sábado, junio 16, 2007

Las Campanas Mágicas (Segunda y última parte)

A causa de un nuevo viaje del autor a la hermana República de Cuba (en realidad se trata de un par de conciertos en La Habana y unas cortas vacaciones en Varadero) El Gabinete de Doktor Faust se publica anticipadamente el día de hoy. Gracias a todos los lectores por sus comentarios.
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Lejanamente, suavemente; por entre la neblina de un profundo sueño que solamente le permitía escucharla, la música permaneció a su lado por lo que al profesor le parecieron unos cuantos minutos. Perdió toda sensación del mundo, el ritmo de su respiración cesó y todos sus dolores dejaron de atormentarlo. Era una sensación maravillosa, porque ya no recordaba cómo era vivir sin sentir ningún dolor. ¿Había pensado en vivir? Lo había pensado solamente, aunque en su mente no había palabras. Por lo tanto, sin duda debía de estar muerto, porque había llegado al punto en el que podía contemplar las ideas puras sin necesidad de las palabras o de imágenes. Era una pena. Tener el secreto que los filósofos habían buscado por siglos, y no poder compartirlo; jactarse de ello. Hasta ese momento, toda idea humana tenía que ser ligada a palabras o imágenes para convertirse en conceptos en su mente, y ahora era capaz de pensar con lucidez y perfecto orden sin necesidad de ellas. Aunque solamente hasta el punto de tratar de entender el estado por el que cruzaba, porque de un momento a otro, Crawford Collins había olvidado el hallazgo de las campanas mágicas, y había olvidado también que las había encontrado en la huerta de su casa. De hecho, olvidó inclusive que tenía una casa, una hija, una familia; que estaba muriéndose de cáncer, que era una celebridad académica y un artista respetado. Olvidó todo: el amor de su vida, su juventud y su niñez, y finalmente, que era un ser humano.
Transcurrió mucho tiempo. Solamente la música de las campanas mágicas permanecía junto a la esencia de sí mismo; iluminando a su inteligencia intacta mientras transitaba por un camino sin recuerdos. No sabía quién era, pero tenía los secretos del cosmos al alcance de su pensamiento, y aunque se maravillaba a cada segundo de las cosas que comprendía, entendió que dejar de existir era un precio imposible de pagar a cambio del conocimiento. Deseó ser, una vez más.

En ese instante, por entre la música de las campanas mágicas escuchó una melodía diferente. Sabía que esa melodía entrañaba un significado, pero no alcanzaba a comprenderlo a pesar de la omnipotente capacidad de pensar de la que se sentía poseedor. Escuchó con más atención, y la melodía se abrió paso de nuevo por entre las notas de las campanas; ahora con más claridad.
Eran palabras, pero Crawford lo ignoraba. La voz que las cantaba, sin embargo, sacudió una parte de su ser cuya existencia había olvidado. Se emocionó profundamente como quien escucha una canción que ama, y que no ha escuchado en largo tiempo, y esa emoción lo arrastró de regreso a su conciencia. La melodía se articuló en palabras, sin perder su maravillosa belleza:
¡...Grace! ¡Soy Grace, papá! ¡Despierta!
Y Crawford Collins despertó. Y lo primero que vio fueron los ojos verdes de su amada hija, los cuales reconoció de inmediato así como todo lo que lo rodeaba. Grace, al ver que su padre regresaba, lo abrazó y lo besó una y otra y otra vez. Lloraba. El recuerdo de su anterior lucidez comenzó a abandonar al profesor al mismo tiempo que recobraba el dominio de su lengua materna y de los otros cuatro idiomas que hablaba con fluidez. Finalmente, dijo en inglés: "estoy bien, hija. No llores".
Grace corrió, gritando, escaleras abajo; llamando a Marge y a algunos de sus alumnos, quienes sin duda estaban en la sala de visita. Se escuchó un tropel que aumentó en intensidad hasta que cesó de repente, como si alguien -Grace, de seguro- hubiese ordenado el silencio en atención al enfermo.
Lentamente fueron entrando a su recámara -pues en ella estaba el profesor- tres de sus alumnos, su hija y Marge. Sus alumnos eran dos compositores y una pianista alemana muy joven y hermosa, de unos doce años, llamada Karin Feldman. Con el tiempo se convirtió en una maravillosa mujer, y me casé con ella en un descuido suyo. Karin se acercó a Collins, y le dio un beso en la frente. Sin darse cuenta de ello, El músico se enderezó hasta casi sentarse en la cama y la abrazó. Todos los presentes dejaron escapar un grito de asombro, y Collins se dio cuenta de que no sentía dolor. Sin soltar la mano de Karin siguió incorporándose hasta poner los pies sobre la alfombra, y antes de que Marge le alcanzara las pantunflas que llevaban meses arrumbadas se levantó. Nadie podía hablar. Con miedo, Collins le preguntó a Grace la fecha de ese día, y ella le dijo que había pasado una semana desde que había pedido que le llevaran las campanas.

