domingo, abril 15, 2007

Un homenaje a mi ídolo

Pido perdón a los lectores de El Gabinete de Doktor Faust por haber suspendido las dos pasadas entregas de esta columna sin aviso. La razón para ello fue haber realizado un viaje a un país desde donde me resultó imposible publicar el blog como originalmente lo tenía planeado. No obstante, los detalles de dicho viaje se publicarán aquí en las entregas por venir bajo el título de Diario de La Habana.*****************

Cuando yo y los demás miembros de mi generación nacimos, habían pasado ya 13 años más o menos desde la mañana triste en la que los cielos de Mérida vieron caer el avión de Pedro Infante. Nunca lo escuchamos en vivo, ni tuvimos la oportunidad de visitar el set de alguna de sus películas; tampoco fuimos testigos de los tumultuosos alborotos que su presencia causaba, ni mucho menos gozamos del privilegio de su amistad, famosa por la fidelidad, la alegría y la sinceridad con las que la prodigaba. Es más, cuando nacimos, y mientras vivíamos nuestra niñez; los actores, periodistas y demás personas que lo conocieron y trabajaron con él eran ya viejos, o bien envejecían aceleradamente, sin que la imagen que tenían del ídolo envejeciera al mismo paso. Por el contrario, sus memorias rejuvenecían día con día, a sus recuerdos les nacían nuevos detalles como a los troncos aparentemente secos les nacen repentinamente hojas verdes, y desarrollaron una notable incapacidad para quedarse callados.





Probablemente haya sido esa la razón por la cual crecimos escuchando las canciones de ese hombre muerto. Aparte, cada mes de abril había oportunidad de ir al cine a ver alguna de sus películas, y su leyenda nos era contada por las mujeres de la casa que peinaban ya canas. No obstante, con la llegada de los videocassetes primero, y luego con la tecnología del DVD, a todos nosotros -mexicanos sin importar la edad- nos llegó el momento de conocer a Pedro Infante con una cercanía nunca antes posible, limitada solamente por su desaparición física. Aparte de esa carencia capital toda su obra, sus discos, sus películas, sus entrevistas y hasta las filmaciones caseras que revelaban aspectos de su intimidad quedaron a nuestro alcance. Entonces, a pesar de pertenecer a otro tiempo, lo consumimos con avidez, y algunos hasta nos hicimos adictos a su forma de ver la vida y el amor. Las razones para ello son muchas y distintas de acuerdo con la persona que las da. A manera de homenaje, deseo mencionar las mías.






En lo personal, pienso que no existe un solo varón mexicano que no haya querido ser como Pedro Infante en algún momento de su vida, y al mismo tiempo toda mujer mexicana ha deseado alguna vez ser enamorada de la misma forma en la que Pedro enamoraba a sus mujeres dentro y fuera de los sets. No he encontrado todavía quien no esté de acuerdo con esa afirmación. Y es que Pedro nos descubrió una nueva manera, mucho más suave y fina, de ser macho y de ser mexicano. Actor de talento exuberante, como la naturaleza da muy pocos muy de vez en cuando, fue un admirable puente entre la campiña y la ciudad, los dos polos en los que los gobiernos de la revolución mexicana dividieron al país. Se le vio lo mismo en películas de rancheros y forajidos que como distinguido personaje urbano, y sus trajes de charro no le quedaban menos bien que los más finos smokings que podían conseguirse en la capital. Hasta el paso del caballo a la motocicleta le resultó natural, y lucía estupendamente bien con cualquier uniforme que se pusiera; ya fuera de agente de tránsito -como en "ATM"- o de chofer, como en "Escuela de vagabundos." Muy difícil es para quien no le conoció decir cual de todos esos atuendos era un disfraz. Probablemente todos los fueron, probablemente ninguno.





