sábado, septiembre 27, 2014

Sobre la tumba de Cirilo


Se acerca otro aniversario de la muerte, ocurrida en Octubre de 2011, del columnista del semanario Umbrales Cirilo Siria, y aunque se impone recordarlo, es necesaria una aclaración si hemos de narrar su circunstancia: hay que decir—a la manera de las novelas—que toda semejanza de los personajes con personas reales es puramente accidental. Se trata de un despropósito para todos quienes tuvimos el privilegio de conocerlo y militar a su lado, pero un paso necesario si deseamos proteger la identidad de personas aún vivas. 
Sin importar la manera en la que presente, creemos necesario este homenaje a la vida de ese sindicalista ejemplar que fue Cirilo, un hombre que resistió valientemente las agresiones y violencia propias de la lucha de clases, pero que sucumbió penosamente a la engañosa delicadeza de la pasión amorosa.


I

¿Por qué el amor debería estar ausente de la vida de un luchador social? El socialismo, y en cierto modo también el sindicalismo, son una labor de amor; entendido éste como una renuncia al interés propio en beneficio de otra persona o una causa común. Esa es, esa debe ser una manifestación del amor.
Y no es que Cirilo no hubiese amado antes. Muchas veces me contó que, durante la huelga de Pascual que tantos años resistió hasta la victoria final, vivió acompañado de una bella estudiante universitaria a la que llamaba Carmen. Era delicada, algo más alta que él (casi cualquier persona lo era), de cabello castaño y ojos dorados cuando les daba el sol. Estudiaba sociología, aunque prefería la acción política a cualquier cosa que le enseñaban en la escuela. Su atracción hacia Cirilo fue inmediata. Carmen llegó a medio día a la planta de Insurgentes Norte, cerca de Lindavista, con la intención de levantar algunos testimonios de las mujeres cercanas al movimiento. Entonces lo vio: joven (en aquellos días contaría con unos 20 años o un poco más) parado sobre unas cajas de madera, dando un largo discurso sobre las razones para quitarle al patrón la maquinaria a cuenta de los salarios caídos. Era—el discurso—una mezcla bien articulada de razones prácticas y justificaciones ideológicas para la demolición de prejuicios morales, y los compañeros lo escuchaban en silencio, aunque atendiendo las labores cotidianas del campamento.
A Carmen—quien olvidó de repente la razón de su visita—le llamó la atención el lenguaje que usaba: claro, preciso, y al mismo tiempo cercano a los camaradas; un lenguaje aprendido en la infancia, y transformado en un arma eficiente a través de muchas lecturas. Se prendó de su cuerpo, delgado y pequeño, pero que en el trance oratorio se pensaba como la aguja de una trampa lista para dispararse. La espoleta de una granada arrojada hacia otra parte.
“Sus manos nunca dejaban de moverse”, me dijo Carmen en el funeral. ”Eran unas manos que podían empuñar el aire para proferir una terrible amenaza, que describían con precisión las palabras de un discurso o acariciaban durante horas mi espalda con ternura inacabada. Amaba esas manos. Amaba esa palabra, y esa humanidad pequeña y frágil”.

