A Siria T. Alvarado, en su cumpleaños
1
¿Lo dijiste tú, o lo dijo uno de tus compañeros? ¿O será que nadie lo dijo, que nada más lo pensaste? Sí, lo pensaste solamente, pero con tanta fuerza que te pareció que la voz te llegaba de otra parte.
Decía: esto no es para mí. No merezco que me pasen estas cosas. No lo voy a aceptar. Se supone que estoy aquí para divertirme. ¡Al diablo con estos imbéciles!
2
A final de cuentas tienes 12 años nada más. Tocas el violín en una orquesta formada de puros niños, niños que estudian en el mismo colegio que tú, en Santa Fe, y aunque es uno de los más exclusivos de México, tu papá puede comprarlo cinco veces con lo que gana en un mes. ¿A qué tarado, entonces, se le ocurrió que tú y tus tres mejores amigos podían pasar la noche aquí? No fue el director, porque él es de los tuyos, y sabe cómo debe de tratarte. Fue la asistente; esa muerta de hambre. Siempre te ha tenido envidia, como todos los demás, y ahora trata de sentirse mejor haciéndote esta cochinada.
3
Y es que en un principio todo se veía bien. Era una gira como las otras a las que habías ido con la orquesta. Un destino de playa; un concierto nada más, y el resto de la semana libre para hacer lo que te diera la gana. Sabes bien que el director saca dinero del departamento de arte diciendo que la gira es una misión cultural, cuando realmente de lo que se trata es de organizar unas vacaciones en un lugar carísimo para él y sus cuates de la sociedad de padres de familia, tu papá incluido. Los papás viajan por su cuenta, pero de todos modos le invitan al director la cena la copa y hasta las viejas, y a ustedes los cuidan unas muchachas muy guapas y bien vestidas. Los llevan a la playa, si hay, o a la montaña, y les dicen en dónde gastar su dinero cuando se los llevan a pasear a la ciudad. Así era siempre, una semana entera, dos veces al año. Por eso te da risa cuando alguien dice que los artistas son unos pendejos que se mueren de hambre. Pobres, piensas, no saben de lo que están hablando.
4
El problema era que, ya fuese porque el departamento de cultura se cansó de regalar tanto dinero, o porque el director se embolsó lo del hotel, a ustedes los iban a acomodar en las casas de los niños de la orquestita local, los dizque anfitriones en un festival de un día de duración. Y aun ahí todos iban de gane, porque eran niños bien, como tú, aunque, claro, ni en sueños con tanto dinero. No era como en otras ciudades que habían visitado, en donde los niños pobres se peleaban por usar instrumentos que tú no aceptarías ni regalados, y hasta los que ustedes llevaban de obsequio, y que eran más baratos que una coca, los agradecían como si fueran de oro. La escuela creía lucirse haciendo esos regalos a las orquestas pobres, porque en el papel se gastaban fortunitas en lo que en realidad terminaban siendo trompetas de lata y violines de Paracho, por lo que adivinaste que aquello era también parte del negocio del director, y ni modo que los pobres se quejaran -pensabas- o que los sacerdotes dueños del colegio supieran la diferencia entre un corno de doscientos dólares y otro de cinco mil.
La idea de dormir en casa ajena te irrita, aunque, en cierto modo, te emociona adivinar las cosas que encontrarás en la casa de tu anfitrión. Nunca sabes las curiosidades que los padres les compran a sus hijos para tenerlos entretenidos; desde las computadoras y los juegos de video hasta las motocicletas y las lanchitas de motor. Lo mejor es que como invitado te conviertes de inmediato en el dueño absoluto de todo aquello. Tu harías lo mismo si algún otro niño te visitara, aunque eso (las orquestas visitantes no eran negocio para el director) nunca había sucedido en los tres años que llevabas en la orquesta.
