Las Playas del Este y los Temibles Desarmadores de la Muerte
Probablemente mis poderes narrativos se empeñen en vano al hablar de lo sucedido el domingo 8 de abril. Sin embargo, en un diario de viaje honesto y sin tapaderas como el que he presentado a los lectores de El Gabinete de Doktor Faust en esta serie, no puedo dejar de hablar sobre la manera tan espantosa en la que para mí terminó un día que tan bellamente había comenzado.
A las ocho de la mañana salimos todos rumbo a las Playas del Este, el mejor lugar para nadar en las cercanías de La Habana, concretamente la playa llamada de Santa María. La idea había sido, en un principio, ir a visitar el célebre complejo turístico de Varadero, cuya belleza no se nos dejó de ponderar antes y durante la gira; pero tuvimos que renunciar a ese privilegio dado que no solamente teníamos que pagarle una buena cantidad de dinero a la agencia de autobuses para que nos llevara, sino que la entrada misma a las playas causaba un cargo cuyo importe ni siquiera me molesté en preguntar, con el desinterés propio de quien no tiene ni para pagarle a Caronte el paso al infierno. En fin. Las Playas del Este. De cualquier manera, yo estaba seguro que cualquier playa cubana me iba a gustar, y no me equivocaba en absoluto.
En una de mis novelas escribí que las playas tienen voz; una voz distinta para cada una, que dice en ocasiones las mismas cosas que las demás playas, pero de manera totalmente diferente. En ese sentido, las playas pueden ser como las mujeres, y una vez que te enamoras de una, nunca te sientes en casa escuchando la voz de alguna otra, sin importar cuantas visites en la vida. Siempre extrañas los secretos de la playa que amas, porque sin ser la más hermosa (la mujer que amas nunca es la más hermosa, sino simplemente la única), siempre te dice las cosas que te hacen feliz, siempre de la manera que te hace feliz.
La hermosa Santa María del Mar. Ella, entre miles, tiene una voz semejante a la playa que amo. Es un mar muy diferente; y sin embargo logró hacerme desear sumergirme en ella. Se confesó mi cómplice desde un principio. Me abrió los brazos de par en par y yo, hambriento de mar como estaba, correspondí de inmediato.
Comencé haciéndole una foto; y creo que se trata de una de las mejores fotos que he tomado. Estaba nublado y con fuerte viento del norte, como lo estuvo casi toda la mañana, y ese detalle contribuyo a la sensación de nostalgia y latente misterio que las sillas vacías y las arenas desiertas le dieron a ese momento.
Las muchachas, por supuesto, comenzaron a quejarse desde luego a causa de que el sol se seguía escondiendo neciamente detrás de las nubes todavía a las diez y media de la mañana, pero yo sabía que en unos momentos más íbamos a tener más sol del que podíamos manejar; y de nuevo no me equivocaba.
Cometí el error, sin embargo, de asumir que mi experiencia seduciendo playas incluía vencer los poderes del sol; y me dediqué a nadar y disfrutar de los amigos tomando solamente la insuficiente precaución de ponerme un poco de bronceador en la espalda, sin ni siquiera una playera encima. Al momento de escribir estás líneas, resiento aun las consecuencias de ese imperdonable exceso de confianza.
Fue como a esta hora, al medio día, que José -el novio de Nuri- nos presentó un regalo que para él había resultado costoso sin duda: una botella de Vodka y un litro de jugo de naranja; "no del normal que se toma aquí -nos explicó- sino del mexicano. Del bueno". Eran los ingredientes del coctél llamado "desarmador'', uno de mis favoritos, y aunque se trataba de un vodka de teporocho fabricado en EE.UU. con maíz, acepté con alegría el primer trago, el siguiente y todos los demás.