II

Cirilo dejó una nota de despedida sobre su mesa de madera, comprada en Pátzcuaro, y la encontré de milagro enmedio de los montones de libros y cuadernos en los que garabateaba esos escritos que nunca publicaba, o casi nunca. 
En la nota, Siria pidió, entre otras cosas, que se le hiciera un funeral sencillo y sin ostentaciones ideológicas. De hecho, prohibió expresamente la presencia de cualquier símbolo en su capilla ardiente, ya fuera religioso (cruces, estrellas de David) o político con una sola excepción: su féretro debía cubrirse con una bandera del SUTRACON; de preferencia aquella que había tremolado durante el histórico levantamiento del 2010.
A partir de dicha solicitud pude confirmar algo que ya sospechaba: la desilusión de Cirilo por todos los sistemas de pensamiento político por los que había luchado a lo largo de su vida. Según sus propias palabras, había caído en una bancarrota ideológica de la que ya no se recuperaría sino parcialmente.
Al principio de su activismo, abrazó al comunismo como una forma de vida, aunque el derrumbe de la Unión Soviética lo hizo repensar las posibilidades de extender su doctrina al resto de la población. Ya para entonces era un desengaño extraordinariamente tardío, y con todo fue necesaria la lectura de Solzhenitsyn para que el desencuentro fuera total. Intentó luego con una forma intensa y antidogmática de la democracia social, aunque la imposición del neoliberalismo por parte de Salinas y sus sucesores destruyó por completo su confianza en los sistemas representativos en tanto mecanismos de control para una oligarquía avorazada y mafiosa. Su confusión y desconsuelo no son para ser descritos. Era evidente que, al margen de su coraje reprimido y el torrente de energía vital que no hallaba cauce o desahogo, Cirilo padecía una suerte de horfandad; un desamparo político cuya fuente emocional era la impotencia, y en virtud del cual se veía orillado cada vez más hacia el Fascismo. 

III

Fue en esa encrucijada que tuve la idea (él diría, la "iluminación") de asociarlo al SUTRACON como activista con voz, pero sin voto, en la organización de las bases.
Cirilo abrazó el sutraconismo con pasión religiosa. Como un náufrago a punto de ahogarse se aferra a una tabla para mantenerse a flote, de ese ansioso modo se aferró Cirilo, nuevamente, a un proyecto sindical, el nuestro. Su valor y entusiasmo pronto se contagió a las bases, y la oportunidad de escribir su propia columna en UMBRALES para comunicar su vasta experiencia dentro del sindicalismo lo emocionó como a un niño. Desde sus primeros borradores supo darse cuenta—para mi asombro y satisfacción—de que el nuestro es un sindicato sui generis, de factura inédita y única, y debía adaptar sus vivencias de modo que resultaran comprensibles dentro del marco de la realidad conservatoriana. 
Otra motivación, sin embargo, agitó su pluma desde la primera entrega de su Almanaque Sutraconista. Más allá de su misión social, de sus objetivos claramente didácticos y casi evangelizadores y la experiencia dolorosa del revolucionario inveterado, la columna era el vehículo sencillo para la intensa pasión amorosa del articulista. El mensaje lanzado en una botella, la bengala multicolor disparada al aire con la intención—ingenua, si se quiere—de llamar la atención de su sol, su paloma, su "adorada güerita" a la que dedicaba sus pensamientos y todas las entregas de su Almanaque. No había una sola en la que no escribiera siquiera un par de frases dulces para la amada secreta.
Yo estaba conmovido; sinceramente conmovido, pues nunca—hasta ese momento—sospeché que Siria pudiera expresarse con esa juguetona dulzura. Después de leer un par de entregas me aventuré, como muchos otros, en el juego de adivinar la identidad de la misteriosa beldad que de ese modo había impactado el corazón del amigo, aunque sin éxito. Su natural reserva para con su vida interior se tornó en este caso una muralla impenetrable. Tal vez, me digo, ni la misma güerita se supo encarnada en las páginas de nuestro semanario.

