el mundo; al grado que, en los meses posteriores, un sinfín de cartas provenientes de los cuatro rumbos del orbe se amontonaron en su escritorio vacío. Algunas de ellas estaban firmadas con nombres tan sonoros como Xenakis y Conlon Nancarrow, y todas habían sido escritas con el propósito de exhortarlo a reconsiderar su decisión de abandonar una silla tan principal y vitalicia por tradición.
El Dr. Collins, sin embargo, se encontraba ya caminando por los senderos de Tristan Manor, su finca de Eynsham. Saludaba la llegada de las lluvias del verano, que sin duda le permitirían cultivar las mejores legumbres y los jardines más hermosos del Oxfordshire, y por las tardes había tomado la costumbre de sentarse a conversar con los pocos alumnos de la cercana universidad que sabían de su retiro, y que lo visitaban después de recibir su cura. Es probable que ni siquiera esos muchachos agudos y observadores fueran capaces de descubrir en el cáncer la razón secreta y verdadera del repentino interés del maestro por la paz de los campos, la agricultura y la jardinería. La razón no importaba en realidad, sino que Crawford Collins lamentaba todos los días el no haber descubierto antes el sublime placer de vivir los días como si fueran los últimos de su vida.
Fue precisamente en su huerto, cuando con el azadón preparaba una cama de composta para las calabazas, que tropezó con lo que pensó sería una piedra escapada al barbecho. Estuvo a punto de dejarla en su lugar, temeroso de dañar las raíces tiernas, pero pudo más su natural perfeccionista y con extremo cuidado comenzó a quitar la tierra que cubría el obstáculo.
Al escarbar, empero, advirtió que no se trataba de una piedra, sino de algo más grande y metálico: una caja algo más grande que las usadas para guardar zapatos, que sacó de una pieza y sin molestar a sus calabazas unos minutos antes de que se pusiera el sol.
Grace recuerda claramente la inusual perplejidad de su rostro al verlo entrar a la casa, pasada la hora de la cena y sin quitarse las botas de trabajo, llevando en las manos la caja sin lavar que subió de inmediato a su estudio sin pedirle a su hija que lo siguiera, pero sin impedírselo tampoco.
Adentro hallaron, para su sorpresa, un juego de 24 campanas de plata en forma de hongo, sujetas por la parte de abajo a una placa de oro que tenía grabada una inscripción en símbolos de apariencia insólita, cubriendo sus cuatro orillas a la manera de un friso inclinado. Nada más había en la caja, ningún documento que indicara su procedencia o propósito, ni tampoco el percutor con el cual, de tratarse realmente de un juego de campanas, había de tocarse. Era una pieza de hechura antigua y exquisita que se encontraba en muy buen estado a pesar de que su caja estaba sencillamente cerrada y sin sello. Grace se aplicó de inmediato a limpiarla con el pulidor de plata que había en casa, y a copiar cuidadosamente los símbolos de la inscripción en una hoja que su padre se llevó al otro día y muy temprano a Oxford para que la examinase su viejo amigo Nicholas Templar, el heredero de la cátedra de Tolkien en Lenguas Antiguas de la Universidad.
Sin éxito.
Sacrificando su erudición y orgullo profesional, Templar se sumió en las profundidades de la biblioteca para buscar solución a su embarazosa e inaudita ignorancia en lo tocante a la inscripción que Collins le había llevado. Su desconcierto iba en aumento al ver que ni el gran compendio de Thompson-Lewis (Londres, 1917) ni el enciclopédico catálogo lingüistico (El Inglés, Celta y Galés, un estudio comparativo; Cambridge, 1965) de Milton Cowdray contenían nada parecido; al grado de acusar al compositor -poco después de tomar el té juntos- de jugarle una pesada broma de estudiante inventando esos símbolos, por muy lógica que fuera su secuencia y auténtico su trazo, para escapar del tedio del retiro. Más tranquilo, le confesó al amigo que regresaba a Eynsham que la única explicación de la presencia de ese artefacto en su jardín sería el paso por Oxfordshire de alguna tribu de navegantes que habían escapado de la costa cantábrica en tiempos de la ocupación romana, y que tal era la única huella que habían dejado tras de sí. Quedaban sin explicar los misterios de su conservación y fácil descubrimiento, y mucho ayudaría el que Collins pudiese llevar el instrumento a la Universidad para su estudio. Después de todo, esa era su obligación. Collins asintió, pero le rogó a Templar que no dijese una sola palabra a nadie del descubrimiento, por lo menos en unos días. Para el maestro, las campanas tenían mucho menos que ver con la arqueología que con la música, y en esta última, él era el especialista.
