Desde que llegamos a Morelia, en Febrero de 2005, habitábamos una casita de dos recámaras pintada por dentro y por fuera de café con leche. Algunas paredes interiores estaban pintadas, incluso, de café oscuro. Se trata de un color que no distingo muy bien, y que por lo demás me desagrada mucho. No obstante, dadas las condiciones en las que nos mudamos fue imposible cambiar el color, y las dos recámaras eran desde entonces insuficientes porque, siendo mis hijos dos varones y una nena, nos hubiera gustado darle a María su propia habitación, teniendo forzosamente que poner a los tres en una sola. La sala de estar, que doblaba como comedor, apenas medía unos tres por dos y medio metros, y aunque tenemos muy pocos muebles el lugar lucía estrecho y amontonadizo. Eso antes de que llegaran los libros.
Puedo decir sin exagerar que casi la mitad de mi biblioteca se perdió en aquella mudanza. Por alguna razón, siempre que cambiaba de casa perdía un montón de libros en el camino. Con todo, los libros que alcanzaron a llegar (casi un año después y sin libreros, pues tuvimos que venderlos por falta de dinero) crearon una montañita desigual que era el colmo del desorden sin importar la manera en que la colocara. Con muchos trabajos logramos despejar un área, entre la mesa del comedor y la televisión, en la que los niños pudieran sentarse a jugar. Para comer tenían que hacerlo en sus escritorios, porque no todas las sillas cabían alrededor de la mesa al mismo tiempo. En las habitaciones la situación era quizá peor. No teniamos closets o armarios, de manera que la ropa estaba todo el tiempo a la vista, y no siempre en orden. En la recámara de los niños era necesario sacar una cama corrediza de debajo de las literas, y cuando esto se hacía no quedaba un sólo centímetro de piso libre si es que los juguetes estaban bien acomodados, porque cuando no lo estaban, aquello parecía una escena de derrumbe. En mi habitación la cama ocupaba casi todo el espacio, y el poco que quedaba libre era ocupado a veces por ropa, zapatos, o un perro dormido. Sendas goteras humedecían la cama en los meses de lluvias sin que las reparaciones las detuvieran.
Sin embargo, pese a todas las incomodidades puedo decir que éramos muy felices. Yo estaba -y estoy- felizmente asombrado de ser habitar una señorial ciudad colonial, a la vez capital de un estado pujante, y provincia tranquila; de enseñar en un Conservatorio cuyo nivel no deja de subir, y de que la casa, construida en un municipio apenas conurbado, estaba rodeada por todas partes con maizales y campos de labranza. Los niños encontraron una escuela campestre con enseñanza Montessori que disfrutaban muchísimo, y cuando lo deseaban podían salir a correr en la montaña. De vez en cuando pasábamos días enteros en los balnearios de Huandacareo y una vez, según recuerdo, no tuvimos que ir tan lejos. Recién llegados, en un día de mucho sol veraniego, sacamos las sillas al pequeño jardín de enfrente (todo era pequeño en esa casa), compramos un pollo y cervezas bien frías y comimos sobre el pasto. Encendimos después el aspersor de agua, el cual se convirtió en una fuente en la que los niños se refrescaban sin dejar de correr y de jugar. Por la tarde se desató una tormenta, y entonces la casa se tornó de estrecha en acogedora, haciéndome sentir afortunado de tener un refugio sin importar su tamaño. Es un día que jamás voy a olvidar.
Lo digo una vez más: éramos muy felices. Los espacios exteriores, estrechos y amontonados, no se correspondían en absoluto con los plenos espacios del alma.
Hace poco, sin embargo, mi hija cumplió 8 años, y su propia recámara dejó de ser una opción para convertirse en una necesidad. Desde tiempo atrás hice intentos por comprar una casa más grande, pero ya fuese por cuestiones de precio, de estructura, diseño, ubicación o lo que se quiera, los planes daban marcha atrás. Además, era muy difícil pensar en mover a la familia a la mitad del año escolar, con el trabajo exigiendo todos los días constancia y puntualidad. Pensaba que tendría que hablar con María acerca de pasar otro año durmiendo con sus hermanos, cuando las circunstancias hallaron su acomodo de manera precisa y en el momento adecuado.