IV

El amor, como todos los desastres, tomó a Cirilo mal parado, fuera de balance. De haberle ocurrido siquiera una década atrás, las potencias de su alma y de su intelecto se hubieran abierto camino en el corazón de la güerita; pero cuando—una mañana de otoño—el viejo combatiente, el orador de las cien mil batallas, se atrevió a cruzar con ella unas cuantas palabras, el corazón le dijo con toda claridad que la lucha sería desesperada e inútil si de lo que se trataba era de conquistarla. 
Y no es que la güerita hubiera tenido malas palabras para el sutraconista, o que de sus ojos saliera un mensaje inequívoco de rechazo o desprecio. De ningún modo. Convencido estoy de que Cirilo jamás hubiera dado su vida por alguien que abrigara esos sentimientos. No, por el contrario, se trató de una charla "dorada, como las hojas que caían de los árboles; un momento de dicha a en el que escuché como un privilegiado sus palabras de canela y contemple sus alemanes de hada azucarada". No obstante su azoro, o tal vez a causa del mismo, nunca más volvió a buscarla, y volcó su pasión en la composición de baladas y poemas; única fuente que nos permite adivinar lo que pasaba por su mente cerca del final.
"Soy un vaso de días pasados, y todo lo que llegue a mi envejecerá de pronto". Decía una reflexión, garabateada bajo un poema llamado "Rebeldía del tiempo". Su alma, considero, se reusaba a abandonar el amor, pero su corazón de luchador le impedía someter a su amada a la esclavitud contra la que siempre había luchado. Su cuerpo, aún cuando magullado por su historia, se hallaba fuerte y nuevo aún; pero su mente era un laberinto que la güerita jamás lograría cruzar a salvo.
El día en que su pronóstico se cumplió, y su partido fue brutalmente derrotado, Cirilo se conectó a la corriente como una lavadora, y abandonó el mundo montado en un rayo. Fue un final que no puede ni debe entristecer a nadie; aunque no dejo de preguntarme qué hubiera ocurrido si, como otras tantas veces en el pasado, Cirilo se hubiese empecinado como cuando se trataba de vencer a un patrón de maneras bruscas y villanas, organizar un plantón de la nada o arrastrar a todo un pueblo al boicot; y se hubiera propuesto reconstruirse a sí mismo para conquistar a su amada sin admitir derrota, con arte y brillantez en su amorosa estrategia. 
Si tal hubiese acontecido ¿sería Cirilo un hombre feliz? Tal vez; aunque conociéndolo, hubiera encontrado en la felicidad de una compañera un nuevo dictador del cual emanciparse.

Tal vez, pienso, tuvo razón.

AS

Morelia, Noviembre de 2011 — Septiembre de 2014

domingo, septiembre 07, 2014

Una nueva forma de tomarnos de las manos (segunda y última parte)



