sábado, agosto 23, 2014

Una nueva forma de tomarnos de las manos (primera de dos partes)



Cuando terminó el ensayo, Leandro bajó las manos y se quedó muy quieto mirando el teclado. En silencio, ajeno al alboroto del coro que se desbandaba. Un tenor amigo suyo se acercó para palmearlo en el hombro, pero se detuvo al ver su semblante reconcentrado, ausente. Convencido de que en esa cabeza se libraba una especie de batalla, retiró la mano y se alejó rumbo a la salida.
En realidad, Leandro había pasado las dos horas de trabajo convenciéndose de que tenía que abandonar a Raquel, a la hermosa Raquel; esa misma tarde.
El problema era que el camino de las razones, que al principio se le había presentado recto y despejado, se hallaba ahora desdibujado por una selva de contradicciones, y lo que ahora quedaba de todos los argumentos era un sentimiento solamente; sólido, como los sentimientos que nos hacen tropezar aparecen siempre, aunque ajeno a la cordura: ya no quería; no, ya no debía seguir viviendo con ella. Eso era todo. 
Hubiera podido dar razones, claro, si se las hubieran exigido. Diría, ya no la amo; por mucho que su corazón aun le pertenecía, y aunque en el fondo supiera que, para él, el amor no era algo que existía o no sin poder controlarlo, dependiente de ajenos factores, o que cayera del cielo a la manera de una bendición, sino un verbo, una acción que podía ejecutar cuando el corazón se lo pedía. Amar, para Leandro, era una decisión que ahora hacía a un lado: por eso la razón era falsa, y disimulaba esa emoción insoportable.
"Debo irme". Pensó. Caminaba con calma hacia su casa, no muy lejos de la vieja sala de ensayos en donde la había conocido. No había motivo para apresurar las cosas. Después de todo era el tiempo, ese dios inmisericorde que había creado los cielos y la tierra y todo lo que hay en ellos, el que lo había echado todo a perder. El tiempo, gran creador y gran destructor, como el amor. 
De la sala a su casa era un camino agradable, arbolado, de banquetas enlozadas que pasaba por la panadería tradicional del barrio. Era su costumbre entrar, saludar al panadero y tomar dos bizcochos y una hogaza para la merienda. Al entrar, una tela bordada y enmarcada decía a los clientes: "El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy". Como siempre, Leandro lo leyó devotamente y en voz baja, agradecido por lo menos por esa bendición. Eran costumbres también, pensó enmedio del aroma de la hornada; hijas del tiempo. Una sola vez, no por olvido, había fallado en llevar el pan y Raquel—encerrada ya entonces en el silencio que lo había demolido todo—ni siquiera preguntó la razón. Solamente se puso un suéter ligero y fue por el pan.
Ahora llegaría una vez más y pondría la bolsa de papel sobre la mesa de la cocina; después de saludar a Raquel, quien sin duda estaría en la sala, leyendo. Él diría: "ya llegué, amor"; y ella: "gracias a Dios". Convenciones de matrimonio viejo y sin hijos, aunque no llevaran juntos más de seis años, aunque ella tuviera solamente 27 y él 40.
Esa tarde, sin embargo, Leandro se sorprendió porque Raquel no estaba en la sala, ni en la cocina tampoco, como esperaba.
"Tal vez salió". Se dijo, poniendo la bolsa de pan sobre la mesa de la cocina. En un instante Leandro se dio cuenta de que era mejor así. Temía no saber qué decir llegado el momento de partir. No podría irse en silencio si ella estaba presente, y ahora tenía la oportunidad de tomar unas cuantas cosas indispensables y salir, para decretar con ello la separación. No hacía falta mucho. Viajar ligero era una de sus virtudes.
Sería lo mejor. Imposible decir: "me voy porque desde meses atrás eres una mujer triste". ¿No era su deber interesarse en su tristeza, tratar de remediarla? Sí. Lo había intentado una vez, pero ella había guardado silencio. En un momento abrió la boca como para decir algo, pero el llanto se llevó en torrente sus palabras y él no volvió a insistir con ello. Podría decirle: "Tú no eras así. Siempre fuiste eléctrica, llena de vitalidad y fuerza, y lo sigues siendo tal vez. Sólo que entonces había fuego en tus ojos. Todo lo que hacías era hermoso, luminoso por el entusiasmo de tus manos. Reías, hablabas sin parar". Pero, ¿no era él causa de ese cambio? Por supuesto que lo era. ¿Cómo reclamar después de apagarle la sonrisa con sus nostalgias; sus costumbres y preocupaciones de hombre entrado en años? No hacía falta mucho más para acabar con una juventud; aun una como esa, brillante y cálida como el sol.
A pesar de todo, no había culpa en su pensamiento. Solamente la admisión de un hecho doloroso. Tampoco le preocupaba irse sin una despedida. Ya después, tal vez, explicaría su acción. Raquel era todavía joven y muy linda. No estaban atados. Ambos podían intentarlo de nuevo con alguien más. Se había enamorado de su dicha, de su locura por la vida. Dejar que ambos se perdieran por su causa era un precio imposible de pagar a cambio de seguir juntos. Sería una verdadera bancarrota del mundo.
En ese instante, Leandro sintió la mirada de Raquel. Se volvió y ahí estaba ella, sonriéndole desde el marco de la puerta.
Raquel.
Sonriendo.

