Hace unos meses iba caminando de la casa al pequeño centro comercial del pueblo, y al pasar la mitad de nuestra larga cuadra me encontré con una camioneta de la policía del municipio estacionada. En ella estaba sentado un hombre, custodiado por un par de agentes y lloriqueando de manera harto convincente. Estaba evidentemente ebrio, y le rogaba a su esposa que impidiera su arresto y que le permitiera quedarse. Era claro que la policía estaba ahí debido a una denuncia de su mujer, la cual -visiblemente enternecida, pero sin intenciones de ceder- le repetía que no tenía caso; que él nunca iba a cambiar, que era la última vez que la golpeaba, y que era mejor así. Su hijo, de unos siete años, observaba desde la puerta de la casa. Mientras me alejaba, se llevaron al hombre, y me olvide de un asunto que me hizo sentir momentáneamente enfermo, como todo lo que tenga que ver con golpear mujeres enfrente de sus hijos, algo que pasa demasiado a menudo para mi gusto en nuestra sociedad, y que de hecho no debería pasar nunca. Lo que más me asqueaba al seguir mi camino hacia la tienda era recordar el lloriqueo del malnacido. Podía incluso imaginar, con dolorosa e indignante claridad, la idea que aquellas personas tienen de sí mismas: hombres incomprendidos; que sufren de violentas pasiones y que por lo tanto no son responsables de los que les pasa. Su violencia es producto del castigo de la sociedad y de sus familias, que siempre han sido injustas con ellos. Su esposa es también injusta, pues no comprende su tristeza y su frustración; pues cuando el pobre hombre finalmente explota bajo toda esa presión lo trata como a un extraño y lo entrega a las autoridades quienes, mucho más comprensivas, lo liberan casi de inmediato.
Tan concentrado estaba interpretando la actitud de los cobardes, que olvidé pensar en los inocentes, y seguí con mi vida sin hacerlo.
Apenas el viernes pasado llegué a la casa después de una semana llena de confusión, en la que los momentos de anhelo y esperanza por la cercanía de un nuevo y mejor destino para mis esfuerzos, se intercalaron violentamente con múltiples derrotas, las cuales no por aparentes (toda derrota es momentánea, dice Milucz Furbacz) fueron menos terribles. Estaba extenuado físicamente, y en lo emocional había recibido una verdadera paliza sin el derecho a tirar la toalla y declararme vencido. Para colmo, en la mañana me di cuenta de que mi esposa se había llevado mis llaves, y aunque le llamé varias veces y le dejé recado en su celular no me contestó nunca. El colmo fue que al medio día se fue y cerró con llave, a sabiendas de que iba a regresar tarde y yo no tenía manera de entrar.
Ahí estaba yo, pues; cansado, sudoroso y deseoso de entrar a mi casa a descansar sin poder hacerlo. La luz del sol se iba escondiendo poco a poco detrás de los montes, y al mismo tiempo legiones de moscos hambrientos comenzaron a volar a mi alrededor en busca de alimento.
Poco a poco sentí cómo el rencor y el desprecio en contra de mi esposa iba en aumento dentro de mi corazón. Pensaba que ella había sido muy inconsciente en cerrar la puerta con llave sin importarle que yo me quedara afuera, sin contestar mis llamadas o por lo menos dejarme un mensaje para que yo supiera la hora de su regreso. En un intento por liberarme de la plaga de los mosquitos me fui a una tienda y compré un refresco, tomándomelo despacio mientras miraba en la televisión una de esas espantosas y vulgares telecomedias que están de moda, y que demuestran que la cultura y la inteligencia del mexicano se encuentra sujeta a un estricto control que la mantiene en cero. La inteligencia y la conciencia, me dije, cuando regresé a la casa que seguía vacía. Me decidí entonces a decirle a mi esposa lo que pensaba de ella en cuanto llegara, sin importar que mis hijos anduvieran por ahí, con lo cual quizá les daría una buena lección en cuanto al respeto y la consideración que deben a los demás miembros de la familia. Encima de la situación, de por sí deprimente, de tener que vivir sólo con lo más esencial después de todo el trabajo duro que se ha hecho; ahora debo de soportar a los mosquitos, al frío y la pena de que todo el vecindario se entere de que me dejaron afuera, como a vil borrachito. Me iba a encargar, sin duda y esa misma noche, de descargar toda mi frustración en la persona adecuada.
Justo en ese instante apareció a mi lado, acercándose lentamente, un niño.
No lo reconocí de inmediato, hallándonos ambos en la penumbra; pero luego de unos segundos reconocí al hijo que aquél hombre al que la patrulla se había llevado semanas atrás. Con paso titubeante se puso a mi lado y, alargando la mano, me ofreció un trompo roto, a todas luces usado de una a mil veces por su dueño.
"Mire, ¡Cómpreselo a sus hijos!: Nuevo le cuesta veinte pesos, pero yo se lo dejo a diez".
Estudié el rostro del pequeño vendedor. No tenía más de siete años, y sin embargo en sus ojos estaba la luz de la adelantada madurez que brilla en los niños muy listos, o en los que han sufrido mucho.
"A ver", dije; y examiné el juguete con recelo, advirtiendo de inmediato las muchas raspaduras y el pedazo que le faltaba. El niño casi me lo arrebató.
"Se lo pruebo. Mire: se pone aquí, se le da la vuelta y se suelta. Solito baila. Es muy divertido".
"Está bien", le contesté, casi molesto. "Pero será otro día". Seguramente el niño se había encontrado ese juguete tirado en la basura, y ahora me lo quería vender. A mi negativa, el vendedor se entristeció visiblemente, algo que sucede a menudo cuando se considera cerrada una venta y de repente todo se cae por los suelos a causa de una duda del cliente.
"Es que..." dijo, vacilante, "es que necesito el dinero ahorita..."
Eso me llamó la atención. Una cosa es querer el dinero, y otra necesitarlo. Si no lo sabré yo, que en mi propia infancia decir "quiero" o "necesito" era la pura diferencia entre quizá obtener y no obtener de plano.
"¿Lo necesitas?" Pregunté, genuinamente intrigado ahora. "¿Para qué?"
El niño entonces sí que dudó deveras. Se quedó callado, y lo vi deseoso de dejar todo por la paz y largarse a otra parte. No obstante algo en mi persona lo detuvo; quizá la idea de que yo mismo tenía hijos casi de su edad; no sé. El caso es que me miró a los ojos por primera vez durante la charla y dijo en voz baja:
"Es que no tenemos nada que comer".
Me sentí, por supuesto, instantáneamente avergonzado. No solamente por el hecho de que en un principio pensé que me quería estafar, sin darme cuenta de que estaba haciendo el sacrificio de sus propios juguetes; sino también por el rencor vivo que estaba guardando en mi corazón podrido para la hora en la que mi esposa llegara. Rencor que se desvaneció repentinamente, como los ladrones que temen ser atrapados con las manos en la masa.
Me llevé de inmediato las manos a los bolsillos, y saqué una moneda de a diez. La pena no me hizo por obra de encantamiento un hombre lo que se dice caritativo, así que no saqué más que eso; y se lo di al niño que se alejó gozoso de haber hecho la venta. Sin saberlo, el pequeño inocente me había salvado, esa noche solamente quizá, de dejar yo mismo sin padre -el padre que conocen y aman- a mis propios hijos.