lunes, junio 04, 2007

Una pequeña historia de amor

I

Sí. Lo recuerdo bien.

Era la cuarta vez en esa noche, y mis movimientos eran ya una parte de una instantánea rutina -¿quién dice que las rutinas no pueden forjarse, vivirse y odiarse en minutos?- que repetía sin pensar: dejar el violín sobre la silla, abandonar el escenario, bajar las escaleras hasta la oficina, entrar al baño, bajarme los pantalones cuidando de hacer a un lado los tirantes, sentarme en el retrete y defecar un plasma parduzco y maloliente, padeciendo al mismo tiempo el dolor de una daga encajada en las costillas. Mejor ni me pregunten si comí algo echado a perder, o hice algún coraje, pues de eso si de plano ya no me acuerdo, si bien tengo aun presente el temor -escalofriante por momentos- a morirme con la mano en la cadena de la letrina.
Esta vez, la cuarta, pensaba empero tomarlo todo con más calma. Era el descanso, y pensaba aprovecharme de ello a pesar de que no había tocado mucho que digamos en los turnos, dejando mis melodías a cargo del pianista en los momentos de ansiedad, en los que tenía que desaparecer sin tiempo de hablar con nadie, ni de cambiar a una pieza sin solos de violín. Imagínense nada más.

Carajo.

Era el descanso como dije
; estaba en el baño en el que solía defecar el jefe, y el jefe no estaba en el cabaret, o por lo menos no debía estarlo, ya que unos minutos antes lo habíamos visto salir con la linda morenita a la que los muchachos de la orquesta llamábamos, a falta de mayores datos, "la de los jueves". Era jueves, pues; un jueves cualquiera durante el sexenio, creo, de Miguel Alemán.

II

Para mí, el retrete del jefe era algo más que un simple sanitario. Con su alto techo, los blancos azulejos de las paredes, su piso de mosaico y abundante papel, se trataba de un recinto apto -en momentos de sana evacuación- para la lectura y la meditación, para el goce perfecto de la única soledad necesaria del hombre moderno, y al mismo tiempo la mejor.
El disponer de un retrete así convirtió mi crisis en algo mucho más llevadero, aun cuando ésta entraba en una fase más aguda. Es decir, sudaba copiosamente por el esfuerzo de esperar, tan sólo, el siguiente asalto de mierda.
A un lado, detrás de mí, había una pequeña ventana, porque ningún excusado que se respete debe carecer de una discreta ventilación. En este caso, la ventana daba a la cerrada de Vergara, en el centro de la capital de la República; cerca de la esquina en la que esperaban algunas de las mujeres más bellas y más perversas de la vida nocturna de aquél entonces. Aunque la ventana quedaba a la altura de mi cabeza, se hallaba a un par de metros del piso del callejón, a salvo de miradas indiscretas.

No estaba a salvo, sin embargo, de otras cosas. Más sutiles, más etéreas.

En el instante en el que abrí la pequeña ventana, escuché voces provenientes de la cerrada de Vergara. Eran dos personas, un hombre y una mujer, discutiendo agriamente. Se trataba de una escena que se veía a menudo en las cercanías del cabaret; lugar de copas y de baile, de música suave y canciones de amor. Los ingredientes perfectos de un rompimiento, o bien de una noche de arrebato, según la suerte de cada quien.

III

Por las prisas no me había sido posible llevar al excusado algo para leer, razón suficiente para escuchar la discusión del callejón pese a mi noble costumbre de no meterme en lo que no me importa.

"Déjame en paz", dijo la voz.