sábado, agosto 09, 2014

El jardín del gobernador, segunda y última parte



V

Meses antes, al día siguiente de su conversación con el hombre de la pelota, Mariana se detuvo extrañada ante la barda al darse cuenta de que no estaba ahí. El lugar le quedaba de camino a la Casa Dolores y la terapeuta prefería caminar a maniobrar su auto en el laberinto de exclusas, puntos de registro y casetas de vigilancia que le quitaban más tiempo que la hora y media de terapia que le daba al Gobernador. Era sólo un control al que se sometían los peatones y eso facilitaba  mucho las cosas, pero ahora se sentía involucrada con el hombre aquél y con su extraño hábito, y le contrariaba no hallarlo en el lugar en el que lo había visto durante semanas. ¿Era demasiado temprano? Mariana había adelantado su salida con la esperanza de continuar la conversación del día anterior. ¿Era su decisión de acercarse la causa de su ausencia? Ese pensamiento la inquietó, y durante unos segundos cerró los ojos para aplicar una técnica que la devolviera con objetividad al "aquí" y al "ahora".
Abrió los ojos y miró a los alrededores sin hallarlo. Luego se acercó al lugar de la barda y se puso justo en el mismo lugar en el que acostumbraba estar; sacó una pelota de tenis que llevaba preparada y la lanzó contra el póster de una corrida de toros, apuntando al círculo descolorido en la espalda del torero, la huella dejada por quien ella, de una forma íntima y compasiva, consideraba su paciente.
La pelota no regresó a su mano al primer intento, ni al segundo, sino que rodó sin control saltando por la banqueta y Mariana, apenada pero presa de una extraña determinación, fue por ella al arroyo una y otra vez hasta que, tras varios intentos logró que fuera de su mano a la barda y de regreso tras un breve rebote a media banqueta. Satisfecha, la especialista repitió la hazaña hasta que su ejecución se hizo más natural, casi automática. Buscaba analizar la conducta en primera persona, esperando encontrar la satisfacción oculta detrás de la repetición.
Al principio fue divertido, aunque la diversión fuera principalmente consecuencia del paulatino dominio del juego, y una vez que la pelota regresaba a su mano sin necesidad de mantener los ojos fijos en ella, mariana fijó su atención en las líneas del piso. Era una banqueta antigua, y profundas gritas la cruzaban a lo ancho, consecuencia de siglos de dilataciones y contracciones cotidianas. ¿Acaso había un mensaje oculto ahí? ¿Era relevante que la pelota tocara una o varias de esas gritas en su rebote? Si acaso había un patrón, ella fue incapaz de encontrarlo, aun después de algunas permutaciones con las líneas sobre las que podía rebotar la pelota. Buscó en el sol de la mañana un juego de sombras y encontró varios que le decían mucho, pero solamente tenían sentido partiendo de su propia experiencia.
Eso la dejaba con los pósters y la espalda del torero desgastada por los leves pero incontables pelotazos. Para entonces llevaba casi una hora jugando. ¿Cuántos golpes le había dado al póster en ese intervalo? ¿Cuantas veces serían durante toda la mañana? ¿En un mes? ¿Venía solamente por las mañanas el hombre de la gabardina? Trató de pensar en todas las connotaciones que conocía de la palabra "torero", de la palabra "espalda" sin hallar una motivación para la que no tuviera que entrevistar al paciente. Era simplemente tiempo perdido. Era psicóloga, no detective, aunque ambas cosas tuvieran mucho que ver. Aun así, su curiosidad se había vuelto insoportable. Debía de existir un patrón o un satisfactor para esa conducta. Era imposible que se tratara de un loco sin causa para sus actos.
Entonces lo vio.
Lo vio, y sin que ella se diera cuenta la pelota, que había seguido lanzando automáticamente, cambió de rumbo y la golpeó levemente en el brazo para rodar luego al piso y detenerse tras varios breves rebotes. Justo frente a ella, apenas arriba del toro y el torero, había una grieta en la barda y letreros; de mediano tamaño y forma ovalada, a través de la cual podía verse el baldío; o por lo menos una parte. Justo el lugar en donde un solitario pirul daba sombra escasa al hombre de la gabardina el cual, sentado sobre un pedazo grande de escombro, parecía conversar con un invisible interlocutor.
La pelota estaba en su mano, pero no jugaba con ella.

