I
La primera vez que vio al hombre, Mariana creyó que se trataba de un loco recién escapado del manicomio. Sólo cuando por curiosidad profesional se detuvo a observarlo a la mañana siguiente, tras verlo en el mismo lugar y haciendo lo mismo por varias semanas, se dio cuenta de que no era así. Lo que había confundido con una hopalanda de hospital era en realidad una vieja gabardina; arruinada pero limpia; el pelo ralo y cómicamente desmelenado por la brisa estaba lavado y quizá hasta había sido peinado horas antes, y el rostro un poco arrugado y seco mostraba la dignidad de quien es aun dueño de su cordura. Lo único que desentonaba era que, como siempre, el hombre se entretenía lanzando una pelota de tenis contra la barda de madera. No tenía—la barda—mucho tiempo ahí, pues había sido colocada para limitar el terreno que ocupó durante décadas el Hospital de la Misericordia, anexo a la parroquia del mismo nombre. la iglesia seguía ahí, pero el hospital había sido demolido a principios de ese año. Era una barda como cualquiera otra. Dispareja; pintada del verde ese que siempre sobra y casi regalan en las tiendas Dupont, y estaba invadida por la propaganda de los cines, las luchas y los cigarros. Así, cuando Mariana pasó de nuevo por ahí al día siguiente y el resto de la semana, vio al hombre frente al mismo tramo de barda, arrojando la pelota contra ella con apenas la fuerza suficiente para hacerla rebotar al piso y de regreso a su mano. Así, una y otra vez, sin que nadie lo molestara.
II
Poco más de tres meses después, el Gobernador bebía un escocés sin agua de frente al gran ventanal de su oficina en la Casa Dolores, su residencia oficial. Se había quitado el saco para engañar al calor de principios de la primavera y miraba sin ver allende las jacarandas que sombreaban los prados recién podados. Era una mañana quieta, soleada y él se sentía de maravilla. De hecho, no recordaba el gozar de un bienestar semejante desde que era un muchacho de veinte tantos y gastaba con la bella Susana el dinero que ganaba como asistente en el bufete de su padre; sin otra obligación que la de disfrutar cada minuto de esas tardes de venturoso idilio.
Ahora, 30 años después, se propuso saborear el beso tibio del whisky con la clara inconsciencia de antaño, y se sorprendió de nuevo al ver lo insignificantes que eran problemas que poco antes juzgaba insalvables. Esos monstruos que amenazaban con destruir su administración, con acabar su carrera política y arruinar su reputación no eran—ahora lo comprendía y ya era tiempo—sino producto de su imaginación alimentada por sus miedos y absurdas supersticiones.
Pensaba, por ejemplo, en el famoso caso de Luis Carrizales; ese mariconcito que amenazó con provocar su caída con un escándalo para el que usaría fotografías que tomó siendo su escolta. Al gobernador no le había preocupado la estabilidad de su régimen, blindado a prueba de chantajitos gracias a sus cuidadosos antecesores, quienes hicieron la remoción del gobernador algo prácticamente imposible; y en cambio lo aterrorizaba que su hija se enterara de que su novio, al que llevaba casi un año llorando, no había muerto a manos de una pandilla de inadaptados sociales, de ojetes vagabundos en el delirio de la droga como se había hecho creer a todo mundo, sino que se había despedido del mundo aullando, eso sí, como un ajusticiado, pero molido a palos por él mismo, su padre; a quien cada patada, cada batazo que dejó ir a la cabeza de ese desgraciado le obsequiaron con un secreto placer.
Por supuesto que no se arrepentía. ¿Quién le dijo a ese muerto de hambre a quien la Maja conoció en la preparatoria, a ese hijo de albañiles, que podía alzarse con el premio inaudito de la hija del Gobernador? ¡Hijo ejemplar! ¡Estudiante destacado! De todo habían dicho quienes pedían justicia y castigo para los responsables, incluyéndolo él mismo. ¡Si hubieran visto al estudiante suplicar llorando por su vida! ¿A qué hora había tomado el cabrón de Carrizales esas fotos? Se había distraído. Se había dejado arrastrar por la emoción y el odio. Era, después de todo, uno de esos trabajos en los que no permites que un sicario te robe la diversión.
