lunes, noviembre 21, 2016

Jan Dolinski (1952-2016)


I

La idea vino de un amigo mío, también estudiante de piano, con el que me iba a ir a Nueva York a mediados de 1993; se le ocurrió que podríamos tocar en un restaurante durante los meses que restaban para nuestra salida, porque el dinero nunca sobra y estando en esa ciudad estaba claro que nos íbamos a quedar con ganas de muchas cosas de no ir preparados; además, yo tenía planeado visitar a mi prima en Duke University, en Carolina del Norte, para lo que debía llevar una cantidad adicional a la que todos los demás habían ya reunido. Mi amigo dijo tener un contacto, y me llevó a conocerlo a un lugar que con el tiempo aprendería a amar, primero, y que luego llevaría para siempre en el corazón acunado en lo que podría describirse como odio perenne, un subprograma que funciona siempre en segundo plano: la Antigua Hacienda de Tlalpan. 
Ahí fue donde conocí a Jan Dolinski. 
No tengo una impresión clara de esa primera entrevista. No recuerdo siquiera si nos puso a tocar, lo cual es muy probable dado que el repertorio de su cuarteto no era nada fácil, pero recuerdo que nos ofreció tocar dos turnos diarios, uno en la tarde—con el que me quedé yo—y otro en la noche, que cubriría mi amigo. En aquél entonces la paga no era mala (era antes del Error de Diciembre del 94), los músicos teníamos muchos privilegios y tocábamos una colección al parecer interminable de Oberturas, valses, polkas, galopps, tangos y operetas vienesas que hasta el día de hoy me resultan deliciosas e indispensables. Era excelente, además, porque no interfería con nuestros estudios y uno de nuestros derechos era poder ordenar comida del menú, con lo que ahorraríamos aun más dinero. Jan estuvo de acuerdo en que solamente trabajaríamos hasta salir de viaje y nada más.
Ajá.
Pasaron varios años en los que nos comunicamos de manera intermitente, años en los que tocaba con él y su cuarteto como suplente y nos íbamos a trabajos ocasionales hasta 1999 cuando, terminada ya la licenciatura y casado, esperaba el nacimiento de lo que pensé sería solamente un hijo. Fue entonces cuando el Cuarteto Polonia y yo sentimos que estábamos hechos el uno para el otro, porque recibí la hermosa noticia de que sería padre de gemelos y había decidido dejar de tocar en público como solista después de una temporada especialmente desastrosa; estaba decepcionado de mí mismo como intérprete y necesitaba un sueño que despertara de nuevo mis deseos de hacer música; además, Jan llevaba ya tiempo ofreciéndome ser el titular, y acepté encantado.
Me dirán ustedes que ningún artista sueña con tocar en un restaurante y tal vez tengan razón, pero en el caso del cuarteto Polonia todo era diferente. La Hacienda era simplemente un lugar bello en el que podíamos pasarla muy bien tocando música maravillosa. Aprendí mucho de Jan y de los artistas con los que trabajábamos, casi todos camaradas de allende la cortina de hierro, conocedores de los estilos nacionalistas de la Europa oriental, que se comían las partituras como nos comemos nosotros un postre y que dominaban sus instrumentos de formas que hasta entonces no conocía: con sencillez, sin aspavientos, técnica siempre impecable y con el sentimiento y la inspiración que no suelen derrocharse en esos entornos. Disfrutaba sobre todo cuando, además de los dos violines y el contrabajo, que tocaba Jan, se añadía al grupo un violonchelo, cuyas melodías siempre líricas le daban a las obras aun más elegancia y romanticismo. No me apena decir que en ese momento comenzó una etapa musical muy significativa e importante de mi vida, que me formó de maneras que nunca hubiera podido imaginar y aún hoy en día no alcanzo a comprender del todo.

