domingo, octubre 29, 2006

El trompo roto


Hace unos meses iba caminando de la casa al pequeño centro comercial del pueblo, y al pasar la mitad de nuestra larga cuadra me encontré con una camioneta de la policía del municipio estacionada. En ella estaba sentado un hombre, custodiado por un par de agentes y lloriqueando de manera harto convincente. Estaba evidentemente ebrio, y le rogaba a su esposa que impidiera su arresto y que le permitiera quedarse. Era claro que la policía estaba ahí debido a una denuncia de su mujer, la cual -visiblemente enternecida, pero sin intenciones de ceder- le repetía que no tenía caso; que él nunca iba a cambiar, que era la última vez que la golpeaba, y que era mejor así. Su hijo, de unos siete años, observaba desde la puerta de la casa. Mientras me alejaba, se llevaron al hombre, y me olvide de un asunto que me hizo sentir momentáneamente enfermo, como todo lo que tenga que ver con golpear mujeres enfrente de sus hijos, algo que pasa demasiado a menudo para mi gusto en nuestra sociedad, y que de hecho no debería pasar nunca. Lo que más me asqueaba al seguir mi camino hacia la tienda era recordar el lloriqueo del malnacido. Podía incluso imaginar, con dolorosa e indignante claridad, la idea que aquellas personas tienen de sí mismas: hombres incomprendidos; que sufren de violentas pasiones y que por lo tanto no son responsables de los que les pasa. Su violencia es producto del castigo de la sociedad y de sus familias, que siempre han sido injustas con ellos. Su esposa es también injusta, pues no comprende su tristeza y su frustración; pues cuando el pobre hombre finalmente explota bajo toda esa presión lo trata como a un extraño y lo entrega a las autoridades quienes, mucho más comprensivas, lo liberan casi de inmediato.
Tan concentrado estaba interpretando la actitud de los cobardes, que olvidé pensar en los inocentes, y seguí con mi vida sin hacerlo.