5
Te comenzó a dar mala espina cuando viste la ropa del niño y la su papá. Les quedaba enorme, como que eran regaladas, y de bazar, aparte. El coche te deprimió más todavía, porque estabas seguro de haber cagado mojones que se veían mejor, y nada más cruzaste miradas con los dos compañeros que iban contigo a la misma casa, como infundiéndose confianza mutuamente; seguros de que el Corvette estaba en el servicio, y el señor había tenido que pedirle prestado el coche al albañil.
Pero toda esperanza se desvaneció al llegar a la casa, pequeña y en las afueras del puerto. Hacía mucho calor, y tendrías que acomodarte en un solo cuarto junto con otros dos compañeros, tus mejores amigos, por cierto; y olerles el aliento durante toda la noche. No importaba que fuera el mejor cuarto de la casa, que los padres del niño cedieron alegremente a los visitantes; ni tampoco importaba que les prestaran el único ventilador y les ofrecieran de comer todo lo que tenían, que era más bien poco y de mal aspecto; ni menos que se la pasaran pidiéndoles disculpas por las "pequeñas inconveniencias". Aquello era una mierda. El hombre era el lava pisos del colegio y el hijo no pagaba nada por estudiar ahí; como todos los becarios, el niño era matado en el estudio, y se daba el lujo de tocar el oboe en la orquesta. No como tú, que pasabas las materias con regalos y amenazas, y en los ensayos nada más perdías el tiempo. Los malditos niños becados. Te chocaba la manera en la que todos los curas que tenían colegios descargaban su propia conciencia becando mugrosos, sobre todo en ese momento, en el que eras tú el que pagaba las consecuencias.
No tengo por qué soportar esto, dijiste entonces, sintiendo la rabia sacudir tu pecho. Se trataba de un coraje crónico y latente, el cual se inflama y te consume en un segundo para calmarse luego un poco, sin desaparecer nunca.
6
No hay problema, dijiste a tus compañeros. Mi papá está en el hotel con el director. Vamos a dar las gracias por nada, y larguémonos de inmediato, antes de que se haga noche.
Pero sí había problema, y era que los papás de tus mejores amigos no estaban en el hotel. Nunca iban a las giras, no porque no pudieran, sino porque no les interesaba, y orgullosos como eran igual que tú, ni hablar de pedir acomodo en el cuarto de tu papá.
Quédate con nosotros, le dijeron. Ya encontraremos la manera de divertirnos. Es solamente por las noches que estaremos aquí. La playa está a una cuadra. Comeremos fuera. ¡Quédate!
Pero tú ya habías tomado la decisión. ¿Qué necesidad había? De nada valieron las protestas, las súplicas de tus amigos, y como eres malo inventando pretextos, los papás del niño resintieron el desaire. Aun así, tuvieron la decencia de pedirle al vecino, quien tenía aire acondicionado, que te recibiera, pero eso te pareció aun más denigrante. Una hora después llegabas al hotel en donde estaba tu papá.
Él, por supuesto, no te esperaba. Tardó horas en llegar, y cuando apareció al anochecer, lo hizo con algunas copas encima y una mujer que no conocías colgada de su brazo.
Contra lo que te figurabas, tu papá no solamente no se alegró de verte; vaya, ni siquiera se sorprendió, sino que pasó de inmediato al enojo. Te regañó, y tomó el teléfono para llamar al director, con el que habló unos minutos. Lo viste levantar la voz, enojarse todavía más. Gritaba, sin hacerte caso: ¿y ahora qué hago con él, cabrón?
Estabas cansado de andar cargando la maleta. Eso era lo que querías decirle, que necesitabas urgentemente un lugar para dejarla, darte un baño, ponerte ropa limpia y descansar, porque estabas exhausto y empapado en sudor, al grado de no tener ganas ni de ver la televisión.
Pero él ni siquiera se volvía a mirarte. Solamente seguía gritando en el teléfono y lanzando un par de miradas a su acompañante; miradas de embarazo y disculpa. Seguramente, pensaste, tu papá no sabía cómo decirle que se fuera.