En realidad me la pasé muy bien durante un rato, y hasta cuando se terminaron las botellas fui caminando a una tiendita cercana a comprar más con los últimos pesos que me quedaban. El hecho de que el litro de vodka costaba apenas un poco más que el litro de jugo de naranja comenzó a inquietarme; aunque unos momentos después seguía tomando esos tragos que -por economía- José me servía criminalmente cargados. Ya para entonces sabía que José no era el novio, sino el esposo de Nuri, y que el apuesto jovencito frente al que todas las niñas del coro se paseaban ilusionadas era el hijo de ambos. Grabamos unos videos para saludar a Litzia, en los que concentré toda la nostalgia padecida en los últimos días, y medio cantamos algunas canciones bajo el ahora inclemente sol.
A las dos de la tarde, una hora después de que deberíamos de habernos ido, J. aun no daba la orden de partir a pesar del enojo del conductor, quien mandaba mensajes sin cesar. Yo estaba simplemente demolido por la fuerza de ese destilado barato del que tomé tanto de manera tan insensata, e inclusive los continuos viajes al mar para desahogar mi vejiga cuando ya la presión era insoportable se hacían cada vez más pesados y titubeantes. El mar recibió mis angustias tan pacientemente como todo lo que de mí recibe, y aunque me hubiera gustado quedarme más tiempo, en mi estado las olas eran ya un grave peligro.
Finalmente se dio la orden de partir. En la bolsa en la que llevé mis cosas de playa guardé unos cuantos kilos de arena de ese hermoso mar para Litzia, quien la usa en sus clases de la escuela, y en ese momento me di cuenta de que mi cámara y otras cosas ya no estaban en donde las había dejado.
Cuetes como estábamos J. y yo, fue fácil comenzar a discutir con la gente de las sillas y las palapitas y lo que es peor, a culparlos por la desaparición de la valiosa cámara. Las cosas se calentaron de inmediato, y en unos segundos teníamos a nuestro alrededor una bolita de personas deseosas de sacar el mayor beneficio de una posible trifulca. Hasta un policía cubano, que hasta entonces se había mantenido quieto en las cercanías, se aproximó lentamente con la mano en la pistola.
Fuimos salvados de esa embarazosa situación por una de las mamás del coro, quien nos dijo, un poco tarde a nuestro parecer, que José había tomado de mi silla algunas cosas y se las había llevado al autobús.
Me inclino a pensar que no tenía malas intenciones, sino al contrario; que tomó las cosas de mi silla porque se dio cuenta de que otra persona lo iba a hacer al encontrarme yo comprometido en la orilla del mar. No sé. Uno se vuelve una persona muy desconfiada después de que un hombre de edad madura y aspecto respetable te roba la cartera en el metro, o después de que por poco te estafan a media calle. José nos dijo que los turistas están muy cuidados todo el tiempo, y que aquellos cubanos que se atreven a molestarlos se arriesgan a ser descubiertos por policías sin uniforme, y a pasarla realmente mal con la vertical justicia de la isla. "Yo podría ser un policía"; había dicho José poco antes, a manera de ejemplo.
El camino al hotel Cohly fue angustioso. En el momento en el que el autobús dejó la playa, empecé a sufrir por el sólo hecho de estar vivo, al grado que los recuerdos se tornan confusos y difíciles de seguir. Para empezar, las ganas de ir al baño de nuevo eran insoportables apenas a medio camino del hotel, y fue cuando estaba a punto de enloquecer de ansiedad que se me ocurrió buscar un baño en el autobús; ocurrencia cuya obviedad se me escapó a causa de mi estado, y que me salvo de sufrir un accidente vergonzoso enfrente del coro.
Cuando llegué al cuarto del hotel, mi intoxicación se había vuelto algo sumamente molesto, y me derrumbé sobré mi cama después de encender el clima artificial al máximo, aunque comenzaba a temblar de forma incontrolable a pesar del calor.