II

Después de cada turno de media hora nos íbamos a las mesas del fondo del salón a sentarnos. Para cuando yo estaba de planta ya no existía tal cosa como ordenar comida del menú, y nos conformábamos con leer, conversar y, en mi caso, escribir. Las condiciones de trabajo se habían deteriorado mucho en general, pero eso no era lo peor; cuando recibí mi primer cheque como titular era mucho menos dinero del que esperaba a causa de los descuentos, que no sufría cuando tocaba como suplente. Particularmente indignante me pareció el descuento de la CROC, del cinco por ciento, y esa noche fui con Jan y le dije que eso no era posible, que esa central obrera no había hecho nada por evitar que nos quitaran derechos, pero sí estaban a la orden para quitarnos una buena parte del salario. "¿Son unos pinches cerdos, le grité, unos pinches marranos!" 
Jan comenzó entonces a reírse como nunca lo había visto reírse hasta entonces, y tal vez no lo volví a ver reír así después. Estuvo riéndose de mí como una media hora, y luego Olga y Miguel se unieron a la fiesta. "¿Para qué te alcanza ahora el cheque?“ Me preguntaban cuando las carcajadas se los permitían, “¿Te vendo mi casa! ¿Quieres comprarme el coche? Te lo vendo..." Fue en esa ocasión en la que Jan me dio la primera de muchas lecciones de vida que recibí de él; las recibí a lo largo de varios años, pero en general tenían la misma estructura: yo le decía como me gustaría que fueran las cosas y él me decía cómo eran en realidad y aquello que podía hacer al respecto, como calmarme, por ejemplo. "No te preocupes", me dijo en esa ocasión, "porque al final, las cosas siempre funcionan". En días anteriores había leído un discurso de Gordon B. Hinckley que tenía esa misma frase como parte central, y me sorprendió tanto que el Presidente de la Iglesia y mi amigo Jan hubieran llegado a la misma conclusión, que a partir de entonces comencé a prestarle más atención cuando me hablaba. No siempre tenía mucho éxito en eso, y a veces lo hacía reír por la manera distraída en la que seguía sus muchas historias. Fantaseábamos todo el tiempo con encontrar una mujer con piernas muy largas y mucho dinero, para que nos cumpliera nuestros caprichos costosos. Una vez me habló de una novia que había tenido en su juventud. Me dijo, sin duda con la intención de impresionarme, que era una muchacha rubia y muy alta, que tenía un auto increíble, un Malibú Classic, y que le gustaba mucho el sexo; el Malibú Classic era de color blanco. Yo estaba desconcertado ante la avalancha de imágenes atractivas y le pregunté: "Bueno ¿Y cómo sabes que le gustaba mucho el sexo?" El primer impulso de Jan fue reírse, por supuesto, pero luego debió sentir algo de compasión por alguien que hacía preguntas tan imbéciles, y simplemente contestó: "...porque me dijo".
Cuando las condiciones de trabajo se deterioraron tanto que se hicieron absurdas, comenzamos a reírnos de ellas hablando de los patos que nadaban una pequeña fuente junto a las mesas del pasillo, llegando a la conclusión de que ellos estaban tan esclavizados como nosotros, y nos preguntamos si acaso también tenían que darle dinero al delegado de la CROC que cenaba a veces con el patrón. "Los patos también tienen que obedecer al Perro Mudo (así llamábamos al jefe del comedor) y no graznar entre turnos", decíamos. O bien: "Los patos deben seguir nadando aunque no haya un solo cliente en todo el restaurante. Órdenes del Perro Mudo", o "si un pato suplente no llega, ninguno cobra el turno". Espero poner a los patos y al Perro Mudo en la novela que estoy escribiendo, porque siempre he pensado que son parte de una historia mucho más grande que su pequeña fuente y su comedor. ¿Qué pensaría Jan de saber que ahora soy no solamente un líder sindical, sino tal vez el más pobre de todo el movimiento obrero mexicano? Tal vez se azotaría de nuevo de la risa, y yo con él, con todo mi corazón. 