Lo primero que ocurrió fue que la casa de Turquesa #500, propiedad de unos amigos de mi esposa, se desocupó a mitad de las vacaciones. Rentaba por poco dinero más del que pagábamos en Av. Marfíl, tenía tres amplias recámaras, un patio trasero el doble de grande del que teníamos y mayor espacio en la sala-comedor. Me gustó mucho, aunque cuando la fui a ver no estaba en muy buenas condiciones, pues la familia que lo había desocupado no tenía mejores gustos en cuanto a la pintura de las paredes. "¿La pueden pintar toda de blanco?" Pregunté.
Dos semanas después la casa estaba como nueva y el trato cerrado. María quiso su cuarto color de rosa, y así se pintó. A los niños le pusimos azul para que combinara con el blanco, y en todas las habitaciones Litzia puso bellas cenefas para adornar las paredes. En Marfíl las habitaciones tenían piso de cemento, y en Turquesa son de cerámica; hablando de la ubicación, las casas se encuentran apenas a cinco cuadras una de la otra. Yo, con mi natural suspicacia, pasaba los días preguntándome en que momento las cosas iban a empezar a salir mal.
En segundo lugar, tuvimos la fortuna de conocer a Bob.
Lo vi por primera vez en la casa de una vecina especialmente peleonera con la cual no me había enemistado todavía. Por alguna razón se había generalizado en el vecindario la creencia de que yo era médico, y una tarde la hija de la vecina llegó corriendo para pedirme que fuera a atender a una persona que se había puesto enferma en su casa, mientras comía. Bob estaba recostado en un sillón, descamisado y jadeante. Lo primero que me sorprendió fue la enormidad de su persona en general - mide casi dos metros y tiene setenta y tres años- y la de su abdomen en particular. Lo segundo, la multitud de heridas de bala que poblaban su rostro, su brazo y su pecho, del cual se dolía sospechando un ataque cardiaco.
Lo primero que hice fue aclarar que yo no era médico, aunque de cualquier modo le eché un rápido vistazo. En el pecho de Bob estaba claramente dibujada la cicatriz de una operación de corazón y desde luego pedí que llamaran una ambulancia aun a pesar de que era claro que no se trataba de un infarto, sino de un simple episodio de ansiedad. Al llegar la ambulancia Bob se subió con su propio pie, la única manera de hacerlo dado su enorme tamaño, y se fue para ser atendido en Morelia.
Hace menos de seis meses Bob tocó de nuevo a mi puerta, en esta ocasión para decirme que se había cambiado a la casa de enfrente, y que admiraba mi bicicleta, de la cual he hablado en artículos anteriores de esta misma publicación. Él mismo era el orgulloso poseedor de una Raleigh original, muy superior a mi réplica hindú en cuanto a autenticidad y abolengo, y hasta la transportó desde Capula -en donde tiene su casa de campo- para que yo pudiera verla y tomarle algunas fotografías.
Bob se encariñó rapidamente con mi familia y, sobre todo, con mis hijos; para quienes dejaba muy a menudo regalos tales como pasteles, leche con chocolate y otras golosinas; simplemente colgadas en la puerta para evitar cualquier oportunidad de que pudieramos darle las gracias, lo cual lo incomodaba visiblemente. Con el tiempo, se convirtió en un abuelito para mis hijos, quienes se entusiasmaban con sus visitas y atesoraban su presencia.
Aunque agradecía mucho sus regalos, el mayor placer que recibíamos uno del otro era el de la conversación. No era raro que pasara horas en su casa, austera y apenas amueblada, hablando de sus experiencias en la guerra. Bob es Mexicano-Americano, veterano de las guerras de Argelia y Vietnam, y aunque refería la historia de su múltiples heridas siempre de manera distinta, sus palabras -olorosas a pólvora y aventura- podían hipnotizarme como un libro de historia escrito por el mejor de los narradores.