Y la reconocí de inmediato. Cómo no hacerlo, si al escucharla por primera vez unos minutos antes no pude evitar una violenta y notoria rebelión en mi bajo vientre; algo inusual y embarazoso, pero natural en un varón apasionado, con seis meses de total abstinencia carnal. Era la voz cálida, húmeda y aterciopelada de una mujer de piel blanquísima y cabello rojo, la cual se me acercó al final del turno con una petición escrita en una hoja rosa y perfumada, persuadiéndome con una sonrisa, y la vista amenazadoramente cercana de sus hombros desnudos y pecosos. Moneda irreprochable, más valiosa que cualquier otra para comprar el favor de un artista.
La hermosa jovencita, a la que no pude adivinarle más de 19 años, deseaba escuchar una canción famosa, que estaba de moda en los veintes, más o menos cuando yo tenía su edad. Debo reconocer que tenía buen gusto, pues aunque era una melodía de arrastre en su tiempo no era un rudo two step, ni tampoco un tango simplón, sino un fox de compás moderado y melodía seductora llamado, apropiadamente "Canción de Amor". Esa niña afrutada y el fox-trot solicitado debían de tener mucho más que una simple preferencia en común, porque en el momento de aceptar tocarla, ella se dio la vuelta y le dedicó una mirada de complicidad a un sujeto de corbata roja y saco pachuco que la miraba desde una mesa cercana a la pista. Ese -pensé- debía ser el mismo con el que la bellísima muchachita estaba discutiendo justo ahora, apenas unos pasos alejada de mi trono doloroso, de mi potro de tortura. Ni qué decir de lo mucho que su voz me reconfortó entonces. Sin importar que ahora sonara enojada, y no dulce como hacía un rato; el mismo alboroto se levantó de nuevo en mis partes más privadas al escucharla. No era, por supuesto, la voz solamente; sino el recuerdo de su rostro perfecto, sus ojos claros, su lacio cabello largo hasta la cintura, su pecho abundante y enhiesto. Su cintura breve que se balanceaba sobre piernas que se adivinaban portentosas debajo de la falda que cubría apenas más allá de la línea de la decencia.

Era una mujer de milagro.

Una mujer para las que se escriben himnos.

Una mujer de esas por las que los hombres se matan entre ellos.

O por las que los hombres se hacen matar, simple y sencillamente.

IV

"¡Ya lárgate! ¡Déjame en paz! "
Dijo la mujer.
"Estás loca".
Dijo su acompañante, el del saco de pachuco.
Debían de estar a solamente unos centímetros de la pared. Seguramente el desgraciado la tenía arrinconada contra ella. Tomaba su barbilla con una mano para obligarla a mirarlo a los ojos, el muy cabrón.
"Vamonos, Regina; preciosa joya de mi amor. No tiene importancia eso que..."
"¡Por supuesto que la tiene! ¿Qué soy yo de ti? ¿Una querida? ¿Una puta, o qué demonios? ¿Cuánto tiempo nos hemos amado, cerdo, y todavía no eres capaz de reconocer la canción con la que nos conocimos, la primera que bailamos juntos?"
"¿Cuál canción, Regina? ¡No me chingues...!”
"¡Sí te chingo, cabrón, y ahora de una vez por todas!" Dijo la muchacha. Sin gritar, hasta en voz baja; sabedora de que no es necesario alzar el tono para decir las cosas más terribles del mundo. "Tú y yo ya somos historia. Dile a la portera que pasaré por mis cosas el martes; que ahora me voy a la casa de mi madre, a decirle que tenía razón cuando me dijo todo lo que pensaba de ti".
Caramba!" Pensé yo, un segundo antes de que un retortijón me recordara mi lugar en el mundo.
"No puedo creer que haya sido yo tan tonta al pensar que alguien como tú podía entender mis sentimientos. Mira, tienes razón si piensas que contigo me dejé llevar por el deseo, por las ganas insoportables que tenía de ser amada por una macho de verdad. Pero entérate: no es tan simple. También tengo una parte romántica, como todas las demás mujeres bien nacidas, y esa parte ha estado muerta de hambre desde que te conocí. Es más -y aquí Regina moduló su voz hasta convertirla en un llamado de animal deseo- me parece que el violinista al que le pedí esa canción logró despertar ese rincón de mí del que tú te has olvidado, con una fuerza que jamás creí posible. Cuando tocaba ese hombre -Regina bajó la voz al punto en el que tuve que inclinarme en donde estaba sentado para acercarme aun más a la ventanita- comprendí que lo que busco en un amante va mucho más allá de la atracción salvaje que no satisface sino la pura necesidad del cuerpo. Gracias a ese artista enviado por el cielo ahora entiendo que lo que tu me das, cualquiera puede darlo. ¿Qué hombre -me la imaginé sonriendo diabólicamente, recorriendo con su mano las formas enloquecedoras con las que naturaleza la había bendecido- qué hombre no se volvería un león en celo al verme como solamente tú me has visto, Sebastián?"
"Cierto, Regina -concedió el otro-, el hombre tendría que estar muerto para no reaccionar como dices".
"Por eso me voy, Sebastián. Porque cualquier hombre me puede dar lo que tú me das. Honestamente, mi mamá tiene razón cuando dice que en la oscuridad todos ustedes son iguales; pero la pasión y el sentimiento que verdaderamente pueden colmar mi alma ¡eso nada más me lo puede dar el violinista que, con su arte maravilloso, me acaba de abrir los ojos!"
Sebastián soltó entonces una estentórea carcajada que retumbó en el callejón.
"¡Vaya, vaya! -dijo en tono insoportablemente burlón- ¡Regina, amorcito! ¿Me vas a decir que te acabas de enamorar de un músico de cabaret? ¡Por Dios, no me fastidies! ¡Y eso nada más porque te gustó cómo toco nuestra canción!"