VI

Cuando Mariana entró a la iglesia de la Misericordia, y suplicó que la dejaran pasar al terreno para poder hablar con el hombre de la pelota el sacristán, un hombre mayor de calvicie pronunciada, monacal, le dio la espalda sin decir nada y desapareció por la puerta de la sacristía. Iba a ir en su busca cuando lo escuchó caminar de regreso, ahora acompañado de una mujer de su edad, o quizá un poco mayor a quien regañaba ansiosamente y sin cuidarse de ser escuchado.
"Te dije que permitir que don Santos entrara lo iba a meter en problemas a él, y de paso a nosotros".
"¡No seas escandaloso!" Se defendió la vieja; "¿de qué problema hablas?"
"¡Pues que no lleva ahí un par de horas y ya llegó una gente del gobierno a llevarlo preso!"
"¿Y cómo sabes que es del gobierno? ¿Eh? ¿Mitotero?"
"Ven a verla. Está bien vestida y peinada. Además, habla pulidito como niña del Liceo."
"¡Si serás bruto, Susano!" La pareja se detuvo apenas tras la pared de vidrio esmerilado de la sacristía. "los del gobierno son una pandilla de animales. ¿No se te ha ocurrido que puede tratarse de alguien que lo conoce? Tal vez él le dijo que viniera".
"Sí, me conoce". Interrumpió Mariana tratando de sonar amable. La vieja, llamada Lidia, asomó la cabeza desde la sacristía.
"¿Usted conoce a don Santitos?"
"Claro que sí. Y no soy del gobierno. Soy, digamos, doctora".
Lidia se alisó el pelo con las manos, estudiando más de cerca a la mujer. "¿Doctora? ¿Del corazón?"
Mariana entonces dio pequeños golpecitos sobre su sien con el índice de la mano derecha, mientras sonreía con inocencia. Lidia abrió muy grandes los ojos y la boca en un gesto de asombro, y suspiró: "¡No me diga que don Santitos...! ¡Dulce niño Jesús, ya se lo llevan!"
"¡No, no, no!" Se apresuró a calmarla. "¡No se trata de eso en absoluto!" Yo solamente quiero ayudar".
"Pues ojalá pudiera"; se metió el sacristán, quien mascaba media torta sacada de un escritorio sucio y descolorido como todo lo demás que había en la sacristía. "Aunque para mí que don Santos la va a tratar como a los demás".
"¿Lo han tratado otros especialistas?"
Lidia le hizo a Susano una seña para que callara y dijo, tomando inesperadamente a Mariana de las manos.
"Vinieron dos doctores. El párroco los llamó porque es amigo de esa familia desde hace muchos años".
"¿Familia?", la interrumpió Mariana. "¿Cuál familia?"
"Es una tragedia muy grande, y don Santitos no habla de ella, ni creo que lo haga nunca. Por eso hace el teatro aquél de la pelota, para que nadie lo moleste queriendo saber por qué pasa horas ahí parado, quiero decir, realmente. Mire, don Santos tenía una familia. Una esposa, mujer muy guapa que era ella, y dos hijos. El párroco nos cuenta que se querían mucho. Tenían sus problemas, pues; como todos, pero eran lo que se dice una bonita familia. Pero ya ve usted que sólo Dios, nuestro Señor, sabe por qué pone a prueba a unas personas y a otras no. Y pasó entonces que la señora y los niños enfermaron de no sé qué cosa, de esas que se heredan entre parientes. Ella la tenía desde niña, y cuando se le manifestó lo hizo también en sus hijos. Horrible enfermedad que se los llevó a a los tres en cosa de seis meses".