Determinó que estaban afinadas en cuartos de tono casi perfectos, en orden cromático ascendente, con la nota más grave en la esquina inferior izquierda y la más aguda en la superior derecha de la placa. Entre ambas había una distancia de una octava menos un cuarto de tono. La nota más grave quedaba a caballo entre el la bemol y el la natural de acuerdo con la afinación a 440 hz. Esto desilusionó un poco a Collins al pensar que podría tratarse simplemente de un instrumento barroco, aunque pronto tuvo que descartar esa posibilidad, merced a las cosas tan raras que sucedían cuando lo tocaba: las gallinas enloquecían en el gallinero, los pájaros que volaban cerca perdían su rumbo y chocaban contra las ventanas, las cosas aparecían muy lejos del lugar en el que las habían dejado y la leche se agriaba sin razón aparente. ''Podría ser el Glockenspiel de Papageno'', le dijo a su hija un día en el que el dolor de su enfermedad lo obligara a buscar esperanzas imposibles. ''La afinación un tanto baja es consistente con esa idea''. Grace le contestó a su padre que relacionar esos incidentes con las campanas era señal de que su curiosidad por ellas había llegado demasiado lejos. ''Además, en ese caso las campanitas pertenecerían al Egipto antiguo, y no al clasicismo europeo''.
Pero el profesor no se amilanó, y siguió experimentando con las melodías poco usuales que se conseguían con los cuartos de tono. Una vez le preguntó a Marge, la ama de llaves, si acaso sentía algo extraño al escuchar la música. "Me siento mareada después de un rato", fue su respuesta.
Sin una razón de por medio fuera de las coincidencias mencionadas, Collins estaba convencido de que había algo de sobrenatural en las campanas; y aunque no tenía duda de ese poder, no tenía idea de su naturaleza, o de la forma de liberarlo. Como compositor, sabía que solamente hacía falta una regla de transformación, y dedicó meses enteros a probar algunas ideas relacionadas con la longitud de onda, la circunferencia de las campanas y hasta su relación con los colores primarios y sus combinaciones elementales. Su búsqueda lo llevó a considerar las posibilidades estadísticas sobre cuales campanas serían las primeras en ser tocadas en una tarde de lluvia cualquiera si el instrumento se dejara a la intemperie; aunque el cálculo le llevó varios días que declaró perdidos, pues obtuvo el mismo monótono resultado que con el resto de los experimentos.
Finalmente, el día de Epifanía de 1981, Collins encontró lo que había estado buscando por tanto tiempo. Se hallaba recostado en la sala de su casa. Ya no podía hacer otra cosa, pues el cáncer había rebasado su origen y afectaba todo su cuerpo, impidiéndole hablar y moverse, aunque insistía con señas en ser llevado a la planta baja para poder ver la nieve sobre los tilos de la loma cercana. Cerca de su mano, sobre la cama, tenía una tarjeta que su hija le había dado en navidad, y con un esfuerzo que a él le parecía humillante la levantó para mirarla. En ella estaba una fotografía en la que aparecían Collins, Grace y Sophie, su madre; la amada mujer que había perecido en el mar años atrás, cuando iba a reunirse con su esposo en el Nuevo Mundo. Era una imagen llena de paz y felicidad. El trabajo no era un obstáculo entonces para pasar juntos días enteros entre conferencias y conciertos, y Grace abrazaba a su padre; iba a darle un beso, pero se volvió justo antes de que el fotógrafo disparara, con la sonrisa más hermosa del mundo pintada en su boca de niña.
Collins amaba esa foto, y la conservaba cerca en las que sabía sus horas finales, decidido a tenerla frente a sus ojos en el momento de la muerte. Debajo, en letras muy pequeñas, decía: "Nunca cambiará. Con amor de tu hija, Grace".
