domingo, abril 29, 2007

Diario de La Habana (segunda de cuatro partes)

foto: Jorge Cózatl
Miércoles 4 de abril

Anoche orgullo, placer y asombro se mezclaron explosivamente en mi corazón en los momentos en los que Omara Portuondo, asistida en el piano por el inefable Chucho Valdés, puso en el aire las familiares
y mexicanas resonancias de "Bésame Mucho", de una manera que seguramente no escucharé repetirse jamás. Poco antes el cuarteto de saxofones de Santiago me había puesto al corriente de lo que el talento, la garra y el sabor pueden hacer si se decantan en el mismo vaso, y el mismo Chucho Valdés, con su cuarteto, nos dio a todos una clase maestra de crossover, con niveles de imaginación y cinismo solamente igualados por Bolling en su momento.
Los conciertos de gala en Cuba, por lo menos los del festival, duran tanto tiempo como un discurso de Fidel. Por esa razón salimos del auditorio Roldán después de la media noche, y somnoliento aun por esa primera desvelada desayuno sin variación las mismas viandas del día anterior, mientras comento las delicias musicales de la víspera con J. y su esposa, quien lo acompaña por primera vez, ignorante quizá de que las giras artísticas son -en cuestión de viajes- lo que menos se parece a unas vacaciones.
Hoy el festival hizo una pausa -aunque para nosotros es el segundo día, los demás asistentes llevan cinco trabajando- y no hay clases ni concierto de gala; aunque por la tarde asistiremos al llamado Songbridge, actividad semejante a un mano a mano amistoso entre dos coros infantiles de países distintos, que comisionan y estrenan recíprocamente obras de compositores nacionales. En esta ocasión los dos coros que participan son la Schola Cantorum de México y el Coro Nacional de Cuba; combinación que me da razón de sobra para no perderme el concierto.
El plan para la mañana es conocer algunos de los lugares por los que la ciudad es famosa, y visitar con calma La Habana Vieja, pues aunque el día anterior caminamos por algunas calles, la realidad es que lo hicimos casi corriendo y sin oportunidad de disfrutar el paseo. Ahora bien, en este momento tengo que hablar de Nuri, nuestra guía de turistas. Nuri es una guía excepcional la cual, aunque sus servicios están incluidos en la renta del autobús sin que nosotros los hubiésemos solicitado, aprovecha cualquier oportunidad para hacer su trabajo. El orgullo por todo lo que nos muestra, y aun por las muchas cosas que no están a la vista, pero que son la esencia de lo que la patria representa para ella, está presente en cada una de sus palabras. Su apasionado patriotismo es sincero. Uno puede jurar que a esa mujer no la sacan ni muerta de Cuba, y que sería imposible provocar su emigración sin importar lo atractiva que pudiese ser la oferta en cuestión. Ya tendría tiempo después de cambiar mi opinión al respecto y comprobar, más allá de cualquier duda razonable, que aun aquellos cubanos que viven en el extranjero, y que no tienen la menor intención de regresar a Cuba, se la pasan diciendo que desean ardientemente que llegue el momento de tomar un avión a casa. Solamente los que llevan varios años en el voluntario exilio se permiten admitir su renuencia a terminarlo, y hasta en ocasiones reniegan de su país, como tratando de justificar esa ausencia que, en su descargo hay que admitirlo, los atormenta continuamente.