Pero cuando la llamada terminó, sentiste que tu estómago daba un vuelco, que la rabia explotaba dentro de ti al escuchar las palabras, una a una, de papá:
El director dice que tienes que regresar inmediatamente a la casa que te tocó. Es contra las normas que te quedes aquí conmigo. Además, la idea es que puedas convivir con tus amigos, y con las personas que nos reciben aquí. Lo siento.
Por más que trataste de explicarle las condiciones miserables de la familia (con un tono social: era injusto mermar sus de por sí escasos medios) y describir los trabajos que habías pasado (subir al taxi, viajar en el taxi, bajarse del taxi, esperar en el lobby tomando limonada) para encontrarlo, no pudiste sacar a papá de sus lo siento y sus te tienes que ir, hijo. No estabas listo para el ramalazo final, como que se negara a darte más dinero, dinero que pensabas usar para pagar un cuarto en otro hotel, porque era imposible que regresaras a la casa esa, no solamente porque no era lugar para ti, sino porque, al despedirte, diste a entender que no regresarías, y primero dormirías en la calle que desdecirte.
7
El olor del mar te acompañó durante tu caminata por el malecón del puerto. Como era la primera vez que no hacías tu voluntad, te encontrabas por primera vez sin saber qué hacer. Tenías mucha sed, mucho calor, pero estabas tan enojado y tu rabia era tan grande que no te diste cuenta de ello hasta que deseaste poder beber el agua que chorreaba del aire acondicionado de los hoteles.
Habías aprendido dos cosas ese día, dos cosas que estuvieron frente a ti todo el tiempo, pero que no habías visto porque tampoco te habían importado. Una era que no eras el amigo leal que pensabas ser, porque sin pensarlo, habías dejado a tus mejores amigos simplemente para poder estar cómodo; y la otra, que tu papá no iba a las giras por estar contigo, sino porque eras un buen pretexto para parrandear con el director. En las giras no eras menos estorbo que en tu casa.
Comenzaste a llorar, y lloraste durante mucho rato, hasta que dejaste de caminar porque no podías ver de tantas lágrimas. De un momento a otro, toda la amargura que sentías por dentro se te salió como se sale el agua de las grandes presas que se rompen; e inundan, arrasan, destruyen y matan.
Te diste cuenta, en un parpadeo, que no eras feliz, que nunca lo habías sido. Sabías, sí, que estabas solo. Siempre lo habías sabido. Pero hasta este instante comprendiste que no era a causa de los demás que lo estabas. ¿Cómo iban a quererte tus amigos, después de lo que habías hecho?
Ese pensamiento te hizo bajar a la playa y dejar tus cosas en la arena. No irías a buscarlos, te dijiste, porque ahora sí que no podrías recibir un reproche suyo sin empezar a llorar de nuevo.
Tenías un calor tan endiablado que te quitaste la ropa empapada de sudor, y te metiste al mar apenas con los calzoncillos puestos.
En ese momento cambió todo. Cuando sentiste el abrazo del mar, fresco y abundante, olvidaste el consejo paterno de no acercarte a la playa en la noche y te adentraste unos metros sin dejar de tocar fondo. Porque estabas cansado, porque el agua te ayudaba a cargar contigo mismo. Cuando saliste del mar, después de una hora deliciosa en la que no escuchaste otra cosa que el suave romper de las olas, todo el peso de tu cuerpo se materializó con realismo aplastante, al grado de no ser capaz de andar sino unos pasos antes de colapsarte, boca arriba, sobre la arena de la playa.
Al dormirte, observaste el cielo, y te asustó ver tantas estrellas como verías si estuvieras flotando en el espacio. Era una eternidad de estrellas. Parecía que eran las velas de un enorme palacio cuyo techo frágil estuviera muy lejos de ti, pero que te cobijaba lo mismo. De nuevo escuchaste tu pensamiento; pero ahora su voz había cambiado, y era más suave, sin enojo, sin ira. Decía: no suspires, porque el techo se vendría abajo, y todas esas luces caerían sobre el mundo, aplastándolo.