Dormí hasta las siete de la noche sin dejar de temblar; pensando que algún veneno debería de haber tenido lo que nos bebimos, porque nunca antes había padecido semejante turbación después de las copas de medio día. Me bañé con la mente clara, pero con el cuerpo indescriptiblemente abatido. Pensé que todo era cuestión de satisfacer el hambre aguda que de repente me dio, pero eso resultó ser un error, porque seguía temblando en el comedor, mientras me tragaba un regaño de las mamás del coro junto con el enorme plato de moros con cristianos y carne de puerco que -lo entendería hasta después- fue el golpe de gracia que rompió el balance precario de mi organismo.
Durante la noche no pude dormir sino unos minutos y de forma intermitente, porque lo mismo me levantaba a defecar una diarrea pardusca, que a vomitar mis entrañas, atormentado por furiosos espasmos que me arqueaban violentamente, como si la mano enorme de un gigante me exprimiera sin piedad hasta el último rastro de mi cena, la cual salió disparada de mi boca una y otra vez con una violencia nunca antes vista. Pensé en Sancho cuando, en la Venta, "se desaguaba por entrambas canales" después de beber el bálsamo infernal preparado por Don Quijote.
Pobres de mis compañeros de cuarto, pensaba yo siempre cada vez que me acostaba, esperando en vano no tener que levantarme de nuevo al baño.
Probablemente mis poderes narrativos se empeñen en vano al hablar de lo sucedido el domingo 8 de abril. Sin embargo, en un diario de viaje honesto y sin tapaderas como el que he presentado a los lectores de El Gabinete de Doktor Faust en esta serie, no puedo dejar de hablar sobre la manera tan espantosa en la que para mí terminó un día que tan bellamente había comenzado.
A las ocho de la mañana salimos todos rumbo a las Playas del Este, el mejor lugar para nadar en las cercanías de La Habana, concretamente la playa llamada de Santa María. La idea había sido, en un principio, ir a visitar el célebre complejo turístico de Varadero, cuya belleza no se nos dejó de ponderar antes y durante la gira; pero tuvimos que renunciar a ese privilegio dado que no solamente teníamos que pagarle una buena cantidad de dinero a la agencia de autobuses para que nos llevara, sino que la entrada misma a las playas causaba un cargo cuyo importe ni siquiera me molesté en preguntar, con el desinterés propio de quien no tiene ni para pagarle a Caronte el paso al infierno. En fin. Las Playas del Este. De cualquier manera, yo estaba seguro que cualquier playa cubana me iba a gustar, y no me equivocaba en absoluto.
En una de mis novelas escribí que las playas tienen voz; una voz distinta para cada una, que dice en ocasiones las mismas cosas que las demás playas, pero de manera totalmente diferente. En ese sentido, las playas pueden ser como las mujeres, y una vez que te enamoras de una, nunca te sientes en casa escuchando la voz de alguna otra, sin importar cuantas visites en la vida. Siempre extrañas los secretos de la playa que amas, porque sin ser la más hermosa (la mujer que amas nunca es la más hermosa, sino simplemente la única), siempre te dice las cosas que te hacen feliz, siempre de la manera que te hace feliz.
La hermosa Santa María del Mar. Ella, entre miles, tiene una voz semejante a la playa que amo. Es un mar muy diferente; y sin embargo logró hacerme desear sumergirme en ella. Se confesó mi cómplice desde un principio. Me abrió los brazos de par en par y yo, hambriento de mar como estaba, correspondí de inmediato.
Comencé haciéndole una foto; y creo que se trata de una de las mejores fotos que he tomado. Estaba nublado y con fuerte viento del norte, como lo estuvo casi toda la mañana, y ese detalle contribuyo a la sensación de nostalgia y latente misterio que las sillas vacías y las arenas desiertas le dieron a ese momento.
Las muchachas, por supuesto, comenzaron a quejarse desde luego a causa de que el sol se seguía escondiendo neciamente detrás de las nubes todavía a las diez y media de la mañana, pero yo sabía que en unos momentos más íbamos a tener más sol del que podíamos manejar; y de nuevo no me equivocaba.