Apenas el viernes pasado llegué a la casa después de una semana llena de confusión, en la que los momentos de anhelo y esperanza por la cercanía de un nuevo y mejor destino para mis esfuerzos, se intercalaron violentamente con múltiples derrotas, las cuales no por aparentes (toda derrota es momentánea, dice Milucz Furbacz) fueron menos terribles. Estaba extenuado físicamente, y en lo emocional había recibido una verdadera paliza sin el derecho a tirar la toalla y declararme vencido. Para colmo, en la mañana me di cuenta de que mi esposa se había llevado mis llaves, y aunque le llamé varias veces y le dejé recado en su celular no me contestó nunca. El colmo fue que al medio día se fue y cerró con llave, a sabiendas de que iba a regresar tarde y yo no tenía manera de entrar.
Ahí estaba yo, pues; cansado, sudoroso y deseoso de entrar a mi casa a descansar sin poder hacerlo. La luz del sol se iba escondiendo poco a poco detrás de los montes, y al mismo tiempo legiones de moscos hambrientos comenzaron a volar a mi alrededor en busca de alimento.
Poco a poco sentí cómo el rencor y el desprecio en contra de mi esposa iba en aumento dentro de mi corazón. Pensaba que ella había sido muy inconsciente en cerrar la puerta con llave sin importarle que yo me quedara afuera, sin contestar mis llamadas o por lo menos dejarme un mensaje para que yo supiera la hora de su regreso. En un intento por liberarme de la plaga de los mosquitos me fui a una tienda y compré un refresco, tomándomelo despacio mientras miraba en la televisión una de esas espantosas y vulgares telecomedias que están de moda, y que demuestran que la cultura y la inteligencia del mexicano se encuentra sujeta a un estricto control que la mantiene en cero. La inteligencia y la conciencia, me dije, cuando regresé a la casa que seguía vacía. Me decidí entonces a decirle a mi esposa lo que pensaba de ella en cuanto llegara, sin importar que mis hijos anduvieran por ahí, con lo cual quizá les daría una buena lección en cuanto al respeto y la consideración que deben a los demás miembros de la familia. Encima de la situación, de por sí deprimente, de tener que vivir sólo con lo más esencial después de todo el trabajo duro que se ha hecho; ahora debo de soportar a los mosquitos, al frío y la pena de que todo el vecindario se entere de que me dejaron afuera, como a vil borrachito. Me iba a encargar, sin duda y esa misma noche, de descargar toda mi frustración en la persona adecuada.
Justo en ese instante apareció a mi lado, acercándose lentamente, un niño.
No lo reconocí de inmediato, hallándonos ambos en la penumbra; pero luego de unos segundos reconocí al hijo que aquél hombre al que la patrulla se había llevado semanas atrás. Con paso titubeante se puso a mi lado y, alargando la mano, me ofreció un trompo roto, a todas luces usado de una a mil veces por su dueño.
"Mire, ¡Cómpreselo a sus hijos!: Nuevo le cuesta veinte pesos, pero yo se lo dejo a diez".
Estudié el rostro del pequeño vendedor. No tenía más de siete años, y sin embargo en sus ojos estaba la luz de la adelantada madurez que brilla en los niños muy listos, o en los que han sufrido mucho.
"A ver", dije; y examiné el juguete con recelo, advirtiendo de inmediato las muchas raspaduras y el pedazo que le faltaba. El niño casi me lo arrebató.
"Se lo pruebo. Mire: se pone aquí, se le da la vuelta y se suelta. Solito baila. Es muy divertido".
"Está bien", le contesté, casi molesto. "Pero será otro día". Seguramente el niño se había encontrado ese juguete tirado en la basura, y ahora me lo quería vender. A mi negativa, el vendedor se entristeció visiblemente, algo que sucede a menudo cuando se considera cerrada una venta y de repente todo se cae por los suelos a causa de una duda del cliente.
"Es que..." dijo, vacilante, "es que necesito el dinero ahorita..."
Eso me llamó la atención. Una cosa es querer el dinero, y otra necesitarlo. Si no lo sabré yo, que en mi propia infancia decir "quiero" o "necesito" era la pura diferencia entre quizá obtener y no obtener de plano.
"¿Lo necesitas?" Pregunté, genuinamente intrigado ahora. "¿Para qué?"
El niño entonces sí que dudó deveras. Se quedó callado, y lo vi deseoso de dejar todo por la paz y largarse a otra parte. No obstante algo en mi persona lo detuvo; quizá la idea de que yo mismo tenía hijos casi de su edad; no sé. El caso es que me miró a los ojos por primera vez durante la charla y dijo en voz baja:
"Es que no tenemos nada que comer".
Me sentí, por supuesto, instantáneamente avergonzado. No solamente por el hecho de que en un principio pensé que me quería estafar, sin darme cuenta de que estaba haciendo el sacrificio de sus propios juguetes; sino también por el rencor vivo que estaba guardando en mi corazón podrido para la hora en la que mi esposa llegara. Rencor que se desvaneció repentinamente, como los ladrones que temen ser atrapados con las manos en la masa.
Me llevé de inmediato las manos a los bolsillos, y saqué una moneda de a diez. La pena no me hizo por obra de encantamiento un hombre lo que se dice caritativo, así que no saqué más que eso; y se lo di al niño que se alejó gozoso de haber hecho la venta. Sin saberlo, el pequeño inocente me había salvado, esa noche solamente quizá, de dejar yo mismo sin padre -el padre que conocen y aman- a mis propios hijos.