"¡Increíble!"
Eso dijeron todos. Don Santos lo tomó muy bien para un desastre de ese tamaño: organizó las misas y los velorios él mismo, sin permitir que nadie le robara ese privilegio. Como murieron aquí, en el hospital, su amigo el párroco le permitió comprar unas tumbitas en el camposanto de atrás. Decía que eran 'a perpetuidad', ¿verdad, Susano?"
Ambos soltaron una risita de ecos siniestros, mirándose a los ojos, y Susano, el sacristán, repitió: "¡a perpetuidad!"
"Esa perpetuidad duró solamente diez años", continuó la mujer; "diez años durante los cuales don Santos visitó la tumba de su familia bajo ese pirul todos los días. Así lo conocí yo, señora. Mañana tras mañana, porque él trabaja por las tardes, venía y se sentaba frente a las tumbitas; a veces traía comida y almorzaba ahí. Una o dos veces fui a ver si le hacía un poco de plática, pero aunque no fue grosero me di cuenta que mi compañía no le gustaba; o la de nadie, para el caso. Pero nunca hubo problema, porque nadie lo molestaba.
Lidia llevó entonces a mariana a la oficina y ahí, por una ventana que daba al terreno, era posible ver al hombre de la pelota sentado frente al árbol arruinado.
"Entonces vino la expropiación", suspiró la mujer del sacristán. "En el primer año del Gobernador llegaron los abogados a decir que los diputados habían pasado una ley; que dizque todo el hospital era una desastre, que estaba viejo, atrasado y otras mentiras. Porque era un buen hospital. Sí, viejo. Eso claro; tan viejo como el siglo, pero daba su servicio. Aun así, la ley esa decía que el terreno ya no era del hospital sino del gobierno, porque el gobierno le iba a dar buen uso. Demolerían el viejo edificio para hacer una escuela, o un teatro, o una biblioteca, o no sé qué".
Mariana no dijo nada a pesar de saber, por lo que había oído en la oficina del Gobernador, lo que realmente iban a construir ahí.
"El camposanto fue expropiado con todo lo demás. Se construyó uno nuevo en las afueras y los deudos aun vivos se llevaron a sus muertos a las tumbas que les regalaron allá. Todos menos don Santos, quien se negó a que nadie tocara a su familia. Ni para cambiarlos de lugar ni para ninguna otra cosa. Es como si se hubiera encariñado también con las tumbitas y el pirul".
"Bueno, eso es normal", dijo Susano. "Yo lo entiendo. Las tumbas son algo sagrado, como los difuntos. No es algo que deba andarse moviendo de aquí para allá. Eso es cosa de ateos y herejes".
Lidia le soltó un codazo al sacristán. "Eres un simple", le espetó. "¿No recuerdas lo que esos tipos le dijeron a don Santitos? Que si no movía a su gente le iban a echar metros y metros de concreto encima. ¿Qué te parece eso como respeto para los muertos?" Luego se volvió de nuevo hacia Mariana y le suplicó: "tal vez usted pueda hacer algo. A ese pobre hombre no lo dejan ya ni entrar a donde su familia está enterrada. Solamente hoy lo hicimos pasar por pura compasión, pero mañana lo va a ver de nuevo frente a la barda como un loquito. ¡Debe haber algo que usted pueda hacer!"

