Maestro, levántate y ve a la cabina del conductor. No tienes ganas de leer, y si te quedas dormido, cuando llegues al pueblo no vas a tener fuerzas suficientes para irte caminando hasta la casa. Y vas a tener que caminar, maestro, porque en las dos tocadas te quedaron mal: en una te dijeron que te iban a pagar tanto, y te dieron nomás la mitad (perdóname, pero oíste mal, Las Casas, yo no dije "te pago DOS mil, sino de pago LOS mil; los mil de siempre, pues"), y en la otra te imaginaste que por haber viajado tanto te iban a dar un poco más; o sea, lo mismo que tú hubieras hecho de haber organizado la tocada, de haber invitado a un cuate que la mueve, que lee las piezas nuevas como si las hubiera tocado toda la vida y que por eso lo mandas a traer desde ese pueblucho sin nombre en el que se fue a refundir por orgulloso. Pero el que organizó no se parece a ti, y te pagó lo de siempre, o menos, que de eso ya ni te acuerdas porque así eres tú. Te conviene más andar imaginando las cosas que acordarte de ellas, y por eso vas a tener que caminar todo el trecho desde la Terminal, porque no tienes para pagar un taxi.
Las Casas se levantó trabajosamente, luchando contra los movimientos del autobús que lo lanzaban de un lado al otro de la cabina con fuerza que su propia debilidad multiplicaba. "Malditas carreteras", pensó mientras avanzaba lentamente hacia la parte de adelante, "uno las paga tan caras con las cuotas y los impuestos; y todo para que los políticos igualmente malditos las entreguen a los malditos empresarios quienes por no gastar las dejan que se pudran. ¡Malditos ricos; malditos todos!"
Le costó trabajo controlar su ira, desatada por ese pensamiento, lo suficiente como para suavizar su voz y pedir permiso para sentarse junto al conductor. "Me gusta ir viendo la carretera" explicó "además de que si me quedo dormido, luego me va a dar más flojera caminar hasta mi jacalito".
No mames, maestro, ¿jacalito? ¿Qué manera de hablar es esa? No seas racista tratando de hablarle al conductor como según tú hablan los de su clase. Esa es una bajeza. Háblale normal, como hablas tú con tus pares, o los que tú consideras tales, pero que te desprecian lo mismo que tú a este hombre, y eso nada más porque crees que, de dos trabajos muy jodidos, tú tienes el menos peor. Eso habría que verlo. Además, ¿qué tienes que andar dando explicaciones? Se pide el permiso y ya. Siéntate y deja de hacer idioteces. Recuerda a lo que vas.
El operador debía de estar necesitado de conversación, porque accedió de inmediato a la petición de Las Casas, quien se sentó en silencio, batallando como pocas veces por acallar las voces que había estado escuchando en su mente en el último año, cada vez con mayor intensidad y sin poder evitarlo. Eran voces distintas cada vez, pues había logrado diferenciar unas cuatro de ellas, aunque siempre le hablaban de lo mismo y en el mismo tono, como si se tratara de la misma persona que cambiara de voz como se cambia de ropa. Eran regaños casi siempre, reconvenciones y crudos reproches llenos de terribles verdades que lo sobresaltaban, temeroso de que alguien más que él, Las Casas, pudiera escucharlas. Pero no. Nadie las escuchaba sino él mismo, y sin saber si tal cosa era un consuelo o un motivo de mayor alarma dejó que las voces le siguiesen hablando, sin decirle a nadie nada sobre el asunto.
"Vamos rápido", dijo el conductor en un intento por comenzar la conversación, "mire ese carro; ese, el que va adelante. Debe de ser el 107". Las Casas aguzó la vista, pero hasta momentos después consiguió confirmar que el conductor tenía razón en cuanto al número del otro autobús. "Pues ese carro salió de diez y media, y nosotros que vamos de las once ya lo alcanzamos. Debía de estar en Morelia para las tantas, pero apenas va por aquí. Va a Lázaro Cárdenas. Va a llegar muy tarde".