De todos lugares que nos llevaron a ver -el memorial del Granma (me acerqué lo más que pude para saciar mi curiosidad en lo tocante al tamaño de la famosa nave), la Catedral, el Capitolio, la iglesia de San Francisco y otros muchos que se encuentran en la llamada Habana Vieja- fue el primero que visitamos uno de los que más me impresionó; no por su belleza, sino por el lugar que ocupa en mi imaginación, y me refiero por supuesto a la Plaza de la Revolución.
No fueron necesarios los comentarios de Nuri para saber que en ese lugar, frente al descomunal obelisco que honra a José Martí, se concentra buena parte de la historia moderna de la nación más valiente y orgullosa de América; una historia que muchos cubanos consideran la única que vale la pena contar, si se exceptúa la de la guerra que los independizó de España. Respirando profundamente, caminé lentamente por la plancha en la que varios millones de exaltados ciudadanos acostumbraban escuchar las palabras de Fidel, a veces hasta por varias horas sin necesidad de descanso, y en la que el mismísimo Ché debió de haber caminado más de una vez. Su imagen por cierto -una estampa que como gallardo fondo ha dado la vuelta al mundo cada vez que Castro ha dado uno de sus famoso discursos- adorna como es sabido el Ministerio del Interior, y frente a la época tan celebrada que tal edificio representa me hago algunas fotos, esperando formar parte de las postrimerías de la misma, por lo menos. Al partir de ahí rumbo al capitolio (que admiro sin olvidar que fue ahí en donde Lázaro Cárdenas y Fidel pasaron revista a las tropas el día en el que el comandante desplazó a Dorticós para hacerse cargo del gobierno para siempre) prometo regresar, quizá con la esperanza de que Fidel pueda hablar de nuevo y yo pueda escucharlo.
Cuando llegamos al Songbridge me encontraba cansado, asoleado y muy acalorado, y probablemente por eso las obras comisionadas, tanto la del compositor cubano como la del mexicano, me parecieron extremadamente mediocres. Quizá lo eran. Por otra parte, me dio mucho gusto ver al maestro Mendoza, por mucho que me apenara enterarme de que el lugar en el que Schola Cantorum de México se hospedó, un edificio del gobierno, se había inundado la noche anterior con aguas negras estropeando muchas de sus pertenencias. Aun a pesar de ese terrible contratiempo, los niños cantaron con profesionalismo, opacando de paso al coro de Cáritas, que quién sabe como se coló a la presentación. Otra buena razón para sentirme orgulloso ese día.