Dio otro sorbo al escocés, y sonrió ante lo absurdo de sus preocupaciones, la facilidad con la que sus miedos desaparecieron casi por si solos.
Casi, si se descontaba lo hecho por Pepe Zapata, su Secretario de Gobierno. Y lo mismo había ocurrido con la mayor parte de sus antiguas angustias. Era como un milagro, aun suponiendo que a su edad se pudiera creer en los milagros. Si eso no era posible, ¿a quien agradecer la feliz circunstancia a la que debía tanta paz?
De repente, el Gobernador puso el vaso en el marco de la ventana y se quedó con la mirada fija en un punto del horizonte cercano, y tras hacerle a Zapata una seña para que se acercara, le señaló el lugar diciendo solemnemente:
"Ya sé qué hacer con el terrenazo ese de allá".
III
Mariana, aunque mujer y muy linda, nunca fue curiosa. Y sin embargo el hombre que encontraba todas las mañanas lanzando su pelota contra la barda del terreno iba ocupando cada vez más espacio en su mente, y conforme pasaban las semanas más tiempo era el que dedicaba a preguntarse la razón de su conducta. No era que le pareciera necesariamente enfermiza, sino que se asemejaba más a un juego; obsesivo y extraño, pero un juego al fin. Tras mucho pensárselo, Mariana se acercó al hombre de la pelota un día en que no tenía que llegar temprano al trabajo.
Mirándolo de cerca le pareció más bien joven. Una mirada atenta y educada como la suya le permitió descubrir que las huellas que avejentaban su rostro no habían sido causadas por el tiempo, sino por desastres interiores que la intrigaron todavía más. Muy pocas veces a lo largo de su carrera Mariana había podido ver con semejante claridad y crudeza los estragos del dolor, sobre todo en una persona que le parecía sorprendentemente tranquila. Debía estar acostumbrado a que lo miraran, pues aunque se había acercado a no más de unos cinco pasos, la presencia de la mujer le había pasado por completo desapercibida. Seguía ensimismado en su juego.
Mariana comenzó entonces a buscar una frase con la cual pudiera iniciar una conversación. No deseaba disturbar aquél ritual (pues tal parecía a juzgar por la concentración y calma del jugador) con una frase trivial o un comentario que careciera de importancia para cualquiera de los dos. Quería decir algo verdadero, por lo menos en parte; pero le costaba trabajo pensar en algo que no fueran pelotas o bardas. ¿Qué había en esa cabeza más allá de esa aparente obsesión?
Estaba a punto de darse por vencida y preguntarle simplemente si podía hacer algo por él, cuando el hombre retuvo la pelota, y en lugar de volver a lanzarla contra la barda le dio vueltas en la mano; lentamente, contemplándola como si la hubiera encontrado tirada momentos antes y la estuviese viendo por primera vez. Luego, sobresaltando a Mariana, la miró a los ojos y le dijo: "¿No es acaso una desgracia lo que le hacen a la ciudad?"
Ella se llevó la mano al pecho sin darse cuenta. Los ojos que la miraban encerraban a la vez tanto dolor y tanta bondad que no pudo evitar pensar en un perro recién atropellado; casi como un reflejo contestó: "¿a qué se refiere?"
"¿Cómo?" dijo él, sin dejar de darle vueltas a la pelota en su mano. "mire usted, si tiene la oportunidad de viajar a cualquier capital de Europa y camina por lo barrios viejos tendrá sin duda la oportunidad de ver, uno tras otro, hermosas casas y antiguos monumentos conservados con un afecto que va mucho más allá del deber. Aun las ciudades arrasadas por la guerra se vieron a si mismas renacer gracias al celo de sus propios habitantes, quienes salvaron de los escombros una cara de santo por aquí, y por allá un escudo de armas; frisos, estatuas o cualquier cosa que les permitiera darle a su calle el aspecto que tenía antes de su destrucción".