Cometí el error, sin embargo, de asumir que mi experiencia seduciendo playas incluía vencer los poderes del sol; y me dediqué a nadar y disfrutar de los amigos tomando solamente la insuficiente precaución de ponerme un poco de bronceador en la espalda, sin ni siquiera una playera encima. Al momento de escribir estás líneas, resiento aun las consecuencias de ese imperdonable exceso de confianza.
Fue como a esta hora, al medio día, que José -el novio de Nuri- nos presentó un regalo que para él había resultado costoso sin duda: una botella de Vodka y un litro de jugo de naranja; "no del normal que se toma aquí -nos explicó- sino del mexicano. Del bueno". Eran los ingredientes del coctél llamado "desarmador'', uno de mis favoritos, y aunque se trataba de un vodka de teporocho fabricado en EE.UU. con maíz, acepté con alegría el primer trago, el siguiente y todos los demás.
En realidad me la pasé muy bien durante un rato, y hasta cuando se terminaron las botellas fui caminando a una tiendita cercana a comprar más con los últimos pesos que me quedaban. El hecho de que el litro de vodka costaba apenas un poco más que el litro de jugo de naranja comenzó a inquietarme; aunque unos momentos después seguía tomando esos tragos que -por economía- José me servía criminalmente cargados. Ya para entonces sabía que José no era el novio, sino el esposo de Nuri, y que el apuesto jovencito frente al que todas las niñas del coro se paseaban ilusionadas era el hijo de ambos. Grabamos unos videos para saludar a Litzia, en los que concentré toda la nostalgia padecida en los últimos días, y medio cantamos algunas canciones bajo el ahora inclemente sol.
A las dos de la tarde, una hora después de que deberíamos de habernos ido, J. aun no daba la orden de partir a pesar del enojo del conductor, quien mandaba mensajes sin cesar. Yo estaba simplemente demolido por la fuerza de ese destilado barato del que tomé tanto de manera tan insensata, e inclusive los continuos viajes al mar para desahogar mi vejiga cuando ya la presión era insoportable se hacían cada vez más pesados y titubeantes. El mar recibió mis angustias tan pacientemente como todo lo que de mí recibe, y aunque me hubiera gustado quedarme más tiempo, en mi estado las olas eran ya un grave peligro.
Finalmente se dio la orden de partir. En la bolsa en la que llevé mis cosas de playa guardé unos cuantos kilos de arena de ese hermoso mar para Litzia, quien la usa en sus clases de la escuela, y en ese momento me di cuenta de que mi cámara y otras cosas ya no estaban en donde las había dejado.
Cuetes como estábamos J. y yo, fue fácil comenzar a discutir con la gente de las sillas y las palapitas y lo que es peor, a culparlos por la desaparición de la valiosa cámara. Las cosas se calentaron de inmediato, y en unos segundos teníamos a nuestro alrededor una bolita de personas deseosas de sacar el mayor beneficio de una posible trifulca. Hasta un policía cubano, que hasta entonces se había mantenido quieto en las cercanías, se aproximó lentamente con la mano en la pistola.
Fuimos salvados de esa embarazosa situación por una de las mamás del coro, quien nos dijo, un poco tarde a nuestro parecer, que José había tomado de mi silla algunas cosas y se las había llevado al autobús.
Me inclino a pensar que no tenía malas intenciones, sino al contrario; que tomó las cosas de mi silla porque se dio cuenta de que otra persona lo iba a hacer al encontrarme yo comprometido en la orilla del mar. No sé. Uno se vuelve una persona muy desconfiada después de que un hombre de edad madura y aspecto respetable te roba la cartera en el metro, o después de que por poco te estafan a media calle. José nos dijo que los turistas están muy cuidados todo el tiempo, y que aquellos cubanos que se atreven a molestarlos se arriesgan a ser descubiertos por policías sin uniforme, y a pasarla realmente mal con la vertical justicia de la isla. "Yo podría ser un policía"; había dicho José poco antes, a manera de ejemplo.