domingo, octubre 22, 2006

Las vidas lejanas

Bueno. Yo soy el que escrivo lo de hoy. No es que pase nada malo con el lisenciado porque unque a el no le gusta que le digan lisenciado yo soy bienasido manque lo que digan otras personas que no me quieren. Son pocos, los que no me quieren y que resollan toavia pero es que asies la vida asta que se acaba.
Y esquel lisenciado esta de malas porque la cosesa quiusa para escrebir y que parese una maquina describir quese dobla puesesa ya se fuea la mierda y no sirbe.
Yo soy Jorge Cuerbo, quel lisenciado nombra Perberso Gueorg a quemi lisenciado tan mamón y no save por que ya no sirbe, y le digo agasea un lado que muy difisil no a deser que los jugetes son comolos ojetes malnasidos, que nomas a madrasos entienden y mireque ya sirvio peroa medias no escriben todas las letras peroa si son los ojetes tanbien, que despues deuna madrisa tanpoco sirben vien o de planono sirben denada.
Como el tacsista deoy en Balle de Vrabo, quese puso de pallaso con el lisenciado y que lo bajodel taqcsi y asta mamita me dijo pero ya no pudo manejarel tacsi despues. Y pueblo sesos tan bonitos queasta gusto dan, que una guera se sube en Siudad Idalgo y le digoal lisenciado aguadomi lic quesa guera esta bien muerta yel que dice pueque porque nopagó pasaje. Le digo no, lisenciado yose destas cosas, mire que alo mejor nos quiere decir algo y nosotros aquide vavosos. Pobres muertos digo yo todos palidos y caminando despasito muchos dellos como dise don Juan el de Comala ni cuenta sean dado de que yano viben. Peroesta si porque nos sonrio cuando se suvio y estava vien chula peroel alludante del chofer ni cuenda se dio cuandose suvio yeso que sela paso molestandoa otra povre gorda dea tras. Toda bestida de negro, como cuando laen terraron que mujeres tan ricas nose deverian morir.

Hasta aquí las ideas del Perverso Georg tal y como él mismo las escribió ayer durante el viaje de regreso de Valle de Bravo. La herramienta a la que se refiere es, por supuesto, el teclado infrarrojo de la palm, que ha estado fallando en los últimos días, y que ayer simplemente dejó de funcionar. Es un aparato imprescindible si es una persona que carece de lugar de trabajo como tal, y que anda de un lado a otro por las necesidades del oficio; alguien como yo, cuyo tiempo para escribir se reduce a unos cuantos minutos repartidos a lo largo del día en patios, jardines, salones de clase y bibliotecas, en el mejor de los casos.
No obstante, he tenido oportunidad de hablar, así sea brevemente, de los poderes de persuasión del Perverso Georg, no solamente con los vivos, sino hasta con los que ya no viven y ahora, para mi absoluta incredulidad, con las cosas inanimadas. Bastaron unos cuantos minutos a solas con Georg para el que teclado recuperara su antigua elocuencia; para que, a la manera de los prisioneros fuertemente interrogados, comenzara de un momento a otro a derramar palabras como cerveza espumosa se derrama de una botella recién agitada. Sin gemido, sin llanto, solamente una pronta obediencia a los enormes dedos del sicario en los momentos en los que, justo frente a mis ojos, escribió el texto que inicia la presente entrega, y que decidí dejar tal y como estaba, con todo y sus coloridas faltas de ortografía.
La jovencita que menciona Georg es, efectivamente, una pelirroja de tez blanquísima y marcadas ojeras que abordó el autobús de segunda clase en el que viajábamos, a nuestro paso por ciudad Hidalgo. En realidad, aunque el autobús era de segunda parecía de tercera, y aquello acentuaba el contraste entre la bella muchacha, su elegante vestido negro, y el entorno en el que suavemente y en silencio se movía.
Todo comenzó en el hermoso poblado de Valle de Bravo, al que fuimos como invitados a una boda. En ella noté otra cosa extraña y es que, a pesar de haber asistido a más bodas en mi vida -en mi carácter de músico, por supuesto- que semillas hay en un costal, nunca antes había visto una a la que asistieran tantas mujeres y tan hermosas todas. Adonde quiera que se mirara, aparecían ojos, cuerpos, bocas plenas de gracia y tentación. Se lo hice ver a Georg, pero él no hizo por mirar mujeres a pesar de que ellas no le quitaban la vista de encima. Solamente dijo: a quemi lisenciado, a deandar vien urjido.
En lugar de regresar a Morelia por la vía de Toluca, ocupada como está la Terminal por los ambulantes desalojados por el gobierno (¿los desalojará de nuevo?) tomamos el camino de las montañas, por el solitario monumento a Miguel Alemán cercano a Villa de Allende, luego Zitácuaro y Ciudad Hidalgo. Tomamos taxis colectivos, que recorren la montaña como si de calles se tratara, y un ruinoso autobús que nos regaló uno de los más hermosos paseos que recuerdo, pasando por parajes que la autopista hizo remotos y los ranchos olvidados que todavía rodean a los pueblos fantasmas enmedio de los bosques.
Desde que salimos de Zitácuaro, el ayudante del chofer se puso a cortejar a una exuberante pasajera, muy maquillada, que usaba ese vestido corriente que a duras penas ocultaba, resaltando más bien, sus múltiples lonjas. Algo vio ese ayudante que yo -urgido como según Georg estaba- no pude ni quise ver. Ambos se fueron al fondo del camión, y no volvimos a ocuparnos de ellos hasta Hidalgo, y es que me sorprendió que nadie le hiciera caso a la bellísima y sobriamente ataviada pelirroja. Ni siquiera el zafio casanova.
La mujer se sentó en la misma fila que nosotros, del otro lado del autobús. Después de sentarse no se movió. No dijo palabra; no leyó, ni tejió, ni hizo absolutamente nada por que las tres horas de camino pasaran más rápido. Solamente contemplaba el paisaje que pasaba por la ventanilla con un gesto serio, sin sonreír más, ni una sola vez; pero tampoco triste. Sin decir nada, me pregunté si mi poderoso guardaespaldas tendría razón.
Se bajó a la entrada de Morelia, junto con otros pasajeros que pidieron la parada en el crucero de Charo, alejándose como si sus pies no tocaran el suelo. De repente se volvió, nos vio, y se inclinó casi imperceptiblemente a manera de despedida. Recordé entonces las palabras que Doktor Faust me dijo al compartir conmigo su poder para convocar a las almas descarnadas: "podrás verlos, escucharlos; a veces sin quererlo. Te verán y escucharán si tú lo quieres, también; pero nada más debes tomar sus historias y alejarte. No vayas con ellos a ninguna parte." En este caso, no obstante, solamente pensar en esa vida lejana provocó en mi alma una ventisca helada, y volví mis ojos al libro que estaba tratando de leer sin conseguirlo desde las remotas veredas de las montañas.