Quizá lo soñaste, pero en ese momento levantaste la cabeza y viste una casa muy lujosa sobre el mar. Era una casa que no habías visto nunca, y las estrellas iluminaban sus ventanas y techos, sus altas paredes y amplios balcones.
En esa casa quiero pasar la noche, pensaste tan fuerte que tu pensamiento se escuchó por todas partes. Alguien debió de escuchar, porque las puertas de la casa se abrieron, y entraste.
Adentro había otros jovencitos como tú, una multitud incontable de ellos, y muchachas tan hermosas que de inmediato deseaste poder llamar su atención, aunque fuese de una sola, y hablarle sobre la felicidad con la que su sola vista te llenaba el alma.
La mesa estaba servida, y recordaste que tenías hambre. Algunos de los jovencitos se acercaron a ti. Te pidieron que les ayudaras a servir la cena y, para tu propia sorpresa, sentiste una plenitud nueva cuando les dijiste que sí; cuando pasaste enmedio de las mesas depositando en ellas platos con rico pollo, papas y pescado, y luego con dulces de leche y pasteles de chocolate. Sonriente, llenando con horchata y aguas de fruta los vasos que los jóvenes y las bellas muchachas te alargaban, hasta que, satisfecho, se levantaron de la mesa.
Sentiste entonces que era tu turno, y buscaste la cocina para ver si había sobrado algo. Con un poco de pollo y algo de helado de coco te conformarías, de seguro. Y, en ese momento, aquellos quienes habían servido contigo las mesas te llamaron, y juntos entraron a otro salón, lujoso a semejanza del primero, pero más grande y espacioso.
En el salón había una mesa solamente, larga y cubierta de manteles muy blancos como todo a tu alrededor era blanco e inmaculado. Solamente el techo estaba oscuro como el cielo de la noche, pero de tal modo cuajado de estrellas que parecía un abismo de luz, un laberinto de fuego.
Cuando volviste a mirar la gran mesa, ésta se hallaba ya servida. Abundantes carnes, frutas y pan la colmaban, y un hombre moreno, alto y de porte gallardo la presidía. Ese hombre de rostro amable, al que recordabas haber visto en alguna parte, te hizo una señal para que te sentaras con los demás invitados. Ese hombre. Te daba gusto verlo como da gusto ver a los viejos amigos. Comiste hasta saciarte. Entonces, el hombre se levantó y, tras cruzar una puerta corrediza, regresó con una cubeta de helado de coco en las manos, sirviendo a todos porciones generosas, al tiempo que se disculpaba diciendo que, de sacar el helado antes, este se hubiera derretido. Al servirte, el hombre te sonrió, y esa sonrisa no la vas a olvidar el resto de tu vida. Te dijo: gracias por ayudarme a servir a mis hermanos. Son tantos, que a veces no puedo yo solo.
Tu rabia, la que te acompañó siempre como los latidos de tu corazón, cesó en ese instante, y su monótono zumbido fue remplazado con el sonido de las olas al romper en la playa.
Te despertó por la mañana el olor a huevo y pan tostado de una cafetería cercana, que había estado ahí, pero que no habías visto. Te sentiste alegre y reparado. Tus cosas seguían ahí. Palpaste tu bolsa, y solamente saber que tenías hambre y un poco de dinero para comprar pan te llenó el alma con plenitud infinita como el mar. Ningún regalo, ninguna otra cosa te había hecho sentir así. Y diste gracias.
8
Esa fue tu última gira. Tu papá se enojó, y te ordenó seguir en la orquesta. Decidiste, no obstante, regalar el violín diciendo, a manera de explicación, que tenías que mejorar tus calificaciones. Algo que nadie podía discutirte. Pensabas, y con razón, que de esa forma podrías ser más útil después a los demás.
No era que de repente te volvieras bueno, o servicial, que tú ya estabas más allá de eso, sino que así podrías cenar rodeado de amigos, cuando fuese tu turno, en la casa más bonita; en la mesa más espaciosa.
AS
Matanzas, Cuba; a 21 de junio de 2007.
