Segunda parte
Una semana después, Josephine subía de nuevo las escaleras de su apartamento en la Rue Saint Etienne. Era de noche, y escalar cada peldaño le resultaba difícil en extremo, no por el cansancio de sus piernas, sino por la turbación de su corazón. Sus pasos se hacían cada vez más lentos y finalmente se detuvieron faltando tres escalones para llegar a su piso. Josephine se había sumido de nuevo en el estado de sonambulismo en el que Leo la había encontrado días atrás, aunque ahora su momentáneo letargo era voluntario, y obedecía a su rechazo insoportable a llegar a un lugar que había sido cálido y acogedor, y ahora la recibiría frío y solitario.
Pasaron varios minutos sin que nadie subiera las escaleras, sin que nadie ayudara a la joven a salir de su trance. Aun ella misma, después de darse cuenta de que no avanzaba y que además comenzaba a tambalearse, no pudo hacer otra cosa que acercarse lentamente al pasamanos y asirse de él con automático ademán.
Unos minutos antes había estado en el aeropuerto. Su semblante entonces era distinto, porque, pensaba, de ningún modo debes permitir que tus pesares sean evidentes para aquellos que se preocupan por ti, sobre todo si se trata de las tribulaciones del amor o, en todo caso, de las provocadas por su ausencia. Así, Josephine sonreía, agitaba su mano en la que tenía un pañuelo blanco, y lanzaba besos al hombre que se alejaba por un largo pasillo al final del cual estaba México. Nadie podría adivinar en su alma los temores que la desgarraban sin piedad: el miedo a que el avión se perdiese en la oscuridad de la noche, o en la inmensidad del mar; el miedo a las violencias del tiempo. A la acechanza de la soledad.
Siguió sonriendo al salir del aeropuerto, y aun al tomar el taxi de regreso a casa. Cuando pagó al conductor creyó secarse una lágrima solitaria, pero al tratar de abrir la puerta del vestíbulo su mano empapada patinó largamente sobre la perilla. Entonces se dio cuenta que en realidad había llorado durante todo el camino.
Entró después de un rato. El maullido de Merlín, quien la había sentido desde el otro lado, la despertó de su ensueño y sintió, urgente, el deseo de pasar su mano lentamente por sobre la espalda suave y aterciopelada de su gato. Encendió la luz. Se dejó sorprender por el orden y la limpieza que su hombre había dejado tras de sí y, en lugar de buscar a Merlín para acariciarlo, Josephine se acercó al teléfono y levantó el auricular. La soledad de su apartamento era, en efecto, demasiada y agresiva. Pesaba sobre ella como el edificio mismo y la asfixiaba, así que solamente podía hacer una cosa, y debía hacerla sin resistirse demasiado pues, aunque en ello empeñara todas las potencias de su determinación, a la postre resultaría inútil.
Comenzó entonces a marcar el número de Jérôme.
Sí. Eso era lo que ella necesitaba. La compañía cálida, fiel y silenciosa de Jérôme. Mientras discaba lentamente, el apartamento comenzó a llenarse de una luz tenue y azulada, como si de repente el resplandor de ese hombre amado lo iluminara todo solamente con ser evocado. Pronto estará aquí, se dijo Josephine. Escuchará mi voz, comprenderá cuánto lo he extrañado, lo mucho que necesito verlo y escucharlo y, entonces, como siempre, vendrá. No hará preguntas; sus labios no se llenarán con los dolidos reproches de los enamorados que han sido por un tiempo olvidados. No; ¡jamás! El es así.
Al otro lado de la línea se escuchó llamar una, dos veces. Entonces, enmedio de su ansiedad, Josephine tuvo la patente sensación de que estaba siendo observada. Era tan fuerte aquella impresión que la joven no pudo evitar volverse y dirigir su vista detrás de sí, solamente para comprobar que no había nadie. El teléfono, mientras tanto, seguía llamando sin que nadie contestara.