Un día invitamos a Bob a comer en nuestra pequeña casa. Nosotros sabíamos que uno de sus principales pasatiempos era el de la carpintería, e incluso llegamos a visitar su taller en Capula; pero por alguna razón no lo recordé cuando mi amigo, con mirada triste, me preguntó la razón por la que mis libros estaban amontonados en el piso; a lo cual respondí que en la casa siempre había cosas mucho más urgentes que pagar que un librero; o un piano, para el caso. Bob reflexionó por unos segundos, me sonrió, y luego siguió comiendo.
Mientras Bob nos ayudaba a mover nuestras cosas de una casa a otra para evitar pagar una mudanza, nos dijo que él también iba a irse a su casa de Capula, porque por algo que su ex esposa había hecho en Estados Unidos, le habían quitado la pensión que el ejército de ese país le pagaba desde su retiro. Pocas cosas me dolieron más que mi incapacidad para ayudarlo y la inminente pérdida de su compañía, una emoción que se intensificó el día en el que moví mis libros a la nueva casa, sin perder ninguno en esta feliz ocasión, y Bob regresó de Capula trayendo en su camioneta los dos hermosos libreros de madera de pino que construyó para mí en su carpintería, como un increible regalo de despedida.
¿Cómo corresponder a tanta generosidad? Bob hizo los libreros tomando en cuenta la cantidad de mis libros y su tamaño, les puso amplios entrepaños para que cupiesen dos filas de libros en cada uno y hasta los dotó de unos coquetos percheros a los lados para que pudiera colgar mis mochilas. El espacio para las partituras tiene unas molduras verticales para evitar que se doblen bajo su propio peso como ocurre en los libreros convencionales, y sus patas están reforzadas hacia el frente, para que los libreros no se precipiten sobre el lector sin importar el peso que tengan encima. Muy pocas veces antes me habían honrado con un presente de tal modo personalizado. Me siento incómodo, impotente para corresponder.
Lo primero que puedo hacer, pienso, es escribirle a mi amigo estas palabras de agradecimiento en las que reconozco su amistad, su sacrificio y esfuerzo absolutamente desinteresado. Gracias a Bob los espacios exteriores, ahora bellos y ordenados, se corresponden por fin con los espacios del alma en plenitud, blancura y felicidad.
Puedo decir sin exagerar que casi la mitad de mi biblioteca se perdió en aquella mudanza. Por alguna razón, siempre que cambiaba de casa perdía un montón de libros en el camino. Con todo, los libros que alcanzaron a llegar (casi un año después y sin libreros, pues tuvimos que venderlos por falta de dinero) crearon una montañita desigual que era el colmo del desorden sin importar la manera en que la colocara. Con muchos trabajos logramos despejar un área, entre la mesa del comedor y la televisión, en la que los niños pudieran sentarse a jugar. Para comer tenían que hacerlo en sus escritorios, porque no todas las sillas cabían alrededor de la mesa al mismo tiempo. En las habitaciones la situación era quizá peor. No teniamos closets o armarios, de manera que la ropa estaba todo el tiempo a la vista, y no siempre en orden. En la recámara de los niños era necesario sacar una cama corrediza de debajo de las literas, y cuando esto se hacía no quedaba un sólo centímetro de piso libre si es que los juguetes estaban bien acomodados, porque cuando no lo estaban, aquello parecía una escena de derrumbe. En mi habitación la cama ocupaba casi todo el espacio, y el poco que quedaba libre era ocupado a veces por ropa, zapatos, o un perro dormido. Sendas goteras humedecían la cama en los meses de lluvias sin que las reparaciones las detuvieran.