1
¿Lo dijiste tú, o lo dijo uno de tus compañeros? ¿O será que nadie lo dijo, que nada más lo pensaste? Sí, lo pensaste solamente, pero con tanta fuerza que te pareció que la voz te llegaba de otra parte.
Decía: esto no es para mí. No merezco que me pasen estas cosas. No lo voy a aceptar. Se supone que estoy aquí para divertirme. ¡Al diablo con estos imbéciles!
2
A final de cuentas tienes 12 años nada más. Tocas el violín en una orquesta formada de puros niños, niños que estudian en el mismo colegio que tú, en Santa Fe, y aunque es uno de los más exclusivos de México, tu papá puede comprarlo cinco veces con lo que gana en un mes. ¿A qué tarado, entonces, se le ocurrió que tú y tus tres mejores amigos podían pasar la noche aquí? No fue el director, porque él es de los tuyos, y sabe cómo debe de tratarte. Fue la asistente; esa muerta de hambre. Siempre te ha tenido envidia, como todos los demás, y ahora trata de sentirse mejor haciéndote esta cochinada.
3
Y es que en un principio todo se veía bien. Era una gira como las otras a las que habías ido con la orquesta. Un destino de playa; un concierto nada más, y el resto de la semana libre para hacer lo que te diera la gana. Sabes bien que el director saca dinero del departamento de arte diciendo que la gira es una misión cultural, cuando realmente de lo que se trata es de organizar unas vacaciones en un lugar carísimo para él y sus cuates de la sociedad de padres de familia, tu papá incluido. Los papás viajan por su cuenta, pero de todos modos le invitan al director la cena la copa y hasta las viejas, y a ustedes los cuidan unas muchachas muy guapas y bien vestidas. Los llevan a la playa, si hay, o a la montaña, y les dicen en dónde gastar su dinero cuando se los llevan a pasear a la ciudad. Así era siempre, una semana entera, dos veces al año. Por eso te da risa cuando alguien dice que los artistas son unos pendejos que se mueren de hambre. Pobres, piensas, no saben de lo que están hablando.
4
El problema era que, ya fuese porque el departamento de cultura se cansó de regalar tanto dinero, o porque el director se embolsó lo del hotel, a ustedes los iban a acomodar en las casas de los niños de la orquestita local, los dizque anfitriones en un festival de un día de duración. Y aun ahí todos iban de gane, porque eran niños bien, como tú, aunque, claro, ni en sueños con tanto dinero. No era como en otras ciudades que habían visitado, en donde los niños pobres se peleaban por usar instrumentos que tú no aceptarías ni regalados, y hasta los que ustedes llevaban de obsequio, y que eran más baratos que una coca, los agradecían como si fueran de oro. La escuela creía lucirse haciendo esos regalos a las orquestas pobres, porque en el papel se gastaban fortunitas en lo que en realidad terminaban siendo trompetas de lata y violines de Paracho, por lo que adivinaste que aquello era también parte del negocio del director, y ni modo que los pobres se quejaran -pensabas- o que los sacerdotes dueños del colegio supieran la diferencia entre un corno de doscientos dólares y otro de cinco mil.
La idea de dormir en casa ajena te irrita, aunque, en cierto modo, te emociona adivinar las cosas que encontrarás en la casa de tu anfitrión. Nunca sabes las curiosidades que los padres les compran a sus hijos para tenerlos entretenidos; desde las computadoras y los juegos de video hasta las motocicletas y las lanchitas de motor. Lo mejor es que como invitado te conviertes de inmediato en el dueño absoluto de todo aquello. Tu harías lo mismo si algún otro niño te visitara, aunque eso (las orquestas visitantes no eran negocio para el director) nunca había sucedido en los tres años que llevabas en la orquesta.