Cuando John Maxwell y Gordon Sythe, los médicos del hospital universitario que lo habían tratado, llegaron a su casa, hallaron al profesor sentado en su sala tomando el té. Tenía la mirada clara y las maneras de antaño, aunque en su rostro resplandecía un brillo inédito que sorprendió todavía más a los especialistas. Era como si de repente Collins hubiese rejuvenecido diez años. Por toda la casa resonaba con delicadeza la melodía de las campanas mágicas, regalando a todos con el mismo bienestar y frescura de una ducha fría en el verano, o una cobija de lana en el más crudo invierno. Aquellos quienes pusieron pie en Tristan Manor en esos días afirmaron, sin ninguna duda y casi con las mismas palabras, que mientras sonara esa melodía, en esa casa no podía haber cosa mala. Y digo La Melodía; aunque en realidad eran una infinidad de melodías distintas, todas ellas delicadas, hermosas; todas ellas nuevas. Collins determinó que se trataba de las permutaciones que podían hacerse con las notas de la palabra GRACE con todos los ritmos posibles, invirtiendo la polaridad de los cuartos de tono en ocasiones; formando series que a su vez se prestaban a nuevas permutaciones. El resultado era tan agradable, que solamente un entendido era capaz de notar que no se trataba de una escala tradicional, sino de sonidos "desafinados" con respecto a ella.
Maxwell y Sythe lo examinaron una, dos veces. Lo llevaron en ambulancia al hospital y le hicieron estudios radiológicos, espectrográficos y -una novedad por aquellos días- de ultrasonido. Todo para decirle, de regreso en Tristan Manor y con el mismo tono de perplejidad que usarían para desahuciarlo, que estaba perfectamente sano. Y no solamente eso, sino que unas piedras que tenía en la vesícula, y que habían sido la menor preocupación durante su agonía, habían desaparecido. Los médicos le preguntaron a Collins si había recurrido a algún otro método de sanación, científico o alternativo, sin consultarlo con ellos, y el profesor les contó con detalle y sumamente exaltado la historia de las campanas y de lo poco que todavía recordaba de su experiencia cercana a la muerte. No obstante, aunque los doctores reconocían que Collins había estado en coma durante una semana, y que unas campanas algo fuera de tono, merced a cualquier artilugio mecánico, sonaban sin cesar en su recámara, se negaron a creer en cualquier relación entre todos esos portentosos fenómenos. Una cosa era segura de acuerdo con Maxwell y Sythe: los milagros no existían, y de inmediato formarían un equipo de trabajo para hallar la causa de su inexplicable y radical curación. De las campanas ni hablar. Con la musicoterapia en pañales, el instrumento milagroso no era sino una curiosidad arqueológica, y aunque The Observer y The London Times se interesaron en la curación milagrosa, cuando publicaron sus notas mencionaron a las campanas como un detalle accesorio, y no como la posible causa de la cura.
Grace rechazó las ofertas de los tabloides para entrevistar al músico cuya excelente salud era ya tema reservado en los congresos médicos, aunque de todos modos comenzaron a publicar artículos llenos de lo que les daba la gana. La verdadera historia seguía siendo prácticamente un secreto.
Mientras pensaban qué hacer con su milagroso instrumento, la vida decidió por ellos. Una tarde, recién comenzada la primavera, mientras el profesor escuchaba cerca de su ventana la versión que la Ray Noble's New Mayfair Dance Orchestra hizo de Goodnight Sweetheart (las campanas seguían sonando en la sala, sin molestar a nadie) observó que Betty Frass, la hija de nueve años de Carl Frass, un comerciante que vivía a media milla de Tristan Manor, entraba corriendo a la finca, dando voces de alarma. Su padre, decía, estaba cortando las ramas de un árbol cuando resbaló de la escalera y cayó al piso golpeándose la cabeza. En el instante en el que Betty acabó de hablar, las campanas dejaron por sí solas de sonar en la sala. Sin pensarlo dos veces, Collins tomó el instrumento y salió casi corriendo detrás de Betty, quien le mostraba el camino, en tanto que Marge llamaba a la ambulancia.
Cuando Collins llego a la casa Frass, Carl estaba tirado de espaldas debajo del árbol, enmedio de una pequeña multitud que se acercó a tratar de ayudar, o a curiosear. Aun así, no era necesario ser un médico para darse cuenta de que el comerciante ya no precisaba ayuda ninguna. No se movía, tenía los ojos bien abiertos y parecía no estar respirando. De su cabeza salía un río de sangre que ya formaba un ominoso charco a unos pasos de distancia. Desconsolado, Collins puso el martillo de las campanas en la mano exangüe de Carl y le ayudó a tocar los nombres de su hija, su esposa y su madre. Cuando realizaba permutaciones sobre este último nombre, las campanas comenzaron a sonar sin que nadie las tocara, y siguieron así un rato. Llegaron los paramédicos, examinaron a Carl meneando la cabeza, e iban a subirlo sin apresurarse a la ambulancia cuando, repentinamente, Frass cerró los ojos y luego suspiró.
"¡Mi papá se mueve!" Gritó Betty Frass.
Los paramédicos casi sueltan la camilla de la sorpresa. Carl se levantó, subió a la ambulancia, se dejó examinar y resultó que, fuera de la debilidad por haber perdido demasiada sangre -salida de quién sabe dónde, porque Frass no estaba herido- estaba en perfecto estado. Entró de nuevo a su casa porque, según dijo, había visto a su madre en sueños y ésta le había reclamado que sobre su tumba ya no había magnolias, que Betty necesitaba zapatos y que Carl tomaba demasiada cerveza. Iba, por lo pronto, a comprar las magnolias y los zapatos.