En el instante de leer el nombre de su hija, Collins cerró los ojos y llamó con un timbre a Marge para pedirle que le llevara las campanas.
Era una idea descabellada, pero que valía la pena intentarse. Había razonado que cada una de las 24 campanas podía corresponder a las letras del alfabeto latino, concepto que su mente debió descartar sin avisarle, obsesionada por el origen bárbaro atribuido al hallazgo, que el mismo profesor asociaba a un aspecto sobrenatural que nadie más compartía.
Comenzó por asignarle a la nota más baja la letra "A", siguiendo el orden del alfabeto hasta la "X", omitiendo la "Ñ", y tocó en las campanas el nombre G-R-A-C-E. El resultado, sin embargo, fue una mas de las absurdas e incómodas melodías que hasta entonces había obtenido del instrumento y la explosión de una bombilla.
Su desconsuelo fue devastador. Collins sentía que había desperdiciado sus últimas fuerzas en seguir buscando -en unas campanas halladas por casualidad en su huerto, y cuyo estudio había consumido los últimos meses de su vida- un secreto del que no sabía absolutamente nada, salvo el hecho de que tal secreto existía. Exhausto, invirtió el orden de las letras, comenzando el alfabeto por la campana más pequeña, y mareado por el mero esfuerzo de levantar el martinete, tocó una vez más el nombre de su amada hija Grace.
Y entonces ocurrió el milagro.
Collins se había colapsado por la fatiga, y su respiración se hizo mucho más difícil. Comenzó a jadear trabajosamente, y supo que se estaba muriendo en la soledad de su sala y sin nadie que pudiera acercarle de nuevo la foto para mirarla con sus ojos que se oscurecían. Iba a perder la conciencia cuando se dio cuenta de que la Música seguía sonando.
(Continuará)
En las páginas centrales del Indiana University Monthly Academic Report, correspondiente al mes de abril de 1980, se publicó la noticia de la jubilación del Dr. Crawford Collins como presidente de la academia de composición de dicha universidad. El hecho provocó -ante la preeminencia y buena salud del sabio profesor- una reacción de fuerte rechazo y extrañamiento en los círculos artísticos de todo el mundo; al grado que, en los meses posteriores, un sinfín de cartas provenientes de los cuatro rumbos del orbe se amontonaron en su escritorio vacío. Algunas de ellas estaban firmadas con nombres tan sonoros como Xenakis y Conlon Nancarrow, y todas habían sido escritas con el propósito de exhortarlo a reconsiderar su decisión de abandonar una silla tan principal y vitalicia por tradición.
El Dr. Collins, sin embargo, se encontraba ya caminando por los senderos de Tristan Manor, su finca de Eynsham. Saludaba la llegada de las lluvias del verano, que sin duda le permitirían cultivar las mejores legumbres y los jardines más hermosos del Oxfordshire, y por las tardes había tomado la costumbre de sentarse a conversar con los pocos alumnos de la cercana universidad que sabían de su retiro, y que lo visitaban después de recibir su cura. Es probable que ni siquiera esos muchachos agudos y observadores fueran capaces de descubrir en el cáncer la razón secreta y verdadera del repentino interés del maestro por la paz de los campos, la agricultura y la jardinería. La razón no importaba en realidad, sino que Crawford Collins lamentaba todos los días el no haber descubierto antes el sublime placer de vivir los días como si fueran los últimos de su vida.
Fue precisamente en su huerto, cuando con el azadón preparaba una cama de composta para las calabazas, que tropezó con lo que pensó sería una piedra escapada al barbecho. Estuvo a punto de dejarla en su lugar, temeroso de dañar las raíces tiernas, pero pudo más su natural perfeccionista y con extremo cuidado comenzó a quitar la tierra que cubría el obstáculo.
Al escarbar, empero, advirtió que no se trataba de una piedra, sino de algo más grande y metálico: una caja algo más grande que las usadas para guardar zapatos, que sacó de una pieza y sin molestar a sus calabazas unos minutos antes de que se pusiera el sol.