domingo, octubre 15, 2006

De Huandacareo a San Ángel


Escribo a unos cuantos pasos de una bonita y azul alberca en el balneario de Agua Caliente, en Huandacareo, un pueblo en las cercanías del lago de Cuitzeo. Se trata de un lugar que conocí a los pocos meses de vivir en Michoacán, y que he llegado a querer, merced al suave descanso que sus aguas dan a mi corazón. No es el hallarme aquí, sin embargo, la única razón para sentirme contento. He disfrutado ayer y hoy de la visita de mi hermano Arturo, que vino desde México junto con su esposa y su hijo Julián, aceptando mi modesta hospitalidad a pesar de haber podido quedarse a dormir en un lugar mucho más cómodo y espacioso que mi pobre casita de cascarón. Estoy muy agradecido por ello, pues aunque visito a mi hermano cada vez que voy a la Ciudad de México, son pocas las veces en las que realmente tenemos tiempo de conversar sin presiones, o simplemente quedarnos en silencio, sentados uno junto al otro, mientras contemplamos a nuestros hijos que se divierten en los chapoteaderos. A nosotros nos toca también acompañarlos en la medida en la que nos lo permiten nuestras fuerzas disminuidas por la edad y la vida sedentaria: subimos a los toboganes y nos arrojamos a la alberca, levantamos -para nuestro embarazo- una cantidad indigna de agua, la cual forma una ola que está a punto de ahogar a los más pequeños, y tal cosa me hace sentir realmente pesado y sobredimensionado. El gran motivo de celebración es que Arturo y yo no estamos en guerra. No siempre fue así. Durante mucho tiempo estuvimos alejados, despreciando la forma de vida del otro, incapaces de tolerar las muchas diferencias que ahora nos han unido de nuevo, casi sin que nos demos cuenta. En ese sentido hemos sido como cualquier pareja de hermanos, contando siempre con el cariño incondicional de nuestra hermanita Adriana, quien vive en Oaxaca, y con la que es muy difícil tener cualquier problema.
Es impresionante lo azul que puede verse el cielo por estos lugares. Hasta las brasas que mueren lentamente en el asador tienen un color y un olor especial y poco común, como si el aire de pureza perfecta intensificara todas las sensaciones.
De cualquier modo, es una paz y un gozo de corta duración. Así lo entiende también el Prof. Thinmar, quien aceptó venir de último momento y mientras escribo disfruta de los chorros de agua pura y tibia que azotan su espalda ya encorvada, cansada por años de trabajo y vida. Cierra los ojos, sonríe; se deja llevar por esas como manos gigantes que le aplican un masaje intenso; reparador. Está muy quemado de la espalda debido al sol, y de la barriga, porque pasó demasiado tiempo cerca del fogón, avivando la flama y cuidando la carne asada, el chorizo, las cebollitas y las quesadillas. El muy sonso no se puso ni siquiera una camiseta, y se cocinó el ombligo marinándoselo continuamente con la cerveza que a cada trago le chorreaba por la barbilla y luego por el pecho. El agua le gusta mucho a Thinmar, aunque admite que no es su elemento natural. Prefiere vivir tierra adentro, pero comparte conmigo la asociación del mar con el amor y la nostalgia. Durante el camino de regreso, me sorprende darme cuenta de que hay muchas cosas de su vida que ignoro, pues al dormirse los niños casi de inmediato, rendidos de cansancio, nos regaló con algunos recuerdos para hacer menos pesado el sopor de la tarde.