Digan lo que quieran, pero en ese momento me imaginé perfectamente la sonrisa del pachuco: superior y suficiente; la sonrisa del que se sabe indispensable más allá de toda duda.
"Ven, Regina -dijo Sebastián suavizando las palabras- vamos adentro de nuevo; déjame invitarte otra copa antes de irnos a casa. Ya basta de reñirme solamente por no saber distinguir entre una canción y otra. Ándale, nena. No es tan grave, ¿verdad?”

Se produjo entonces un silencio infernalmente largo. El dolor de mi atormentado vientre era entonces una suave caricia comparado con la ansiedad que me hizo buscar entre los murmullos de la noche algo; una señal que me indicara la forma en la que la hermosísima Regina respondería al cambio de actitud de Sebastián.
¿Se estaban dando un beso? ¿El muy ladino la había ganado de vuelta de forma tan sencilla?

V

El enigma se resolvió en el instante mismo en el que un espantoso chorro de materia fecal salió despedido de mi persona mucho antes de que pudiera darme cuenta de ello. Regina dijo:
"No, Sebastián. Creo que tienes razón. Aunque te parezca ridículo me siento por fin enamorada... ¡uuups! ¡Perdón! -Regina se apropió entonces del tono burlón de su amante- ¡Ahora recuerdo que ni siquiera en las locas alturas de placer a las que me hiciste llegar te confesé mi amor! No hacía falta, supongo, porque suspiraba y gemía tanto como solamente una mujer perdida de amor lo puede hacer. Es cierto. Mal por ti, que nunca preguntaste."
Se escuchó una sonora bofetada en el callejón, sin que yo pudiese saber quién se la había dado a quién. Empecé a sentir nuevamente un calor del carajo. Estaba a punto de comenzar el siguiente turno de la orquesta, pero no tenía la menor intención de separarme de esa ventana, no por lo menos hasta que Regina hablara de nuevo para decir:
"¡Maldito seas, Sebastián! ¡Vete al diablo! En este momento me regreso al cabaret. Voy a buscar a ese violinista de quien no conozco ni siquiera el nombre ¡y por mi madre que lo voy a seducir! ¡En honor a su canción le voy a hacer el amor como nunca en la vida lo he hecho a nadie! No me importa si le gusto o no, si está casado o no. Lo único que sé es que mañana temprano voy a amanecer junto a ese hombre. ¡Primero lo llevo al paraíso antes que permitirte que me toques de nuevo, animal! Ya me conoces. De sobra me conoces, cabrón; que una vez que digo algo es imposible que me vuelva atrás ¡como cuando tuve la mala idea de abandonar mi hogar por seguirte, Sebastián!”

VI

Salté.

O casi. Porque mis posaderas seguían fijas en su sitio a pesar de que el resto de mi cuerpo volaba por los aires: mis pies en violenta agitación, y mis brazos con velocidad y confusión inusitada sacudidos, en la frenética búsqueda de un pedazo de papel.
Imaginé a Regina, curvilínea e indignada Eva en busca de revancha, persiguiendo con ansiedad mi presencia en la orquesta, que justo en ese instante comenzaba el penúltimo turno de la noche.
¡Carajo! ¡¡¡Tenía que estar ahí, tocando su canción con toda la emoción de la que era capaz!!!
Y me limpié, por supuesto, lo más rápido que pude; pero en el instante en el que iba a subirme los pantalones, otro chorro de mierda se hizo paso a través de mi cuerpo fatigado, a tal grado de no poder hacerle frente a tan inoportuno cataclismo.
Fue escandaloso, porque ahora la violencia del chorro había lanzado sendas gotas de turbio líquido bien lejos de la taza; provocando una vez más un insoportable dolor en la zona en la que debían de estar mis malditos intestinos.

"¡Regina! ¡¡¡Regresa!!!" Escuché gritar al idiota de Sebastián, cuya inteligencia no alcanzaba para comprender que solamente se trataba de una venganza. Que Regina me daría la noche de mi vida para luego regresar con él... si acaso me las arreglaba para levantarme del maldito retrete lleno de mierda que me sujetaba como una furia sin control.