Grace recuerda claramente la inusual perplejidad de su rostro al verlo entrar a la casa, pasada la hora de la cena y sin quitarse las botas de trabajo, llevando en las manos la caja sin lavar que subió de inmediato a su estudio sin pedirle a su hija que lo siguiera, pero sin impedírselo tampoco.
Adentro hallaron, para su sorpresa, un juego de 24 campanas de plata en forma de hongo, sujetas por la parte de abajo a una placa de oro que tenía grabada una inscripción en símbolos de apariencia insólita, cubriendo sus cuatro orillas a la manera de un friso inclinado. Nada más había en la caja, ningún documento que indicara su procedencia o propósito, ni tampoco el percutor con el cual, de tratarse realmente de un juego de campanas, había de tocarse. Era una pieza de hechura antigua y exquisita que se encontraba en muy buen estado a pesar de que su caja estaba sencillamente cerrada y sin sello. Grace se aplicó de inmediato a limpiarla con el pulidor de plata que había en casa, y a copiar cuidadosamente los símbolos de la inscripción en una hoja que su padre se llevó al otro día y muy temprano a Oxford para que la examinase su viejo amigo Nicholas Templar, el heredero de la cátedra de Tolkien en Lenguas Antiguas de la Universidad.
Sin éxito.
Sacrificando su erudición y orgullo profesional, Templar se sumió en las profundidades de la biblioteca para buscar solución a su embarazosa e inaudita ignorancia en lo tocante a la inscripción que Collins le había llevado. Su desconcierto iba en aumento al ver que ni el gran compendio de Thompson-Lewis (Londres, 1917) ni el enciclopédico catálogo lingüistico (El Inglés, Celta y Galés, un estudio comparativo; Cambridge, 1965) de Milton Cowdray contenían nada parecido; al grado de acusar al compositor -poco después de tomar el té juntos- de jugarle una pesada broma de estudiante inventando esos símbolos, por muy lógica que fuera su secuencia y auténtico su trazo, para escapar del tedio del retiro. Más tranquilo, le confesó al amigo que regresaba a Eynsham que la única explicación de la presencia de ese artefacto en su jardín sería el paso por Oxfordshire de alguna tribu de navegantes que habían escapado de la costa cantábrica en tiempos de la ocupación romana, y que tal era la única huella que habían dejado tras de sí. Quedaban sin explicar los misterios de su conservación y fácil descubrimiento, y mucho ayudaría el que Collins pudiese llevar el instrumento a la Universidad para su estudio. Después de todo, esa era su obligación. Collins asintió, pero le rogó a Templar que no dijese una sola palabra a nadie del descubrimiento, por lo menos en unos días. Para el maestro, las campanas tenían mucho menos que ver con la arqueología que con la música, y en esta última, él era el especialista.
Determinó que estaban afinadas en cuartos de tono casi perfectos, en orden cromático ascendente, con la nota más grave en la esquina inferior izquierda y la más aguda en la superior derecha de la placa. Entre ambas había una distancia de una octava menos un cuarto de tono. La nota más grave quedaba a caballo entre el la bemol y el la natural de acuerdo con la afinación a 440 hz. Esto desilusionó un poco a Collins al pensar que podría tratarse simplemente de un instrumento barroco, aunque pronto tuvo que descartar esa posibilidad, merced a las cosas tan raras que sucedían cuando lo tocaba: las gallinas enloquecían en el gallinero, los pájaros que volaban cerca perdían su rumbo y chocaban contra las ventanas, las cosas aparecían muy lejos del lugar en el que las habían dejado y la leche se agriaba sin razón aparente. ''Podría ser el Glockenspiel de Papageno'', le dijo a su hija un día en el que el dolor de su enfermedad lo obligara a buscar esperanzas imposibles. ''La afinación un tanto baja es consistente con esa idea''. Grace le contestó a su padre que relacionar esos incidentes con las campanas era señal de que su curiosidad por ellas había llegado demasiado lejos. ''Además, en ese caso las campanitas pertenecerían al Egipto antiguo, y no al clasicismo europeo''.
Pero el profesor no se amilanó, y siguió experimentando con las melodías poco usuales que se conseguían con los cuartos de tono. Una vez le preguntó a Marge, la ama de llaves, si acaso sentía algo extraño al escuchar la música. "Me siento mareada después de un rato", fue su respuesta.