El hombre miró hacia la barda y el póster desgastado antes de continuar: "en cambio aquí no es posible dar un paso sin toparse con estos horrendos boquetes que ofenden la vista e insultan la inteligencia. Nosotros llevamos siglos sin estar en guerra, y sin embargo la nuestra parece una ciudad bombardeada. Por cierto, me llamo Santos".
"Yo soy Mariana; Mariana Fernández", dijo ella, estrechando una mano fuerte y cálida, atenta todavía a las palabras que escuchaba. Hasta ese momento no se había dado cuenta de cuánta razón tenía. En toda la ciudad, pero sobre todo en esas calles, el trabajo de la piqueta era incesante. Se preguntó la razón por la que, de todos los edificios que habían sido demolidos, don Santos había elegido ese hospital; viejo, pero no particularmente bello.
"Es usted, supongo, un historiador; o un crítico de arte", preguntó Mariana. Por su modo de hablar, aquél hombre era persona educada, tal vez un especialista que apreciaba detalles del anexo de la Misericordia que a ella se le habían escapado.
"No. En absoluto", contestó. Pero no es necesario ser uno para amar estos lugares por mucho más de lo que son en realidad; o sea, simples edificios: montones muy viejos de piedra y argamasa. Y digo amar por una razón; los críticos son personas cuyas opiniones sobre las obras que juzgan son tan cambiantes como el clima. El amor es constancia. No depende de modas ni mucho menos está sujeto a la fuerza del progreso de la que se habla últimamente. Si éste es el precio del progreso y la modernidad—y señaló de nuevo el baldío bardeado— entonces ese precio es impagable".
Mariana, extrañada por el discurso que juntaba al amor con los ladrillos, cobró ánimos para opinar recordando cosas que había logrado escuchar, contra su voluntad, en horas de trabajo: "más bien es el precio de la corrupción".
Don Santos cerró los ojos y sonrió por vez primera en esa conversación, asintiendo con la cabeza. El gesto universal de sentirse sinceramente comprendido.
"Pero entonces", aventuró Mariana, sintiendo que había llegado el momento de hablar de lo que tanto la intrigaba; "¿Lo que usted hace aquí es una especie de protesta?"
El rostro del hombre se iluminó brevemente con una chispa de sorpresa.
"¿Una protesta? Sí, claro que lo es. "Qué otra cosa si no? Y supongo que usted es periodista, o algo así".
"En efecto", mintió Mariana sin desviar la mirada. "Se trata de un reportaje para... El Sereno".
"Buen periódico. Aunque solamente lo compré un par de veces hace mucho", dijo Santos; y en voz más baja, confidencial, añadió: "Mire usted, yo le agradecería que no publicara nada todavía. No conviene hacer ruido con algo que ni siquiera es noticia. O por lo menos eso dijo uno de sus colegas hace un par de semanas".
"Debió ser un imbécil".
"Tal vez. Preguntaba, eso sí, puras cosas que los imbéciles preguntan: que dónde comía, y de donde sacaba el dinero para vivir cuando era claro que no trabajaba, y que si no tenía otro quehacer..."
"Yo prometo no preguntar ninguna de esas cosas"; dijo Mariana sacando de su bolsa una pequeña libreta como la que usan los reporteros; pero ya para cuando estaba lista don Santos había reanudado su juego, o protesta, arrojando suavemente la pelota contra la barda y recuperándola siempre con el mismo calculado rebote. En silencio y dando a entender que no respondería a nada más.
IV
"Por supuesto que sabe qué vamos a hacer con ese terreno, señor Gobernador," dijo el Secretario de Gobierno, acercándose. "Lo decidimos hace meses, con los socios que vinieron desde la capital. Vamos a construir un club privado, el más elegante de la provincia. Los planos están listos y la construcción comienza en 3 semanas".