Jueves 5 de abril

Ayer intenté llamar a Litzia sin conseguirlo. Fue frustrante, porque a causa del costo absurdamente elevado de cada minuto de conversación lo tuve que pensar mucho antes de decidirme. Era casi tanto -para quien crea que estoy exagerando- como decidir entre comprar regalos para llevar a casa o hacer la llamada. Y así, tomando en cuenta que era el cumpleaños de mi esposa y por primera vez en casi diez años no iba a estar con ella para festejarlo, decidí ir a la recepción y pedir la llamada, la cual nunca pudo efectuarse debido a que -como después me enteré- el teléfono en casa de mi suegra no servía.
No obstante, el no poder llamar a casa no era la única razón por la que había amanecido triste. Desde la tarde anterior, y durante buena parte de la noche, no había podido dejar de pensar en mi hija María, en sus hermanos, y en la terrible injusticia y falta de responsabilidad que estaba cometiendo con ellos.
Durante la actuación del Coro (infantil) Nacional de Cuba, el día anterior, llamó mi atención una de las niñas, como de siete años, que cantaba de soprano en la fila de adelante (aparece al centro de la foto). Aun sin poder escuchar su voz enmedio del sonido del coro, su actitud y entusiasmo me impresionaron grandemente, pues esa pequeña cantorcita cantaba cada obra con felicidad completa, con todas sus fuerzas, como si en ello le fuera la vida. La influencia de la música en su vida debía de muy poderosa, y en todo caso positiva. No estoy seguro de que esa niña pudiese concentrar en otra actividad la misma cantidad de energía, obteniendo a cambio la gran cantidad de dicha que su mirada proyectaba a mucha mayor distancia que su propio canto.
En ese momento de descubrimiento, que más bien fue el recuerdo de una felicidad pasada que a veces olvido, me di cuenta de que era un padre irresponsable y malvado solamente por el hecho, aparentemente insignificante, de no haber dado aun a mis hijos el regalo de la música. Teniendo la oportunidad, no me he atrevido a darles lecciones, o a llevarlos a la escuela de música, o pedir su ingreso a los Niños Cantores como debería de haberlo hecho hace muchos meses. Probablemente es solamente miedo. Miedo a que se enamoren de un arte que recompensa de manera desigual a quienes le dedican la vida. Pero, si ese es el caso, ¿no estoy actuando acaso como mi propio padre lo hizo conmigo? No tengo derecho. ¿Quién sabe lo que la música puede hacer en la vida de mis hijos?
Amanecí, pues, decidido a reparar ese error y ponerlos en contacto con la música en cuanto regresara a México, y así se lo hice saber a J. durante el desayuno. Era un día especial, porque los organizadores nos programaron para actuar con los Cantores Líricos en el palacio de gobierno, antiguo asiento del senado cubano. Se trató de un concierto muy agradable en lugar muy bello que se acondicionó como museo para exhibir reliquias sagradas de los educadores muertos durante el esfuerzo de alfabetización.
Esperaba poder redimirme y tocar "Son de la Loma" como Dios manda; pues me había estado preparando y hasta le pedí esa misma mañana a mi maestra de música cubana que me ayudara con algún consejo. La maestra Orraca de inmediato reconoció el problema: "no la bailas -me dijo- necesitas bailar la pieza mientras la tocas, liberar tu ritmo natural mediante el movimiento. Mientras estudias, deja de tocar, levántate y baila".
Por cierto, después de que las clases de la mañana terminaron conocí a una de las leyendas de la música coral cubana, el maestro Electo Silva, de quien sabía por los arreglos que hacemos con la Coral de las Rosas en Morelia, me fue presentado por Jorge Córdoba, y con éste y Alfredo Mendoza me di la oportunidad de charlar un rato sobre -otro mensaje semejante al de la víspera- el tema de la influencia del canto coral en la conducta y la vida de los niños. Córdoba, de hecho, dio sobre la materia una conferencia como parte de sus actividades en el festival y, apenado, me dejé regañar por él después de confesarle mi vieja renuencia a enseñarles música a mis hijos.
Regresando al concierto de la tarde, estábamos de nuevo en La Habana Vieja, en este edificio tan viejo a contra esquina de la que fuera la casa de Humbolt en Cuba, y acordamos con la guapa directora de los Líricos que sus niños actuarían primero, y luego nosotros. No obstante, la maestra nos dijo que -por alguna razón- el pianista de los Líricos no había podido asistir al concierto, o no había llegado, y me pidieron que tocara con ellos ''Alfonsina y el mar''; algo que hice con gusto. Al final del concierto repetimos la obra con ambos coros juntos, y fue un momento de suave deleite; no solamente por lo hermoso de esa canción, sino por estar de nuevo cerca del mar, pudiendo gozar de su olor húmedo y salado en el aire, con la música como compañera .'' Son de la loma'' se canceló.
En el maratónico concierto de gala, que duró de las ocho hasta bien pasadas las doce de la noche, pudimos escuchar al coro de Matanzas, uno de los mejores del festival, lo mismo que el famoso Orfeón Santiago, el coro del maestro Electo Silva, que sin embargo no estuvo a la altura de lo que se esperaba, supongo que a causa de su reciente reestructuración después de que una gira por Europa los dejara sin la mitad de sus integrantes. Sin embargo, el buen humor que el concierto me dejó se tornó preocupación cuando me llegó un mensaje de Litzia -los mensajes de texto de su teléfono me llegaban bien a Cuba, pero los míos no eran transmitidos por Cubacel, la compañía local- en el que me decía que los niños estaban enfermos.
Fue entonces que comencé a sentir la ansiedad que habría de atormentarme por el resto del viaje por la imposibilidad de comunicarme con mi familia. El dinero que hubiera podido usar para llamar ya no estaba, porque el paseo de la mañana por el centro había terminado con una visita a una especie de tianguis operado, como todo, por el gobierno, y ahí compré los pocos obsequios para los que el dinero me alcanzó. También compré una cartera muy sencilla para reemplazar la que me robaron en Ciudad de México, y que desde luego estrené poniendo el billete de a tres pesos M.N. -uno de los famosos y solicitados "billetes del Che"- que me regaló un amigo cubano que había trabajado en Morelia recientemente.
Aunque dejé a Litzia con su familia, lo que más me preocupaba era no haber podido darle dinero suficiente en caso de tener que comprar medicinas. Debí de haber supuesto que el aire de México les iba a hacer daño después de unos días. ¿Qué les pasaba?



domingo, abril 22, 2007

Diario de La Habana (primera de cuatro partes)


Lunes 2 de abril, 2007.