Sin embargo, pese a todas las incomodidades puedo decir que éramos muy felices. Yo estaba -y estoy- felizmente asombrado de ser habitar una señorial ciudad colonial, a la vez capital de un estado pujante, y provincia tranquila; de enseñar en un Conservatorio cuyo nivel no deja de subir, y de que la casa, construida en un municipio apenas conurbado, estaba rodeada por todas partes con maizales y campos de labranza. Los niños encontraron una escuela campestre con enseñanza Montessori que disfrutaban muchísimo, y cuando lo deseaban podían salir a correr en la montaña. De vez en cuando pasábamos días enteros en los balnearios de Huandacareo y una vez, según recuerdo, no tuvimos que ir tan lejos. Recién llegados, en un día de mucho sol veraniego, sacamos las sillas al pequeño jardín de enfrente (todo era pequeño en esa casa), compramos un pollo y cervezas bien frías y comimos sobre el pasto. Encendimos después el aspersor de agua, el cual se convirtió en una fuente en la que los niños se refrescaban sin dejar de correr y de jugar. Por la tarde se desató una tormenta, y entonces la casa se tornó de estrecha en acogedora, haciéndome sentir afortunado de tener un refugio sin importar su tamaño. Es un día que jamás voy a olvidar.
Lo digo una vez más: éramos muy felices. Los espacios exteriores, estrechos y amontonados, no se correspondían en absoluto con los plenos espacios del alma.
Hace poco, sin embargo, mi hija cumplió 8 años, y su propia recámara dejó de ser una opción para convertirse en una necesidad. Desde tiempo atrás hice intentos por comprar una casa más grande, pero ya fuese por cuestiones de precio, de estructura, diseño, ubicación o lo que se quiera, los planes daban marcha atrás. Además, era muy difícil pensar en mover a la familia a la mitad del año escolar, con el trabajo exigiendo todos los días constancia y puntualidad. Pensaba que tendría que hablar con María acerca de pasar otro año durmiendo con sus hermanos, cuando las circunstancias hallaron su acomodo de manera precisa y en el momento adecuado.
Lo primero que ocurrió fue que la casa de Turquesa #500, propiedad de unos amigos de mi esposa, se desocupó a mitad de las vacaciones. Rentaba por poco dinero más del que pagábamos en Av. Marfíl, tenía tres amplias recámaras, un patio trasero el doble de grande del que teníamos y mayor espacio en la sala-comedor. Me gustó mucho, aunque cuando la fui a ver no estaba en muy buenas condiciones, pues la familia que lo había desocupado no tenía mejores gustos en cuanto a la pintura de las paredes. "¿La pueden pintar toda de blanco?" Pregunté.
Dos semanas después la casa estaba como nueva y el trato cerrado. María quiso su cuarto color de rosa, y así se pintó. A los niños le pusimos azul para que combinara con el blanco, y en todas las habitaciones Litzia puso bellas cenefas para adornar las paredes. En Marfíl las habitaciones tenían piso de cemento, y en Turquesa son de cerámica; hablando de la ubicación, las casas se encuentran apenas a cinco cuadras una de la otra. Yo, con mi natural suspicacia, pasaba los días preguntándome en que momento las cosas iban a empezar a salir mal.
En segundo lugar, tuvimos la fortuna de conocer a Bob.
Lo vi por primera vez en la casa de una vecina especialmente peleonera con la cual no me había enemistado todavía. Por alguna razón se había generalizado en el vecindario la creencia de que yo era médico, y una tarde la hija de la vecina llegó corriendo para pedirme que fuera a atender a una persona que se había puesto enferma en su casa, mientras comía. Bob estaba recostado en un sillón, descamisado y jadeante. Lo primero que me sorprendió fue la enormidad de su persona en general - mide casi dos metros y tiene setenta y tres años- y la de su abdomen en particular. Lo segundo, la multitud de heridas de bala que poblaban su rostro, su brazo y su pecho, del cual se dolía sospechando un ataque cardiaco.
Lo primero que hice fue aclarar que yo no era médico, aunque de cualquier modo le eché un rápido vistazo. En el pecho de Bob estaba claramente dibujada la cicatriz de una operación de corazón y desde luego pedí que llamaran una ambulancia aun a pesar de que era claro que no se trataba de un infarto, sino de un simple episodio de ansiedad. Al llegar la ambulancia Bob se subió con su propio pie, la única manera de hacerlo dado su enorme tamaño, y se fue para ser atendido en Morelia.