VI

Debía de estar entrando ahora al cabaret, pensé.
Las voces en el callejón habían cesado justo después del típico tlac-tlac que los tacones de mujer producen sobre las calles desiertas.
Me levanté de nuevo, ahora con más cuidado; después de una meticulosa limpieza que había tardado muchísimo más tiempo del que disponía para regresar al escenario, incorporarme a la orquesta de nuevo y repartir los papeles. Todo para poder tocar de nuevo la "Canción de Amor" que me ganaría la gloria -momentánea si se quiere- de yacer junto a la mujer más hermosa que hubiese visto hasta entonces.

VII

No obstante, en cuanto logré subirme los pantalones y salir del baño, me encontré de bigote a bigote con el patrón, con el jefe, con el dueño del cabaret.

¡Carajo!

"¡Zapatitos! -me dijo el muy cabrón, sabedor de que odiaba el apodo- ¿Qué haces aquí? Ya empezó el turno de la orquesta y no sé qué mierda estás esperando. Te vine a buscar porque preguntaron por ti, maestro ¡Ni siquiera en mis sueños más candentes imaginé que una diosa como la que te anda buscando pudiera existir! ¡Maestro! Pero espera...coño... aquí huele muy mal. ¡Santo Dios! ¡Maestro! ¿Qué coño de ramera pasó en mi water? ¡Parece que dos mojones se pelearon a cuchilladas y acabaron por descuartizarse entre ellos sobre el mosaico...! ¡Eh, ven acá...!"

Yo, por supuesto, tomé por piernas la salida, pues no era ese el momento de ponerse a dar detalles sobre las acciones de los minutos precedentes.
"¡¡¡Ven acá, o te pongo el culo en la calle, gilipollas!!!"
Escuché gritar al patrón mientras corría por el pasillo hasta llegar al salón principal, y su voz resonaba en mi cabeza aun en el momento de subir al escenario en pos de mi violín, mientras derramaba la vista por todos los rincones del cabaret con la esperanza de ver a Regina.

VIII

Y la vi.
O mejor dicho, vi su espalda blanca y deliciosa alejarse con rumbo a la salida.
Todavía se detuvo un par de segundos en el guardarropa, como si le preguntara a Rosita, la encargada, si no sabía en donde podía encontrar al violinista de la orquesta, al muchacho alto y delgado que había tocado para ella, tan amablemente, su canción favorita.
Pero la pinche Rosa ni siquiera hizo el intento de buscarme. Seguramente le dijo a la joven que esas cosas a ella no le importaban, y se limitó a tomar la ficha que Regina le alargaba, y darle a cambio un abrigo fino y costoso como las perlas de la Virgen.
"¡¡Zapatitos!! -Gritó el leader de la orquesta; un cuate, trompetista él, que por lo general era simpático, pero que en ese momento se convirtió en un dictador para mí- ‘Morir por tu amor'. Tú marcas".
"Ni madre que marco", dije, soltando el violín, ante la general protesta de la orquesta, que no aceptaba otorgarme el privilegio de cobrar la noche sin haber tocado sino unos cuantos minutos nada más.
Pero la cosa era de vida o muerte.

IX

Eché a correr rumbo a la salida.
Por desgracia, cuando por fin logré alcanzar la calle no pude ver otra cosa que la silueta de un taxi -un Ford Prefect 1950, lo recuerdo como si hubiese sido ayer- desvaneciéndose en las sombras de la noche. El ujier a cargo de la puerta todavía se acercó y me dijo: "daría el sueldo de un año con tal de poder darle un beso a la pelirroja que se acaba de ir en ese taxi".
"Yo también", Dije.

X

No hizo falta ser un detective para encontrar al pachuco en la fila de beodos que descabezaban la desvelada bebiendo su depresión de espaldas al show, en la barra.
"La siguiente corre por mi cuenta", dije, poniendo mi mano de forma amigable sobre el hombro de Sebastián y señalando con la otra mano su copa semivacía. Caminé luego, mis intestinos por fin en su lugar, rumbo a mi lugar en la orquesta; pensando con resignación que las contrariedades pasan siempre en este mundo por una buena razón; razón que no siempre es evidente para quien las padece.

Y así sea.

AS

Tarímbaro, Michoacán; a 4 de junio de 2007.

1 comentario:

Ensamble52 dijo...

Este me gustó más que el del fantasma. Muy divertido. Podrías agruparlos como "Cuentos de músicos"

Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.