Creo que pocas veces me han pasado tantas cosas extrañas, y me he enfrentado con tantos contratiempos antes de emprender un viaje. No solamente me refiero a lo difícil que resultó conseguir un pasaporte, pues lo conseguí a tiempo después de inútiles madrugadas en la calle y filas interminables, merced al favor y las influencias del mtro. Jesús Carreño. Sino también a los depósitos incompletos de mi salario, al viaje de Litzia y los niños a México, al robo de mi cartera con todo mi dinero y mis tarjetas (en el metro) y al cambio de horario, que casi me echa por tierra el ensayo de ayer con la señora Serúr, única oportunidad de recapitalizarme de nuevo. Amén de cantidad de pequeños contratiempos que mencionar aquí resultaría aburrido y repetitivo.
Ya estoy en el avión, junto a la ventanilla, observando mientras escribo el paisaje nublado y tormentoso que pasa por debajo. Por poco nos quedamos en tierra, debido a que -fraude usual de semana santa- el vuelo estaba sobrevendido. Veremos qué pasa en Cancún, en donde vamos a hacer escala en unos minutos antes de seguir a La Habana.
Lo que ahora siento, aparte de la nostalgia por mi hogar y mi familia, es una tremenda curiosidad que no sentí, por ejemplo, cuando viajaba a Europa. Aquella vez había estudiado tanto y había visto tantas fotografías y películas, que tenía una idea bien clara de lo que iba a encontrar.
En este caso no es así. Estoy ante mi primera y última oportunidad en mucho tiempo de visitar un estado totalitario, o lo más parecido a eso dentro del repertorio de gobiernos del pasado que aun sobreviven; y cuando digo "del pasado" me refiero a los que ya existían al tiempo de la caída del muro de Berlín. Ese momento de la historia cambió muchas cosas alrededor del mundo, menos la forma en la que Cuba funciona, o los funcionarios que la gobiernan. Me parece que hasta la forma en la que la gente piensa es la misma que hace 50 años.
Pero no puedo estar seguro. En lo que concierne a los mexicanos (y quizá al resto del mundo) es muy difícil permanecer políticamente indiferente con respecto a Cuba y a su gobierno. Mientras unos lo apoyan sin reservas, otros lo odian a muerte, y tanto unos como otros se han encargado de distorsionar la realidad hasta hacer de la isla un país hermético y misterioso, difícil de descifrar hasta para quienes tienen la oportunidad de visitarlo. ¿Cómo es Cuba realmente? Me pregunto una y otra vez, con curiosidad que se intensifica por momentos. ¿Es cierto que no hay de comer si no eres un turista; que se puede comprar el amor de una mujer con un par de medias; que los coches tienen la edad de la revolución y que no hay un cubano que no sepa leer? ¿Podré, desde mi posición, despejar esos y los cientos de mitos que traban mi pensamiento al escuchar el nombre de ese país tan cercano y a la vez tan lejano de mi patria?
No dejo de pensar en el Presidente Madero, en su martirio, y en el ministro de Cuba, Manuel Márquez Sterling, la última persona que lo vio vivo aparte de sus asesinos. Mis lecturas sobre Fidel y el Che, que me hicieron admirar sin reservas la revolución cubana, me acompañan también. Por otra parte, el hecho de que los exiliados cubanos lleguen a México en general, y a Morelia en particular, con ínfulas de conquistadores, me predispone en su contra. ¿Es eso suficiente para hacer un juicio justo de lo que voy a ver? Pero ahora pienso: ¿Es que es necesario enjuiciarlos? ¿No tiene acaso mi pueblo, y mi funesto gobierno de derechas, razones de sobra para recibir un trato semejante de un extranjero?
Hemos comenzado el descenso a Cancún.

La Habana, martes 3 de abril de 2007.