Había preocupación en la voz del funcionario, por mucho que tratara de disimularla con el orgullo y la satisfacción de lo que estaban planeando, pues el Gobernador no era el mismo en fechas recientes, y parecía tener sus propias y secretas satisfacciones. Porque sin darse cuenta, o fingiendo no darse cuenta de lo que pasaba por la cabeza de su colaborador, le dijo: "lo sé, Pepe. Lo sé. No creas que no me acuerdo. Lo que pasa es que desde hace días me he sentido a disgusto con la idea del club ese. No me preguntes por qué. A lo mejor no acaba de cuadrarme eso de acomodar un pinche casino ahí, juntito a la iglesia de la Misericordia".
El Gobernador se detuvo. Un tenso silencio cayó sobre ambos hombres. Finalmente, tras unos segundos que al secretario se le hicieron crueles e interminables, su jefe preguntó, con el tono casual de quien sugiere un lugar para comer y tomar la copa:
"¿Y por qué no hacemos unos jardines?", y luego, sonriendo abiertamente, "no lo sé, un parque, con su lago, juegos, un paseo; algo así".
Estupefacto, el Secretario de Gobierno casi se tropieza cuando se dio la vuelta para alejarse del ventanal en el que el Gobernador, sumido aun en la contemplación, se había quedado. La cabeza le daba vueltas y eran inútiles sus esfuerzos por detenerla y usarla para pensar en qué momento las cosas habían comenzado a echarse a perder.
"Estás bromeando, ¿verdad, Pablo?" Le preguntó al Gobernador sin volverse. haciendo a un lado las formas por primera vez en esa oficina. "Dime por favor que se trata de una broma".
"No, Pepe; claro que no. Hablo en serio. ¿Por que te enojas? ¿Qué importancia tiene? No es el primer negocio grande que arreglamos ni será el último. Si la gente viene de la capital o no, la verdad no tiene importancia, ¿o sí? De todos modos nos pelan el nabo. nosotros somos los que mandamos aquí y no ellos".
"No digas barbaridades, Gobernador, que esto sí te podría costar el hueso, y a mí también, de paso. Los socios son personas importantes, muy cercanas al Sr. Presidente".
"Claro. Yo también soy cercano al Señor Presidente, y todos los diputados y sus esposas y un montón de personas van a llegar diciendo que son sus cuates del alma con tal de apantallarte y lograr lo que se proponen, aun a sabiendas de que el Presidente no se va a ensuciar las manos por salvar el terreno para un garito, o para un hotel. A lo mejor pone mala cara porque le gustan las fiestas y los relajitos; pero de ayudar en eso a sus supuestos amigos, de eso, nada".
El Secretario de Gobierno regresó escandalizado al ventanal para llamar la atención del Gobernador.
"¿Y nuestras carreras, Pablo? ¿Es tan importante esto como para ponerlas en riesgo?" Su voz era la de una persona en aguda tensión emocional, casi suplicante.
"¿Cuales carreras, Pepe? ¡No mames!" Exclamó el Gobernador volviéndose finalmente hacia su colaborador. "¡Ya llegamos a la cumbre, Zapata! De aquí ya no podemos ir más arriba, ni tú ni yo. Además, te recuerdo que los presidentes no duran para siempre, y si el actual se enoja por una idiotez como ésta, ya no tarda en irse de todos modos".
"Pero ¿Por qué un parque? ¿De donde salió esa idea?" Zapata recuperaba poco a poco el gobierno de sí mismo. "Es la primera vez que te escucho hablar de algo así".
"No lo sé", contestó el Gobernador mirando de nuevo el ventanal rumbo al parque que solamente él podía ver. "Te juro que no lo sé. En los meses recientes he sentido un cambio en mi forma de ver el mundo. Es la obligación de todo gobernante buscar elevar sus miras; superarse a sí mismo para servir mejor a sus conciudadanos. Mira, Pepe; cómo en las ciudades más importantes del mundo tienen hermosos jardines enclavados en sus colonias populares; aun aquellas densamente pobladas. Son detalles, también esos, de modernidad y buen gobierno. Tú sabes que mi mente y mi corazón se están transformando; que gracias a eso he dejado de ser un hombre atormentado, aunque atormentado en secreto, que esas mariconadas no tienen por que saberlas la ciudadanía. Es cosa de cada cual. Y recuerdo, Pepe, que tú mismo dijiste que te daba gusto verme así, jovial y saludador como debe serlo todo buen político, y no con la cara de enterrador con la que andaba después de la elección".