5
Te comenzó a dar mala espina cuando viste la ropa del niño y la su papá. Les quedaba enorme, como que eran regaladas, y de bazar, aparte. El coche te deprimió más todavía, porque estabas seguro de haber cagado mojones que se veían mejor, y nada más cruzaste miradas con los dos compañeros que iban contigo a la misma casa, como infundiéndose confianza mutuamente; seguros de que el Corvette estaba en el servicio, y el señor había tenido que pedirle prestado el coche al albañil.
Pero toda esperanza se desvaneció al llegar a la casa, pequeña y en las afueras del puerto. Hacía mucho calor, y tendrías que acomodarte en un solo cuarto junto con otros dos compañeros, tus mejores amigos, por cierto; y olerles el aliento durante toda la noche. No importaba que fuera el mejor cuarto de la casa, que los padres del niño cedieron alegremente a los visitantes; ni tampoco importaba que les prestaran el único ventilador y les ofrecieran de comer todo lo que tenían, que era más bien poco y de mal aspecto; ni menos que se la pasaran pidiéndoles disculpas por las "pequeñas inconveniencias". Aquello era una mierda. El hombre era el lava pisos del colegio y el hijo no pagaba nada por estudiar ahí; como todos los becarios, el niño era matado en el estudio, y se daba el lujo de tocar el oboe en la orquesta. No como tú, que pasabas las materias con regalos y amenazas, y en los ensayos nada más perdías el tiempo. Los malditos niños becados. Te chocaba la manera en la que todos los curas que tenían colegios descargaban su propia conciencia becando mugrosos, sobre todo en ese momento, en el que eras tú el que pagaba las consecuencias.
No tengo por qué soportar esto, dijiste entonces, sintiendo la rabia sacudir tu pecho. Se trataba de un coraje crónico y latente, el cual se inflama y te consume en un segundo para calmarse luego un poco, sin desaparecer nunca.
6
No hay problema, dijiste a tus compañeros. Mi papá está en el hotel con el director. Vamos a dar las gracias por nada, y larguémonos de inmediato, antes de que se haga noche.
Pero sí había problema, y era que los papás de tus mejores amigos no estaban en el hotel. Nunca iban a las giras, no porque no pudieran, sino porque no les interesaba, y orgullosos como eran igual que tú, ni hablar de pedir acomodo en el cuarto de tu papá.
Quédate con nosotros, le dijeron. Ya encontraremos la manera de divertirnos. Es solamente por las noches que estaremos aquí. La playa está a una cuadra. Comeremos fuera. ¡Quédate!
Pero tú ya habías tomado la decisión. ¿Qué necesidad había? De nada valieron las protestas, las súplicas de tus amigos, y como eres malo inventando pretextos, los papás del niño resintieron el desaire. Aun así, tuvieron la decencia de pedirle al vecino, quien tenía aire acondicionado, que te recibiera, pero eso te pareció aun más denigrante. Una hora después llegabas al hotel en donde estaba tu papá.
Él, por supuesto, no te esperaba. Tardó horas en llegar, y cuando apareció al anochecer, lo hizo con algunas copas encima y una mujer que no conocías colgada de su brazo.
Contra lo que te figurabas, tu papá no solamente no se alegró de verte; vaya, ni siquiera se sorprendió, sino que pasó de inmediato al enojo. Te regañó, y tomó el teléfono para llamar al director, con el que habló unos minutos. Lo viste levantar la voz, enojarse todavía más. Gritaba, sin hacerte caso: ¿y ahora qué hago con él, cabrón?
Estabas cansado de andar cargando la maleta. Eso era lo que querías decirle, que necesitabas urgentemente un lugar para dejarla, darte un baño, ponerte ropa limpia y descansar, porque estabas exhausto y empapado en sudor, al grado de no tener ganas ni de ver la televisión.
Pero él ni siquiera se volvía a mirarte. Solamente seguía gritando en el teléfono y lanzando un par de miradas a su acompañante; miradas de embarazo y disculpa. Seguramente, pensaste, tu papá no sabía cómo decirle que se fuera.