El operador siguió llamando a cada autobús por su nombre otro buen rato, informando al maestro de su destino y hora esperada de llegada al mismo, pero Las Casas no lo escuchaba. Se había quedado viendo al general Cárdenas, quien apareció frente a él justo en el momento en el que el operador mencionó su nombre. Sin temor le había preguntado si estaba bien, si no se le ofrecía nada, pero el ex-presidente lo miraba con ojos acuosos sin decir palabra, perfectamente uniformado y sentado enmedio de la exuberante y deliciosa vegetación de la Quinta Eréndira, finca que Las Casas había visitado un par de veces.
"¿A usted nunca lo han espantado?" Preguntó el músico apartando la vista del espectro de Cárdenas, sintiendo sin embargo su presencia con el rabillo del ojo, como si su campo de visión se partiera en dos y frente a él estuviera la cabina y el conductor, con la aparición que lo miraba todavía y la luz abundante de la Eréndira entrando por el parabrisas.
El conductor guardó silencio, inseguro de haber entendido bien lo que se le preguntaba. Al final dijo que no. "Algunos compañeros dicen cosas, pero la verdad a mí no me ha pasado nada. Hay rutas, pues, en las que es más común. Pero por aquí no. Solamente se ven los puentes en la noche".
El general se había ido. En ese momento sonó el celular del conductor. Éste lo miró sin decir nada, y lo puso de nuevo en la ventanilla.
Las Casas había ido, como la voz le había dicho, para comprobar que pese a todo había trabajos peores que el suyo, y no deseaba irse sin ese placer.
"Ser conductor de autobuses...
Quieres decirle 'camionero', ¿verdad? Dile 'camionero', no seas hipócrita, merece saber que lo desprecias
...es un trabajo duro ¿verdad? Se la pasan manejando; no ven a la familia y casi no duermen..."
Pero entonces sonó de nuevo el celular, y esta ocasión el conductor hizo una mueca de desagrado. Sin embargo, comenzó una larga y detallada explicación que a Las Casas le pareció decepcionante, no solamente porque fue todavía más adormecedora que lo que pensaba leer en su asiento, sino también porque el hombre le dio a entender que no era tan malo como lo parecía, y que incluso trabajaba menos que el mismo Las Casas, porque tenía tres días completos libres a la semana, en tanto que él mismo no tenía ni uno solo, porque si el fin de semana se lo pasaba viajando a las tocadas, entre semana enseñaba matemáticas en la primaria. ¡Matemáticas! Las enseñaba lo mismo que lo haría con la historia o la geografía si pudiera. Por pura necesidad.
Pero querías tus montañas, tu aire puro; tu silencio. Eso vale más, según tú; pero ahora no puedes ni siquiera visitar a tu madre; tan lejos te fuiste.
"Mi madre está enferma". Dijo Las Casas. Había vuelto a fijar la mirada hacia adelante, en la carretera que pasaba interminablemente debajo de ellos. El conductor no contestó de inmediato, como si no hubiera escuchado la pregunta, y luego dijo: ‘‘¿qué le pasa? ¿Está grave?" "Supongo que sí" dijo Las Casas "porque nadie me quiso decir qué es lo que le pasa. Nada más me dijeron que se había enfermado, y que no podía hablar conmigo. Eso fue ayer".
El músico miraba, sobre todo, los puentes. Los puentes para el cruce seguro de la carretera que pasaban lentamente sobre de ellos de cuando en cuando. De ellos colgaban hombres desconocidos, y algunos animales, vacas sobre todo, triponas y pálidas. Todas muertas. Las Casas sabía que no estaban ahí, que nadie más las veía, y que tampoco eran espantos. No creía en los fantasmas. Justo en ese instante sonó de nuevo el celular del conductor, pero en esta ocasión éste se volvió hacia Las Casas y le dijo:
"Ya van cuatro veces que me llega el mismo mensaje al celular, dice: 'si quieres dinero, ve al panteón a las tres.' No dice quién lo manda; ni siquiera el teléfono. Le escribí de vuelta para preguntarle quién es, pero nada más contestó 'alguien a quien le debes mucho', y ya".
Sin saber por qué, Las Casas sufrió un escalofrío que lo recorrió de arriba a abajo.