El Prof. Thinmar es el primer republicano en cuatro generaciones de algodoneros demócratas del sur de Alabama. También fue el primero de su familia en terminar sus estudios, y el primero en casarse con una mujer nacida y criada a norte de las Carolinas: Sophie Marsh, a quien conoció cuando estudiaba leyes en Philadelphia y uno de sus compañeros (el mismo que lo sacaría años después de la cárcel como senador por Massachusetts) se lo llevó a caminar por los muelles en una noche en la que la luna iluminaba tanto que se podía leer tranquilamente y sin esforzarse bajo su resplandor.
Thinmar no estaba sin quehacer, y la preocupación por regresar a su dormitorio y seguir trabajando le impedía disfrutar del paseo. No obstante todo cambió cuando, un poco más adelante, se encontraron con una jovencita que lloraba de pie, cerca de un viejo café. Así fue como el prof. conoció a Sophie. Al verlo, ella dejó de llorar de inmediato, convencida de que ya no había razón para ello, y como Thinmar por pura decencia evitó preguntarle la razón de su tristeza, tal cosa permaneció como uno de los grandes secretos en el matrimonio del abogado sureño. En los años siguientes, los Thinmar acostumbraban celebrar su aniversario en el café frente al cual se habían conocido, y en ninguna de esas ocasiones el profesor hizo la aparentemente inofensiva pregunta: y a propósito, darling, ¿por qué llorabas aquella noche? La luna hizo que tus lágrimas fueran como diamantes sobre satín delicado. Pero siempre acababa pensando -nos explicó el profesor cuando ya el Audi de mi hermano se estacionaba frente a la casa en Tarímbaro- que la pregunta no valía la pena, pues posiblemente era mejor ignorar ciertas cosas. Sophie Marsh, que en paz descanse, pensaba lo mismo seguramente, pues nunca mencionó el asunto. Se limitaba a decir lo que arriba escribí; o sea, que solamente ver a Thinmar frente a ella, con sus cejas tupidas y su mirada gris asomando de debajo del sombrero calado con elegancia, la convenció de que no había razón para seguir llorando.
En lo personal, pienso que no soy tan bueno como el Prof. para refrenar mi curiosidad y si acaso, aunque es poco probable, Mrs. Thinmar pasa por el gabinete, le haré sin duda la pregunta a la que su esposo nunca se atrevió. Algo importante puedo aprender de ello.

Hasta aquí lo escrito hace una semana, en Huandacareo. No lo publiqué entonces porque deseaba poner algo de poesía en El Gabinete, primero, y segundo porque no estaba muy seguro de querer comenzar a revelar el pasado de los asistentes a las reuniones, o por lo menos partes de su pasado. Hoy pienso que no hay razón para no hacerlo, y ahí está.
Unas palabras, abusando de su paciencia, sobre el día de hoy.
Estoy sentado exactamente en la misma mesa en la que, hace más o menos dos años, escribía las últimas palabras de mi novela Noria. Son las ocho de la mañana y hace unos minutos entré aquí, al Starbucks de San Àngel, para hacer un poco de tiempo antes de encontrarme con mi amigo Carlos Ramírez a las 9:30, para ir a tocar a San Gabriel de las Palmas (nombre digno de aparecer en una buena novela), en Morelos.
Ha sido una escala afortunada y reparadora. Salí de Morelia a las dos y media de la madrugada de hoy, y apenas pasadas las seis me puse a quitarme las lagañas en el casi decente baño de la espantosa terminal de Observatorio. Pensaba, con razón, que es la última vez que hago esto de tratar de pasar la noche en el ETN. Antes, me consolaba con la idea de no tener que hacerlo sino un par de veces a año, pero he cambiado de opinión y deseo nunca más tener que despertar y ver uno de los lugares más asquerosos del planeta en el acto de abrir los ojos a un nuevo día.
Ya pasó. Ya estoy en San Ángel, tomando un delicioso chocolate en la misma mesa en la que hace dos años, como ya dije, me acercaba al punto final de una historia sincera y amada. ¡Que su semana sea bella y productiva, queridos amigos!