Ciertamente, Pedro Infante no fue el único creador de esa imagen compuesta de miles de imágenes que ahora identificamos con él. De la misma forma que las mejores y más disfrutables óperas de Mozart son aquellas que compuso asociado con Lorenzo da Ponte; el jovencito de Guamúchil (nació en Mazatlán, pero respeto su deseo de ser llamado hijo de ese pueblo) no hubiese pasado de ser un actor del montón de no mediar el talento, la visión y la imaginación de Ismael Rodríguez; realizador que literalmente descubrió el genio interpretativo del sinaloense, poniéndole a prueba en cada producción con personajes cada vez más exigentes y complejos, revelando una tras otra las muchas maneras en las que la voz y la actuación de Pedro eran capaces de convencer y conmover a un público que evolucionaba a la par del actor. Hay un momento muy claro, durante y después de la trilogía de Pepe el Toro, en el que las amistosas clases de actuación que recibió Pedro de Blanca Estela Pavón consolidaron su temperamento, y sin embargo es necesario confesar que, aparte de esos dos cruciales aportes, el duradero éxito del actor fue el resultado exclusivo de su talento, de su determinación y la cuidadosa observación del trabajo de los demás, características indispensables de los grandes autodidactas.





Además, Pedro Infante era un excelente músico, sin que para ello fueran necesarias clases formales de teoría musical. En una de sus muchas biografías -se han escrito tantas por la gran cantidad de parásitos que han tratado de figurar a costillas del personaje, pues que yo sepa ningún investigador serio se ha dado a esa tarea- se menciona que Pedro recibió clases de música en Guamúchil, y que incluso aprendió a tocar el piano y el violín. Me siento inclinado a creerlo, pues en "Sobre las Olas" hay escenas en las que aparece tocando, y su posición no es tan mala como la de otros actores que posan con instrumentos musicales; pero me parece que en todo caso las lecciones de solfeo hubiesen estropeado sin remedio su exquisita (y lo digo sin pena, pese a quien le pese) sensibilidad musical. Su voz, entonces, una voz agradable pero nada extraordinaria comparada con la de, por ejemplo, Jorge Negrete, jamás hubiera llegado a ser tan convincente, tan penetrante y de efecto tan intenso y duradero al mismo tiempo. Recuerdo que mi maestro de piano me dijo una vez, como me dijo muchas cosas que podían o no podían ser ciertas, que si quería aprender a hacer frases musicales escuchara con atención cantar a Pedro Infante. Yo lo hice de inmediato porque, para empezar, yo ya era un delirante fanático de Pedro, y aunque no lo hubiera sido siempre hacía lo que mi maestro me decía que hiciera, de inmediato y sin pensarlo dos veces.





El resultado fue crear la conciencia de algo que de modo subjetivo ya sabía: que las frases musicales de Pedro son perfectas. Cada una de ellas es una historia en sí misma, con su principio, peripecia, embrollo y solución. Y lo mejor de todo es la insoportable facilidad con la que las construía, dejando poco a la duda, a la repetición y al aburrimiento. Nunca estuve más de acuerdo con mi maestro que en lo tocante a ese punto.










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Ya son 50 años sin Pedro. ¿Hubiera sido diferente si no hubiera muerto al mando de su avión en un día como hoy, hace 50 años? ¿Pensaríamos hoy lo mismo de él si lo hubiéramos visto en el papel de un abuelo que mirara condescendiente las calaveradas de sus nietos? ¿Hasta qué punto contribuyó a su leyenda la tragedia de su muerte temprana y repentina?Probablemente sea mejor decir lo que se dice siempre. La frase que por tanto repetirla no deja de ser verdad, o sea, que Pedro Infante no ha muerto; que se levanta ileso de los escombros humeantes de su nave cada vez que veo una de sus películas, o que una de sus canciones me arrebata a los tiempos en los que no deseaba otra cosa que parecerme a él. Que vive cada vez que un alumno tiene problemas para encontrar la solución de una frase musical y le digo, sin temor a no ser tomado en serio, que si quiere aprender a frasear escuche cantar a Pedro.





Hoy, estoy seguro, prefiero decir eso.




















Pedro Infante no ha muerto.




1 comentario:

Anónimo dijo...

Disfruté mucho el texto. Fuera de la comparación con Mozart y da Ponte (que creo que no funciona, aunque coincido con tu punto de I. Rodríguez) celebro la elección de tu tema para el Gabinete.
Abrazo

G

Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.