VII

Podemos explicarlo todo y dar nuestras razones con endiablado aplomo, aunque a la postre solamente somos esclavos de nuestros pretextos.
Mariana no pudo dormir esa noche pensando en lo que estaba a punto de comenzar. Era una idea nacida de la exasperación, pero también de un deseo sincero de curar, de aliviar el sufrimiento de sus pacientes. En un principio pensó en intentar que don Santos dejara ir los cuerpos de su esposa y sus hijos, separando su alma, la parte de ellos que es eterna, para permitirle mover lo que no era más que un cascarón; pero se dio cuenta de que el hombre tenía conciencia de ello, que amaba y veneraba esos cuerpos y el lugar en el que estaban, no por lo que eran (y ahora entendía sus palabras acerca del amor y los ladrillos), simples envolturas temporales convertidas en polvo; sino como las reliquias sólidas y tangibles que eran para él, sin negociación posible con la paz que le daba su cercanía, que era la de su propio feliz pasado. Eso sin mencionar lo difícil que era tratar a alguien que se rehusaba a hablar sobre las causas de su pena con todos, al grado de idear el curioso ritual de la pelota para llevar la atención de la gente por otro lado y mirar, por un agujero, el lugar en el que realmente deseaba estar. 
Pero si su idea era contraria a la ética y a lo que se esperaba de ella como terapeuta, Mariana se preguntaba la razón por la que había aparecido en su mente con la claridad del cielo, al ver a don Santos sentado frente a la tumba. Fue como si alguien, un ser invisible, se la hubiera susurrado. No podía estar equivocada.
La terapia con la que trataba al Gobernador estaba comenzado a dar resultado. Para su sorpresa era una persona fácilmente sugestionable, y sus ataques de ansiedad habían cedido tras unas cuantas sesiones.
¿No era acaso esa la razón, el objetivo de la sugestión hipnótica? Su paciente podía sentirse mejor, podía ser más efectivo en su trabajo. Pocas cosas podrían elevar más su nivel de conciencia que la creación de una obra pública duradera y buena. No era una cuestión moral, sino pragmática: la traducción en acciones de una terapia exitosa.
Mariana se sentó en la cama y, aunque estaba sola comenzó a hablar en voz baja:
"No es necesario que engañe a nadie. Voy a romper las reglas, y no  por don Santos, aunque me parezca guapo, o interesante; ni por mí; sino porque no puedo evitarlo. No puedo resistir las ganas de hacer todo esto para ver qué pasa, por muy irresponsable que tal cosa pueda sonar. Soy una psicóloga, pero no soy perfecta, carajo".
Cuando hubo admitido eso, Mariana dejó de revolverse en la cama y se quedó dormida. Al otro día comenzó a insertar la idea de un parque en los terrenos de la Misericordia en los scripts hipnóticos del Gobernador.

VIII

La intención, profunda y verdadera, de construir un jardín en lo que había sido un hospital y camposanto había sido ya instalada con éxito en el subconsciente del Gobernador el día de su discusión con el Secretario de Gobierno. A tal grado que el astuto político se quedó preocupado por la incapacidad de su segundo al mando para apreciar los enormes dividendos que en cuestiones de imagen y legado tendría una obra sencilla pero significativa como esa. ¿Qué diablo se le había metido? Pensaba. Era claro que había entrado al negocio del casino sin avisarle, y esa falta a la más elemental cortesía entre colaboradores y aliados políticos lo afirmó en su determinación de negarles el terreno que había expropiado para ellos. Para no hacer tronar del todo las relaciones con el centro del país, les regalaría las licencias y hasta les daría algo de dinero a manera de compensación; pero se tendrían que ir a otra parte. Con esa idea en mente saludó a Mariana y se preparó para gozar de su terapia; la mejor parte de su día y una que esperaba como el niño espera un juguete.
Mariana estaba inquieta. Nuevamente esa sensación de que el secretario de Gobierno la miraba con sospecha, casi con odio. Minutos antes de ser anunciada vaciló entre llevar o no su plan hasta el fin, pero esa mirada le quitó cualquier duda. Pidió al Gobernador que descolgara sus teléfonos y se recostara con comodidad en su sillón, y se dispuso a llevarlo a un trance profundo para instalar el ancla final de su tratamiento.
Tenía razón. En cuanto salió del despacho de su jefe, Zapata fue a encerrarse en su oficina. Pensativo, se sentó frente a su escritorio y, tras golpetearlo unos segundos con el índice derecho abrió un cajón con llave y sacó un pequeño altoparlante que conectó en el cajón mismo. Encendió un interruptor y luego acercó la bocina a su oído con cuidado. Por ella comenzó a escucharse lo que se hablaba en el despacho del Gobernador con perfecta claridad. La voz de Mariana, dulce y ligeramente siseante hablaba de paz, de relajación y de lugares tranquilos. Hasta era posible oír la respiración profunda y pausada del estadista en trance. Ese micrófono estaba conectado a una grabadora que se activaba al conectar el interruptor, y su cinta sin fin registraba hasta una hora de conversación. Aunque Zapata espiaba a su amigo ocasionalmente, esa era la primera vez que lo hacía durante su terapia, y se reprochó por ello con severidad. Había sido un error dejar que esa mujer le hablara sin supervisión. El buen humor del mandatario, su paz y la velocidad con la que recuperaba la tranquilidad cuando la perdía le habían parecido curiosas, no sospechosas. ¡Eso de la hipnosis suena tanto a control mental, a manipulación! ¡Cómo no lo vio antes!