"Si es bueno para los alemanes, entonces es bueno para mí," pensé frente a mi plato de albóndigas terriblemente industrializadas; una de las cosas que, según las advertencias que recibí en México, no debo comer aquí. No obstante, los teutones se sirven sin precaución ninguna de las mismas fuentes que nosotros, y considero que son un excelente grupo de control en tanto ellos desayunen primero. Aparte, el desayuno buffet es sabroso; no tan variado como en casa, ciertamente, pero mucho más de lo que esperaba.
El hotel es confortable, también. Rodeado de un paisaje urbano en el que el tiempo se ha detenido desde los años cincuenta, confirma la noticia de que esta ciudad es una cápsula de conservación que me obsequia la oportunidad de imaginarme parte de otra generación con suma facilidad. Tanta, que me distraigo continuamente en las fantasías nostálgicas de mi corazón, transformando inclusive la realidad que me espera en México hasta hacerla irreconocible. Probablemente sea eso lo que para mí significa estar de vacaciones.
Más o menos como a las diez nos fuimos al palacio de las Convenciones, un complejo anexo al hotel Palco; lugar moderno en comparación a sus alrededores, con grandes ventanales y aire acondicionado, que ilustra en tamaño y equipamiento el gran gusto de los cubanos por las grandes asambleas. En el Palacio de las Convenciones se van a impartir los cursos del festival América Cantat, una reunión de coros que se efectúa cada dos o tres años en lugares diferentes del mundo, y a la que asisten grupos de formatos diversos, tanto amateurs como profesionales, predominando estos últimos. En lo personal, pensé que un viaje a Cuba ameritaba estudiar una especialidad local, y me inscribí al curso "Música Cubana I; obras de Conrado Monier", a cargo de Alina Orraca, la directora de uno de los coros asistentes considerados importantes, la Schola Cantorum Coralina.
Los cursos terminaban a la una, y fue más o menos a esa hora que J. y yo comenzamos a padecer por lo mal organizado que estaba todo.
Resulta que, a pesar de que nosotros avisamos que íbamos a llegar tarde al festival (había comenzado el viernes pasado, y era martes), con manifiesto dolo o torpeza nos programaron nuestros dos conciertos en sábado y domingo. Por lo tanto éramos vistos por todos como bichos extremadamente irresponsables, comenzando por la maestra C. R., que dirige los Niños Cantores de Morelia a pesar de tener un coro en Cuba. "¿Qué pasó?" Me dijo cuando con genuina alegría (siempre es agradable devolverle la visita a un amigo extranjero) la saludé en uno de los pasillos; "no llegaron a la presentación que tenían con nosotros anteayer".
Compré una postal y, como hice en España, escribí un mensaje cariñoso para Litzia poniendo la dirección de la casa, aun a sabiendas de que lo recibiría mucho tiempo después de haber yo regresado; lo hice mientras esperaba para cambiar un poco de dinero por los pesos cubanos ficticios, que allá llaman convertibles, y que le sirven al gobierno para controlar la especulación con monedas como el dólar, y la deposité luego en el mismo centro de convenciones, con la esperanza de mostrarle a mi mujer lo mucho que la extrañaba.
Durante la comida en el hotel ya sabíamos que nos habían hecho el favor de acomodarnos en el concierto que otros coros, entre ellos el de Jalapa, iban a dar en el convento de Santa Clara, un bello edificio en la Habana vieja. El problema era que en ese hermoso lugar no había piano, y solamente un teclado que el coro de Venezuela llevó de casualidad nos salvó precariamente el pellejo pues, a diferencia de la mayoría de los coros del festival cuyos programas eran de música a capella, nuestro repertorio estaba compuesto de obras originales con piano; y aunque -algo que me deprimió mucho en ese momento- fracasamos rotundamente al presentar ''Son de la Loma'', un número cubano que preparamos con la idea de complacer al público local, el resto de las pocas obras que nos dejaron hacer no salió tan mal.
Después del concierto nos hicimos unas fotografías en la Plaza Vieja. En realidad, toda la ciudad se encuentra avejentada, y por la misma razón extrañamente hermosa. Ya desde antes de llegar a Santa Clara pude observar los edificios de la llamada "Habana moderna", los cuales acrecentaron mi curiosidad por ver la "vieja". En la plaza la mayoría de los edificios habían sido cuidadosamente restaurados, y de uno de ellos colgaba una banderola que decía "Fidel, 80 años más", en referencia al reciente cumpleaños del comandante enfermo. Decidí entonces fumarme el tabaco que había comprado en la mañana, forjado por un amable señor en una de las tiendas para turistas que están en el hotel. Un tabaco de la victoria, para celebrar mi primer (extraño) recital en Cuba; y hacerme una foto frente a la banderola que testificaba la permanencia, si bien endeble, de la histórica presencia de ese hombre único en todos aspectos, al grado de no parecer descabellado el deseo de verlo cumplir otros 80 años, cuando se le ha visto hacer otras muchas cosas consideradas en su momento imposibles también.
Un tabaco cubano, fumado mientras camino por las calles de La Habana. Por fin, algo digno de contarse, pensé, mientras me preparaba para mi primer concierto de gala, el cual resultó ser una maravilla más de las muchas que me esperaban.