"Bueno, sí, así es. Pero esto es otra cosa muy distinta. No se habla de alegrías y tristezas, sino de grandes sumas en metálico".
"Es lo mismo. No hay transformaciones a medias, Pepe. Una transformación a medias no es más que una deformación".
"No debemos mezclar lo personal con los asuntos de gobierno".
"¿Y desde cuándo los permisos de demolición, de construcción y las licencias de juego son actos de gobierno? La creación de espacios públicos, mi amigo, si lo son. Actos de gobierno que perduran en la memoria de los ciudadanos".
Y luego, sin previo aviso, sin dar tiempo a que nadie se preparara, el Gobernador dijo algo que sumió de nuevo a Pepe Zapata en la turbación; una frase cuyo poder destructor no fue medido a cabalidad por quien lo estaba pronunciando:
"El dinero no lo es todo".
El Secretario de Gobierno comenzó a pensar en que esa pesadilla no podía ser real, que a causa de alguno de sus muchos excesos estaba imaginando todo aquello. ¿Era su amigo, el viejo Pablo Lamas, su cómplice y cerebro del crimen cuya fortuna era un enorme cementerio de escrúpulos, el que acababa de decir que el dinero no lo era todo? Era muy cierto que últimamente se había estado comportando muy extrañamente y aparentaba una jovialidad juvenil que le irritaba, pero hasta ahora nada, absolutamente nada que afectara los negocios había acompañado su absurdo optimismo. Y aun así, de todos los negocios que podrían haberse ido al carajo, su amigo había elegido éste.
"Te pido, Pablo, que reconsideres tu posición. Tal vez hoy no te encuentras bien; no estás pensando con claridad. Discutamos esto en otra ocasión. Ven, vamos al salón a tomar una copa".
"No puedo, Zapata. Tengo una cita, y quiero que sepas que no solamente estoy bien, sino que me siento mejor que nunca, y el deseo de hacer ese jardín no es una ocurrencia momentánea, sino eso, un deseo que de días atrás me impulsa a bloquear la construcción de ese casino, sin importar que se pierda lo que nos tocaría por autorizarlo y conseguir el terreno. ¡Como si no hubiera otro lugar en el cual poner un antro de esos!"
Zapata clavó en su amigo una mirada de fría amenaza que lo puso en alerta.
"Insisto en que lo hablemos otro día", masculló al borde del insulto. "Puede haber consecuencias graves para ti si insistes en semejante tontería. Consecuencias graves para ti... y para tu familia".
"¿Me estás amenazando, señor Secretario de Gobierno? Se supone que estamos en el mismo equipo; Tú deberías protegerme de esos inversionistas si es que se ponen violentos, y no actuar como uno de ellos..."
El Gobernador hizo una pausa para reflexionar, y le devolvió a su colaborador la mirada fría y desconfiada.
"...a menos que seas uno de ellos, a mis espaldas. Que hayas comprometido en ese negocio más de lo que podemos perder. Que hayas hecho sin mi autorización promesas que no puedes cumplir a personas que no respetan la vida".
El ambiente se cargó repentinamente de explosivo recelo. Ninguno de los dos hombres habló durante cinco interminables segundos, cuando entonces se escucharon tres toques en la puerta y Minerva, la secretaria personal del jefe, anunció: "Señor Gobernador, llegó la doctora para su terapia".
"Hazla pasar", dijo el funcionario, despidiendo con la mano a Pepe Zapata, quien salió del despacho francamente exasperado. En la puerta se cruzó con la terapeuta quien se alisaba el chongo con la mano en un gesto gracioso y bello.
"Buenas tardes", dijo Mariana Fernández.
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