domingo, octubre 08, 2006

Canción de las Esperanzas



Que compuso Juan Antonio Santoyo
para la señorita Mercedes Martínez.
México, 1996.




DEDICATORIA


Atado estoy a un destino; un misterio.
Y mi lucha es un clamor
De temores en silencio;
De hombres muertos
Y naufragios.
De almas rotas
Y pecados.

¿A donde he de ir con ello;
Tristes historias de un soñar despierto?
¿A donde ir que mi cauda de miseria
No obnubile mi radiante luz?
¿A donde llegaré; radiante y pleno?

¿No he nacido acaso de los huesos
De mis padres muertos?
Y los sudarios que sus yertos cuerpos cubrieron
¿Serán cantos que anhelan vivir más?

Y vivo absorto en la alborada de mis tiempos.
Pero acaso con temor
De dejar morir al miedo,
La nostalgia,
Y sus lunas
En mi cuerpo.

Pero; ven aquí,
Mujer que te gozas en las flores.
Espera un momento
Y no te vayas; sólo escucha
Las palabras que cantando entrego
Suplicando
Si pudiese dedicarte el sueño
Que escondido mora, y en silencio
Amarte tanto,Olvidando acaso que soy verbo
De mi propio canto.

Ven aquí
Mujer que eres playa tranquila,
Flor de vida.
Ven aquí. ¡Germina
El trigo que nos da sustento!
¡Vive Dios en un lugar secreto!
¡Y el candor que mi regalo anima,
Con agua oculta y con piedad olvida
A mi alma rota en su orfandad dormida!

Atado estoy a un destino, a un misterio.
Y mi lucha es un temor.
Y ha muerto.



I

He sido niño.
Y en un texto herido, de dolor enfermo
Me descubro amigo
Del que ayer, vencido,
Suplicaba un Dios para vengar desprecio.
Yo fui aquél.
Y un niño he buscado en mi memoria,
¡Espejo de luces recobrado! Al menos
Un momento, sin duda lo preciso,
Para hallar consuelo.
¡Pequeño niño!
¡Aún corres por las calles junto al viento!
Te busco y encuentro en esa historia
Que devora poco a poco a tus deseos.
No estás solo
Y tienes miedo,
Y despiertas en la noche sollozando,
Aterrado de haber visto, en sueños,
Tu figura sedente en un peñasco.
De pie un hombre contigo, y juntos
Ven pasar las nubes sin descanso.
Es un río, un mar de nubes; te preguntas
Cuando entonces morirás, para ignorarlo.
¡Pánico que ahoga tu alma joven!
¡Te vuelves, mas no puedes esconderte!
Y es que el hombre te ha hecho ver que, eternamente,
Sin que puedas dormitar o distraerte
Las nubes pasarán; se ha decretado.
Eres eterno.
Eres eterno, ¿lo comprendes?
No morirás, aunque estés muerto.
“¡Que no pasen las nubes de éste mar sin freno!”
“¡Que esconda mi mente de su atroz desvelo!”
“Es una frontera que alcanzar no puedo
Y llena de nada me da sus secretos.”
¡Pequeño niño!
Ahora temes a la muerte eterna.
Pues lo eterno te persigue;
No recuerdas
Que en los brazos de tu madre, que, intranquila,
Llenaba tu frente de ternura
Encontrabas la paz
La sencillez, y la inefable sensación
De estar dormido.
¡Pequeño niño!