Después del incidente comenzó el declive. Tristan Manor comenzó a ser visitada por vecinos de las fincas cercanas, que tocaban las campanas para quitarse un dolor de muelas, una reuma, o para tratar de hablar con algún pariente muerto y preguntarle cosas sin importancia. Llegaron académicos y estudiosos que tocaban formulas (asignando valores numéricos), teoremas, series estadísticas, progresiones matemáticas, poesía, nombres de avatares y hasta de candidatos políticos; todo por pura curiosidad. El sonido de las campanas mágicas iba perdiendo poco a poco brillantez y se opacó hasta el punto de desaparecer por completo el día en que un rabino cabalista tocó sus propias permutaciones de la Torah "para ver qué pasaba".

Y pasó que las campanas mágicas enmudecieron.

Todos los esfuerzos por devolverlas a la vida fueron en vano, y el profesor se lamentaba de haber perdido la oportunidad de sanar al mundo por medio del amor. Con el tiempo, conocí a Karin Feldman durante una residencia como director de orquesta en Londres y me casé con ella; tuvimos una hija y la llamamos Rebeca. Al ocurrir los atentados de septiembre y la entrada de Inglaterra a la invasión Iraquí, Karin y yo decidimos venir a México para estar en un país que no tuviera tropas en esa guerra ilegal e injusta. Trajimos con nosotros las campanas silenciosas, regalo de Grace a mi esposa, testigo del milagro. Por lo que toca al maestro, Crawford Collins envejeció de nuevo los diez años que había rejuvenecido escuchando La Melodía, y luego otros diez, y entonces murió rodeado de sus amigos y alumnos una tarde de verano en el que las flores llenaban de color Tristan Manor.

Epílogo

A manera de puesta al día quisiera decir que hace dos semanas nuestra mascota, un maltés llamado Merlín, murió repentinamente de una violenta infección. Nuestra hija Rebeca estaba inconsolable, y lloró con dolor que nos parecía insoportable hasta que Karin le dio Las Campanas Mágicas en un esfuerzo por consolarla. Antes de dárselas trató de tocarlas, pero solamente obtuvo del resplandeciente instrumento el mismo sonido de piedra enmohecida que tenía desde lo del rabino. Karin y yo nos miramos, y le explicamos brevemente a Rebeca la historia y el funcionamiento del instrumento. Para nuestra sorpresa, cuando nuestra hija tocó las campanas, éstas siguieron sonando con la misma brillantez y dulzura de los tiempos del Milagro. Estábamos atónitos. Merlín respira apenas, y no ha despertado, pero eso ha bastado para mantenerlo en casa, junto a las campanas que no han dejado de sonar. La casa tiene una inusual frescura, todos nos hablamos sonrientes y con amor, sintiendo que dentro de estas paredes no puede haber cosa mala.
Solamente una cosa me intriga, y es que la palabra que Rebeca tocó en las campanas era demasiado larga como para ser el nombre de Merlín. ¿Qué nombre tocó Rebeca? Algún día se lo preguntaré, sobre todo si su mascota despierta de nuevo pasado el tiempo. Me ilusiona pensar que se trata de mi nombre, por supuesto, porque hasta en la paz uno aprende a vivir de las esperanzas.

AS

Tarímbaro, Junio de 2007.

1 comentario:

Ensamble52 dijo...

Me gustó. Espero el siguiente. ¿Qué te parece, como ejercicio, alguno que no tenga coincidencias personales (del autor)?

Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.