Leandro pensó que no importaba en absoluto el poder destructor del tiempo frente al poder reparador de esa sonrisa, lo mismo que de los ojos grandes y avellanados de Raquel. De su esbeltez, que de enfermiza se tornó estilizada y sus manos delgadas, recatadamente tomadas al frente, sobre el regazo. Él se quedó callado. No recordaba a esa mujer, aunque reconocía haber vivido con ella tiempo atrás. Era como si un velo que la hubiera mantenido oculta e intacta en la oscuridad se hubiera levantado de pronto. El velo de tristeza y melancolía que lo angustiaba.
Fue tan encantadora y sencilla la aparición de su mujer, tan claro el regreso de las cosas que en ella amaba, que Leandro olvidó por un dulce momento que tenía la firme intención de abandonarla; y no lo recordó sino después, cuando se dejaba guiar de la mano escaleras arriba. Pensó por un instante que lo llevaba a la recámara, y el deseo de que así fuera borró por completo su anterior designio. Se sintió estúpido por haber estado a punto de escapar de una persona tan amada. Es así como nuestra mente traiciona al corazón. Cuando tiene motivos para creer que nuestro afecto no es bienvenido nos dice que es mejor alejarnos antes de someternos al tormento del desamor y la tristeza. Y con esa facilidad se desengaña al hombre, que una sonrisa, unos ojos iluminados repentinamente tras meses de oscuridad, convierten en gozo el sufrimiento, la melancolía en un suave carnaval. ¿Quién había dicho que Raquel lo amaba de nuevo? ¿Quién dijo que su tristeza había quedado atrás? Nadie. Tal vez era su imaginación de nuevo; tal vez el desastre era ya inevitable y en esos minutos contemplaba al moribundo levantarse en un último estertor antes de partir para siempre. ¿Era su imaginación también la mano tibia y delgada que lo llevaba furtivamente, como si su destino fuera un lugar secreto?
"Gracias por el pan", dijo Raquel. "Huele delicioso; aunque yo traje un poco hace rato". 
Entonces ella, pasando de largo la recámara entró al estudio. Leandro no tuvo tiempo de sentirse decepcionado, porque cuando siguió a su mujer al interior lo que vio le quitó por un momento el aliento.
El pequeño espacio, que durante los meses anteriores había ido cubriéndose de polvo y cayendo en el desorden se veía renovado y acogedor: los libros ordenados, los muebles limpios y amorosamente adornados con tres floreros llenos de margaritas, la flor favorita de ambos. El piano había sido limpiado también y sobre la tapa—era un Petrof vertical, siempre afinado—Raquel había puesto tres velas sin amenazar la madera del instrumento. Había otras velas alrededor, en los libreros y, sobre unas mesitas a cada lado del teclado, dos copas llenas de vino tinto. Era como la alcoba de un poeta enfermo de romanticismo en su noche de bodas. En las mesas, junto al vino, Leandro vio platos con rebanadas de pan—el mismo que solía comprar—cubiertas de aderezo y filetes de salmón.
"Ven", dijo ella. "Debes estar cansado".
Leandro se dejó quitar el saco y cuando Raquel lo hubo colgado regresó a darle un abrazo estrecho y cálido, hundiendo la cabeza en su cuello y suspirando profundamente, como si quisiera reparar con el aliento las piezas rotas de algo  que se hubiera estropeado, muy adentro. Él seguía sin poder hablar. Sorprendido, pero temeroso de que las palabras le impidieran gozar de todo aquello. Pensó en separarse del abrazo; pedir una explicación de todo ese montaje, de toda esa repentina ternura que era como lluvia en torrente después de una larga sequía, pero no quiso. Si había una razón no tardaría en saberla.
"Perdóname", dijo Raquel riendo de nuevo; y su risa era brillante como el tintineo del oro. "Yo sé que vienes cansado, pero desde la mañana tengo ganas de tocar contigo un poco. ¡Tantas ganas! He traído esta pieza en la cabeza durante todo el día y por eso contaba los minutos esperando a que regresaras".
Hasta en eso era la de antes, pensó él: corriendo y saltando, apurándose para terminar su trabajo y tener tiempo de tocar un rato juntos. El vino era parte del ritual, aunque las velas acentuaban más la calidez y cercanía de esa, la forma más íntima de la música; alianza de intenciones en la que los artistas compartían no solamente la misma obra, sino aun el mismo instrumento musical.
Entonces Leandro sonrió. Tocar con su mujer era una de las cosas que más gozaba en el mundo, apenas después de hacerle el amor; algo que ocurría ya poco. Era un amor triste e infructuoso, aunque ambos deseaban un hijo desde hacía tanto tiempo; aunque sólo él se había resignado ya a no tenerlo.