II

Espero.
Y en la esperanza encuentro ya
Tu andar secreto.
Tu balancear de amor a la deriva.
El tierno roce de tu falda, altiva flor
Que bajo el sol suspira.
¡Tan blanca es tu sonrisa que me deja ciego!
Y quisiera creer, pero no puedo,
En un tiempo que llegue
Sin despedirse luego,
En un monte tranquilo,
En un carro de luz,
¡En un beso de amor
Para llevar al cielo!
¡Tan dulces son tus manos que besarlas quiero!
No será menos tu cuerpo, para besarlo entero.
Y encontrar en ello el perfil del cielo
Y la luna llena bañando tu pecho.
¡He sido robado del tranquilo valle
Donde tantas veces te soñé despierto!
Y vago intranquilo
Buscando sediento
El venero santo de tus aguas pleno.
Y así espero.
Y en la esperanza encuentro ya
Tu andar secreto
Y tu voz que canta
Todo el tiempo.


III


Me recuerdo de pie
En una plaza,
Donde el sol daba voces de alegría,
Donde globos, dulces, panes, nieves,
Frescas aguas y labios de sandía,
Precipitan en el tiempo
A todo aquello que mis padres,
Y hablo aquí de los padres
De mis padres y quizá sus padres;
Miahuatecos cuyo idioma no comprendo
Azorados y felices contemplaron cada día.
Por que la historia que renace aquí en mi vida,
Es un libro eterno de sagrados bordes,
No es un lento andar
Por caminos con desérticos lugares
Ni sus nubes, ni sus cielos sobre valles.
Pues camino sin descanso por las calles
De la ciudad levantada en piedra verde,
Y en mí siento vivir la esperanza vehemente;
Del que vivir espera
Nuevamente.


IV

¡Una canción de amor!
Adivino la marimba tras las flores,
Las maderas, los olores; vendedores
Con mil cosas que se acercan insolentes.
Yo soy el que juego con las notas en el aire
Y con gritos mis anhelos se confunden;
Con razón, aquí en mi tierra,
Los que el canto viven
No temen a los truenos por la noche;
Sus desvelos son de amor y son de vida,
Son de recios licores, negros moles
Y furiosas danzas en los montes.
¡Todo esto quisiera yo ofrecerte,
Para darte, tierna niña, regocijo!
Tanta vida, tanto amor, tanta alegría
Que un poema ya no puede contenerlo.
Quizá será también melancolía,
Pues las ollas bien conocen sus hervores,
Soy la tarde que en los cerros viejos pinta
Sus doradas caudas vivas y sus ocres.
¡Canción de amor que llegas a mi vida
Borrando el polvo gris de mis senderos!
El triste caminar de un misionero
Que sin valor renuncia y cruel depone
Sus sagrados deberes, y sus dones.
Mi voz es la voz del que renace
Bajo el peso de su propia sed de culpas
Y al caer, al saber ya la fe perdida
Se hace fuerte en sus baluartes,
Sus pendones.
¡Una canción de amor!
Yo la escucho sintiendo una caricia,
Acércate, mujer,
¿Por que me miras?
Tus ojos son los mismos
Que he visto en los niños,
Y tus hombros la nieve
De un volcán dormido,
Ven aquí,
Mujer que te gozas en las flores,
Ven y dame tus cantos,
Tus dolores,
Ven a hacerme feliz
Con tus amores.


V

Ésta es la canción de las esperanzas.


Porque atado me hallé
Y me siento libre.
Porque con mi cargar incesante
Vi un lugar de paz, y de dulzura.
Y se me ha dicho:
“Ve hasta él y busca bien el poseerlo,
Pues herencia es para ti un paraje de hermosura.”
Yo lo he visto con placer, embelesado,
(Pues comprendo el por qué de su existencia)
Es inmenso, es divino y es eterno,
Es un verde huerto henchido de ternura
Donde al centro se levanta una eminencia,
Es una tumba. Si;

Y sobre ella una roca, que la cubre;
Dando humilde un breve texto que sucumbe
bajo el peso de los años en silencio:

Atado estoy a un destino, un misterio;
Y mi lucha es un clamor
De temores en secreto;
De nostalgia
Por hombres muertos
Y naufragios.
De castigos,
Y pecados.


Esta es la canción de las esperanzas.
Sept. 1996.
Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.