domingo, abril 15, 2007

Un homenaje a mi ídolo

Pido perdón a los lectores de El Gabinete de Doktor Faust por haber suspendido las dos pasadas entregas de esta columna sin aviso. La razón para ello fue haber realizado un viaje a un país desde donde me resultó imposible publicar el blog como originalmente lo tenía planeado. No obstante, los detalles de dicho viaje se publicarán aquí en las entregas por venir bajo el título de Diario de La Habana.*****************

Cuando yo y los demás miembros de mi generación nacimos, habían pasado ya 13 años más o menos desde la mañana triste en la que los cielos de Mérida vieron caer el avión de Pedro Infante. Nunca lo escuchamos en vivo, ni tuvimos la oportunidad de visitar el set de alguna de sus películas; tampoco fuimos testigos de los tumultuosos alborotos que su presencia causaba, ni mucho menos gozamos del privilegio de su amistad, famosa por la fidelidad, la alegría y la sinceridad con las que la prodigaba. Es más, cuando nacimos, y mientras vivíamos nuestra niñez; los actores, periodistas y demás personas que lo conocieron y trabajaron con él eran ya viejos, o bien envejecían aceleradamente, sin que la imagen que tenían del ídolo envejeciera al mismo paso. Por el contrario, sus memorias rejuvenecían día con día, a sus recuerdos les nacían nuevos detalles como a los troncos aparentemente secos les nacen repentinamente hojas verdes, y desarrollaron una notable incapacidad para quedarse callados.





Probablemente haya sido esa la razón por la cual crecimos escuchando las canciones de ese hombre muerto. Aparte, cada mes de abril había oportunidad de ir al cine a ver alguna de sus películas, y su leyenda nos era contada por las mujeres de la casa que peinaban ya canas. No obstante, con la llegada de los videocassetes primero, y luego con la tecnología del DVD, a todos nosotros -mexicanos sin importar la edad- nos llegó el momento de conocer a Pedro Infante con una cercanía nunca antes posible, limitada solamente por su desaparición física. Aparte de esa carencia capital toda su obra, sus discos, sus películas, sus entrevistas y hasta las filmaciones caseras que revelaban aspectos de su intimidad quedaron a nuestro alcance. Entonces, a pesar de pertenecer a otro tiempo, lo consumimos con avidez, y algunos hasta nos hicimos adictos a su forma de ver la vida y el amor. Las razones para ello son muchas y distintas de acuerdo con la persona que las da. A manera de homenaje, deseo mencionar las mías.






En lo personal, pienso que no existe un solo varón mexicano que no haya querido ser como Pedro Infante en algún momento de su vida, y al mismo tiempo toda mujer mexicana ha deseado alguna vez ser enamorada de la misma forma en la que Pedro enamoraba a sus mujeres dentro y fuera de los sets. No he encontrado todavía quien no esté de acuerdo con esa afirmación. Y es que Pedro nos descubrió una nueva manera, mucho más suave y fina, de ser macho y de ser mexicano. Actor de talento exuberante, como la naturaleza da muy pocos muy de vez en cuando, fue un admirable puente entre la campiña y la ciudad, los dos polos en los que los gobiernos de la revolución mexicana dividieron al país. Se le vio lo mismo en películas de rancheros y forajidos que como distinguido personaje urbano, y sus trajes de charro no le quedaban menos bien que los más finos smokings que podían conseguirse en la capital. Hasta el paso del caballo a la motocicleta le resultó natural, y lucía estupendamente bien con cualquier uniforme que se pusiera; ya fuera de agente de tránsito -como en "ATM"- o de chofer, como en "Escuela de vagabundos." Muy difícil es para quien no le conoció decir cual de todos esos atuendos era un disfraz. Probablemente todos los fueron, probablemente ninguno.