"¿Qué quieres tocar?" Preguntó sonriendo, paternal.
Ella dijo, aplaudiendo rápido como una chiquilla: "¡Dolly, Dolly!"
Leandro se sentó al piano y Raquel junto a él. En el atril estaba esa obra que Gabriel Fauré, ya en los linderos de la vejez, compuso para celebrar a la hija de su amante. Él se preguntó si acaso la elección de la música iba más allá del deleite infalible de hacerla juntos, y sin contestarse comenzó a tocar los compases que sirven de introducción a la primera pieza; una Berceuse por el cumpleaños de esa tal Dolly, la futura esposa de Debussy. Un motivo de cinco notas, cuatro cortas y una larga acompañadas por un bajo arpegiado y constante; suave, sencillo.
Al escucharlo Raquel se irguió con solemnidad, subió las manos al teclado y, tras llevarse el cielo en un suspiro, comenzó con la encantadora melodía; un mensaje de candor y curiosidad lleno de esperanza. Canto en frases largas que hacía saltar a la vista aquella niña sin necesidad de una frase o una palabra.
Leandro era feliz. La música fluía con facilidad y los acariciaba como una brisa pura y afectuosa. Ahora todo era como antes, mejor que antes. De repente Raquel cometía un error y se detenía. Se disculpaba riendo, tomaban un trago de vino y se besaban con ternura para seguir tocando luego. A veces Leandro miraba a Raquel sin dejar de tocar; contemplaba su nuca delicadamente curvada, sus orejas pequeñas que a la luz de las velas le parecían la creación de un pintor renacentista que no había nacido, que no nacería jamás.
"¡Ay, qué dicha!" Exclamó ella entonces, elevando el rostro al cielo y dejando de tocar.
"Soy tan feliz", contestó entonces Leandro. "¿Por qué dejamos de hacer esto por tanto tiempo? ¡Es delicioso!"
"Sí. ¡Es como si pudiéramos pasar horas tomados de las manos..." susurró ella y agregó luego, riendo apenas, "...los tres!"
Leandro, quien estaba a punto de seguir tocando sufrió un sobresalto y se quedó con los dedos suspendidos sobre el teclado. Se asustó ante la idea de que hubiera alguien más en la vida de ella, un hombre tal vez; e iba a levantarse cuando Raquel acarició su mejilla para obligarlo dulcemente a mirarla a los ojos.
"Estoy embarazada". Dijo. Luego lo abrazó para poder hablarle al oído: "no es la primera vez, porque lo estuve hace como cinco meses, pero perdí al bebé. Lo perdí tan suave y tan rápidamente que preferí no decirte. Hoy vi al doctor Silva, y dice que ahora no hay peligro, que todo va a salir bien. Sé que no te he tratado como se debe; que me alejé del piano. ¡Estaba tan desilusionada que me sentía de luto, Leandro! Soy una tonta. Sé que debí decirte; que hubieras entendido. Pero ahora veo que fue mejor así. Ojalá y que, si entre nosotros hubo una sombra, se vaya de inmediato. Ojalá y siempre puedas sentarte junto a mí, frente al piano, tesoro. Mira, te prometo una cosa: cuando sientas deseos de tocar conmigo sólo dime. Yo acostaré temprano a nuestra hija, traeré el vino y la velas, y el tiempo será nuestro. Después, si quieres, llevaremos la música a la recámara. ¡Soy tan feliz!"
Leandro, abrumado; avergonzado por su debilidad y por su miedo recordó, como una revelación, la noche aquella de ansioso deseo que se transformó en danza agónica de amor. Raquel lloró mucho antes de quedarse dormida, y la bendición de su llanto había llegado por fin sin que la acompañara la esperanza. Estrechando el abrazo recordó que la palabra Berceuse significaba "canción de cuna", y recogiendo un puñito de ternura del fondo de su corazón susurró al oído de esa flor estremecida: "yo también soy feliz; porque estas conmigo, y porque aun te amo".

Epílogo

Tocaron poco esa noche, sobrecogidos por el gozo; y luego se regalaron con la pasión y el entusiasmo de los primeros días. Sin poder dormir, Leandro se levantó en la madrugada, encendió un cigarro y salió al balcón. Miró al cielo, y se alegró al darse cuenta de que la noche silenciosa y estrellada era como un espejo de su corazón en calma. No pensó, curiosamente, en el futuro; como suele ocurrir a quienes reciben la noticia de que van a ser padres, o ya lo son en cierto modo. Ni en el pasado, que como sus dudas había dejado de existir. 
Pensó en Raquel y en la feliz costumbre que había nacido esa noche; esa nueva forma de pasar horas tomados de las manos, entre la música y el amor. 

AS 

Morelia, 16 de mayo de 2014.

Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.