"Pero yo le debo a todo el mundo," continuó el conductor; "el dinero no me alcanza para nada. Debo todo lo que tengo, y a cada rato me andan cobrando. Usted ha de viajar mucho, pero por lo menos regresa con dinero. A mí, mi vieja me cobra las quincenas. Imagínese".
"Alguien a quien le debe mucho," murmuró Las Casas. "Podría ser cualquiera. A veces hay muchachos bromistas, sinquehacer, que hacen bromitas como esa para asustar, o ver si pueden sacar provecho. Por mi parte, yo simplemente no creo en esas cosas. Si lo hiciera -y al decir esto, el músico bajó la voz- si lo hiciera estaría muy nervioso ahorita, porque llegando al pueblo tengo que pasar caminando enfrente del panteón. Es la ruta más corta para llegar adonde vivo. Ojala y me hubieran mandado a mí el mensaje, y que fuera cierto. Nada me cuesta detenerme un rato camino a casa".
Sí. Los supersticiosos son siempre los otros ¿verdad? ¿Por qué tiemblas, entonces? La superstición ajena es contagiosa. No temes creer los fantasmas de los demás, pero estás seguro de que nadie va a creerte si les dices que ves gente colgando de los puentes. Me sorprende que creas que lo que enseñas en la escuela es verdad. No crees en nada.
"Nada es verdad" dijo Las Casas en voz alta, y el conductor se volvió, intrigado de que esa fuera la primera frase que el maestro pronunciara después de tan largo silencio.
En el pueblo, Las Casas se bajó del camión y lentamente comenzó su camino. A pesar de haber resistido despierto hasta el final del viaje, el músico sentía que todo su cuerpo era una masa pesada y sin fuerzas, a la que cada paso costaba el trabajo de una vida. Solamente el deseo de poder llamar a su madre pudo sacarlo de su insoportable sopor. Iba maldiciendo la oscuridad que lo rodeaba. “¡Maldito gobierno! -mascullaba- Tan caros que cobran todos los servicios en el maldito municipio, y las luces nunca sirven, nunca hay nadie vigilando. Uno está a merced de cualquier cosa por culpa de los que no piensan en enriquecerse. En lugar de servir, ¡robar! Y encima de eso hablan del honor y la dignidad. ¡Malditos ladrones! ¡Mil veces malditos!
Todo era extraño en esa noche, nuevo y desagradable. A su alrededor desaparecieron las imágenes; las voces que lo torturaban callaron repentinamente sin responder a sus quejas, y navegando como en una suave pesadilla llegó hasta el panteón del pueblo.
Frente a la puerta se detuvo. Estaba seguro de que alguien lo miraba. Sintió la pesadez de una mirada como si repentinamente le cayera encima una tonelada de agua que no lo mojara, ni lo asfixiara, sino que solamente le pesara, oprimiéndole por todas partes, fijándolo en su sitio. No como la mirada de sus apariciones, vana y perpleja; sino aguda y ansiosa. Tampoco la voz que lo llamó en ese momento era como las demás voces que solamente él podía escuchar. Ésta venía de afuera.
Era la voz de su madre.
Las Casas volvió la cabeza lentamente hacia el lugar de donde la voz provenía: la polvorienta avenida central del cementerio. Justo ahí, caminando lentamente hacia él, estaba su madre. Estaba muy delgada, con el semblante carcomido por las fiebres y los ojos tristes de los que ya no viven.
"Perdóname, mamá", gritó Las Casas con voz cansada, lo más fuerte que pudo, pues se le figuraba que de otro modo no alcanzaría a escucharse hasta el lugar lejano desde el que su mamá lo contemplaba. "Iba camino de la casa, para llamarte. Nadie me dijo... no sabía". Después de años de enfrentarse con espectros que sabía imaginarios, ahora el maestro tenía miedo.
"Ahora no importa." Le contestó la madre. "No importa, porque nos vamos juntos. De cualquier modo, este mundo nunca te ha gustado; ni en la ciudad, ni en este pueblito tan lindo. Vámonos.”
Las Casas tardó un par de segundos en comprender; los suficientes para que el conductor del autobús del que se había bajado hace poco lo sujetara por la espalda y lo degollara con un certero tajo de machete.