Pero cuando la llamada terminó, sentiste que tu estómago daba un vuelco, que la rabia explotaba dentro de ti al escuchar las palabras, una a una, de papá:
El director dice que tienes que regresar inmediatamente a la casa que te tocó. Es contra las normas que te quedes aquí conmigo. Además, la idea es que puedas convivir con tus amigos, y con las personas que nos reciben aquí. Lo siento.
Por más que trataste de explicarle las condiciones miserables de la familia (con un tono social: era injusto mermar sus de por sí escasos medios) y describir los trabajos que habías pasado (subir al taxi, viajar en el taxi, bajarse del taxi, esperar en el lobby tomando limonada) para encontrarlo, no pudiste sacar a papá de sus lo siento y sus te tienes que ir, hijo. No estabas listo para el ramalazo final, como que se negara a darte más dinero, dinero que pensabas usar para pagar un cuarto en otro hotel, porque era imposible que regresaras a la casa esa, no solamente porque no era lugar para ti, sino porque, al despedirte, diste a entender que no regresarías, y primero dormirías en la calle que desdecirte.
7
El olor del mar te acompañó durante tu caminata por el malecón del puerto. Como era la primera vez que no hacías tu voluntad, te encontrabas por primera vez sin saber qué hacer. Tenías mucha sed, mucho calor, pero estabas tan enojado y tu rabia era tan grande que no te diste cuenta de ello hasta que deseaste poder beber el agua que chorreaba del aire acondicionado de los hoteles.
Habías aprendido dos cosas ese día, dos cosas que estuvieron frente a ti todo el tiempo, pero que no habías visto porque tampoco te habían importado. Una era que no eras el amigo leal que pensabas ser, porque sin pensarlo, habías dejado a tus mejores amigos simplemente para poder estar cómodo; y la otra, que tu papá no iba a las giras por estar contigo, sino porque eras un buen pretexto para parrandear con el director. En las giras no eras menos estorbo que en tu casa.
Comenzaste a llorar, y lloraste durante mucho rato, hasta que dejaste de caminar porque no podías ver de tantas lágrimas. De un momento a otro, toda la amargura que sentías por dentro se te salió como se sale el agua de las grandes presas que se rompen; e inundan, arrasan, destruyen y matan.
Te diste cuenta, en un parpadeo, que no eras feliz, que nunca lo habías sido. Sabías, sí, que estabas solo. Siempre lo habías sabido. Pero hasta este instante comprendiste que no era a causa de los demás que lo estabas. ¿Cómo iban a quererte tus amigos, después de lo que habías hecho?
Ese pensamiento te hizo bajar a la playa y dejar tus cosas en la arena. No irías a buscarlos, te dijiste, porque ahora sí que no podrías recibir un reproche suyo sin empezar a llorar de nuevo.
Tenías un calor tan endiablado que te quitaste la ropa empapada de sudor, y te metiste al mar apenas con los calzoncillos puestos.
En ese momento cambió todo. Cuando sentiste el abrazo del mar, fresco y abundante, olvidaste el consejo paterno de no acercarte a la playa en la noche y te adentraste unos metros sin dejar de tocar fondo. Porque estabas cansado, porque el agua te ayudaba a cargar contigo mismo. Cuando saliste del mar, después de una hora deliciosa en la que no escuchaste otra cosa que el suave romper de las olas, todo el peso de tu cuerpo se materializó con realismo aplastante, al grado de no ser capaz de andar sino unos pasos antes de colapsarte, boca arriba, sobre la arena de la playa.
Al dormirte, observaste el cielo, y te asustó ver tantas estrellas como verías si estuvieras flotando en el espacio. Era una eternidad de estrellas. Parecía que eran las velas de un enorme palacio cuyo techo frágil estuviera muy lejos de ti, pero que te cobijaba lo mismo. De nuevo escuchaste tu pensamiento; pero ahora su voz había cambiado, y era más suave, sin enojo, sin ira. Decía: no suspires, porque el techo se vendría abajo, y todas esas luces caerían sobre el mundo, aplastándolo.