Justo en ese instante alguien llamó a la puerta con golpes tan fuertes e insistentes que, tensa como se hallaba, Josephine dio un salto soltando al mismo tiempo la bocina. Ésta golpeó la mesita de cristal en la que el teléfono estaba, asustando a Merlín y haciéndolo correr presa del pánico; el pobre gato maullaba de forma escalofriante mientras buscaba refugio en la recámara, y Josephine pensó que, en lugar de su amado Jérôme, al apartamento había entrado una presencia maligna a trastornar la paz de su vida. Los golpes en la puerta se repitieron, y desde el otro lado la jovencita pudo escuchar la voz inconfundible de madame Collard que decía: "por Dios, niña, ¿Estas bien? ¿Qué es todo ese escándalo?"
"Nada, madame". Dijo Josephine al abrir. La Collard era dama de unos cincuenta y cinco años, pelo completamente blanco y cara redonda; poco arrugada tomando en cuenta su edad. Era robusta sin llegar a ser gorda, y a Josephine le parecía que años atrás había sido señaladamente bella.
"Disculpa que te moleste a estas horas", dijo; y agregó luego, sonriendo a medias y con un indiscreto brillo en los ojos, "espero no interrumpir nada".
"Vengo del aeropuerto", respondió Josephine.
"¡Ah, cuanto lo siento pequeñita!", respondió madame Collard bajando la vista, como quien no necesita de más explicaciones. "En fin, Dios te lo da, Dios te lo quita. Aunque hay una gran diferencia en dejar ir a un hombre por unas semanas y perderlo para siempre. Ojala y eso pudiera consolarte aunque fuera un poco". Y luego: "¡ay, niña! Estoy muy preocupada. Desde hace dos días que no veo para nada a Leo. Ya sabes: no lo ando cuidando, no soy de esas que se la pasa vigilando a los vecinos, pero en el caso particular de Leo, pues, una se fija. Verás, a veces me quedo hasta las altas de la noche pensando, recordando. A nuestra edad, ya se sabe, una no necesita dormir tanto; lo cual no deja de ser una ironía, porque tampoco hay mucho que hacer estando despierto. El caso es que una se da cuenta: la puerta que se abre, el sonido del primer zapato que cae y no nos deja descansar sino hasta que escuchamos el segundo zapato. Así, te puedes dar cuenta -¡te obligan a darte cuenta!- de a qué hora llega alguien, o a qué hora se acuesta. ¡Ay, niña! Y Leo me había acostumbrado los últimos días a su constancia. Era un poco como cuando esperaba a Pierre. Tú ya no conociste a Pierre, a ese buen hombre que me acompañó durante tanto tiempo y... No, pero no quiero cansarte. Es sólo que Leo me había hecho sentir de nuevo los ritmos de Pierre: despertaba a la misma hora, salía de casa y regresaba, se quitaba los zapatos, trabajaba y se dormía; todo, a las mismas horas que Pierre lo hacía... hasta hace tres días. Hace tres días lo escuché acostarse por última vez, y el resto ha sido silencio".
Josephine no recordaba haber visto nunca a madame Collard tan alterada; viendo con mirada huidiza sobre su hombro para cerciorarse de que nadie los escuchara, frotándose las manos nerviosamente y hablando cada vez en voz más baja: "¿Sabes, niña? Era una pequeña felicidad que la vida me regalaba. Pues sabiendo que a las seis regresaría a casa, desde las cinco comenzaba a ser feliz, aunque solamente lo escuchara pasar".
Josephine sonrió. Le agradaba poder atrapar los ecos de viejas lecturas que salpicaban la charla de su vecina y, aunque en un principio creyó que hablaba así para poder hacer evidente su pasado ilustre como maestra de literatura en el Liceo, ahora tenía que reconocer que se trataba de algo natural. Para ella no era momento de estar hablando bonito, y era claro que tantos años de lecturas que se repetían una y otra vez habían dejado su marca en la mente y en el discurso cotidiano de madame Collard.
"No se preocupe, madame," dijo Josephine, tratando de apaciguarla, "lo más probable es que se halla tomado un descanso. Debió pedir una semana de vacaciones para ir a visitar a un pariente, o algo así. Hay millones de razones por las que una persona puede ausentarse durante unos días".