"El dinero ESTABA en el panteón a la hora que el mensaje me dijo." Murmuró el conductor mientras registraba a Las Casas, tomando de la bolsa del sacó el sobre con los pocos billetes ganados ese día. Los dos trabajos habían pagado mal después de todo, y por eso había tenido que caminar. "Solamente había que entender el mensaje bien."
Y es así como, en su último instante de consciencia; Las Casas se dio cuenta de que, de los dos viajeros nocturnos ahora él era el único que creía en fantasmas. Plenamente.
AS
27 de mayo de 2007
Las Casas se levantó trabajosamente, luchando contra los movimientos del autobús que lo lanzaban de un lado al otro de la cabina con fuerza que su propia debilidad multiplicaba. "Malditas carreteras", pensó mientras avanzaba lentamente hacia la parte de adelante, "uno las paga tan caras con las cuotas y los impuestos; y todo para que los políticos igualmente malditos las entreguen a los malditos empresarios quienes por no gastar las dejan que se pudran. ¡Malditos ricos; malditos todos!"
Le costó trabajo controlar su ira, desatada por ese pensamiento, lo suficiente como para suavizar su voz y pedir permiso para sentarse junto al conductor. "Me gusta ir viendo la carretera" explicó "además de que si me quedo dormido, luego me va a dar más flojera caminar hasta mi jacalito".
No mames, maestro, ¿jacalito? ¿Qué manera de hablar es esa? No seas racista tratando de hablarle al conductor como según tú hablan los de su clase. Esa es una bajeza. Háblale normal, como hablas tú con tus pares, o los que tú consideras tales, pero que te desprecian lo mismo que tú a este hombre, y eso nada más porque crees que, de dos trabajos muy jodidos, tú tienes el menos peor. Eso habría que verlo. Además, ¿qué tienes que andar dando explicaciones? Se pide el permiso y ya. Siéntate y deja de hacer idioteces. Recuerda a lo que vas.
El operador debía de estar necesitado de conversación, porque accedió de inmediato a la petición de Las Casas, quien se sentó en silencio, batallando como pocas veces por acallar las voces que había estado escuchando en su mente en el último año, cada vez con mayor intensidad y sin poder evitarlo. Eran voces distintas cada vez, pues había logrado diferenciar unas cuatro de ellas, aunque siempre le hablaban de lo mismo y en el mismo tono, como si se tratara de la misma persona que cambiara de voz como se cambia de ropa. Eran regaños casi siempre, reconvenciones y crudos reproches llenos de terribles verdades que lo sobresaltaban, temeroso de que alguien más que él, Las Casas, pudiera escucharlas. Pero no. Nadie las escuchaba sino él mismo, y sin saber si tal cosa era un consuelo o un motivo de mayor alarma dejó que las voces le siguiesen hablando, sin decirle a nadie nada sobre el asunto.
"Vamos rápido", dijo el conductor en un intento por comenzar la conversación, "mire ese carro; ese, el que va adelante. Debe de ser el 107". Las Casas aguzó la vista, pero hasta momentos después consiguió confirmar que el conductor tenía razón en cuanto al número del otro autobús. "Pues ese carro salió de diez y media, y nosotros que vamos de las once ya lo alcanzamos. Debía de estar en Morelia para las tantas, pero apenas va por aquí. Va a Lázaro Cárdenas. Va a llegar muy tarde".
El operador siguió llamando a cada autobús por su nombre otro buen rato, informando al maestro de su destino y hora esperada de llegada al mismo, pero Las Casas no lo escuchaba. Se había quedado viendo al general Cárdenas, quien apareció frente a él justo en el momento en el que el operador mencionó su nombre. Sin temor le había preguntado si estaba bien, si no se le ofrecía nada, pero el ex-presidente lo miraba con ojos acuosos sin decir palabra, perfectamente uniformado y sentado enmedio de la exuberante y deliciosa vegetación de la Quinta Eréndira, finca que Las Casas había visitado un par de veces.