Quizá lo soñaste, pero en ese momento levantaste la cabeza y viste una casa muy lujosa sobre el mar. Era una casa que no habías visto nunca, y las estrellas iluminaban sus ventanas y techos, sus altas paredes y amplios balcones.
En esa casa quiero pasar la noche, pensaste tan fuerte que tu pensamiento se escuchó por todas partes. Alguien debió de escuchar, porque las puertas de la casa se abrieron, y entraste.
Adentro había otros jovencitos como tú, una multitud incontable de ellos, y muchachas tan hermosas que de inmediato deseaste poder llamar su atención, aunque fuese de una sola, y hablarle sobre la felicidad con la que su sola vista te llenaba el alma.
La mesa estaba servida, y recordaste que tenías hambre. Algunos de los jovencitos se acercaron a ti. Te pidieron que les ayudaras a servir la cena y, para tu propia sorpresa, sentiste una plenitud nueva cuando les dijiste que sí; cuando pasaste enmedio de las mesas depositando en ellas platos con rico pollo, papas y pescado, y luego con dulces de leche y pasteles de chocolate. Sonriente, llenando con horchata y aguas de fruta los vasos que los jóvenes y las bellas muchachas te alargaban, hasta que, satisfecho, se levantaron de la mesa.
Sentiste entonces que era tu turno, y buscaste la cocina para ver si había sobrado algo. Con un poco de pollo y algo de helado de coco te conformarías, de seguro. Y, en ese momento, aquellos quienes habían servido contigo las mesas te llamaron, y juntos entraron a otro salón, lujoso a semejanza del primero, pero más grande y espacioso.
En el salón había una mesa solamente, larga y cubierta de manteles muy blancos como todo a tu alrededor era blanco e inmaculado. Solamente el techo estaba oscuro como el cielo de la noche, pero de tal modo cuajado de estrellas que parecía un abismo de luz, un laberinto de fuego.
Cuando volviste a mirar la gran mesa, ésta se hallaba ya servida. Abundantes carnes, frutas y pan la colmaban, y un hombre moreno, alto y de porte gallardo la presidía. Ese hombre de rostro amable, al que recordabas haber visto en alguna parte, te hizo una señal para que te sentaras con los demás invitados. Ese hombre. Te daba gusto verlo como da gusto ver a los viejos amigos. Comiste hasta saciarte. Entonces, el hombre se levantó y, tras cruzar una puerta corrediza, regresó con una cubeta de helado de coco en las manos, sirviendo a todos porciones generosas, al tiempo que se disculpaba diciendo que, de sacar el helado antes, este se hubiera derretido. Al servirte, el hombre te sonrió, y esa sonrisa no la vas a olvidar el resto de tu vida. Te dijo: gracias por ayudarme a servir a mis hermanos. Son tantos, que a veces no puedo yo solo.
Tu rabia, la que te acompañó siempre como los latidos de tu corazón, cesó en ese instante, y su monótono zumbido fue remplazado con el sonido de las olas al romper en la playa.
Te despertó por la mañana el olor a huevo y pan tostado de una cafetería cercana, que había estado ahí, pero que no habías visto. Te sentiste alegre y reparado. Tus cosas seguían ahí. Palpaste tu bolsa, y solamente saber que tenías hambre y un poco de dinero para comprar pan te llenó el alma con plenitud infinita como el mar. Ningún regalo, ninguna otra cosa te había hecho sentir así. Y diste gracias.
8
Esa fue tu última gira. Tu papá se enojó, y te ordenó seguir en la orquesta. Decidiste, no obstante, regalar el violín diciendo, a manera de explicación, que tenías que mejorar tus calificaciones. Algo que nadie podía discutirte. Pensabas, y con razón, que de esa forma podrías ser más útil después a los demás.
No era que de repente te volvieras bueno, o servicial, que tú ya estabas más allá de eso, sino que así podrías cenar rodeado de amigos, cuando fuese tu turno, en la casa más bonita; en la mesa más espaciosa.
AS
Matanzas, Cuba; a 21 de junio de 2007.