"¿Parientes? No tiene ninguno". Contestó Collard, contrariada. "Y de las vacaciones, ni hablar. No a la mitad de la temporada".
Josephine se sonrió de nuevo, ahora con malicia, interrogando a su vecina con la mirada."¡Ay, niña! La temporada de ópera. Leo (y esto lo supe gracias a una pequeña charla informal que tuve con él, porque a mí no me gusta meterme en la vida de los demás. Eso crea relaciones que, aun siendo honestas, pueden ser luego malinterpretadas) es escenógrafo en La Ópera de Paris. Claro, no pude averiguar mucho en aquella ocasión; pero otra de esas tardes en las que lo esperaba pensando en que a la misma hora hubiese llegado Pierre si viviera abrí -sin darme cuenta, lo confieso, tan absorta estaba en los productos de mi imaginación- la puerta, y entonces lo vi. Subía las escaleras agobiado por el peso de sus bastidores, de sus telas y botes de pintura que (parece mentira) siendo una persona tan importante nadie le ayuda a cargarlos, y eso le dije; se lo dije cuando tropezó luego que me vio. Supongo que no esperaba encontrarme ahí parada en la puerta, y yo ¡por supuesto que no esperaba verlo tampoco a él! ¡Si yo al que estaba esperando era a mi Pierre! Y por eso creo que nos asustamos el uno al otro. Hubiera sido gracioso, digo, de no ser porque aquél dio en el suelo con todo y su aparatoso cargamento, haciendo un estruendo de cien mil demonios. Pobre. Como pude –sabes, niña, que no puedo mucho- me acerqué y le ayudé para que arrimara todo eso a la pared del descanso, que ya podríamos ir subiendo todo, poco a poco y en su momento. Entonces Leo me dijo que no, que estaba a mitad de la temporada y necesitaba preparar yo no sé qué maqueta, o pintura o algo; pero era tal su aspecto de Ecce Homo, todo mugroso, sudoroso y manchado de pintura; con esa barba de días y la mirada perdida del que no ha comido, que le dije: no. De ninguna manera; que después podría ir en busca del tiempo perdido si quería, pero en ese momento se iba conmigo a tomar un poco de café y a probar unas galletitas las cuales, presa de la nostalgia, confieso también eso, acababa de sacar del horno. Por cierto, hija, me quedaron algunas por si quieres probarlas”.
“Claro que sí, madame; me encantaría”.
“En fin. Él no es una persona difícil de convencer. Es manso como un niño, y se comió las galletas como si llevara años de no ver una, el pobrecito. Desde entonces no pasa día en que no le deje, frente a la puerta, un pequeño bocadillo. No puedo evitarlo, hija. Yo se que el asunto se presta para que la gente diga cantidad de cosas...”
“Madame –la interrumpió Josephine-, no encuentro nada de malo en su generosidad. Es hermoso ver a un ser humano preocuparse por sus semejantes”.
“Sí, hija; será lo que tú quieras, pero a mí me preocupa no saber nada del hombre en tres días. Es más, estoy segura de que le ha pasado algo. He tocado en su apartamento, pero nadie responde, y solamente me queda pedirte que me acompañes para entrar y asegurarme de que no se ha muerto en su cama, o que no le ha dado un ataque, o alguna de esas cosas espantosas que nos pasan a los viejos cuando vivimos solos”.
“Madame; Leo no está tan viejo, ni usted tampoco”.
“¡Ay, hija; ¿Qué sabes tú? Además –y aquí la Collard bajó de nuevo la voz- siento que Leo está ahí dentro. No me preguntes cómo, pero puedo sentir su presencia ahí. Seguramente está en problemas. Eso, o ha muerto solitario como alguna vez moriré yo. ¡La idea me aterroriza, me saca de quicio! Por favor, Josephine, ¡acompáñame! No sé qué es lo que voy a encontrar ahí. Tengo miedo, mucho miedo, pero no puedo quedarme aquí parada, sin hacer nada”.
Afuera, en la Rue Saint Etienne, había comenzado a llover.
3 comentarios:
Publicar un comentario