El camino al hotel Cohly fue angustioso. En el momento en el que el autobús dejó la playa, empecé a sufrir por el sólo hecho de estar vivo, al grado que los recuerdos se tornan confusos y difíciles de seguir. Para empezar, las ganas de ir al baño de nuevo eran insoportables apenas a medio camino del hotel, y fue cuando estaba a punto de enloquecer de ansiedad que se me ocurrió buscar un baño en el autobús; ocurrencia cuya obviedad se me escapó a causa de mi estado, y que me salvo de sufrir un accidente vergonzoso enfrente del coro.
Cuando llegué al cuarto del hotel, mi intoxicación se había vuelto algo sumamente molesto, y me derrumbé sobré mi cama después de encender el clima artificial al máximo, aunque comenzaba a temblar de forma incontrolable a pesar del calor.
Dormí hasta las siete de la noche sin dejar de temblar; pensando que algún veneno debería de haber tenido lo que nos bebimos, porque nunca antes había padecido semejante turbación después de las copas de medio día. Me bañé con la mente clara, pero con el cuerpo indescriptiblemente abatido. Pensé que todo era cuestión de satisfacer el hambre aguda que de repente me dio, pero eso resultó ser un error, porque seguía temblando en el comedor, mientras me tragaba un regaño de las mamás del coro junto con el enorme plato de moros con cristianos y carne de puerco que -lo entendería hasta después- fue el golpe de gracia que rompió el balance precario de mi organismo.
Durante la noche no pude dormir sino unos minutos y de forma intermitente, porque lo mismo me levantaba a defecar una diarrea pardusca, que a vomitar mis entrañas, atormentado por furiosos espasmos que me arqueaban violentamente, como si la mano enorme de un gigante me exprimiera sin piedad hasta el último rastro de mi cena, la cual salió disparada de mi boca una y otra vez con una violencia nunca antes vista. Pensé en Sancho cuando, en la Venta, "se desaguaba por entrambas canales" después de beber el bálsamo infernal preparado por Don Quijote.
Pobres de mis compañeros de cuarto, pensaba yo siempre cada vez que me acostaba, esperando en vano no tener que levantarme de nuevo al baño.
Epílogo
El temblor se me quitó hasta pocos minutos antes de subir al avión, en el aeropuerto internacional José Martí; lugar cuyo nombre aventaja en lo monumental -y por mucho- a sus instalaciones. Me hubiera gustado llevar un libro del gran hombre a México, pero esa y otras muchas cosas me habían tomado definitivamente por sorpresa, y me concentré durante el viaje a buscar respuestas a preguntas que habían perdido significado, sin distinguir lo realmente valioso que el país podía ofrecerme. Era evidente que, aunque mis intenciones eran las de estudiar a Cuba, en realidad yo había sido manipulado y sacudido por aquello que deseaba estudiar y comprender. Eso pensaba, mientras una espectacular y nunca antes vista del Citlaltépetl -el Pico de Orizaba- me daba la bienvenida oficial de regreso a mi patria. Y es que hay una constante en mis viajes a lo largo de mi vida: sin importar lo bien que la pase en un viaje, regresar a México siempre me causa una singular felicidad y eso, creo yo, es también por lo que se viaja.
AS
Tarímbaro, Michoacán; mayo 13 de 2007.
2 comentarios:
Buen post para un dia 13, la verdad combinar el alcohol con un viaje es bueno en ocasiones, no todo el tiempo. como dices dejas de hacer cosas por ponerte tremenda borrachera. Desarmadores mortales, mejor no los puedes nombrar. Mas fotos de cubanas se hubieran agradecido jeje.
Saludos.
Gracias, prismático. En efecto, faltaron más fotos de cubanas. Había una muy guapa cerca, pero a la hora de pedirle permiso para retratarla me dijo que no. Ni modo. ¡Gracias por tu visita y por tu comentario!
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