"Eres un hombre poderoso que toma decisiones inteligentes, pero las toma desde el corazón".

Decía la voz de Mariana por el altoparlante. Zapata sonrió por las palabras tan ridículas y la ridícula lentitud con la que se decían. Sin embargo, su sospechas tenían una falla: ¿qué le importaba a ella? Su proyecto no tenía enemigos conocidos, y si los hubiera tenido ocultos no se valdrían de una psicóloga para destruirlos. Era mucho dinero invertido en ello como para asumir un riesgo semejante. Por un momento pensó en apagar el interruptor. Ya después tendría tiempo de hablar con esa mujer y sobornarla para ponerla de su lado. Con la motivación correcta no sería difícil persuadirla de decirle al Gobernador, con la misma vocecita, que tomara desde el corazón la decisión de construir el maldito casino.
Movió la mano hacia el interruptor dentro del cajón e iba a apagarlo cuando escuchó a Mariana decir:

"Y ahora piense en ese jardín que hará felices a tantas personas, a tus gobernados, que hablarán de ello a sus hijos, sus hijos a sus nietos..."

Zapata se quedó muy quieto y murmuró: "hija de la..." sin completar la frase a causa de la sorpresa. El orgullo de saberse en lo cierto lo hizo sonreír sin que por eso las llamas del enojo dejaran de crepitarle con fuerza, brotando de su pecho e invadiendo todo a su alrededor. Entre más escuchaba más ideas venían a su mente para destruir la carrera de Mariana, para destruirla a ella; para hacerle la vida miserable, y de paso demostrarle al gobernador que era un pendejo; un perfecto pendejo que se dejaba manejar como un muñeco. Ya no le importaban las razones por las que la terapeuta lo atacaba de esa manera, porque ya tendría tiempo después de averiguar para quien estaba trabajando, primero, y luego preguntarle de dónde había sacado el valor para intentar retarlo.
Zapata cerró los ojos y trató de controlar su enojo. Respiró profundamente y repasó una por una las cosas que iba a hacer y la forma en que iba a hacerlas, tratando de que no se le olvidara ningún detalle. Pero cuando levantaba el teléfono para llamar al coronel Zepeda, responsable de la guardia personal del Gobernador, escuchó que Mariana modificaba el tono de su voz. Había dejado de ser un susurro suave, lento, amable y dulce. Seguía siendo un susurro, pero uno que se había tornado penetrante, incisivo y mandón. Intrigado, se llevó la bocina al oído y lo que escuchó lo llenó de horror:

"...y en tanto escucha atentamente el sonido de mi voz, sepa que el Secretario de Gobierno tiene en su poder las fotografías que lo comprometen con la muerte de su yerno. Las guarda para usarlas en su contra. Para mostrarlas a su hija si lo considera necesario. Usted no podrá recordar esta importante información cuando despierte, a menos que escuche este sonido..."