"¿A usted nunca lo han espantado?" Preguntó el músico apartando la vista del espectro de Cárdenas, sintiendo sin embargo su presencia con el rabillo del ojo, como si su campo de visión se partiera en dos y frente a él estuviera la cabina y el conductor, con la aparición que lo miraba todavía y la luz abundante de la Eréndira entrando por el parabrisas.
El conductor guardó silencio, inseguro de haber entendido bien lo que se le preguntaba. Al final dijo que no. "Algunos compañeros dicen cosas, pero la verdad a mí no me ha pasado nada. Hay rutas, pues, en las que es más común. Pero por aquí no. Solamente se ven los puentes en la noche".
El general se había ido. En ese momento sonó el celular del conductor. Éste lo miró sin decir nada, y lo puso de nuevo en la ventanilla.
Las Casas había ido, como la voz le había dicho, para comprobar que pese a todo había trabajos peores que el suyo, y no deseaba irse sin ese placer.
"Ser conductor de autobuses...
Quieres decirle 'camionero', ¿verdad? Dile 'camionero', no seas hipócrita, merece saber que lo desprecias
...es un trabajo duro ¿verdad? Se la pasan manejando; no ven a la familia y casi no duermen..."
Pero entonces sonó de nuevo el celular, y esta ocasión el conductor hizo una mueca de desagrado. Sin embargo, comenzó una larga y detallada explicación que a Las Casas le pareció decepcionante, no solamente porque fue todavía más adormecedora que lo que pensaba leer en su asiento, sino también porque el hombre le dio a entender que no era tan malo como lo parecía, y que incluso trabajaba menos que el mismo Las Casas, porque tenía tres días completos libres a la semana, en tanto que él mismo no tenía ni uno solo, porque si el fin de semana se lo pasaba viajando a las tocadas, entre semana enseñaba matemáticas en la primaria. ¡Matemáticas! Las enseñaba lo mismo que lo haría con la historia o la geografía si pudiera. Por pura necesidad.
Pero querías tus montañas, tu aire puro; tu silencio. Eso vale más, según tú; pero ahora no puedes ni siquiera visitar a tu madre; tan lejos te fuiste.
"Mi madre está enferma". Dijo Las Casas. Había vuelto a fijar la mirada hacia adelante, en la carretera que pasaba interminablemente debajo de ellos. El conductor no contestó de inmediato, como si no hubiera escuchado la pregunta, y luego dijo: ‘‘¿qué le pasa? ¿Está grave?" "Supongo que sí" dijo Las Casas "porque nadie me quiso decir qué es lo que le pasa. Nada más me dijeron que se había enfermado, y que no podía hablar conmigo. Eso fue ayer".
El músico miraba, sobre todo, los puentes. Los puentes para el cruce seguro de la carretera que pasaban lentamente sobre de ellos de cuando en cuando. De ellos colgaban hombres desconocidos, y algunos animales, vacas sobre todo, triponas y pálidas. Todas muertas. Las Casas sabía que no estaban ahí, que nadie más las veía, y que tampoco eran espantos. No creía en los fantasmas. Justo en ese instante sonó de nuevo el celular del conductor, pero en esta ocasión éste se volvió hacia Las Casas y le dijo:
"Ya van cuatro veces que me llega el mismo mensaje al celular, dice: 'si quieres dinero, ve al panteón a las tres.' No dice quién lo manda; ni siquiera el teléfono. Le escribí de vuelta para preguntarle quién es, pero nada más contestó 'alguien a quien le debes mucho', y ya".
Sin saber por qué, Las Casas sufrió un escalofrío que lo recorrió de arriba a abajo.
"Pero yo le debo a todo el mundo," continuó el conductor; "el dinero no me alcanza para nada. Debo todo lo que tengo, y a cada rato me andan cobrando. Usted ha de viajar mucho, pero por lo menos regresa con dinero. A mí, mi vieja me cobra las quincenas. Imagínese".
"Alguien a quien le debe mucho," murmuró Las Casas. "Podría ser cualquiera. A veces hay muchachos bromistas, sinquehacer, que hacen bromitas como esa para asustar, o ver si pueden sacar provecho. Por mi parte, yo simplemente no creo en esas cosas. Si lo hiciera -y al decir esto, el músico bajó la voz- si lo hiciera estaría muy nervioso ahorita, porque llegando al pueblo tengo que pasar caminando enfrente del panteón. Es la ruta más corta para llegar adonde vivo. Ojala y me hubieran mandado a mí el mensaje, y que fuera cierto. Nada me cuesta detenerme un rato camino a casa".