Hace menos de seis meses Bob tocó de nuevo a mi puerta, en esta ocasión para decirme que se había cambiado a la casa de enfrente, y que admiraba mi bicicleta, de la cual he hablado en artículos anteriores de esta misma publicación. Él mismo era el orgulloso poseedor de una Raleigh original, muy superior a mi réplica hindú en cuanto a autenticidad y abolengo, y hasta la transportó desde Capula -en donde tiene su casa de campo- para que yo pudiera verla y tomarle algunas fotografías.
Bob se encariñó rapidamente con mi familia y, sobre todo, con mis hijos; para quienes dejaba muy a menudo regalos tales como pasteles, leche con chocolate y otras golosinas; simplemente colgadas en la puerta para evitar cualquier oportunidad de que pudieramos darle las gracias, lo cual lo incomodaba visiblemente. Con el tiempo, se convirtió en un abuelito para mis hijos, quienes se entusiasmaban con sus visitas y atesoraban su presencia.
Aunque agradecía mucho sus regalos, el mayor placer que recibíamos uno del otro era el de la conversación. No era raro que pasara horas en su casa, austera y apenas amueblada, hablando de sus experiencias en la guerra. Bob es Mexicano-Americano, veterano de las guerras de Argelia y Vietnam, y aunque refería la historia de su múltiples heridas siempre de manera distinta, sus palabras -olorosas a pólvora y aventura- podían hipnotizarme como un libro de historia escrito por el mejor de los narradores.
Un día invitamos a Bob a comer en nuestra pequeña casa. Nosotros sabíamos que uno de sus principales pasatiempos era el de la carpintería, e incluso llegamos a visitar su taller en Capula; pero por alguna razón no lo recordé cuando mi amigo, con mirada triste, me preguntó la razón por la que mis libros estaban amontonados en el piso; a lo cual respondí que en la casa siempre había cosas mucho más urgentes que pagar que un librero; o un piano, para el caso. Bob reflexionó por unos segundos, me sonrió, y luego siguió comiendo.
Mientras Bob nos ayudaba a mover nuestras cosas de una casa a otra para evitar pagar una mudanza, nos dijo que él también iba a irse a su casa de Capula, porque por algo que su ex esposa había hecho en Estados Unidos, le habían quitado la pensión que el ejército de ese país le pagaba desde su retiro. Pocas cosas me dolieron más que mi incapacidad para ayudarlo y la inminente pérdida de su compañía, una emoción que se intensificó el día en el que moví mis libros a la nueva casa, sin perder ninguno en esta feliz ocasión, y Bob regresó de Capula trayendo en su camioneta los dos hermosos libreros de madera de pino que construyó para mí en su carpintería, como un increible regalo de despedida.
¿Cómo corresponder a tanta generosidad? Bob hizo los libreros tomando en cuenta la cantidad de mis libros y su tamaño, les puso amplios entrepaños para que cupiesen dos filas de libros en cada uno y hasta los dotó de unos coquetos percheros a los lados para que pudiera colgar mis mochilas. El espacio para las partituras tiene unas molduras verticales para evitar que se doblen bajo su propio peso como ocurre en los libreros convencionales, y sus patas están reforzadas hacia el frente, para que los libreros no se precipiten sobre el lector sin importar el peso que tengan encima. Muy pocas veces antes me habían honrado con un presente de tal modo personalizado. Me siento incómodo, impotente para corresponder.
Lo primero que puedo hacer, pienso, es escribirle a mi amigo estas palabras de agradecimiento en las que reconozco su amistad, su sacrificio y esfuerzo absolutamente desinteresado. Gracias a Bob los espacios exteriores, ahora bellos y ordenados, se corresponden por fin con los espacios del alma en plenitud, blancura y felicidad.
Tarímbaro; 17 de agosto de 2008.
3 comentarios:
Maestro, una vez más... gracias por compartir una bella historia.
Saludos.
Pinche mamon
Lo que eres tu y el pendejo Gustavo Martin me cagan.
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