Y se escucharon tres fuertes chasquidos de los dedos de Mariana, los que repitió luego de reforzar la sugestión otras tres veces.

"...al despertar me dará escolta permanente, y solamente la levantará cuando con mi voz escuche las palabras: llévese la blanca nieve".

Zapata reflexionó durante unos segundos, y su inacción le hizo pensar que él mismo se hallaba bajo el influjo de esa especie de bruja. Luego, sin poder encontrar una solución inmediata, colgó el teléfono lentamente. En el despacho, Mariana sacaba del trance al gobernador con una cuenta regresiva. Entonces el Secretario de Gobierno apagó la bocina y la grabadora.
Minutos después fue llamado para acompañar a comer al estadista. En el amplio vestíbulo vio a Mariana alejarse rumbo a la puerta mientras el jefe daba a Zepeda instrucciones precisas de poner a dos hombres que por turnos la custodiaran las 24 horas del día. No dio más explicación, ni el coronel se la pidió. Cuando por fin se volvió hacia su amigo, el Gobernador lo miró con desconfianza, como con ganas de reprocharle algo, pero sin poder recordar qué.

Epílogo

Las brisas se hicieron más frecuentes a finales del verano, y el pirul, añoso y grande entre otros árboles recién plantados, se mecía con suavidad sin dejar de darle sombra a Santos y a Mariana. Estaban sentados, uno al lado del otro, en una banca de metal con el escudo del gobierno del Estado adornando el respaldo. Santos terminaba su almuerzo y hablaba lentamente pero sin interrumpirse una especie de poema de amor mientras Mariana lo escuchaba, divertida, mirando a los niños que corrían por los prados, que montaban en bicicleta y paseaban a sus mascotas. Una pareja, no muy lejos, se besaba debajo de una sombrilla. Miraba el pequeño lago artificial y, un poco más allá, los columpios siempre ondulantes. A unos cuantos pasos detrás de ella, como si no la conociera, un agente de la seguridad del Gobernador la vigilaba fingiendo leer el periódico, o leyéndolo tal vez, porque nunca se había reportado novedad con esa vigilancia particular. Ya no digamos un simple asalto; ni siquiera un admirador impertinente o boquiflojo le había dado a su escolta algo que hacer. Tal vez pronto, pensaba la muchacha, iría a saludar al Gobernador para agradecerle el parque y decirle, como por casualidad, llévese la blanca nieve. 
Santos, en cambio, miraba un rectángulo robado al césped, en el que varios rosales florecientes perfumaban la tumba de su familia. No había cruz ni lápida, aunque una bardita que apenas llegaba a la rodilla era suficiente para que ni por descuido alguien pisara esos rosales que el hombre de la pelota cuidaba con amor y constancia. Las huellas de su sufrimiento habían desaparecido de su rostro, y un semblante joven y expresivo había emergido de las antiguas ruinas.
"Gracias", dijo a Mariana, "el almuerzo estuvo delicioso". Luego tomó su mano como se toma una paloma, y la besó. Sin retirarla, ella recostó la cabeza en su hombro y cerró los ojos. Después de unos minutos de dichoso silencio, Santos dijo:
"Hay algo que todavía no te he preguntado".
"¿Sí?"
"Cómo fue que supiste lo de las fotos, si el Gobernador no lo sabía tampoco".
"No lo sabía", dijo Mariana sin abrir los ojos. "Bueno, sabía que existían, pero no quién las tenía. Fue una corazonada. Se trató de la primera ansiedad que le quité, la del destino de esas fotos. Luego la volví a poner, pero en un lugar en donde no le estorba, solamente por si acaso".
"Las cosas buenas pueden llegar de cualquier parte".
"Sí", susurró Mariana, feliz, acercándose a Santos un poco más, enredando sus brazos con el de él; "es sorprendente ver cómo de tantos benditos errores hemos heredado tanta paz".

Y ambos se fueron, seguidos de la escolta, tomados del brazo y en silencio.


AS

Morelia, 11 de Junio de 2014.
Irgendwo auf der Welt
fängt mein Weg zum Himmel an;
irgendwo, irgendwie, irgendwann.