Sin una razón de por medio fuera de las coincidencias mencionadas, Collins estaba convencido de que había algo de sobrenatural en las campanas; y aunque no tenía duda de ese poder, no tenía idea de su naturaleza, o de la forma de liberarlo. Como compositor, sabía que solamente hacía falta una regla de transformación, y dedicó meses enteros a probar algunas ideas relacionadas con la longitud de onda, la circunferencia de las campanas y hasta su relación con los colores primarios y sus combinaciones elementales. Su búsqueda lo llevó a considerar las posibilidades estadísticas sobre cuales campanas serían las primeras en ser tocadas en una tarde de lluvia cualquiera si el instrumento se dejara a la intemperie; aunque el cálculo le llevó varios días que declaró perdidos, pues obtuvo el mismo monótono resultado que con el resto de los experimentos.
Finalmente, el día de Epifanía de 1981, Collins encontró lo que había estado buscando por tanto tiempo. Se hallaba recostado en la sala de su casa. Ya no podía hacer otra cosa, pues el cáncer había rebasado su origen y afectaba todo su cuerpo, impidiéndole hablar y moverse, aunque insistía con señas en ser llevado a la planta baja para poder ver la nieve sobre los tilos de la loma cercana. Cerca de su mano, sobre la cama, tenía una tarjeta que su hija le había dado en navidad, y con un esfuerzo que a él le parecía humillante la levantó para mirarla. En ella estaba una fotografía en la que aparecían Collins, Grace y Sophie, su madre; la amada mujer que había perecido en el mar años atrás, cuando iba a reunirse con su esposo en el Nuevo Mundo. Era una imagen llena de paz y felicidad. El trabajo no era un obstáculo entonces para pasar juntos días enteros entre conferencias y conciertos, y Grace abrazaba a su padre; iba a darle un beso, pero se volvió justo antes de que el fotógrafo disparara, con la sonrisa más hermosa del mundo pintada en su boca de niña.
Collins amaba esa foto, y la conservaba cerca en las que sabía sus horas finales, decidido a tenerla frente a sus ojos en el momento de la muerte. Debajo, en letras muy pequeñas, decía: "Nunca cambiará. Con amor de tu hija, Grace".
En el instante de leer el nombre de su hija, Collins cerró los ojos y llamó con un timbre a Marge para pedirle que le llevara las campanas.
Era una idea descabellada, pero que valía la pena intentarse. Había razonado que cada una de las 24 campanas podía corresponder a las letras del alfabeto latino, concepto que su mente debió descartar sin avisarle, obsesionada por el origen bárbaro atribuido al hallazgo, que el mismo profesor asociaba a un aspecto sobrenatural que nadie más compartía.
Comenzó por asignarle a la nota más baja la letra "A", siguiendo el orden del alfabeto hasta la "X", omitiendo la "Ñ", y tocó en las campanas el nombre G-R-A-C-E. El resultado, sin embargo, fue una mas de las absurdas e incómodas melodías que hasta entonces había obtenido del instrumento y la explosión de una bombilla.
Su desconsuelo fue devastador. Collins sentía que había desperdiciado sus últimas fuerzas en seguir buscando -en unas campanas halladas por casualidad en su huerto, y cuyo estudio había consumido los últimos meses de su vida- un secreto del que no sabía absolutamente nada, salvo el hecho de que tal secreto existía. Exhausto, invirtió el orden de las letras, comenzando el alfabeto por la campana más pequeña, y mareado por el mero esfuerzo de levantar el martinete, tocó una vez más el nombre de su amada hija Grace.
Y entonces ocurrió el milagro.
Collins se había colapsado por la fatiga, y su respiración se hizo mucho más difícil. Comenzó a jadear trabajosamente, y supo que se estaba muriendo en la soledad de su sala y sin nadie que pudiera acercarle de nuevo la foto para mirarla con sus ojos que se oscurecían. Iba a perder la conciencia cuando se dio cuenta de que la Música seguía sonando.
(Continuará)
2 comentarios:
Ahora si mi chavo, le diste al clavo... una checada y empieza a mandar correos, esta es tu linea, hay q publicarlo.
salud
Espero la continuación!
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