Sí. Los supersticiosos son siempre los otros ¿verdad? ¿Por qué tiemblas, entonces? La superstición ajena es contagiosa. No temes creer los fantasmas de los demás, pero estás seguro de que nadie va a creerte si les dices que ves gente colgando de los puentes. Me sorprende que creas que lo que enseñas en la escuela es verdad. No crees en nada.
"Nada es verdad" dijo Las Casas en voz alta, y el conductor se volvió, intrigado de que esa fuera la primera frase que el maestro pronunciara después de tan largo silencio.
En el pueblo, Las Casas se bajó del camión y lentamente comenzó su camino. A pesar de haber resistido despierto hasta el final del viaje, el músico sentía que todo su cuerpo era una masa pesada y sin fuerzas, a la que cada paso costaba el trabajo de una vida. Solamente el deseo de poder llamar a su madre pudo sacarlo de su insoportable sopor. Iba maldiciendo la oscuridad que lo rodeaba. “¡Maldito gobierno! -mascullaba- Tan caros que cobran todos los servicios en el maldito municipio, y las luces nunca sirven, nunca hay nadie vigilando. Uno está a merced de cualquier cosa por culpa de los que no piensan en enriquecerse. En lugar de servir, ¡robar! Y encima de eso hablan del honor y la dignidad. ¡Malditos ladrones! ¡Mil veces malditos!
Todo era extraño en esa noche, nuevo y desagradable. A su alrededor desaparecieron las imágenes; las voces que lo torturaban callaron repentinamente sin responder a sus quejas, y navegando como en una suave pesadilla llegó hasta el panteón del pueblo.
Frente a la puerta se detuvo. Estaba seguro de que alguien lo miraba. Sintió la pesadez de una mirada como si repentinamente le cayera encima una tonelada de agua que no lo mojara, ni lo asfixiara, sino que solamente le pesara, oprimiéndole por todas partes, fijándolo en su sitio. No como la mirada de sus apariciones, vana y perpleja; sino aguda y ansiosa. Tampoco la voz que lo llamó en ese momento era como las demás voces que solamente él podía escuchar. Ésta venía de afuera.
Era la voz de su madre.
Las Casas volvió la cabeza lentamente hacia el lugar de donde la voz provenía: la polvorienta avenida central del cementerio. Justo ahí, caminando lentamente hacia él, estaba su madre. Estaba muy delgada, con el semblante carcomido por las fiebres y los ojos tristes de los que ya no viven.
"Perdóname, mamá", gritó Las Casas con voz cansada, lo más fuerte que pudo, pues se le figuraba que de otro modo no alcanzaría a escucharse hasta el lugar lejano desde el que su mamá lo contemplaba. "Iba camino de la casa, para llamarte. Nadie me dijo... no sabía". Después de años de enfrentarse con espectros que sabía imaginarios, ahora el maestro tenía miedo.
"Ahora no importa." Le contestó la madre. "No importa, porque nos vamos juntos. De cualquier modo, este mundo nunca te ha gustado; ni en la ciudad, ni en este pueblito tan lindo. Vámonos.”
Las Casas tardó un par de segundos en comprender; los suficientes para que el conductor del autobús del que se había bajado hace poco lo sujetara por la espalda y lo degollara con un certero tajo de machete.
"El dinero ESTABA en el panteón a la hora que el mensaje me dijo." Murmuró el conductor mientras registraba a Las Casas, tomando de la bolsa del sacó el sobre con los pocos billetes ganados ese día. Los dos trabajos habían pagado mal después de todo, y por eso había tenido que caminar. "Solamente había que entender el mensaje bien."
Y es así como, en su último instante de consciencia; Las Casas se dio cuenta de que, de los dos viajeros nocturnos ahora él era el único que creía en fantasmas. Plenamente.
AS
27 de mayo de 2007