III

Por cosas como esa, sin embargo, nos despidieron varias veces de la Hacienda, o el patrón lo intentó, por lo menos. Recuerdo que Jan se angustiaba mucho siempre que eso ocurría y se apresuraba a arreglarlo. No se preocupaba tanto por él o por los muchachos, quienes de todos modos tenían trabajo en importantes orquestas, sino por mí, el eterno freelance, y decía: "¿qué va a pasar con tus gemelitos? Ahora lo arreglo". Cuando después logró convencerme de que entrara a un financiamiento para comprar un automóvil y nos despidieron de nuevo, decía: "tu coche, tu coche; no, tengo que arreglar esto", y lo arreglaba. Cuando saqué por fin el Pointer de la agencia, le pedí a Jan que fuera el primero en manejarlo y nos paseamos durante horas; luego pasamos por Olga y Miguel y los llevamos a su casa. 
Mientras escribo este breve obituario escucho la música que Jan, los muchachos y yo solíamos tocar juntos, y no puedo evitar sentir una fuerte nostalgia al tiempo que no dejo de reír por los mismos recuerdos que la provocan, extremos de la sensibilidad que nacen de lo trascendente. No me siento triste por su partida, pues vivió siempre rodeado de lo que le gustaba—el café, el tabaco, los malditos partidos del Atlante (equipo del cual era fiel aficionado por quién sabe cuál razón), los coches, las revistas de coches que leía todo el tiempo y por supuesto las buenas bebidas—disfrutándolo siempre al máximo, resistiendo siempre con entereza las brutales tragedias que ensombrecieron aquella parte de su vida en la que yo ya no estuve cerca de él. Pienso que bien puede decirse de Jan lo que Arthur Rubinstein dijo en uno de los programas de TV que hizo ya muy anciano, cuando alguien le preguntó si no tenía miedo de morir y el gran pianista contestó: "si no hay otra vida después de ésta, ni siquiera me voy a dar cuenta, y si sucede que hay otra vida, entonces estoy seguro de que la voy a disfrutar tanto o más que ésta". Es una lástima que Jan fuera en ello, en el arte de disfrutar la vida, tan buen maestro y yo, hasta el día de hoy, tan pésimo alumno. 
En ese sentido recuerdo que Jan siempre trató de enseñarme varias cosas sin conseguirlo nunca, una de ellas fue jugar bridge; algo que se le ocurrió cuando le traje a petición suya unos mazos de cartas que fueron usados en el Mirage, tras uno de mis viajes a Las Vegas. Antes de que yo pudiera captar el fetiche de jugar con barajas usadas en un casino famoso, Jan trataba ya de hacerme entender las reglas del juego. Una y otra vez, partida tras partida yo estaba seguro de que había por fin aprendido a jugar, pero otras tantas veces cometía errores elementales y fallaba en hacer siquiera las jugadas básicas correctamente. Para entonces Jan no se reía, sino que simplemente montaba en cólera y decía que era un pendejo, que la cosa era muy sencilla, y luego guardaba malhumorado la baraja. No obstante, poco después volvía a sacarla para intentarlo de nuevo. La última vez fue en su casa, adonde me invitaba ocasionalmente a comer, y después de llamarme pendejo y guardar la baraja me invitó a su estudio y mejor puso algunas películas polacas en VHS. Nada de Kieslowsky y esas payasadas, sino películas de autores completamente desconocidos y  de nombres impronunciables. Recuerdo una que trataba de la invasión alemana a Danzig, una especie de visión de los vencidos pero no de los aztecas, sino de la segunda guerra mundial; me impresionó mucho esa película, sobre todo una escena en la que los defensores polacos disparaban sus ametralladoras sin parar durante toda la secuencia, a tal grado que tenían que hacer a un lado con el brazo los casquillos vacíos que se amontonaban junto al arma, por lo que llegué a la conclusión de que las ametralladoras polacas eran las únicas cuyo cañón no se calentaba nunca. Se lo comenté a Jan, quien contestó que era un pendejo, y seguí viendo la película hasta el final, aunque dependiendo de sus explicaciones porque no entendía una sola palabra.
Y es que esa es otra cosa que Jan nunca pudo enseñarme por más que lo intentó: la lengua polaca. Aunque siempre me he considerado bueno para los idiomas, a lo más que llegué fue a memorizar una canción que decía algo como: "si mi suegra tuviera ruedas, entonces sería una vieja bicicleta". Me encantaba esa canción y los muchachos siempre me pedían que la cantara cuando me invitaban a sus comidas y reuniones; aunque lo mejor era cuando la cantaba en la casa de mi suegra, con gusto y a buen volumen, sin que nadie me preguntara nunca el significado de la letra.

Epílogo

La última vez que Jan y yo tocamos juntos debió ser a finales de 2001, justo antes de que yo me fuera a dirigir un coro institucional que ocupaba todo mi tiempo, para después mudarme a Morelia en febrero del 2005. No obstante, lo recordaba a menudo y ocasionalmente nos escribíamos por correo. Me mandaba fotos de su casa, tal vez la casa en la costa de la que tanto hablamos en su momento, y de las hermosas flores que cultivaba. Aunque dejé para siempre de hacer restaurantes y esas cosas, siempre tuve la ilusión de que me invitara a tocar otra vez en un trabajo, aunque fuera por los viejos tiempos; y es que extraño seriamente tocar esa hermosa música de nuevo, no a solas, sino como debe ser tocada, con un cuarteto o quinteto de pros y un contrabajo decente; con una pareja que baila en la media luz de un restaurante amado y odiado al mismo tiempo.
Aun hoy, siempre que voy manejando o estoy en una reunión, y escucho "Zigeunerbaron" o algún vals de Strauss, alguna obertura de Lèhar o de Kalmann, cuando escucho, en suma, alguna de las hermosas piezas que tocaba con Jan, invariablemente comento a los que me acompañan: "tocando esta maravillosa música fue que me salvé, porque pude darle de comer a mis bebés"; aunque me gustaría también mencionar que al tocarla veía a mis hijos en la imaginación, lo mismo que a su mamá, a quien amaba tiernamente, y contemplaba un futuro en el que lo que yo escribía y la música que tocaba me convertían en una persona menos malvada e infeliz cada día. Creo que lograr ese futuro sin tristeza ni maldad es el homenaje que aun le debo a Jan Dolinski, el fiel polaco cuya música y amistad transformaron en memorias luminosas y de inefable intensidad lo que de otro modo hubiera sido la época más miserable de mi vida. Eso le debo, y aprender a jugar al bridge. 
Tal vez después. Tal vez allá.

Morelia, día del músico de 2016.

1 comentario:

Unknown dijo...

Me agrado mucho esta narración de un tiempo compartido por el autor con Jan Dolinski, retrata a Jan en toda la sencillez de su grandeza, persona humilde de corazón, con eterna sonrisa, magnifico músico preocupado por sus amigos antes de por el.
Continua por favor escribiendo anécdotas de tu convivir con Jan.

Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.