Ciertamente, Pedro Infante no fue el único creador de esa imagen compuesta de miles de imágenes que ahora identificamos con él. De la misma forma que las mejores y más disfrutables óperas de Mozart son aquellas que compuso asociado con Lorenzo da Ponte; el jovencito de Guamúchil (nació en Mazatlán, pero respeto su deseo de ser llamado hijo de ese pueblo) no hubiese pasado de ser un actor del montón de no mediar el talento, la visión y la imaginación de Ismael Rodríguez; realizador que literalmente descubrió el genio interpretativo del sinaloense, poniéndole a prueba en cada producción con personajes cada vez más exigentes y complejos, revelando una tras otra las muchas maneras en las que la voz y la actuación de Pedro eran capaces de convencer y conmover a un público que evolucionaba a la par del actor. Hay un momento muy claro, durante y después de la trilogía de Pepe el Toro, en el que las amistosas clases de actuación que recibió Pedro de Blanca Estela Pavón consolidaron su temperamento, y sin embargo es necesario confesar que, aparte de esos dos cruciales aportes, el duradero éxito del actor fue el resultado exclusivo de su talento, de su determinación y la cuidadosa observación del trabajo de los demás, características indispensables de los grandes autodidactas.





Además, Pedro Infante era un excelente músico, sin que para ello fueran necesarias clases formales de teoría musical. En una de sus muchas biografías -se han escrito tantas por la gran cantidad de parásitos que han tratado de figurar a costillas del personaje, pues que yo sepa ningún investigador serio se ha dado a esa tarea- se menciona que Pedro recibió clases de música en Guamúchil, y que incluso aprendió a tocar el piano y el violín. Me siento inclinado a creerlo, pues en "Sobre las Olas" hay escenas en las que aparece tocando, y su posición no es tan mala como la de otros actores que posan con instrumentos musicales; pero me parece que en todo caso las lecciones de solfeo hubiesen estropeado sin remedio su exquisita (y lo digo sin pena, pese a quien le pese) sensibilidad musical. Su voz, entonces, una voz agradable pero nada extraordinaria comparada con la de, por ejemplo, Jorge Negrete, jamás hubiera llegado a ser tan convincente, tan penetrante y de efecto tan intenso y duradero al mismo tiempo. Recuerdo que mi maestro de piano me dijo una vez, como me dijo muchas cosas que podían o no podían ser ciertas, que si quería aprender a hacer frases musicales escuchara con atención cantar a Pedro Infante. Yo lo hice de inmediato porque, para empezar, yo ya era un delirante fanático de Pedro, y aunque no lo hubiera sido siempre hacía lo que mi maestro me decía que hiciera, de inmediato y sin pensarlo dos veces.





El resultado fue crear la conciencia de algo que de modo subjetivo ya sabía: que las frases musicales de Pedro son perfectas. Cada una de ellas es una historia en sí misma, con su principio, peripecia, embrollo y solución. Y lo mejor de todo es la insoportable facilidad con la que las construía, dejando poco a la duda, a la repetición y al aburrimiento. Nunca estuve más de acuerdo con mi maestro que en lo tocante a ese punto.










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Ya son 50 años sin Pedro. ¿Hubiera sido diferente si no hubiera muerto al mando de su avión en un día como hoy, hace 50 años? ¿Pensaríamos hoy lo mismo de él si lo hubiéramos visto en el papel de un abuelo que mirara condescendiente las calaveradas de sus nietos? ¿Hasta qué punto contribuyó a su leyenda la tragedia de su muerte temprana y repentina?Probablemente sea mejor decir lo que se dice siempre. La frase que por tanto repetirla no deja de ser verdad, o sea, que Pedro Infante no ha muerto; que se levanta ileso de los escombros humeantes de su nave cada vez que veo una de sus películas, o que una de sus canciones me arrebata a los tiempos en los que no deseaba otra cosa que parecerme a él. Que vive cada vez que un alumno tiene problemas para encontrar la solución de una frase musical y le digo, sin temor a no ser tomado en serio, que si quiere aprender a frasear escuche cantar a Pedro.





Hoy, estoy seguro, prefiero decir eso.




















Pedro Infante no ha muerto.




Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.